El anillo (18 page)

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Authors: Jorge Molist

«Saguardia —pensé—, él debía de ser el caballero portador del anillo en mi sueño.»

«De vuelta a las costas catalanas, Na Santa Coloma regresó a sus labores de custodia de naves e incursiones contra los moriscos.»

Luis leía con la seguridad del que conoce bien el texto.

«A los pocos años el rey Jaime II y nuestro maestre provincial Berenguer de Cardona acordaron el trueque de las amplias posesiones templarias cercanas a la ciudad de Valencia y que su abuelo Jaime I nos dio por nuestra ayuda a la conquista del reino, por la ciudad de Peñíscola, su fortaleza, el puerto, varios castillos de sus alrededores, bosques y muchos campos. Yo había sido nombrado poco antes sargento y fue entonces cuando nuestro maestre tuvo a bien concederme el mando de una fusta, un buque de carga que hacía rutas a Barcelona, Valencia y Mallorca.

Aquello no era lo que yo quería, pero me esforcé en mi tarea según mis votos de obediencia exigían, lo cual no evitaba que hablara con mis superiores y con mis amigos los frailes de Lenda y Saguardia para persuadirles de que mis habilidades eran mejores para la guerra que para el transporte.

A los pocos años se me dio el mando de una galera de veintiséis bancos de remos y un palo. Nuestro Señor quiso concederme la victoria en distintos lances y capturé muchas naves enemigas. Todo parecía ir bien, pero fray Jimeno de Lenda andaba preocupado. Un día me dijo que un tal Esquius de Floryan, un antiguo comendador templario, expulsado por impío, fue a ver a nuestro rey Jaime II con acusaciones atroces contra nosotros. El monarca le ofreció una gran recompensa si era capaz de aportar pruebas. Esquius no pudo y el rey se olvidó del asunto.

Aquel año perdíamos la isla de Raud, última posesión templaria en Tierra Santa. Jimeno se puso más tenso, decía que fuerzas oscuras maquinaban nuestra perdición, y que de no recuperar pronto parte de lo perdido en Oriente, nuestra sagrada misión se iba a empañar y nuestro espíritu se debilitaría.

Dos años después Jaime II firmó la paz en Elche con los castellanos, añadiendo al reino de Valencia parte del de Murcia, incluyendo toda la costa hasta Guardamar. La zona a proteger era ahora mucho más extensa, llegaba muy al sur y estaba más expuesta a los ataques moriscos. Fue entonces cuando mi antiguo superior Berenguer d'Alió, por razón de edad, cedió el mando de Na Santa Coloma. Yo me convertí en su capitán.

¿Y qué os puedo decir? Poco después llegaba el año nefasto de 1307. Fue cuando fray Jimeno de Lenda pasó a ser maestre de Cataluña, Aragón, Valencia y reino de Mallorca y fray Saguardia, entonces, comendador del enclave principal del Temple en el reino de Mallorca; Masdeu, en el Rosellón, se convirtió en su lugarteniente. Ocurrió que el traidor Felipe IV de Francia atrajo a París, con honores y engaños, a nuestro maestre general Jacques de Molay y en la mañana del 13 de octubre sus tropas asaltaron por sorpresa la fortaleza del Temple y allí prendieron al maestre, que no opuso resistencia. Al mismo tiempo y de la misma forma se tomaban los castillos y encomiendas templarias en toda Francia. Ese rey sacrílego, con calumnias, embustes y las acusaciones más horribles, buscaba y logró la perdición de nuestra orden. ¿Lo hizo por amor a la justicia, por amor a Dios? ¡No! Sólo quería robar las riquezas que el Temple guardaba para financiar la sagrada misión de recuperar Tierra Santa. Felipe IV llamado «El Hermoso» sabía lo que hacía y cómo hacerlo; no era la primera vez que encarcelaba, torturaba y mataba por dinero. Años antes persiguió a los banqueros lombardos para robarles sus bienes en Francia y lo mismo hizo después con los judíos.

Pero no sólo acusó a los frailes franceses, sino que para ocultar su crimen calumniaba a la orden al completo y a cada uno de los templarios en particular, enviando cartas a los reyes cristianos incluido el conde de Barcelona, nuestro señor don Jaime II rey de Aragón, Valencia, Córcega y Cerdeña, como a él le gustaba que le llamaran. Había añadido a sus títulos las islas que el papa le concedió a cambio de hacer la guerra a su propio hermano menor, Federico, rey de Sicilia. Eso demuestra la clase de individuo que nuestro monarca era.

Las noticias de lo sucedido en Francia llegaron pronto a la encomienda de Masdeu; fray Ramón Saguardia no se entretuvo y con dos caballeros y un sirviente galopó sin reposo hasta nuestro cuartel general en el castillo de Miravet. Ramón desconfiaba de los reyes, pensaba que eran codiciosos, que eran aves de rapiña, y llevaba consigo, para salvarlas, las mejores pertenencias de su encomienda. Al tiempo de salir, despachó emisarios a los demás lugares del Temple del Rosellón, la Cerdeña, Mallorca y Montpellier para que pusieran a salvo sus bienes más queridos, enviándoselos a Miravet. Fray Jimeno de Lenda, al conocer las nuevas, ordenó reunir con urgencia capítulo de la orden. Entre los convocados se encontraban el comendador de Peñíscola y yo mismo. Se decidió pedir ayuda y protección a nuestro rey Jaime II, aunque en secreto empezamos a reforzar y pertrechar las fortalezas que mejor podían resistir un largo asedio.

Pero a mí, los frailes Jimeno y Ramón me reservaban un honor muy especial. Querían proteger lo mejor que cada encomienda guardara. Una vez todo reunido en Miravet, si la situación empeoraba, partiría hacia Peñíscola con el tesoro, para embarcarlo en Na Santa Coloma, nave que ninguna galera real era capaz de alcanzar, y esconderlo en un lugar seguro mientras durara el tiempo de incertidumbre. Prometí, por la salvación de mi alma, no dejar que nadie que no fuera un buen templario pudiera jamás poseer tales joyas. Y Ramón Saguardia me regaló su anillo, el de la cruz patada en rubí, como recuerdo de mi promesa y de mi misión. Yo estaba emocionado por la fe que aquellos altos frailes ponían en mí y pasé los días de espera, mientras llegaba el tesoro, en ayuno y rezando al Señor para ser digno de tamaña empresa.

Daría mi vida, lo daría todo, con tal de triunfar en mi empeño.»

Veinticinco

—Se terminó —dijo Luis—. No hay más hojas.

—¿Cómo? —pregunté sorprendida—. La historia no ha acabado.

—Pero el legajo sí. Esto es todo.

Miré a Oriol. Estaba pensativo.

—El tesoro no es leyenda —dijo al fin—. Al menos ahora sabemos seguro que existió. Quizá no haya sido encontrado y nos esté esperando a nosotros.

—Y también sabemos que el anillo de Cristina es auténtico —afirmó Luis—. Y que perteneció, primero, al gran maestre y después a Ramón Saguardia y a Arnau d'Estopinyá.

Yo continuaba impresionada por la coincidencia de mi ensueño con el relato del legajo y acepté las conclusiones de Luis sin cuestionarlas, en realidad hubiera creído cualquier cosa que me contaran, por insólita que fuera.

Era obvio que durante la caída de Arce el portador del anillo era el fraile Saguardia. El mismo que malherido consiguió llegar hasta la fortaleza del Temple, en pleno asalto mameluco. Y ésa fue precisamente mi visión. Vi lo que fray Ramón Saguardia vio por las calles de Arce entre las gentes huyendo desesperadas en busca de refugio.

Miré al anillo con su piedra brillando rojo sangre a la luz de la lámpara. ¿Cuánta violencia? ¿Cuánto dolor contenía?

—Pero el texto no menciona la tabla —Luis continuaba su análisis—. Es el único elemento del que no tenemos constancia de su relación con la historia.

—Sí tiene relación —intervine yo. Los primos callaron a la espera de que continuara—. La Virgen de mi tabla luce en su mano izquierda el anillo. Este mismo anillo.

Ambos quedaron un rato en silencio, mirándome embobados, estáticos.

—¿Es eso cierto? —inquirió al fin Oriol aún pasmado. Yo afirmé sin palabras, asintiendo con la cabeza.

—Luego todo está ligado —intervino Luis.

—Sí —dijo Oriol pensativo—. Pero es muy extraño. ¿Estás segura de eso?

—Claro que sí. ¿Qué tiene de extraño? —quise saber.

—Que las vírgenes góticas no lucen anillos, y menos las del siglo XIII o principios del XIV. Sé mucho de arte medieval y he visto cientos de representaciones de María y el Niño. Los santos antiguos no ostentaban joyas, y sólo cuando la Virgen era representada como reina, exhibía una corona real. Únicamente los obispos y grandes dignatarios de la Iglesia se muestran con anillos, algunos con rubíes y generalmente sobre guantes blancos. Empieza a aparecer algún anillo en la pintura flamenca y alemana ya entrado el siglo XV y proliferan en el XVI. Eso ocurrió mucho después de cuando se pintaron estas tablas. En realidad ostentar alhajas por un particular estaba muy mal visto entre los católicos de aquella época en la corona de Aragón.

—Entonces, ¿qué sentido tiene un anillo en la tabla de Cristina? —interrogó Luis.

—Es muy extraño —repuso Oriol—. Y no sólo extraño; hubiera sido todo un escándalo para aquel tiempo. En los escritos de la época se advertía a los maridos contra la compra de joyas y la exhibición pública de ellas por sus esposas —y luego añadió como si de repente le viniera a la memoria—: Bueno, sí recuerdo haber visto una Virgen con un anillo correspondiente a la época de nuestras tablas. Pero es una pintura falsa imitando a una tabla gótica del siglo XIII.

—¿Piensas que mi pintura no es auténtica? —inquirí decepcionada—. ¿Crees que tu padre me hubiera regalado algo falso?

—No —respondió Oriol tajante—. ¿Enviarte a ti una falsificación? Es absurdo. A veces pienso que te quería a ti más que a mí. Enric tenía el dinero para comprar la pintura que quisiera y fama de derrochador. Estoy seguro de que es buena.

—¿Entonces cómo es que la Virgen de mi tabla sí tiene anillo?

—Debe de ser una señal.

—¿Una señal? —intervino Luis—. ¿Cómo que una señal? Será para ti, que entiendes de arte antiguo, pero para Cristina y para mí no tiene significado alguno. Nos hubiera pasado inadvertido.

—¿Quién crees que puso esa señal en el cuadro? ¿Fue el pintor original o alguien posterior?

—Estoy seguro de que fue el mismo que escondió un mensaje en las pinturas.

—¿Así que en verdad hay un mensaje en las tablas? —interrogó Luis.

—Sí. Con la excitación del legajo olvidasteis preguntarme por la exploración que les hice en rayos X. Esta mañana me dieron la respuesta.

—¿Qué encontraste? —inquirí muerta de curiosidad.

—En ambas tablas, en su parte inferior, a los pies de los santos y tal como mi padre nos dejó escrito en su testamento, hay una inscripción que fue tapada posteriormente con pintura.

—¿Qué pone? —quiso saber Luis.

—En una «el tesoro» y en la otra «cueva marina».

—¡El tesoro está en una cueva marina! —exclamé.

—Sí. Eso parece —admitió Oriol—. Y encaja perfectamente con la historia. Lenda y Saguardia le encargaron a un marino esconder el tesoro.

—Pues ya tenemos una pista clave —dijo Luis.

—Sí, es importante —repuso su primo—, pero insuficiente. Quién sabe la cantidad de cuevas que hay en nuestras costas. Tenemos todo el Mediterráneo occidental para buscar y aun limitándolo a las zonas responsabilidad de la provincia templaria de la que era maestre fray de Lenda, nos queda la costa catalana, incluyendo las zonas francesas de Perpiñán y Montpellier, la valenciana, parte de Murcia y las islas Baleares. Si fue más lejos, excluyendo territorios moriscos: Córcega, Cerdeña y Sicilia. Sin más datos emplearíamos la vida en esta búsqueda.

—Pues habrá que encontrar más pistas —dije.

—Nos falta tu pieza del tríptico —me recordó Luis.

—Haré que me la envíen —afirmé preguntándome cómo convencer a mi madre.

—Voy a ir a Barcelona —dijo justo cuando oyó mi voz al teléfono.

—¿Tú? —no pude evitar responder—. ¿Para qué?

—Mira, Cristina, aquí está pasando algo raro —repuso María del Mar—. Nunca te encuentro en el hotel. Incluso en horas que debieras estar en cama. ¿Te crees que soy tonta? Tú no estás en ese hotel. Te guardan los mensajes y me llamas más tarde, vete a saber desde dónde.

«Vaya» —pensé—. «Mamá fue hija antes que madre.»

—Creo que te estás metiendo en líos —prosiguió—. Olvídate de las herencias de Enric, de sus historias y tesoros. Siempre fue muy fantasioso. Tu vida está aquí, en Nueva York, regresa.

—Mamá. Ya te dije que quiero llegar hasta el final de esta historia. Sea cuento o no lo sea. Y tú te quedas en casa. No has vuelto a Barcelona en catorce años y ahora te entran las prisas. Deja que termine lo mío y entonces regresa y haz lo que te plazca.

—¡Ah! ¿Pero te estorbo?

«Ya se ha molestado», me dije. «¿Por qué nuestra relación es siempre tan difícil?»

—No me estorbas, mamá —quise ser amable—. Pero esto es asunto mío.

—Bien, pues si no estorbo, llegaré pasado mañana —su tono era decidido—. Ya he consultado los horarios. Me esperarás en el aeropuerto, ¿verdad?

¡Oh no! Me alarmé. Me imaginaba reunida con mi madre y los primos discutiendo sobre el tesoro. ¡Ridículo! O intentando sonsacar al comisario Castillo. Ambas mostrando pierna. ¡Vaya par de detectives! O con Alicia. Era obvio que ella no podía ver a Alicia ni en foto. Claro que después de tratarla personalmente empezaba a pensar que quizá mi madre tuviera sus motivos...

—Pues sí —me salió de pronto—. Francamente, aquí me estorbas, mamá.

La línea quedó en silencio y yo me sentí culpable. ¡Pobre mujer! Me había pasado con ella.

—¿Estás en su casa, verdad? —me interrogó al fin.

—¿Qué? —no me esperaba eso.

—Que te estás alojando en casa de Alicia. ¿Me equivoco?

—Y si lo hago, ¿qué pasa? —me defendí—. Ya no soy una niña, mamá. Hace mucho que decido por mí misma.

—Te dije que no te acercaras a ella.

Me sentí como cuando de pequeña me pillaba en una travesura. Sólo que ya tenía veintimuchos años y no estaba obligada a obedecerla. Me mantuve en silencio sin saber muy bien qué responder.

—Hay cosas que desconoces —su tono había dejado de ser acusatorio. Me rogaba—. Esa mujer es peligrosa, sal de ahí. Por favor.

Continué callando. Su cambio de registro autoritario a súplica me había desconcertado.

—Voy a ir a Barcelona y tú regresarás a Nueva York conmigo.

—¡Otra vez, mamá! —su insistencia me irritó.

—Créeme. Sé lo que te conviene.

—Ahórrate el viaje. No me vas a encontrar.

Ella volvió a guardar silencio. Y yo me sentí mal de nuevo por hablarle así, pero no estaba dispuesta a que me hiciera proceder a su manera. Sí, vivir comporta sus riesgos y mi madre está llena de cariño y buenos deseos para mí, pero no iba a permitir que María del Mar me encerrara en una cajita de algodones para evitar que su niña se pudiera romper. Era poner en un plato de la balanza sus miedos y en el otro mi libertad. Y mi libertad pesa más.

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