El anillo (24 page)

Read El anillo Online

Authors: Jorge Molist

—Te amo, te añoro —me dijo después de la reprimenda—. Deja esas tonterías de búsqueda de tesoros y regresa conmigo.

—Yo también te quiero —sentía profundamente esas palabras—. Daría lo que fuera por tenerte ahora a mi lado. Pero debo quedarme hasta el final de esta historia.

Esa conversación, saber que Mike continuaba amándome, fue bálsamo para mis heridas. Porque de eso se trataba, me sentía herida. Mucho. ¿De veras quería Oriol montar un número con el travestido? De pertenecer él a ese tipo de viciosos y de perseguir eso, para tener una mínima probabilidad de éxito, debiera haber esperado a que ambos entabláramos una relación. Su propuesta era absolutamente insultante.

No, no era ése su propósito.

—No esperaba encontrarme con Susi e improvisé sobre la marcha. Era una broma —me dijo. Yo había cruzado, casi corriendo, hasta las Ramblas sin responder a su oferta indecente. Él se despidió de Susi alcanzándome en el centro del paseo.

—Pues no me gustó —respondí.

—Vamos, no te enfades, le seguí la corriente para ver cómo reaccionabas... me pareció divertido.

Sus explicaciones no me convencieron. Estaba muy dolida y al encerrarme en mi habitación me vinieron las lágrimas. Oriol me decepcionaba.

¿Dónde estaba el muchacho tímido del que yo me había enamorado de niña?

En la noche, asomada a la ventana, viendo las luces de la ciudad e hipando aún por el disgusto, no podía evitar dar vueltas y vueltas a esos dos episodios. Primero el del bar. Oriol me enfrentó a una forma de vivir, de pensar opuesta a la mía. Esa devoción de la mujer al hombre, ese sometimiento voluntario. ¿Qué quería insinuar? Y después el encuentro con Susi. ¿Lo había preparado él? ¿Mintió cuando dijo que fue casualidad? Estaba segura de que Oriol contaba con que yo me negaría a su propuesta; me cuesta encontrar una situación más inadecuada para proponerle sexo a una mujer. ¿Entonces por qué lo hizo? ¿Sería que buscaba mi negativa como coartada a su homosexualidad? Y Susi. Esa complicidad, esa confianza; sin duda se conocían hacía tiempo. ¿Cuál era su relación? Quizá fuera eso. Quizá les uniera su condición sexual. Quizá se acostaban juntos.

Cuando me metí en la cama no pude conciliar el sueño. Las imágenes de la psicometría que sufrí en las atarazanas se repetían al cerrar los ojos. Las líneas de humo de la nafta inflamada volando hacia nosotros, el terrible olor a excrecencias humanas acumuladas en los cuerpos durante meses, el tufo a carne quemada, los aullidos de los abrasados y los heridos por acero. Sentía náuseas. Me levanté a beber agua y vi ese anillo maléfico brillar en sangre. Me lo quité de la mano y lo dejé en la mesilla de noche. Dormiría con el diamante, puro y transparente, de mi prometido. Aquella noche no podría soportar otra de esas terribles visiones del pasado.

Tardé en dormir no sé cuántas horas, y cuando lo hice, lo hice mal. Esta vez no podía culpar al aro del rubí, pero volví a soñar. Al principio fue un sueño erótico, amablemente estúpido, como tantos de los que a veces nos asaltan en la noche, pero debido a cómo me sentía, su desenlace vino a aumentar mi inquietud.

Empezó de forma muy dulce, con Oriol acercándose para besarme, y yo abriendo los labios y cerrando los ojos para saborear su saliva y la sal, tal como hice, tantos años atrás, cuando de adolescentes nos dimos el primer beso.

Al notar su mano debajo de mi falda sentí el deseo desbordándome, pero cuando entreabrí los ojos me sobresalté al ver que el que acariciaba mi entrepierna era otro hombre. Quise protestar, deshice mi beso con Oriol y fue entonces cuando vi que ese segundo hombre, sin dejar de sobarme a mí, le besaba a él y él devolvía su pasión.

Yo no podía escapar de ese extraño abrazo de tres donde, buscando amor en Oriol, encontraba sexo con un individuo que parecía el amante de mi amigo. No, ese hombre no era travestido como Susi, pero su perfume olía igual.

Al despertar respiraba alterada, sintiendo una mezcla de excitación y angustia. ¿Cómo hubiera continuado el sueño? No quiero imaginarlo. Era una mezcla ambigua de horror y placer.

Y detrás de eso estaba mi miedo, ¿era Oriol homosexual? ¿O quizá le gustaran igual hombres que mujeres?

Aquel interrogante me tenía trastornada, además debía reconocerlo: continuaba sintiendo algo, quizá mucho, por él. ¿Se repetiría conmigo la historia que vivió mi madre?

Creo que aquella mañana llegué a deprimirme. Sentada en la cama miraba con temor el anillo del rubí posado en mi mesilla de noche. Y pensaba en Oriol con desesperanza. «¡Al diablo con el tesoro y con esas historias antiguas de dolor!», pensé, «haré caso a mamá y a Mike».

Deseaba sentirme querida, no me importaba incluso sentirme mimada y empecé a planear mi regreso.

Pero entonces sonó el teléfono, era Artur, que me invitaba a almorzar. Acepté de inmediato, al menos aquél era un tipo galante; en muchos aspectos más atractivo que Oriol.

—No entiendo. ¿Por qué no denunciasteis el robo de las tablas a la policía? —le interrogué.

—¿Cómo sabes que no lo hicimos? —Artur me miraba sonriente. «Sí», me dije, «es mucho más atractivo que Oriol».

—Tengo mis fuentes de información.

Él me miró muy interesado.

—¿Fue Alicia?

—No he hablado de eso con ella. Con quien hablé fue con el comisario Castillo. Llevó la investigación del caso. No se denunció ningún robo. ¿Lo hubo en realidad?

—Claro que sí.

—¿Entonces cómo esperabais recuperar lo vuestro sin denuncia?

—Tenemos formas de hacerlo.

—¿La misma que aplicasteis al amigo de mi padrino?

—Mira, Cristina. Nosotros tenemos nuestro estilo de trabajo y no queremos que la policía meta las narices donde no debe.

—Sois mafia, ¿no es así?

Artur meneó la cabeza disgustado, luego habló midiendo sus palabras y la sonrisa, ahora un poco forzada, regresó a su cara.

—Lo de mafia es un insulto, querida —hizo una pausa—. Sólo somos comerciantes que tienen sus propias reglas en los negocios.

—Que incluyen el asesinato...

—Sólo si es imprescindible...

Me quedé mirando su guapo rostro mientras decidía si me iba en aquel mismo momento. Noté mis labios apretados y eso era señal de que estaba enfadada. Sin duda ese hombre era peligroso. Pero el peligro me asustaba poco, sólo ponderaba la conveniencia de dejarlo de nuevo plantado, su arrogancia, su estar por encima de la ley me indignaba. Supongo que es la abogada que llevo dentro. Él pareció adivinar mi pensamiento y se apresuró a agregar:

—No creas que ellos son mejores...

—¿Quiénes?

—Oriol, Alicia y los otros...

—¿Qué pasa con ellos?

—Forman una secta.

—¿Qué dices?

—Sí, lo son —afirmó con total convencimiento—. Al menos yo soy sincero y expongo mis intenciones a la cara. Pero ellos te ocultan las suyas.

Me quedé callada tratando de asimilar aquello y al final le dije:

—Cuéntame lo que tengas que contarme de una vez.

Me explicó que llevados por el romanticismo de finales del siglo XIX con la exaltación de todo lo medieval en las artes catalanas, desde lo poético a la arquitectura, el abuelo Bonaplata, asiduo de círculos masones y rosacruz, fundó su propio grupo secreto resucitando una versión muy
sui generis
de la orden de los templarios. A ese grupo pertenecían los Coll, mi familia, y también la suya, los Boix. Pero pasadas unas generaciones, cuando Enric fue nombrado maestre de la orden, el padre de Artur y su tío empezaron a sentirse incómodos por el carácter cada vez más esotérico y ritualista que tomaba el grupo. No ayudó que Enric lograra cambiar estatutos para que se admitiera a mujeres y que la primera dama templaria fuera Alicia, hembra de fuerte personalidad que gustaba de seudobrujerías y leyendas ocultistas sobre los caballeros del templo de Salomón, amén de disfrutar imponiendo su criterio.

—Así las cosas apareció Arnau d'Estopinyá.

—¿Arnau d'Estopinyá? —inquirí extrañada.

—Sí —repuso muy serio—. Arnau d'Estopinyá, el templario.

—¿Cómo que Arnau d'Estopinyá? —exclamé—. ¿Cómo que apareció? —no salía de mi asombro. No catalogaba a Artur como un tipo creyente en fantasmas, pero su expresión era de lo más convincente—. ¿A quién se le apareció?

—A tu padrino —me di cuenta de que el anticuario se complacía con mi desconcierto.

—¿Que a Enric se le apareció Arnau d'Estopinyá? —mis pensamientos corrían a toda velocidad. ¿Tendría eso alguna relación con las visiones que Alicia atribuía a mi anillo?

—Sí. Un buen día ese hombre se presentó a tu padrino diciendo que también él era templario y quería ser admitido en nuestro «maestrazgo»...

—Un momento —le interrumpí—. ¡Pero si Arnau d'Estopinyá murió en el siglo XIV!

—¿Tú crees?

—¡Claro!

—Pues entonces será otro —repuso enigmático.

Meneé la cabeza asintiendo sin poder ocultar mi extrañeza. Me empezaba a irritar la chanza, pensé que el anticuario debía de tomarme por estúpida.

—Pues no —dijo de pronto Artur—, resulta que es el mismo Arnau d'Estopinyá de hace setecientos años.

Me quedé en silencio esperando a que él volviera a hablar; era obvio que tal cosa era imposible. Artur me estaba tomando el pelo y quise comprobar hasta dónde era capaz de llegar con esa historia descabellada.

—En realidad, ese hombre no lo es; pero él sí cree ser Arnau, el viejo templario —añadió con una sonrisa divertida—. Aunque eso no es posible, ¿no crees?

—¡Debe de estar loco!

—Lo está. Pero en aquel momento Enric decidió darle audiencia en la orden y aprobar su candidatura. Mi padre también estuvo en la comisión que escuchó su historia y, aun recelando, votó por ello.

—¿Pero por qué le admitieron si estaba loco?

—Por el tesoro.

—¡El tesoro!

—Sí. Ese tipo era un fraile de verdad, pero fue expulsado de su orden por violento, sufría frecuentes cambios de humor, llegando incluso a acuchillar a otro monje en una discusión sobre qué canal de televisión ver. Pero se presentó proclamándose continuador de una estirpe de frailes guardianes del secreto del tesoro templario de las coronas de Aragón, Mallorca y Valencia. Portaba un anillo que yo nunca he visto, pero que si doy crédito a lo que me contaron se parecía mucho al que tú llevas.

Miré la joya que brillaba mortecina, como dormida, a la luz del restaurante.

—¿Crees que es éste? —me interrogó.

—Sí.

—Pues es muy importante para ellos.

—¿Para ellos?

—Sí. Para esa secta de Nuevos Templarios, la de Oriol y Alicia; ese anillo representa el poder dentro de la orden. Según Arnau d'Estopinyá el sello proviene del propio maestre general de la orden, Guillermo de Beaugeu, que murió luchando en Arce y cuyo anillo, símbolo de la autoridad templaria, y semejante a otro que pertenecía al papa, fue recogido por uno de los caballeros templarios que malherido consiguió embarcar en la nave de Arnau y que a su vez terminó confiándolo al propio Arnau d'Estopinyá cuando los templarios aragoneses y catalanes fueron apresados por el rey.

Al oír esa historia, que encajaba perfectamente con los escritos de los legajos, me alarmé. Artur continuó su relato sin percibir mi turbación:

—A la muerte de éste, acaecida en Poblet, el anillo, la tabla y la leyenda del tesoro fueron pasando de fraile a fraile, de uno a otro, en curiosa sucesión de escogidos hasta llegar a hoy.

—Pero tu padre y Enric creyeron que era más que leyenda.

—En efecto, y ambos se lanzaron a la búsqueda de las tablas en la zona de los monasterios cisterciences de Poblet y Santes Creus. Pero tu padrino hizo la gran jugada.

—¿Cuál?

—Siendo el maestre de la orden de los Nuevos Templarios, le costó poco convencer al fraile loco de que esa secta era la directa heredera de la orden del Temple. Así que acogió como miembro a Arnau y le concedió una pensión para el resto de su vida que pasó a pagar de su bolsillo. El fraile estuvo encantado, juró obediencia eterna a Enric entregándole el anillo que pensaba le correspondía a tu padrino como maestre de la orden. Parece que ese hombre nunca había considerado la sortija de su propiedad, él era sólo depositario.

—¿Y qué hizo a la muerte de Enric?

—Mi padre y mi tío abandonaron la secta meses antes de que tu padrino los asesinara. La discusión con Enric por el asunto de las tablas y el desacuerdo con el creciente poder de Alicia lo aconsejaban. Al morir Enric, Alicia, contra toda tradición templaria con respecto a las mujeres y gracias a un grupo de bobos a los que tenía fascinados, tomó el cargo de maestre. Ella mantuvo la promesa de su marido pagándole puntualmente la pensión a Arnau, que, loco aunque lúcido, también le juró fidelidad. A regañadientes algunos, pero al final todos, aceptaron el liderazgo de esa mujer, a la que no conozco pero que parece tener un carisma especial y que ha sabido entroncar muy bien la tradición ocultista que envuelve el mito templario con sus propios manejos para hacerse respetar y admirar por el resto de hermanos de la orden.

—Explícame lo del ocultismo y los templarios.

—Ha habido todo tipo de cuentos, el final trágico de la orden, las acusaciones de herejía, sus grandes riquezas, todo esto ha excitado la imaginación de miles de personas. Si le sumas la historia del emplazamiento frente al tribunal de Dios que Jacques de Molay, el último de los grandes maestres de la orden, hizo al rey de Francia y al papa, cuando le quemaban en la hoguera, y la muerte de ambos antes de terminar el año, tienes un cuadro misterioso e inquietante. Otros dicen que guardaban el Santo Grial, las Tablas de la Ley que Dios entregó a Moisés, que eran propietarios de
veracruces
, cruces relicario con astillas de la verdadera cruz de Cristo, que producían milagros increíbles...

—¿Y qué hay de verdad en todo eso?

—¿Quieres mi opinión sincera?

—Claro.

—¡Nada! Es todo cuento.

—Pero sí que crees en el tesoro.

—Eso es distinto. Está escrito en cartas al rey Jaime II, que aún se conservan, que cuando los templarios rindieron Miravet, su última fortaleza en Cataluña, y cuartel general de los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca, los agentes reales no hallaron la fortuna que esperaban. Sólo los libros encontrados, en aquel tiempo artículo de lujo, complacieron al monarca. Pero la fabulosa fortuna que se suponía atesoraba el castillo se había esfumado. Y nunca, que se sepa, apareció.

Other books

Ain't Misbehaving by Shelley Munro
The Empty Nest by Fiona Palmer
The Lord of the Rings by J. R. R. Tolkien
Adventures by Mike Resnick
Pandora's Ark by Rick Jones
The Orc's Tale by Jonathan Moeller
Music Notes (Heartbeat #3) by Renee Lee Fisher
1805 by Richard Woodman
Lessons in French by Laura Kinsale