Authors: Jorge Molist
Pero sí quiso retenerme. Se lo comuniqué en la mesa la siguiente vez que fui a su casa, el domingo, junto a Mike. Ella no hizo ningún comentario, pero mi padre se mostró sorprendido. ¿Testamento? Debería haberse leído y repartido poco después de la muerte de Enric. ¿Que había dejado dos testamentos? ¿Y el segundo para ser abierto catorce años después del primero? ¡Qué extraño!
Sí era extraño, todo era muy extraño. Y misterioso.
—No vayas, Cristina —me dijo mi madre cuando me pudo hablar a solas—. Ese asunto me da mala espina. Hay algo raro, algo siniestro.
—¿Pero por qué? ¿Por qué no debo ir?
—No sé, Cristina. Eso de un segundo testamento es absurdo. Alguien tiene alguna razón para atraerte a Barcelona.
—Mamá, tú me ocultas algo. ¿Qué es? ¿De dónde sale ese temor? ¿Por qué nunca volvimos, ni siquiera de visita? ¿Por qué no has mantenido contacto con tus amigos?
—No lo sé. Es un sentimiento, una impresión. Pero algo malo espera allí.
—Pues yo pienso ir.
—No vayas, Cristina —había angustia en su voz—. Olvídate de esa historia. No vayas. Por favor.
Las olas batían furiosas contra una playa de cantos rodados, al pie de un acantilado. Arrastraban piedras que, al retornar con la marejada, producían un ruido profundo que me sugería el de huesos entrechocando. El cielo estaba cuajado de pequeñas nubes, en veloz carrera, que proyectaban juegos de sol y sombra sobre una escena terrible.
En la playa, un grupo de hombres, encadenados entre ellos y a un madero, vestidos de harapos, hediondos, lamentándose a gritos, suplicando, insultando, se debatían por escapar o defenderse. Otros rezaban, esperando su turno, viendo pasivos, sin reaccionar, cómo degollaban a sus compañeros. Había sangre en las piedras, en el suelo, en los cuerpos que yacían, en los que se debatían desesperados... y en mis manos. Y el sol llegaba iluminando el brillo asesino del acero y se ocultaba en las nubes dejando la muerte, cual sombra, tendida sobre la tierra, en los cadáveres. Sentía mi corazón encogido por una gran pena, pero yo estaba con los que, vistiendo túnica gris, trabajaban veloces y expertos, tirando por los cabellos de la cabeza de las víctimas hacia atrás y cortando de uno o dos tajos las gargantas hasta alcanzar la yugular. Más sangre. Uno de mis compañeros, el más joven, mataba llorando. Y en una de las túnicas oscuras, bordada en el lado derecho, uno de los verdugos lucía esa cruz roja, la de mi sortija. El hombre del anillo estaba allí, mandando a los matarifes y todo lo que yo veía era través de sus ojos, llenos también de lágrimas. Los gritos fueron ahogándose y el movimiento se acabó. Al expirar el último de los prisioneros, ese hombre cayó de rodillas sobre las piedras, para rezar, y yo sentí su dolor. Y empecé a llorar sin consuelo, no podía detener los sollozos. Era una pena profunda, interminable, que me surgía del pecho, de las entrañas.
Me encontré sentada en la cama, el llanto era verdadero y la sensación, el dolor, tan real que no pude volver a conciliar el sueño. Por suerte, sólo faltaba media hora para levantarme, y la pasé en vigilia especulando sobre la procedencia de aquella pesadilla. ¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Tanto me había afectado el regalo póstumo de Enric? ¿Tendría esa sortija que ver con esas visiones antiguas cargadas de dolor? Al mirar mi mano, con ambos anillos en ella, se me antojó que la piedra rubí de sangre brillaba mucho más que el diamante de amor. Cuando al fin sonó el despertador, sentí un gran alivio. ¡Cuánto deseaba regresar a la realidad!
No me di cuenta hasta que terminó la vista de la mañana en el juzgado. En mi bolso faltaban el teléfono y las llaves, aunque el billetero y todo lo demás se encontraba allí.
¿Cómo podía haberlos perdido? No lo entendía. De pronto me vino esa idea.
—Ray —le dije a un colega—, préstame tu móvil.
—Señor Lee, me ha desaparecido el llavero. Lo llamo por si acaso. Para que lo tenga en cuenta.
Un silencio sorprendido fue su respuesta y me alarmé.
—¿Qué ocurre? —inquirí.
—Pero si usted prestó sus llaves a los técnicos que vinieron esta mañana.
—¿Qué técnicos? —la voz me salió chillona—. ¿De qué me habla?
—Sí, los que debían reparar su equipo de audio.
—¡Pero qué dice!
—Señorita Wilson —repuso extrañado—, ¿no recuerda? Usted telefoneó en la mañana para avisarme que unos técnicos vendrían a arreglar su equipo de audio. Me dijo que les había dejado sus llaves.
Sentí un escalofrío.
—Yo no le llamé para nada.
—Me dijo que si surgía algo le avisara a su móvil. Lo hice, cuando esos hombres se fueron, y usted respondió que bien, que gracias.
—No era yo. También me robaron el teléfono.
Bob Lee guardaba una copia de mis llaves y me acompañó en la revisión del apartamento. Habían registrado los armarios, movieron espejos y cuadros en busca de una posible caja fuerte. Pero nada faltaba. ¿Qué querían?
Reconstruí lo ocurrido. Aquello había sido planeado con cuidado. Alguien sabía que yo estaría en el juzgado toda la mañana. Alguien que me había oído en algún juicio, una mujer que era capaz de imitar mi voz. Alguien conocedor de que yo, trabajando en la sala, desconectaba el teléfono. Alguien que robó teléfono y llaves de mi bolso cuando yo debía de estar preparando mi intervención, o revisando papeles, y fue capaz de hacerlo sin que me enterara.
A continuación engañaron a Bob simulando mi dicción. Y la mujer se quedó el teléfono por si el conserje llamaba. Dos hombres fueron a mi apartamento. Uno llevaba una maleta, eso extrañó a Bob, pero, creyéndome enterada, se quedó tranquilo.
¿Y toda esa complicada trama para no llevarse nada? Era gente muy profesional. Y no encontraron lo que querían. Se fueron con la maleta vacía. ¿Pero qué buscaban?
Mi vida estaba cambiando. Y muy rápido. Primero ese misterio, el del otro anillo. Después me entero de que es el mismo que lucía en su mano mi padrino, al que yo quería casi tanto como a mis padres. Luego resulta que no murió en un accidente de coche, como yo pensaba, sino que se suicidó. A continuación Mike descubre esa sortija, igual a la mía, en la mano de la Virgen, en una pintura antigua, que Enric me había regalado poco antes de morir. Acto seguido me llega la cita para ese extraño testamento suyo catorce años después de su fallecimiento. Y ahora alguien, que no es un ladrón cualquiera, entra y revuelve mi casa.
No soy nada miedosa, a veces soy incluso imprudente, quizá porque he tenido la suerte de que nunca me ocurriera nada malo. Pero el asalto a mi vivienda, el que alguien pudiera entrar en mi casa tan fácilmente, o estar a mi lado y robarme sin que yo me diera cuenta, imitar mi voz... todo eso me intranquilizaba. Sentía una inquietud, un temor que antes desconocía. De pronto me daba cuenta de que era muy vulnerable. Se repetía, sólo que en un plano personal, esa sensación de peligro experimentada después de la tragedia del 11 de septiembre.
Pero a la vez aquello me intrigaba, era excitante. ¡Qué misterio! ¿Estaría el asalto a mi apartamento relacionado con el anillo?
Salía de la ducha, secándome con la toalla, cuando sonó el teléfono. ¿Quién llamaba a las siete y media de la mañana?
—¿Cristina?
—Sí. Soy yo —contesté en español automáticamente. Mi nombre no había sido pronunciado en inglés. Es sorprendente la forma en que nuestra mente selecciona las lenguas. A veces no te das cuenta si estás hablando en un idioma o en otro. Pero yo ubiqué de inmediato esa voz en el otro lado del océano.
—¡Hola, Cristina! Soy Luis. Luis Casajoana. ¿Te acuerdas?
«¿Luis?» Mi almacén de memorias funcionó y al instante la imagen de un chico regordete, mofletudo y sonriente se me apareció como si se tratara de una videoconferencia con el pasado. Luis es el primo de Oriol.
—¡Luis! ¡Claro que te recuerdo! —me hacía feliz oírlo—. ¡Qué sorpresa! ¿Cómo has logrado mi teléfono? ¡Qué alegría! ¿No estarás aquí en Nueva York?
—No. Te llamo desde Barcelona. Perdona esta hora rara pero quería estar seguro de que te localizaba antes de que salieras para el trabajo.
—Pues aquí estoy.
—El notario te envió una citación para la lectura del testamento de mi tío. ¿Verdad?
—Sí. ¡Vaya sorpresa!
—Vas a venir, espero.
—Sí.
—¡Estupendo! Dime cuándo llegas. Te recogeré en el aeropuerto.
—Gracias. Muy amable, Luis. ¿Qué es de Oriol? He pensado mucho en vosotros desde que recibí la carta del notario.
—Oriol está bien. Ya te contaré. Pero te llamo para prevenirte de algo.
—¿Qué es? —me notaba alarmada.
—¿Te envió Enric un cuadro antes de morir?
—Sí.
—Pues ponlo a buen recaudo. Hay gente muy interesada en él.
—¡Qué me dices!
—Sí. Ese cuadro tiene que ver con el testamento de Enric.
—¿Cómo?
—Por el momento es sólo un rumor, una sospecha mía. Lo sabré seguro cuando nos lean la herencia.
—¡Pero dime algo! —la curiosidad me mataba.
—Creo que el cuadro ese contiene algo que lo relaciona con la herencia. Eso es todo.
Me quedé en silencio. ¡Buscaban el cuadro! Los que asaltaron mi apartamento buscaban el cuadro. Y sabían que cabe en una maleta. ¡Dios mío! ¿Qué había detrás de todo ese misterio?
—Pero eso ya me lo has dicho. ¿De qué se trata?
—No lo sé. Ven a Barcelona y espero que lo sepamos todo el uno de junio —me quedé en silencio, pensando. Y Luis volvió a hablar.
—¿Sabes? Hay rumores...
—No, no sé nada. ¿Cómo voy a saber si estoy aquí?
—Dicen que mi tío andaba buscando un tesoro antes de morir —Luis había bajado su voz al nivel de un susurro.
—¿Un tesoro? —no me lo podía creer. Parecía uno de esos cuentos que Enric acostumbraba a inventarse y que a los niños nos encandilaban. Incluso organizaba, para nosotros tres, aventuras de búsqueda de tesoros con pistas, planos y carreras excitadas en su gran casona de avenida Tibidabo. Recuerdo a mi padrino como a alguien maravillosamente creativo. ¡Un tesoro! Muy propio de Enric.
—Sí, un tesoro. Pero éste de verdad —afirmó convencido; hablaba tan bajo que yo casi no le entendía—. Aunque no sabremos nada más hasta primeros de junio.
Pensé unos instantes. Al cuadrar mi interlocutor con la ficha que mi memoria guardaba de él, deseché de inmediato esa historia del tesoro. Siempre fue un niño crédulo y fantasioso. Pero me di cuenta de que no había respondido algo que sí me intrigaba.
—Luis.
—¿Qué? —su voz había recuperado la normalidad.
—¿Cómo encontraste mi número de teléfono?
—Fácil —repuso riendo—. El notario es amigo de la familia. Y tu dirección no es asunto confidencial que no me pudiera revelar. Contrató un investigador para que te encontrara en Nueva York. Parecía como si a toda la familia Wilson se os hubiera tragado la tierra...
Tan pronto colgué el teléfono con Luis llamé de inmediato a mi padre.
—Daddy, perdona que te despierte... sí, el cuadro que me envió Enric como regalo de Pascua. Sí, el de la Virgen gótica. Por favor, lo primero que hagas hoy... Llévalo al banco. Que lo guarden en una caja de seguridad...
«Un tesoro», me quedé pensando aún desnuda frente al teléfono. ¡Diablos, un tesoro de verdad! Después sacudí la cabeza incrédula. ¡Bah! Ya somos adultos... aunque parece que Luis no ha cambiado mucho. Siempre inmaduro para su edad. ¡Menuda bobada!
Ataviados con atuendo deportivo, el suyo muy varonil y coqueto el mío, llevábamos corriendo más de media hora y a mí me costaba seguir el ritmo que Mike marcaba. O le pedía que aflojara o me iba a dejar atrás. Pero yo no pensaba suplicarle una tregua; a él le gusta demostrar que es más fuerte, saca pecho y me mira con suficiencia. A mí me gusta repetirme que soy más lista, así que de vez en cuando me divierto fastidiándole su exhibición y monto una escena.
La del tobillo torcido es clásica. Yo pongo cara de dolor y la suya se torna preocupada. Me lamento, él se da la vuelta como diciendo «otra vez» pero acude solícito a socorrerme. Me da masaje, me apoyo en él y a veces no puedo evitar reír cuando me soba el tobillo y no puede verme la cara.
—¿Te duele? —pregunta inquieto y no sabe que es risa mal contenida.
—Sí, un poco —respondo con una voz que da compasión—. Pero me estás aliviando mucho. Eres increíble.
Si se me escapa la risa abierta, entonces digo que me hace cosquillas. A veces al recuperar el aliento salgo disparada y es él el que se queda atrás.
Entonces me acusa, divertido, de engañarle, pero yo lo niego todo. En otras ocasiones finjo pálpitos o que me cuesta respirar.
Ese día fue distinto.
—Mike —le grité cuando él, desconsiderado, me sacaba varios metros de ventaja. Se excusa diciendo que precisa más ritmo del que yo le doy.
—¿Qué? —repuso sin detenerse.
—Me voy.
—¿Cómo que te vas? —ahora sí se detuvo a esperarme y miró su reloj—. Pero si llevamos poco más de media hora corriendo. Yo apenas me he calentado.
—Me voy a Barcelona.
—Sí, Barcelona —repuso él—. Nos vamos a Barcelona pero aún faltan unas semanas para eso.
—No, Mike. Yo me voy a Barcelona. Sola.
—¿Sola? —se escandalizó—. ¡Si quedamos en que yo te acompañaba!
—He cambiado de opinión.
—¡Pero si lo hemos preparado todo para ir juntos! Debía ser como un anticipo de nuestra luna de miel. ¿Y ahora me dices que quieres ir sola?
—Escúchame —supliqué—. Tienes que entenderme. He estado dando muchas vueltas a ese asunto. Es un viaje a mi pasado, a reencontrarme conmigo misma. Debo hacerlo sola. Hay cosas que no entiendo: la actitud de mi madre, cómo murió mi padrino. Puedo encontrarme con sorpresas desagradables.
—Razón de más para que vaya contigo.
—No, en absoluto, necesito asumirlo por mí misma —le corté enérgica—. Lo he pensado mucho y está decidido —pero enseguida regresé a la ternura—: Escucha, Mike, es estupendo estar juntos y por lo general no hay cosa que yo desee más pero, para que funcione nuestro amor para siempre, debemos respetar momentos de intimidad del otro. Hay veces que necesitamos estar solos.
—No te entiendo —él fruncía el ceño y cruzaba los brazos alzando su mole frente a mí como una pared—. No hay forma de lograr que encuentres una fecha adecuada para nuestra boda. Y ahora de repente me sales con que quieres ir sola a Barcelona, cuando lo hablado fue distinto. ¿Qué pasa contigo? ¿Aún me quieres?