El anillo (10 page)

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Authors: Jorge Molist

Subía yo en el ascensor con una tranquilizante pareja de edad, sin duda americanos de la costa oeste, cuando se me ocurrió una explicación lógica.

No era tan improbable, después de todo, que coincidiera con ese sujeto; estaría esperando a alguien en el aeropuerto que llegaba en mi vuelo. Quizá fuera un chófer de un servicio de coches y aguardara a su cliente en ese momento. Y también ahora en el hotel. Claro, debía de ser eso... ¿Pero qué hacía en las Ramblas? ¿Acompañaba a algún turista?

Fuera quien fuese aquel hombre, una vez en mi habitación y cerrada la puerta con el seguro me sentí más tranquila. Era el aspecto feroz del individuo y su forma de mirar lo que me incomodaba. No tenía otros motivos, me dije.

Fui directa a la ventana para ver de nuevo la ciudad desde aquella panorámica privilegiada. Allí abajo, a la derecha del ancho mar, se extendía la vieja dama sesteando bajo el sol de la tarde. Localicé el final de las Ramblas por el monumento a Colón e hice con la vista el recorrido opuesto, paseo arriba, al que anduve el día anterior. Me fue difícil seguir el trayecto ya que, desde aquella distancia y altura, los inmuebles ocultan las calles, y sólo por las formas de los edificios se pueden adivinar las avenidas que transcurren abajo. Aun así mis ojos deambularon por los trazos aéreos del paseo más singular de Barcelona.

Al girarme me fijé en el teléfono; una luz roja parpadeaba. Tenía mensajes en el contestador. Uno era de Luis, a las diez de la mañana. Insistía en invitarme a cenar. Que le llamara de todos modos. Estaba interesado en mis descubrimientos y en charlar. Del siguiente mensaje surgió una voz de mujer que no pude reconocer al principio.

—Hola, Cristina —decía—. Bienvenida a Barcelona. Espero que te acuerdes de mí. Soy Alicia. Llámame. Tenemos mucho de qué hablar y, como madrina tuya, eres mi huésped mientras estés en la ciudad —sonaba cálida, pausada, segura de sí misma. Luego repetía dos veces un número de teléfono. Yo lo apunté en la libreta de notas de la mesilla de noche—. Estaré esperando tu llamada, cariño.

Vaya, me dije, aquí está la pesadilla de mi madre. La mujer que ella parece temer. Lo cierto es que el monstruo tenía voz profunda, pero aterciopelada y agradable. Estuve considerando devolverle la llamada, pero quería pensar antes un poco. ¿Qué implicaba verla? Contrariar a mamá, claro. Pero eso lo había hecho yo muchas veces antes. No era un factor decisivo en mi ecuación. Luis me había advertido también contra ella. Pero tampoco le daba a eso mayor importancia. En cambio, esa mujer debía de saber un montón de cosas que me ayudarían en mi investigación sobre la muerte de Enric. Si ella quería contármelas, claro...

¿Cómo me habría localizado? Fácil, me dije: su hijo estaba citado mañana para la lectura del testamento, luego yo debía de encontrarme en Barcelona y lo lógico era pensar que una americana se alojara en un hotel perteneciente a una cadena americana. Era sólo cuestión de llamar por teléfono y preguntar por mí. Obvio.

Lo cierto era que me picaba la curiosidad. La madre de Oriol. ¿Por qué se mostraba tan cariñosa conmigo? Yo hubiera esperado que me llamara el hijo, no ella. ¿Guardaría él un recuerdo tierno de aquel verano último, del mar, de la tormenta y del primer beso? ¿Por qué no me llamaba? Quizá por la misma razón que no quiso responder a ninguna de mis cartas; quizá por lo que Luis contaba de él. ¿Era homosexual?

Ella decía ser mi madrina. Eso no era cierto. Aunque sería correcto llamarle a la mujer de tu padrino madrina. Pero en el bautizo al bebé se le dan ambos y no están relacionados entre sí. En realidad yo no recuerdo quién era mi verdadera madrina; seguramente alguna amiga o familiar de mi madre. Pero no ella, no Alicia. Ella ni siquiera se había casado por la iglesia con mi padrino.

Además, aunque en ocasiones acompañaba a Oriol y a Enric cuando venían a visitarnos, casi siempre se presentaban ellos solos. De pequeña siempre me pareció que Enric y Alicia formaban una extraña pareja. Tenían casas separadas, Oriol vivía con su madre en la casa de avenida del Tibidabo y Enric a veces dormía allí y otras en su piso. Sí, el del paseo de Gracia, donde se suicidó.

La relación con ellos provenía de la familia de mi madre, los Coll. Mi abuelo materno y el abuelo paterno de Oriol, el padre de Enric, eran como hermanos. Los padres de ellos, o sea nuestros bisabuelos establecieron una estrecha amistad en aquellos años de fines del siglo XIX cuando una Barcelona descarada pretendía competir con París como capital de arte. Frecuentaban Els Quatre Gats coincidiendo con Nonell, Picasso, Rusiñol o Cases. Eran hijos de familias de la alta burguesía catalana; pero habían salido jovenzuelos rebeldes, que antes de alistarse incondicionales al teatro del Liceo, como les correspondía por tradición y familia, habían de frecuentar las tertulias artísticas de la época. En ellas visitaron brevemente casi todos los
ismos
de aquel mundo cambiante de finales del XIX, sin olvidar anarquismos, comunismos, cubismos, existencialismos y de forma más permanente el prostibulismo de las calles Aviñó y Robador, donde solían invitar a artistas de pocos recursos, pero de semejante libido y gran talento, como aquel muchacho llamado Picasso.

De entonces venían las colecciones de cuadros, comprados por poco y por favor a amigos, artistas menesterosos, que ahora valían fortunas, heredadas por los abuelos y que éstos distribuyeron entre su progenie.

Volví a la ventana para contemplar aquella urbe donde el arte continuaba vibrando en su aliento. ¿Por qué mi madre dejó toda su tradición, toda aquella historia de leyenda atrás? ¿Por qué terminó casándose con un americano y prácticamente huyendo de la ciudad? Sí, claro, se enamoró de mi padre. La descendiente de fortunas pasadas, creadas a fuerza de telares y veleros surcando océanos para comerciar con las Indias, dignificadas por ópera en el Liceo y después, en la golfa generación posterior, ilustradas por movimientos de arte vanguardista, a los que asistieron como adinerados mecenas bohemios, se prendó de un ingeniero americano.

Sí, claro. Debió de ser el amor... eso sería. El amor. Pero había algo más en toda esa historia. Algo más que se me ocultaba pero que yo intuía que estaba allí, escondido.

Fue entonces cuando sonó el teléfono.

—Dígame —respondí.

—¡Hola, Cristina! —identifiqué a mi interlocutora de inmediato—. Soy Alicia, tu madrina.

—¡Hola, Alicia! ¿Qué tal estás?

—Muy bien, cariño. Te he dejado dos mensajes para que me llamaras —en su voz cálida, profunda, había un matiz de reproche.

—Lo iba a hacer, Alicia —¿por qué ese tono de disculpa?, me pregunté—. Pero acabo de llegar —miré el reloj comprobando que eso no era cierto, llevaba en el hotel más de una hora.

—Pues bien. Me he adelantado yo —concluyó ella—. Estoy aquí y te espero en recepción.

—¿Dónde? ¿Aquí? —pregunté como una estúpida.

—¿Dónde va a ser cariño? En el hotel.

Me quedé muda. ¿En el hotel? ¿Qué hacía Alicia en mi hotel?

—Anda, no me hagas esperar. Baja —concluyó ante mi silencio.

—Bueno, ahora voy —repuse obediente.

—Hasta ahora, cariño.

—Hasta ahora.

«Así que al fin me encuentro con Alicia», pensé.

La reconocí de inmediato. Alicia habría pasado los sesenta años, pero la mujer que se levantó sonriente de una de las mesas del bar cercano a recepción aparentaba mucho menos.

Estaba gruesa, la recordaba como hembra de caderas anchas, algo matrona ella, y esa característica le había crecido con el tiempo.

—¡Cariño! ¡Qué gusto verte! —exclamó con esa voz profunda suya mientras me tendía los brazos. Me acogió entre ellos y luego de un fuerte apretón me dio dos sonoros besos. Olía a un perfume penetrante y sus pulseras de oro tintinearon.

—¡Hola, Alicia! —de alguna manera la fuerte personalidad de aquella mujer, el carisma que irradiaba me hacían sentir de nuevo como una niña de trece años. Y sus ojos. Esos ojos azul profundo, algo rasgados, como los de su hijo Oriol. Al verlos de nuevo me estremecí.

—¡Qué guapa estás! —exclamó, poniendo alguna distancia entre ambas para observarme—. Te has convertido en una mujer estupenda. Tengo ganas de verle la cara a Oriol cuando os encontréis.

Escrutó mi expresión al mencionar a su hijo y yo intenté mantener mi sonrisa sin cambios y no dije nada.

—Pero siéntate —me invitó sin importarle mi silencio—. Cuéntame cosas de tu familia. ¿Qué tal os va en los Estados Unidos?

Obedecí, pero antes observé el lugar donde aquel hombre extraño había estado un rato antes. No lo vi y me sentí aliviada.

Alicia era una gran conversadora y pasamos un rato agradable charlando de trivialidades. Tenía muchas cosas que preguntarle pero no supe engarzar ninguna en la conversación. Sentía que no teníamos aún suficiente confianza. De pronto ella dijo:

—He venido a buscarte para que vengas a mi casa.

—¿Qué?

—Eso, que te vienes conmigo.

—Pero...

—No hay pero que valga, cariño —hablaba con esa voz profunda y aterciopelada pero llena de autoridad—. Tengo una casa enorme con varias habitaciones de invitados y no voy a dejar que mi ahijada esté sola en un hotel.

—De ninguna manera —me resistí, mientras pensaba con rapidez. Alicia, la temida por mi madre, la mujer peligrosa según Luis, me invitaba a su casa; la casa donde vivía Oriol. ¿Cuántas intrigas sobre Enric desvelaría?—. No quiero molestar.

—¡Molestia es que te quedes aquí! —dijo rotunda—. Casi ofensa. Está decidido, nos vamos a mi casa y mañana te acompaño, junto a Oriol, a la lectura del testamento.

—Pero... —no me escuchó y se fue hacia la conserjería, donde empezó a impartir instrucciones. Fui a detenerla, aunque presentía que era inútil. En realidad yo quería ir. Observé cómo actuaba. Esa mujer tenía una autoridad asombrosa. Hablaba casi como en un susurro y los demás se inclinaban para escucharla mejor. Dejó su tarjeta de crédito en el mostrador y dijo que nos podíamos ir.

—No se te ocurra pagar mi cuenta.

—Ya está hecho —dijo ella.

—Me niego.

—Llegas tarde. El director del hotel es amigo mío y no aceptarán tu dinero. A mi ahijada la invito yo.

A pesar de estas palabras, advertí, enérgica, al empleado del mostrador que yo era quien pagaba, pero él repuso que la señora pidió la cuenta antes de que yo bajara de mi habitación, se había hecho cargo de todo, y que era imposible anular la transacción.

—Tengo que recoger mis cosas —le dije al fin. Me sentía molesta con ella, no tanto porque abonara mis gastos, sino por el dominio que parecía ejercer a su alrededor, incluyéndome a mí.

—No te preocupes por eso, cariño —repuso con un gesto de «no importa»—. La camarera y mi doncella, que ya está en camino, se hacen cargo de tu equipaje. En un ratito lo tendrás todo bien dispuesto en tu habitación de mi casa —y cogiéndome del brazo con el suyo me condujo hacia la salida.

—Te dejas la tarjeta.

—También la recoge mi doncella.

—No habrás firmado la cuenta en blanco. ¿Verdad?

Alicia soltó una carcajada.

—¿Y qué importa eso? —inquirió alegre—. Éste es un hotel americano. Y los americanos sois todos honrados, ¿no es cierto? —había un tonillo burlón en su voz aterciopelada.

«Si yo te contara», pensé.

—¡Qué bonitas piernas tienes, cariño! —el coche de Alicia se detuvo en uno de los semáforos de las Ramblas, la inesperada aparición de la mujer en el hotel no me dio la oportunidad de cambiarme de ropa sentada en ese asiento bajo, la minifalda, que había usado con el comisario, subía hasta más arriba de la mitad de los muslos. Ella acarició mi rodilla y yo me puse alerta. Por un momento me arrepentí de haber aceptado su hospitalidad.

—Gracias —repuse cautelosa.

—He dado instrucciones al hotel para que tomen nota de tus llamadas tal como si tú continuaras siendo su huésped —sonreía—. Así no tienen por qué enterarse en América de que te has venido conmigo.

«Sabe que no le cae bien a mi madre», me dije.

Cruzamos la ciudad por el eje vertical que va desde el puerto viejo a la sierra de Collserola. Ramblas, paseo de Gracia, Mayor de Gracia para llegar a la avenida del Tibidabo, donde Alicia conservaba el caserón modernista de los Bonaplata con vista privilegiada sobre la urbe. Por el camino la mujer relataba anécdotas de la ciudad, y en el paseo de Gracia me fue señalando dónde vivían aún amigos comunes de nuestras familias, contándome cotilleos rápidos y sabrosos sobre algunos de ellos. Usaba el mismo tono cómplice con el que una amiga le cuenta secretitos a otra; Alicia me hacía sentir una extraña camaradería.

Catorce

La ciudad había cambiado en muchos aspectos, pero aquella casa estaba tal como yo la recordaba. Sólo que todo había encogido algo desde aquellos tiempos lejanos. La última vez que estuve allí, en nuestra despedida de Barcelona, debía ser yo más corta de talla y mi crecimiento me hacía ver, ahora, todas las dimensiones reducidas en relación con mis recuerdos. Esos que conservaban el alegre campanilleo del tranvía azul, el único que aún funcionaba en la ciudad, y que traqueteaba frente a la casa de Alicia, subiendo y bajando la cuesta. Era de los modelos más antiguos que circularon y transportaba a los visitantes desde los Ferrocarriles Catalanes al funicular que los dejaba en la cima, junto al templo del Sagrado Corazón y el parque de atracciones del Tibidabo. La avenida, el tranvía, el funicular, el antiguo parque, siempre antiguo a pesar de las renovaciones, con sus maravillosos autómatas decimonónicos aún funcionando, su avión falso, el laberinto y el castillo de la bruja; todo tenía para mí, cuando niña, y mantiene todavía hoy, una magia especial.

—Tu hotel no es único en cuanto a panorámica sobre Barcelona —dijo Alicia después de mostrarme la parte de la gran escalinata central, dependencias de cocina, y el salón que daba al cuidado jardín, lugar de memorables aventuras infantiles—. Ven.

Y subimos directamente a la tercera planta, donde ella tenía su gabinete privado. No había estado nunca en aquella habitación y desde allí se contemplaba la urbe en panorámica opuesta. Al fondo estaba el mar, azul intenso, iluminado por el sol que llegaba desde nuestra espalda, y la montaña de Montjuïc con su castillo. Y allí, en el centro, se extendía la ciudad, cubriéndose poco a poco de sombras vespertinas.

—Así que fuiste tú la heredera del anillo de Enric —dijo Alicia de pronto. Quizá fuera que el tono de su voz había cambiado, o fue la expresión de su cara de gata o tal vez habló con intención especial. El caso es que me sobresalté.

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