El anillo (22 page)

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Authors: Jorge Molist

Y allí estaba aunque sólo pude leer «está en una»

—«El tesoro está en una cueva marina» —declamó Oriol decepcionado.

—Eso ya lo sabíamos, no aporta información —dijo Luis.

Educados, agradecimos el regalo y pensé que aquélla no sería la clave esperada, que habría que buscar más.

Tal como esperaba, mi madre no quiso ver a Alicia ni tampoco varió su opinión, que me repitió cien veces, con respecto al chico de los ojos azules. Debía olvidarme de él, debía regresar con Mike.

Pero supo mantener la mesura adecuada e irse cuando yo empezaba a estar harta de ella e impaciente por la interrumpida búsqueda del tesoro. Debo reconocer que disfruté de su compañía y que aquéllos fueron días muy bien empleados, pero nada más acompañarla al avión fui de inmediato al hotel, hice las maletas y regresé a casa de Alicia.

Treinta

—¿Te apetece ver una galera? —inquirió de pronto Oriol.

—¿Una galera? —repetí extrañada. La pregunta me pillaba desprevenida. Recordaba que galera era un tipo de nave y que aparecía en los legajos leídos.

—Sí, una galera, la embarcación de la que el fraile sargento del Temple, Arnau d'Estopinyá, era capitán —me aclaró Oriol al notar que vacilaba.

—Ya sé lo que es una galera —respondí ofendida.

—¿Quieres ver una o no? —me sonreía; sus dientes blancos eran luz y su mirada azul rasgada, misterio. Ese chico, bueno, ese hombre, continuaba seduciéndome.

Es un enorme barco de madera y se extiende por una de las alas del antiguo edificio, de grandes arcos que sostienen un techo de tejas, de las antiguas atarazanas de Barcelona, hoy Museo Marítimo, donde se supone fue construido el original hace más de cuatro siglos.

Aparte de mi curiosidad por conocer el aspecto del navío de Arnau d'Estopinyá, aquella visita tenía un interés añadido para mí: era la primera vez en mi vida que salía a solas con Oriol. Bueno, si ir a ver galeras podía considerarse «salir». Me dije que para una dama comprometida, como era mi caso, esa «salida cultural» no era traición, ni siquiera audacia. Miré mi anillo de compromiso, sorprendiéndome al ver, otra vez, el viejo rubí templario brillando mucho más, en su interior, que el resplandeciente diamante recién tallado.

Una galera es como una lancha gigante de borda relativamente baja, para que los largos remos puedan llegar al agua con facilidad. Nada que ver con las imágenes de esas naves de altas cubiertas, cargadas de cañones o las típicas de las carabelas de Colón. Estaba erizada de remos. Me parecieron cientos.

—Era un navío típicamente mediterráneo y pensado para la guerra —me explicó Oriol cuando le comenté mis impresiones, señalando el maderamen—. Éste es modelo exacto a tamaño natural del que se construyó aquí para don Juan de Austria, el hermanastro de Felipe II, el emperador, y que participó en la famosa batalla de Lepanto el 7 de octubre de 1571. Allí una flota combinada española, veneciana y papal logró infligir una derrota definitiva a los turcos. Los mismos que, desde que echaron a nuestros templarios tres siglos antes de Tierra Santa, no habían hecho más que extenderse por el Mediterráneo, tomando Chipre, Creta y amenazando a Italia, en especial al reino de Nápoles y a las grandes islas italianas, posesiones, en aquel tiempo, de la corona española. Curiosamente en esa batalla también participaron galeras de la orden de los Hospitalarios, los mayores rivales de los Pobres Caballeros de Cristo, y heredera de gran parte de sus bienes. Tres siglos después, la orden hospitalaria aún sobrevivía bajo el nombre de orden de Malta, que, desterrada de Tierra Santa por el avance turco y después de Chipre, Rodas y Creta, estableció su cuartel general en la isla de Malta, perteneciente hasta entonces a la corona de Aragón y que Carlos I les cedió.

Y me miró sonriente.

—En España se dice que nosotros liderábamos la flota, pero si visitas el museo Navale de Venecia verás que los venecianos aseguran que los comandantes fueron ellos, aunque estoy seguro de que el papa pensaba que mandaba él. ¡Menudos aliados!

Reí discretamente la ironía desviando la vista de aquellos ojos azules que me turbaban. Al mirarlos fijamente había notado en mis labios el gusto a sal, recuerdo de su boca y del sabor de mi primer beso. Pero él parecía no compartir mi alteración y continuó como si tal su perorata.

—La historia depende de quien la escribe, pero lo cierto es que Venecia aportó muchas más naves que todo el imperio español, contando en él no sólo a Cataluña, Valencia y Mallorca, sino también a Nápoles y Sicilia.

Pensé que Oriol estaba tan entusiasmado visitando el pasado que las opciones para una mujer actual, yo misma por ejemplo, de atraer su atención frente a las sensuales curvas de una galera eran escasas. Allí estaba, extasiado, contemplando el navío.

—El modelo de nave varió muy poco en seiscientos años —me contaba—. En Bizancio, sobre el año mil, ya tenía unas formas semejantes a ésas, representando la culminación de las mejores técnicas de combate naval de la antigüedad. Era la heredera directa de las
trirremes
romanas y antes de embarcaciones griegas y fenicias. Podemos decir que este tipo de nave dominó el Mediterráneo durante dos mil años. Estaba pensada para la velocidad y se lanzaba sobre las naves enemigas para hundirlas clavándoles el espolón delantero en un costado, aunque en la Edad Media el espolón pasó a usarse principalmente como puente de abordaje sobre el contrario. Ésta que ves aquí ya montaba cañones que se colocaban en su mayoría en proa y alguno en popa y costados, pero la artillería no era aún muy potente. Cuando mejoraron los cañones desaparecieron las galeras como nave de guerra; claro, si se podía hundir al enemigo a bombazos, ¿para qué jugarse la propia nave en el envite?

La galera de Arnau d'Estopinyá era una de las llamadas
bastardas
porque se movían a vela y remo. Podía extender dos grandes velas latinas y montaba treinta y seis bancos de tres remeros cada uno y por cada lado. Esta que ves aquí era un poco mayor, más ancha aunque algo más corta; tenía treinta bancos y cada remo lo movían cuatro galeotes. Los remos sólo se usaban para el combate, cuando había prisa o faltaba el viento. ¡Imagínate! ¡Setenta y dos remos golpeando a la vez el mar! Necesitaban de un tambor que marcara el ritmo para que todos fueran al mismo paso.

Sus ojos brillaban de entusiasmo. Oriol estaba viendo la nave de d'Estopinyá, su quilla partiendo el mar, lanzándose a toda velocidad contra una galera enemiga.

—Era lo más rápido de su tiempo sobre el agua —añadió.

Y así Oriol continuó instruyéndome. Yo le seguía con doble atención; cierto que su charla tenía interés, pero he de confesar que era su persona lo que me hacía el relato fascinante.

Recorrimos la nave a lo largo, andando por el suelo, a nivel de quilla. A esa altura sólo se veía el maderamen del casco, del que, en algunos tramos, faltaban tablas para que los visitantes pudieran observar las entrañas del buque y los enseres que cada zona almacenaba. Al llegar a popa me admiré del castillo de la nave que se eleva muy alto, visto desde el suelo, majestuoso, decorado profuso y barroco.

—Ninguna de estas galas lucía
Na Santa Coloma
. La que aquí ves era la nave capitana comandada por don Juan de Austria, el hermano del emperador de la corona germano-española. El segundo hombre más poderoso del Estado más rico del mundo. La única decoración de galera de Arnau d'Estopinyá debía ser la cruz patada o la patriarcal del Temple pintada en la popa y en los escudos que protegían a galeotes y ballesteros.

Subimos varios tramos de escalones hasta situarnos en una plataforma colocada por encima de los primeros bancos de remo y a la misma altura de la llamada carroza, el puente de mando de la nave. Allí viajaban los oficiales de la galera, junto con el piloto y el timonel. No se mezclaban ni con la chusma que bogaba, ni con cómitres y alguaciles que hacían cumplir las órdenes.

Desde allí se veía toda la zona de remos y al final el espolón en proa. Un audiovisual, seguramente programado de forma automática, empezó a proyectarse en una pantalla por encima de nuestras cabezas, recreando galeotes remando; conseguía que éstos aparecieran casi sobre los propios bancos de la nave real.

Entonces ocurrió; me di cuenta al instante. «El anillo», pensé. «Es otra vez el anillo.»

Y de pronto, las imágenes y sonidos enlatados de la película se vieron superados, mil veces, por aquello que, viniendo de mi interior, excedía a cualquier realidad.

Oía el golpear del tambor marcando el ritmo de boga y el chapoteo de los remos en el agua, olía la fetidez acre, penetrante, de sudor e inmundicias de los galeotes, que cubiertos de andrajos y encadenados al banco hacían sus necesidades en él. Notaba la brisa, veía los azules en cielo y agua, y la espuma blanca en la cresta de las olas. El día era claro pero la mar estaba picada y hacía saltar el navío.

Delante había otra galera luciendo el color verde del islam en los extremos de sus palos mientras que en los nuestros ondeaba el gallardete de combate marino templario: el estandarte negro con una calavera blanca.

Los alguaciles rondaban por el pasillo central amenazando con vergajos a los que no ponían suficiente energía en las palas y un hombre encaramado en el palo mayor gritó algo. Oí una voz, quizá la mía, pidiendo que dispararan las catapultas y el sonido vibrante del maderamen combado, al recuperar su postura natural, empezó a llegar desde proa.

Notaba mi corazón acelerado y me aferraba, tenso, al puño de mi espada en el cinto; sabía que a muchos la muerte les llegaría dentro de poco, quizá también a mí.

La nave enemiga emprendía la huida a remo, al tiempo que arriaba velas tal como hicimos nosotros momentos antes. Pero yo estaba convencido de que les alcanzaríamos.

—¡Passa boga! —grité.

Y la orden fue transmitida a gritos por los cómitres a lo largo de la crujía hasta el tambor que, desde proa, marcaba la cadencia de remo. Los vergajos empezaron a llover sobre las espaldas de los forzados que no lograban adaptar su velocidad al ritmo máximo. La chusma, a coro, empezó a gruñir de esfuerzo cada vez que los remos se hundían en el mar y la nave se aceleraba. Gritos de dolor acompañaban el chasquido del látigo. El tufo de los cuerpos me llegaba, más intenso ahora, con el aire de proa, y percibí lo que antes muchas veces, en trances semejantes, había notado en el hedor. Esa fetidez adicional, tenue y canalla: el olor a miedo.

La distancia a nuestra presa disminuía, pero también era nave veloz y las piedras que lanzaban nuestras máquinas de guerra no lograban dar en ella. La arrumbada, en la proa de
Na Santa Coloma
, estaba repleta de ballesteros a la espera de tener a los sarracenos a tiro. Uno lanzó un dardo y logró clavarlo en el maderamen de popa del enemigo, pero a aquella distancia el riesgo de error era grande y ordené que se contuvieran para ahorrar saetas.

Fue entonces cuando los moriscos descubrieron la carroza de su galera y el marino encaramado en el palo mayor gritó: ¡nafta! Líneas de humo se dibujaron en el cielo mientras jarros de combustible ardiendo empezaron a caer a alrededor de nuestra nave.

Los soldados se cubrieron con corazas, poco útiles contra el fuego, pero la chusma remaba sin protección y allí entre los bancos dieciocho y diecinueve de estribor una jarra cayó justo sobre uno de aquellos infelices, convirtiendo al desgraciado en una bola de fuego líquido que salpicaba a sus compañeros. Aullaban angustiados y al soltar ellos los remos, la nave viró hacia babor.

El timonel intentaba corregir el rumbo, los chillidos de los abrasados hacían estremecer; pero aquél no era momento para miedo o compasión.

—¡Echad hojarasca a la cocina! —ordené.

No era la primera vez que usábamos la estratagema. Mientras los cómitres y soldados trataban de apagar el fuego con cubos de agua, los marinos subieron de la bodega unos sacos con hojarasca y brea que lanzaron al fogón, que situado al aire libre, en el banco veintitrés donde no había remeros, se mantenía en brasas. Al poco una columna de humo negro se levantó sobre la nave.

—¡Detened la boga! —grité—. ¡Remos al agua!

La orden se transmitió por la crujía y la nave se detuvo, desviada de su persecución y balanceándose. El fuego ya se estaba controlando cuando el vigía gritó que los sarracenos reducían su remadura y su nave viraba. Por un momento los trazos de humo de sus proyectiles se detuvieron y, al hacernos frente, reanudaron sus disparos, ahora desde la arrumbada, en proa. Nuestros cómitres quitaron con rapidez las cadenas a heridos y moribundos de la sala de boga y remeros voluntarios, los llamados
bonaboglies
, que no precisaban grilletes, ocuparon sus lugares. Nuestra galera, cubierta de una espesa humareda que los marinos se encargaban de alimentar, parecía herida de muerte, pero en realidad estaba lista para combatir.

La nave enemiga venía hacia nuestro estribor, lanzándonos fuego y flechas; querían aprovechar la confusión para dañarnos. Nunca se hubieran atrevido a abordar una galera como
Na Santa Coloma
de no estar su tripulación disminuida. Mi gente se movía entre el humo como si algo realmente grave ocurriera y los dardos moriscos alcanzaban ya al maderamen y a los galeotes de los primeros bancos, que empezaron a gritar.

Estábamos a unos doscientos metros cuando ordené:

—¡Disparad saetas! ¡Passa boga!

Las órdenes corrieron hacia proa, el tambor empezó a sonar, también los latigazos y lamentos. Una nube de flechas voló hacia nuestro enemigo y al poco se oyeron gritos de la otra galera que aumentaron cuando tuvimos la fortuna de dar con una de nuestras piedras en su cubierta.

No se apercibieron los sarracenos del engaño hasta que, saltando nuestra nave hacia delante, el humo del fogón, que se había dejado de alimentar, empezó a quedar atrás. Entonces cometieron su segundo yerro. Queriendo evitar el choque viraron a su babor para esquivarnos, pero gracias a la fuerza de nuestros remeros, que habían descansado mientras los suyos bogaban, y nuestra mayor potencia, logramos que el espolón, haciendo saltar tablas y astillas, se hundiera en su costado de estribor, cerca de la carroza. Mientras, nuestros ballesteros, intentando no dar a sus galeotes, seguramente esclavos cristianos, tuvieron tiempo de lanzar una segunda saeta, ahora más certera al ser corta la distancia, sobre guerreros y oficiales.

Al grito de abordaje, los nuestros, expertos en esas lides, corrieron por el espolón gritando «Por Cristo y la Virgen» y saltaron con facilidad sobre la otra nave. A pesar de las bajas por flechas o sablazos moros, olvidándonos de la soldadesca, amontonada en su mayoría en proa, atacamos feroces la carroza en popa, donde en unos instantes los oficiales y guardias fueron degollados. Cuando todos los nuestros estuvieron a bordo y empezaron a avanzar por la crujía hacia la proa, entre los bancos de sus galeotes que nos aclamaban, supe que habíamos vencido.

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