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Authors: Jorge Molist

El anillo (8 page)

—El hecho de que Enric fuera gay era algo difícil de encajar con los Bonaplata —yo me quedé mirándole boquiabierta. ¡Enric gay! Él observó complacido el efecto de su revelación.

—Mi madre lo sabía —continuó—, pero él siempre lo ocultó al resto de la familia, lo disimulaba muy bien; no mostraba amaneramiento alguno. A no ser que él quisiera, claro.

—¿Gay? —exclamé—. ¿Cómo podía ser Enric homosexual? ¡Si se casó con Alicia y es el padre de Oriol!

—Despierta, muchachita, la vida no es sólo en blanco y negro, hay muchos colores —Luis sonreía con suficiencia—. El gran
cowboy
ya no es siempre bueno y los buenos sólo ganan a veces.

Ellos nunca se casaron, al menos no fue una boda religiosa. Aunque nuestros padres se esforzaron en hacer que nosotros, los niños, lo creyéramos. Formaban pareja cuando les convenía, sobre todo para justificarse socialmente. Pero ambos tenían amantes de su propio sexo; lo que no sé es si también se divertían cuando coincidían en la misma cama.

A Luis se le iluminaron los ojos y una sonrisa lasciva danzó en su boca.

—Quizá organizaban fiestas orgiásticas, ¿te imaginas? —hizo una pausa.

Imaginé. Pero no una de esas pretendidas orgías, sino a Luis de fauno con unos cuernecillos y barbita de chivo. Me dio por reír de la expresión de su cara. Enseguida me arrepentí.

—No, no me lo imagino —dije muy digna.

—Vamos, mujer... Que sí, que sí que te lo imaginas...

—¡Que no!

—Anda, Ally McBeal, que sí.

Bueno. ¡Eso ya no! Odio que me llamen Ally McBeal. Es un chiste demasiado fácil, aplicarle el nombre de ese personaje neurótico, leguleyo de falda demasiado corta y desquiciada sentimentalmente, de esa vieja serie televisiva, a una joven abogada de éxito como es mi caso.

—¡Qué poco original eres, Luis! Eso de Ally McBeal está muy sobado. Y yo no tengo nada que ver con ella.

Le vi la sonrisa y me recordó cuando de niños nos peleábamos. Siempre le gustó provocar. Empezaba tirándome de las trenzas o con cualquier pequeña agresión física o verbal.

Yo siempre he tenido un buen vocabulario, así que le soltaba lo de «gordito asqueroso» o «saco de grasa y mierda», u otra observación igual de aguda y delicada sobre su físico. Él no se alteraba y metiéndose el dedo en la nariz hinchaba los carrillos, con lo que su aspecto se parecía más al de un cerdito. A partir de ese punto lo normal era que yo soltara la risa. Y es muy difícil continuar enfadada con alguien que te hace reír.

—¿Y por qué te sonríes?

—Por nada. Me acordaba de cuando nos peleábamos de chicos. No has cambiado tanto.

—Tú tampoco. Aún consigo que te piques.

«Vaya», pensé, «Gordito continúa igual de provocador. Aunque haya adelgazado». De pronto recordé el inicio de la conversación y me puse seria.

—Pobre Oriol —dije—. Debe de ser duro.

—¿Te refieres a sus gustos sexuales? —la sonrisa había abandonado su cara—. Bueno... sobre su tendencia... ya sabes, creció rodeado de mujeres que tomaban un rol masculino. ¿Qué quieres? Es lo normal. Además genéticamente... como ambos padres lo eran, pues...

—¿Qué? —me alarmé. Yo pensaba en su situación familiar pero Luis se refería al propio Oriol—. ¿Qué insinúas? No, yo no sé nada. Di lo que tengas que decir.

—Pues eso. Que lo de mi primo tampoco está claro.

—Pero ¿por qué? ¿En qué te basas? ¿Te dijo él algo?

—No. Él no revela sus secretos. Pero esas cosas las ves. No tiene novia conocida, ni la ha tenido que sepamos. Y esa forma extraña de vivir...

Escruté a mi amigo. No había ni una chispa de humor en sus ojos. Parecía hablar en serio. Lo de Alicia no me sorprendía y me importaba poco, lo de Enric, me extrañaba; pero que Oriol fuera homosexual supuso un bofetón inesperado.

Mis sueños de adolescente, esos hermosos recuerdos de mar, tormenta y beso, saltaban hechos añicos. Había imaginado a Oriol de novio, de amante, de esposo...

Evoqué aquellos tiempos, y lo cierto es que yo era la que siempre tomaba la iniciativa, nunca lo hacía él. Oriol se dejaba llevar y yo lo achacaba a su timidez. Terminadas las vacaciones nos veíamos en esa escuela elitista que, situada en las faldas de la sierra de Collserola, contempla la ciudad a sus pies, y donde la burguesía progresista y librepensante llevaba a sus retoños para que se hicieran
a la catalana
con salsa europea. Él asistía a un curso superior, así que apenas nos veíamos en los pasillos y yo empecé a enviarle notitas.

También coincidíamos en las reuniones que los amigos de nuestros padres organizaban algunos fines de semana. Recuerdo la última, antes de irnos a Nueva York. Oriol parecía triste y yo estaba desolada. Prepararon una fiesta de despedida en la casa de Enric y Alicia en la avenida Tibidabo. Nos costó burlar a Luis para estar a solas, pero el jardín era amplio y logramos unos minutos de intimidad. Volvimos a besarnos. Yo lloré y sus ojos enrojecieron. Siempre creí que él también había llorado.

—¿Quieres que seamos novios? —le pregunté.

—Vale —dijo Oriol.

Le hice prometer que no me olvidaría, que me iba a escribir y que nos encontraríamos tan pronto pudiéramos.

Pero nunca escribió, jamás respondió a mis cartas, no volví a saber más de él.

Me di cuenta de que Luis me estaba hablando y de que yo no le escuchaba. Puse atención a lo que decía:

—Oriol no tiene aún apartamento propio y vive con mamá. Bueno, en España eso no significa que seas anormal, como se considera en los Estados Unidos. A veces pasa la noche con sus amigos
okupas
en alguna de esas propiedades ajenas. Y cuando le apetece duerme en la gran casona en la ladera del Tibidabo. Tiene su habitación siempre limpia, le dan bien de comer, le lavan la ropa y mamá se pone contenta.

—Bueno, también habrá chicas
okupas
, ¿verdad?... quiero decir que puede tener amigas.

—Sí claro, también las hay —sonrió—. Vaya, parece que te preocupa con quién se acuesta mi primo.

—Estás hablando basándote sólo en suposiciones, pruebas circunstanciales. No tienes ningún argumento sólido que demuestre que Oriol sea homosexual.

—Esto no es un juicio de los tuyos —Luis sonreía divertido—. No hay nada que probar, yo sólo te aviso.

Pensé que lo que hacía Luis era peor que juzgar, condenaba basándose en insinuaciones mal intencionadas. Decidí que ya era hora de cambiar de asunto.

—¿Qué crees que va a ocurrir este sábado? —le pregunté—. ¿De qué se trata esa herencia misteriosa? No es nada normal que se lea un testamento catorce años después del fallecimiento de una persona.

—Bueno, el testamento de Enric se leyó poco después de su muerte, Oriol y Alicia fueron sus principales beneficiarios. Esto es otra cosa.

—¿Otra cosa? —me fastidiaba la forma que tenía Luis de dosificar la información. Disfrutaba manteniéndome en vilo.

—Sí. Otra cosa.

Decidí callar y esperar a que continuara el relato sin hacer más preguntas.

—Es un tesoro —dijo después de unos minutos de silencio—. Estoy seguro de que se trata de un fabuloso tesoro templario.

Eso ya me lo había anticipado al llamarme a Nueva York y me vino a la memoria la conversación del día anterior con Artur Boix en el avión.

—¿Sabes quiénes fueron los templarios? —continuó.

—Naturalmente —y ahora fue Luis quien pareció asombrarse.

—No imaginaba que conocierais tanto de historia medieval en los Estados Unidos.

—Prejuicios. Ya ves que sí sabemos —repuse satisfecha.

—Pues sabrás que la mayor parte de los soberanos europeos, aun con la fuerte sospecha de que era injusto lo que se hacía en Francia, siguieron las órdenes del papa, pero aprovechando para incrementar en lo posible su propio peculio.

Aunque cuentan que en la Corona de Aragón, donde la acción contra los frailes se demoró un tiempo, éstos pudieron esconder parte de sus riquezas mobiliarias. Y éstas representaban grandes cantidades de oro, plata y piedras preciosas —a Luis le brillaban los ojos. Me parecía verlo de nuevo con su cara regordeta de hacía catorce años cuando Enric nos proponía uno de sus juegos de búsqueda de tesoro en su gran casa de avenida Tibidabo—. ¿Te imaginas el valor que en el mercado negro puede tener una partida ingente de orfebrería de los siglos XII y XIII? Crucifijos de oro, plata y esmaltes, con zafiros, rubíes y turquesas incrustadas. Cofrecillos de marfil tallado, cálices cubiertos de piedras preciosas, coronas de reyes y condes... diademas de princesas... espadas ceremoniales...

Cerró los ojos. El resplandor del oro le deslumbraba.

—¿Así que piensas que este sábado vamos a recibir un tesoro? —inquirí en tono incrédulo.

—No un tesoro, no. Pero sí las pistas para encontrarlo, como cuando Enric jugaba con nosotros de niños. Sólo que ahora de verdad.

—¿Y cómo sabes tú todo eso? —sospechaba que Luis vivía uno de sus alocados sueños, pero nada tenía que ganar iniciando una discusión que cuestionara su fantasía.

—Bueno, comentarios de familia. Parece que en ésas estaba cuando murió.

—¿Y cómo encaja mi tabla gótica en esa historia?

—No lo sé aún. Pero en la época que Enric se pegó el tiro andaba detrás de tablas góticas. Y si no me equivoco la que tú tienes es precisamente de los tiempos del Temple, siglo XIII o inicios del XIV.

Me quedé mirándole un rato sin decir palabra. Parecía muy convencido.

—Y... ¿por qué se mató? —inquirí al fin.

—No lo sé. La policía cree que estaba relacionado con un ajuste de cuentas entre traficantes de arte. Pero no se pudo probar nada. Eso es todo lo que sé.

—Entonces, ¿por qué me llamaste para advertirme?

—Porque aparentemente esa pintura contiene pistas para localizar el tesoro.

Me quedé boquiabierta.

—¿Sabes que intentaron robarla? —le interrogué.

Luis negó con la cabeza y tuve que contarle la historia. Me dijo que había estado indagando desde que recibió la convocatoria para la segunda lectura del testamento. No, no me revelaría sus fuentes, pero estaba seguro de que mi tabla era clave para encontrar el tesoro.

—¿Dónde se suicidó? —quise saber cuando me di cuenta de que no le podía sacar más información.

—En su piso del paseo de Gracia.

—¿Y qué dice Alicia sobre eso? Ella es su supuesta esposa.

—No me fío de lo que ella pueda decir.

—¿Por qué?

—No me gusta esa mujer. Siempre esconde algo. Quiere controlarlo todo, dominar a todos. Ve con cuidado con ella. Mucho cuidado. Creo que pertenece a una secta.

Me pregunté si sería casual que mi madre me hubiera advertido casi en los mismos términos con respecto a Alicia antes de salir de casa. Me pidió que la evitara.

Eso me hacía desear, aún más, encontrarme con ella.

Once

Decidí que la comisaría local sería un buen lugar para empezar mi investigación sobre la muerte de Enric. Regresé a mi hotel para cambiarme de ropa; un pantalón de cintura baja, de los que muestran caderas y tripita, con un cuerpo corto. Descubrir el ombligo sería la mejor tarjeta de visita si, como esperaba, la mayoría de los policías eran varones. No era coquetería, era eficiencia. Bueno, quizá también coquetería. Me acordé de Ally McBeal.

—No tiene nada que ver —me dije con una sonrisa—. Ella es abogada; yo ejerzo ahora de detective. Ella muestra piernas; yo abdomen.

En mi habitación me esperaba, parpadeando en la luz del teléfono, un mensaje.

—Doña Alicia Núñez ha llamado —me dijo la telefonista—. Le ruega que contacte con ella en cuanto pueda.

Vaya, pensé, ahí está la mujer temida por mi madre y que también asusta, aunque trate de disimularlo, a mi querido gordito. ¡Lo conozco bien!

Me picaba la curiosidad. Evoqué el aspecto de la madre de Oriol... madre e hijo tenían los mismos ojos azul profundo, algo rasgados. Esos ojos que tanto amaba cuando era niña...

Alicia no frecuentaba nuestro grupo de veraneo. En realidad Oriol pasaba el estío en la casa de los abuelos Bonaplata, con la madre de Luis, su tía. Enric venía algún fin de semana y se quedaba unos quince días de la temporada, pero Alicia y él casi nunca coincidían. Ella, cuando no estaba de viaje fuera de España u ocupada con tareas, en aquellos tiempos, impropias de su sexo, visitaba a Oriol en días laborables y nunca hacía noche en el pueblo. Muy de pequeña yo ya intuía que Alicia no era una «mamá» como las demás.

Pero no había vuelto a pensar más en ello hasta que Luis me dio la clave, en la comida, del comportamiento atípico de la madre de Oriol.

Alicia me atraía precisamente porque lo prohibido atrae, por el temor de mi madre, por las advertencias de Luis. ¿Qué querría de mí?

Me dije que no había prisa por responder a su llamada. Al menos de momento.

En la comisaría me presenté contando la verdad; que venía de visita después de catorce años y que quería saber lo ocurrido a mi padrino.

Nadie de los de allí se acordaba del incidente de un suicida en el paseo de Gracia. Quizá fuera mi sonrisa, quizá la historia de emigrante en busca de sus raíces. O sería mi ombligo de hurí. El caso es que los agentes de guardia estuvieron de lo más amables. Uno dijo que López debía de acordarse, él era de aquel tiempo. Estaba de patrulla, así que lo llamaron por radio.

—Sí que me acuerdo de un caso como ése —subieron el volumen del receptor para que yo pudiera oír—. Pero quien trabajó en ello fue Castillo. El tío ese llamó y fue mientras le hablaba por teléfono cuando se voló la cabeza de un tiro.

—Castillo ya no trabaja aquí —me comentó el agente—. Ascendió a comisario y lo destinaron a otra comisaría. Vaya a verlo allí.

Cuando me presenté en el nuevo destino del comisario me dijeron que no estaría hasta el día siguiente por la mañana. Me repuse pronto del inconveniente y me dije que al menos disfrutaría del paseo, y agarrando bien el bolso, tal como Luis me había prevenido, regresé a las Ramblas y me sumergí en el río de gente que fluía por el centro del paseo.

Una rambla es el cauce de un río, y eso son las Ramblas en Barcelona. Antes llevaban agua, ahora gente. Sólo que la gente, en las Ramblas, aun reduciendo su caudal a altas horas de la madrugada, al contrario que el líquido del primitivo arroyo paralelo a las antiguas murallas medievales, jamás se agota. ¿Cómo puede ese paseo mantener su encanto, su espíritu con una fauna humana siempre cambiante? ¿Cómo puede un mosaico ser uno si las losetas son distintas? Será que no miramos a cada elemento, sino al conjunto, al espíritu. Algunos lugares tienen alma y a veces la tienen tan grande, que absorbe nuestra pequeña energía, convirtiéndola en parte del gran todo. Así son las Ramblas en Barcelona.

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