El anillo (19 page)

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Authors: Jorge Molist

—Lo lamento, mamá —dije intentando conciliar—. No intervengas. Yo voy a hacer lo que creo que debo —¿quién dijo que es fácil ser hija única?, pensé.

—Iré quieras o no.

—Eres libre de hacer lo que se te antoje e ir donde desees —ahora es cuando mamá empieza a jugar duro, me dije, y hay que evitar que se envalentone—, pero no cuentes conmigo.

Silencio fue la respuesta.

—¿Estás ahí, mamá? —inquirí al rato.

—Sí, cariño.

—¿Me has entendido?

—Mira, cambiemos de conversación, hoy estás intratable —repuso en un tono entre irritado y resignado. Me sorprendió que mi madre renunciara al combate con tanta facilidad. Pero luego dijo—: Por cierto, ¿llamabas por algo?

La noticia de su pretendido viaje a Barcelona me había hecho olvidar el objeto de mi llamada: quería convencerla de que me enviara la tabla. Entonces fue cuando lo vi claro. Era ahí donde ella me esperaba.

—¡Ah! Sí, mamá. Se me había olvidado —disimulé—. Necesito que me envíes la tabla.

—Es un objeto valioso. Será mejor que la lleve yo personalmente.

—¡Pero, mamá! ¿Otra vez? Ya habíamos hablado de eso.

—La tabla y yo vamos en el mismo lote —podía oír su sonrisa triunfal a través de su voz.

Me quedé sin palabras. Ambas sabíamos que ella ganaba, estaba en sus manos.

—No tienes derecho a retener la pintura —me lamenté—. Es mía.

—También eres tú mi hija y haces lo que quieres.

Otro silencio.

—Mira, cariño —añadió ella ante mi mutis, su tono era ahora tierno—, te alegrarás de que vaya. Hay cosas que debes saber.

Esa frase me hizo ver la luz. ¡Claro! Ella había estado ocultándome hechos de nuestra vida en Barcelona. ¿Tendría alguna pista sobre el tesoro? ¿O sobre la muerte de Enric? Definitivamente tenía un montón de preguntas para ella. Sería estupendo si lograba que respondiera con sinceridad.

—De acuerdo —acepté—. Os reservaré una habitación.

—Sí, una doble. Para ti y para mí.

—¿Y Daddy?

—Papá se queda en Nueva York.

«¡Viene sin papá!», me dije, «quizá tenga que contar más de lo que yo creo».

Veintiséis

—¿Quieres ver la tabla que te mencioné? —me invitó Oriol—. Esa pintura falsa de una Virgen con anillo.

Yo me había levantado bastante espesa, por suerte había café preparado en la cocina, y en el proceso de servirme una taza apareció él. Aquella mañana no tenía clases en la universidad y estaba muy agradable. Yo acepté encantada, aunque primero conseguí que me acompañara en el desayuno.

—A la Virgen no se le va a caer el anillo por esperar un poco —dije remedando la expresión popular. Él rió discreto y yo pensé que aquello había sido más listo que gracioso.

La casa tiene una amplia buhardilla que sirve de trastero donde guardan cachivaches varios sobre los que el tiempo ha posado una capa de polvo. Son muebles y objetos viejos pertenecientes a los Bonaplata, algunos por varias generaciones. Rebuscó entre unas pinturas sin marco que se apoyaban sobre su base en un rincón y extrajo una pequeña.

—Ésta es —afirmó y yo me quedé mirándola boquiabierta.

—Oriol —le dije cuando me repuse de la impresión—. ¡Esta tabla es idéntica a la mía!

—¿Qué? ¿Como la tuya? —preguntó asombrado—. ¿Estás segura?

—Segurísima —él se llevó la mano a la barbilla en gesto pensativo y yo levanté la tabla para revisarla. El peso era semejante pero ésta tenía mayor grosor y los agujeros de carcoma en los lados parecían pintados.

—Es una copia —afirmó Oriol—. La he revisado varias veces atraído por el misterioso anillo que luce la Virgen y comprobé que, aunque a primera vista parece buena, es una falsificación moderna. Pero el anillo no es lo único extraño del cuadro.

—¿Qué otra cosa es extraña?

—La colocación del Niño. En las tallas, estatuas y cuadros de la época aparece casi siempre sentado en el lado izquierdo de la Virgen, al menos en las representaciones del tiempo y zona en que está localizada la pintura. Unos años después los artistas empezaron a romper la monotonía de la composición y el Niño aparece jugueteando, con pájaros, incluso con la corona de la Virgen, en algún caso en que se la representa como reina. Pero casi siempre sobre el lado izquierdo, muy pocas veces en el derecho.

Me quedé en silencio pensando. Jamás se me hubiera ocurrido que se pudieran encontrar tantas rarezas en una pintura. Se supone que el artista es libre. ¿No?

—Es sorprendente —dijo con la mirada puesta en la Madona.

—¿Qué es sorprendente? —pregunté, dispuesta a maravillarme por cosas que jamás antes hubiera pensado que fueran motivo de asombro.

—Que Enric tuviera una copia falsa. Debió de encargarla antes de enviarte a ti el original.

—Pero ¿por qué querría una imitación? ¿Tanto le gustaba esa pintura? —apoyé la tabla sobre un vetusto tocador y puse mi anillo al lado del de la Virgen. Sólo les diferenciaba el tamaño, por lo demás eran idénticos—. Y si tanto le gustaba, por qué no la colgó en alguna de las muchas habitaciones de la casa. ¿Por qué la escondió?

—A mí siempre me ha atraído lo antiguo —dijo Oriol sin responder a mi pregunta; quizá ni siquiera la había escuchado. Parecía ensimismado en sus propios pensamientos, en los enigmas que la tabla contenía—. Y de pequeño me encantaba subir a este lugar, llenarme de polvo, remover cosas; me conocía cada bártulo de memoria. Son trastos de la familia que mi padre hubiera podido vender en su tienda, pero jamás quiso hacerlo. Y ahora recuerdo algo sobre la tabla a lo que antes no di importancia pero que quizá sea significativo.

—¿Qué es?

—La descubrí, aquí, justo en la época de la defunción de mi padre. Antes no estaba. La recuerdo perfectamente, aquí, arrumbada junto a las otras pinturas, pero sin polvo.

—¿Crees que está relacionada con su muerte?

—Mi madre me contó la historia de las tablas, de una posible segunda herencia y de un tesoro, pero nunca pensé que esta pintura pudiera tener algo que ver con todo ello —hizo una pausa como para aclarar ideas y luego puso su mirada azul en mis ojos—, pero son demasiadas las coincidencias y cada vez tengo mayor certeza de que todo está ligado: la tabla, el anillo, el tesoro y su muerte.

Vi que Oriol deseaba hablar y le propuse tomar otro café, ahora en la mesa del jardín, allí, a la sombra de los árboles, rodeados de setos y rosales en flor.

—¿Por qué se mató? —sólo sentarnos le disparé la pregunta a bocajarro.

—Aún no lo sé —su mirada se perdió hacia la ciudad que, entre unos cipreses, se vislumbraba en el horizonte oeste, por debajo de la línea azul del mar. Yo notaba que esa pregunta se la había hecho él antes, infinidad de veces, y que aún le hería—. Mi madre me contó que tenía problemas con rivales de negocio, miembros de una mafia internacional de tráfico de obras de arte antiguas. A veces quiero creer que no se suicidó, que lo asesinaron. Sufro cuando pienso que escogió la alternativa de abandonar su lucha, de irse, de dejarme —sus ojos se nublaron con unas lágrimas que no llegaron a caer—. Estoy seguro de que cualquier problema hubiera tenido una solución mejor que descerrajarse un tiro en el paladar. Aquello creó un gran vacío en mi vida, aún lo siento, aún me duele.

—Lo lamento —y guardé silencio en respeto a su aflicción.

—Dicen que mató a cuatro de esos mafiosos —comentó al rato—. Pero jamás se ha podido probar.

—¿Crees que lo hizo él?

—Sí.

—¿Pero por qué? ¿Por qué alguien tan amable cometería esos crímenes?

—Sólo te puedo contar lo que mi madre me dijo. Disputaban por las tablas, sospechaban que escondían un mensaje, la clave de algo mucho más grande: el tesoro del Temple. Los escritos de Arnau d'Estopinyá, ya sean traducción de otros más antiguos o transcripción de la tradición oral, lo confirman. Y es verdad que allí hay un mensaje, aunque incompleto, o incomprensible para nosotros, oculto bajo la pintura. Seguro que esos traficantes sabían de su existencia, quisieron comprarle las tablas a mi padre, él se negó y recurrieron a la intimidación. Mi padre tenía un socio, o amigo —aquí Oriol hizo una pausa significativa—, quizá fuera su amante. Los otros le dieron una paliza, imagino que trataban de asustar a Enric, pero lo cierto es que a propósito o por accidente lo asesinaron. Mi madre dice que entonces fue cuando empezaron esas llamadas telefónicas en plena noche. Amenazaban. Pero no sólo a él, también a nosotros.

—Y tu padre los mató.

—Eso parece. No quiso darles las tablas. Tampoco sé si quería proteger a su familia o vengar a su amigo. ¿Has oído hablar de Epaminondas?

—¿Paperas? —bromeé intentando quitar dramatismo a la conversación. El nombre me sonaba a héroe griego pero no sabía mucho más.

—Epaminondas, el príncipe tebano —repuso con una sonrisa.

Agarré mi taza de café e hice gesto de prestar atención a lo que iba a contar.

—Esa historia y su protagonista obsesionaban a mi padre, era su paradigma, me la contó múltiples veces. Epaminondas fue un caudillo militar excepcional que se distinguió, además, por su gran cultura; estaba siempre rodeado de filósofos, poetas, músicos y científicos. Eso le hacía mucho más admirable a ojos de mi padre. En el siglo IV a. C. Esparta dominaba Grecia, sus guerreros estaban reputados como los mejores de la antigüedad, ni Atenas, ni ninguna de las otras ciudades estado se atrevía a hacerles frente. Pero Tebas se rebeló y cuando el poderoso ejército espartano, muy superior caía sobre la ciudad, Epaminondas y su falange sagrada los batió una vez tras otra.

—¿Qué es eso de la falange sagrada?

—La falange sagrada era el núcleo central del ejército tebano, un cuerpo de élite de unos trescientos jóvenes de la nobleza que agrupados de a dos juraban morir antes de abandonar a su pareja. Y era esa lucha desesperada por el amigo, esa pasión extrema, lo que les hacía invencibles.

—¡Ah! —exclamé. Aquello me aclaraba algo más, sabía que en los estándares morales de la antigua Grecia se admitía la homo y la bisexualidad en los varones.

—Lo mismo ocurrió entre los caballeros templarios. Cuando la situación era límite, cuando eran superados en número, luchaban en parejas y nunca abandonaban al compañero. Ni vivo ni muerto. Los templarios no se rendían. Uno de los sellos del temple lo aclara: se ven dos guerreros cabalgando sobre el mismo corcel. Esa imagen no respondía a la realidad, era un símbolo. Los templarios no andaban escasos de equinos, cada caballero, según reglamento de la orden, disponía de dos buenos caballos... El sello era el símbolo de la pareja juramentada.

—Así que tú crees que en realidad Enric no mató en defensa de la familia, no lo hizo por ti, sino por vengar a su amigo —quise concluir el pensamiento que Oriol estaba dibujando—, que había hecho una promesa a su pareja como los de la falange sagrada, como los templarios del sello.

No respondió, dejando que su mirada se perdiera, de nuevo, más allá de los cipreses, hacia el mar. Yo lancé la mía en la misma dirección y mis ojos se llenaron de la luz de aquella mañana diáfana y de un Mediterráneo azul brillante al fondo. Tomé un sorbo de mi café, ya frío, y me quedé contemplando al muchacho que adoraba cuando niña. Al fin su mirada, brillante por lágrimas contenidas, buscó la mía y era tan intensa que sentí como un cosquilleo en la nuca. Entonces, haciendo un gesto que Luis hubiera descrito como amanerado, dijo:

—¿No es hermoso?

—¿El qué?

—Amar tanto a alguien como para dar la vida.

Veintisiete

Su mirada y la frase «amar tanto a alguien como para dar la vida» calaron en lo más hondo de mi alma. No podía dejar de pensar en ello, de ver aquellos ojos azules húmedos de emoción. «¿No es hermoso?», dijo. Sí, me decía yo, era bonito, poético, conmovedor. Pero aquella lírica trágica escondía indicios, sentimientos que me turbaban. Era obvio que Oriol creía que Enric asesinó a cuatro personas para suicidarse después por amor a un hombre. Y que él se sintió abandonado por un padre, admirado por su heroicidad pero al que no le podía perdonar haberle dejado huérfano conscientemente. Recordando mi infancia rememoraba el cariño, la adoración de Oriol a Enric; cómo le cogía la mano y le miraba, hacia arriba, con sonrisa boba, cuando éste organizaba uno de sus juegos mágicos. Y después se le veía ese gesto ufano, el pecho henchido de orgullo, que quería decir «ése es mi papá».

Y también estaba el asunto de la pasión homosexual declarada de Enric. Un amor desmesurado, trágico, del que obviamente Oriol no se escandalizaba, sino que parecía admirar. Otro indicio a favor de que Oriol fuera gay.

Hoy especulaba de nuevo sobre su sexualidad y sentía miedo. Miedo de volverme a enamorar de él como una tonta... como la niña que tantas lágrimas vertió por su cariño.

Aquella tarde no tenía nada que hacer y me sentía nerviosa. Nuestra búsqueda del tesoro estaba estancada, y la excitación de sólo horas antes había decaído. Quizá todo fuera una última fantasía de Enric, quizá debería haber regresado a Nueva York como me pedía mi madre, quizá estaba ya metida, sin saber, en alguno de esos oscuros peligros que ella auguraba. Y quizá el mayor de los peligros fuera Oriol y esos sentimientos míos que no sabía controlar. Así las cosas decidí abandonar el observatorio sobre la ciudad que la casa de Alicia me proporcionaba para sumergirme en la humanidad andante que circulaba por las Ramblas. Y allí, paseando, dejé que los colores de la muchedumbre, el son de la música callejera pedigüeña de monedas y el perfume de las flores de los kioscos fuesen entrándome por los sentidos. Quería sentir, dejar de pensar.

Casi sin darme cuenta crucé la plaza del Pi y al dirigirme hacia la catedral me percaté de que estaba frente a una tienda de antigüedades. ¡Era la que fue de Enric! ¡Estaba segura! Mis pies, sin saberlo, habían andado hasta mi infancia. Miré por el escaparate pero no me atreví a entrar. Aun con la seguridad de que eran otros, a mí me pareció ver los objetos de siempre. Varios pistolones
avantcarga
, un par de estatuillas criselefantinas, como las que coleccionaba Alicia, una cómoda estilo francés en madera de palo santo y palo rosa, unas pinturas de claro oscuro barroco... Me encogí al tamaño de la niña que fui y con el corazón prieto y acelerado quedé a la espera ingenua de que apareciera Enric tras el cristal. Sonriente, con el cabello escaso peinado hacia atrás, algo llenito y con esa mirada pícara que de cuando en cuando también dispensaba su hijo. Y en mi mano derecha sentía, latiendo expectante, su enigmático anillo de rubí.

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