El anillo (21 page)

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Authors: Jorge Molist

—Hiciste el amor con el hombre que amabas —intenté consolarla—. ¿Qué hay de malo en eso?

—No, no debí hacerlo, no debí forzarle.

—Es tonto que continúes culpándote. Si como parece ser llegasteis al final, él no lo pasaría tan mal. Pero cuéntame. ¿Qué ocurrió luego?

—La noticia de nuestra ruptura sentó muy mal a los Coll y a los Bonaplata, pero Enric y yo continuamos viéndonos en las reuniones periódicas de ambas familias. Él siempre se mostraba cariñoso conmigo. El tiempo pasó, yo salía con amigas y amigos, intentando recuperarme hasta que llegó el día en que me enteré de que él vivía con una mujer.

—¡Alicia!

—Sí, Alicia. Enric me citó para contármelo. Me dijo que Alicia y él vivían el mismo tipo de vida y que habían llegado a un acuerdo.

—¿Un acuerdo?

—Sí. Así simulaban una vida convencional y sus padres estarían felices.

—Pero tuvieron un hijo.

—Era parte del trato. Ambos lo deseaban. Pero a mí me hizo daño. Todo me dolió, nuestra ruptura, que se juntara con Alicia, que tuvieran un hijo... fue una experiencia durísima. Él me consolaba y se justificaba diciendo que yo era una pequeña burguesita, que no estaba preparada para la vida ambigua que me podía ofrecer, que no habría aguantado. Que hubiera sido muy infeliz. Y que Alicia era como él.

—Pero tú conociste a Daddy y te enamoraste de nuevo —quería animarla.

—Sí.

—Y poco después me tuviste a mí.

—Sí, cariño. Pude recomponer mi vida.

—Pero continuaste viendo a Enric.

—Nuestra amistad, aunque algo deteriorada, se mantuvo, y así seguimos con la tradición de las familias, y para demostrar que no le guardaba rencor quise que él fuera tu padrino. Aceptó ilusionado y siempre te quiso como a una hija.

—Pero si todo iba tan bien —aproveché que María del Mar se sinceraba para preguntarle por algo que desde hacía mucho tiempo me intrigaba—, ¿por qué no quisiste regresar a Barcelona?

Ella me miró unos momentos en silencio. Parecía meditar mi pregunta. Y mientras yo, observando su rostro, pensé en aquella muchacha de treinta años atrás. Debía de parecerse mucho a mí. Otra generación, distintas consideraciones sociales, pero era joven. Como yo ahora. Sentía, sufría, buscaba el amor y el amor se le escapaba...

—Todo el mundo, incluso Enric, creía que nuestra ruptura fue perfecta y sin rencores. Pero, por mi parte, eso era una farsa dolorosa. Continuaba sintiendo amor por él y odié a Alicia desde el primer día que supe de su existencia. Me dolía verlos juntos, la bufonada de su aparente amor, que ella siempre dominara en la relación, que se mostrara tan brillante... Me hacía pensar que simplemente Enric la prefirió a ella. La noche en que supe de su embarazo no pude dormir. Fue por entonces cuando conocí a tu padre y me casé.

Continuábamos encontrándonos en las reuniones familiares, a veces por suerte acudía él sólo con Oriol, otras con Alicia. A mí ese roce me dolía, pero lo soportaba, quizá porque no me resignaba a perder su amistad del todo, quizá porque a pesar de amar a Daddy, aún sentía algo por él. Pero no me habitué y con los años, aquello fue haciéndose insoportable. Yo aguantaba, pero surgió una razón mucho más poderosa para abandonar Barcelona y no volver jamás.

—¿Cuál?

Se me quedó mirando a los ojos, en silencio, antes de responder:

—Tú.

—¿Yo? —pregunté asombrada.

—Sí.

Callé. Esperé a que hablara. Sabía que había venido de Nueva York para hacerlo.

—Eran los primeros días de septiembre. Tú eras aún casi una niña, y yo, junto a la chica, recogía la casa de verano para regresar a Barcelona y la tarde era bochornosa. De repente una ráfaga de aire hizo batir los toldos de las ventanas y vi nubes plomizas que venían veloces del mar anunciando tormenta. Sabía que estabas en la playa y tomando un par de toallas y un paraguas fui a buscarte. Al llegar cerca de la orilla empezó a descargar un diluvio y vi cómo la muchacha que os vigilaba y tus amigos corrían al pueblo en busca de refugio. No te encontraba y al preguntar por ti no sabían dónde estabas. Me asusté, adentrándome en la playa. El chaparrón no me permitía ver bien pero continué buscando y al fin descubrí, escondida en un abrigo entre las rocas, a una pareja besándose. Os pude reconocer; erais Oriol y tú.

Hizo una pausa, yo debía de estar boquiabierta. No me podía creer que aquel recuerdo tan íntimo fuera compartido de alguna forma por mi madre. ¡De haberlo sabido entonces me hubiera muerto de miedo!

—Me quedé tan sorprendida que no supe reaccionar de otra forma que volviendo a toda prisa a casa. Llegué empapada. Sentía pánico, terror.

—¿Pero por qué?

—Había observado cómo crecía Oriol. Los ojos son de su madre. ¡Dios mío, cómo la odio! Pero casi todo el resto es de su padre. ¡Aún me duele pensarlo!

Se detuvo y su mirada se perdió por el fondo del local. Una lágrima resbaló por su mejilla. Avergonzada escondió la cara entre sus manos.

Acaricié su brazo en un intento por consolarla. Y pensé que sí, que quizá hacía treinta años ella era como yo. Pero que yo no quería llegar a ser como ella era ahora.

—Oriol te recordaba tu fracaso —dije con suavidad.

No respondió por unos minutos y respeté su silencio.

—Sí. Pero ya estaba habituada a esa derrota —me miró de nuevo a los ojos—. Era tu fracaso lo que me aterrorizaba. ¿Crees que antes de que os viera en la playa no había notado que te gustaba?

—¿Pero qué tenía de malo que nos gustáramos?

—He dicho que había notado que él te gustaba, no que os gustarais.

—¿Qué insinúas?

—Oriol no era un chico de esos que corren dando patadas tras el balón y te dije que me recordaba mucho a su padre... —hizo una pausa y añadió con intención—: En eso.

—¿En qué? —temía la respuesta.

—En su tendencia sexual.

—Ésa es una afirmación tuya totalmente gratuita —me defendí.

—No, no lo es —repuso con firmeza—. Es como su padre, como su madre. Son de la misma calaña. ¿No se lo notas? Es amable, te querrá como amiga, como hermana. Quizá si lo violas se dejará por no ofenderte. Pero al fin, se irá y cuando se vaya te quedarás con el corazón hecho pedazos en las manos. Es su naturaleza. Aunque quisiera, no podría hacer otra cosa.

—Te equivocas.

—No, no me equivoco. No me equivocaba. Vi con terror que se iba a repetir en ti lo que me había ocurrido a mí. Me di cuenta de que durante años, sin saberlo, había temido que eso sucediera. Al descubrir lo tuyo con Oriol empecé a presionar a tu padre para que solicitara el traslado a Nueva York. O a Latinoamérica. Quería ir lejos. Quería apartarte. Que no sufrieras como yo sufrí. Y por eso nos fuimos para no regresar nunca más.

—Pero tú no tenías derecho...

—Y las cartas —ella continuaba excitada—, y las cartas que tú le escribías. Y las que él escribía. Las hice desaparecer...

—¡Qué! —casi salté en mi silla.

—Sí —me miraba desafiante—. Las hice desaparecer, una tras otra... hasta que dejaron de salir y dejaron de llegar.

—Pero ¡cómo te atreviste! —esta vez el asombro se unía a la indignación—. No tenías ningún derecho a intervenir en mi vida así.

—¡Claro que tenía derecho! ¡Todo! Soy tu madre, había vivido aquello antes y era mi obligación protegerte... De la misma forma que tenía derecho a mudarme a América, a llevarte conmigo y que eso cambiara de forma radical tu vida y tu destino. Era mi responsabilidad evitar que sufrieras, lo es aún.

Entonces fue cuando volvió de nuevo a la carga; que me olvidara de Oriol, de esas historias fantásticas de tesoros y que regresara con ella. Ya bastaba de aventuras, Mike era mi futuro y mi tesoro, no podía estropear aquello por las sandeces de mi padrino. Y así habló y habló repitiéndose. No sé en qué momento dejé de escucharla simulando prestar atención.

Me vi otra vez en ella dentro de treinta años, tratando de evitar que mi hija cometiera mis mismos errores. Su relato me admiró. ¿Cómo pudo atreverse mi madre a forzar una relación sexual con Enric? Era la misma determinación con la que ahora pretendía rescatarme a mí de ese supuesto error. No podía perdonarle que me robara las cartas, estaba indignada, pero un repentino alborozo llenaba mi corazón. Era cierto, no le había creído cuando me lo dijo, pero era cierto. Oriol me estuvo escribiendo.

Y me pregunté si el abandono de Barcelona por mamá, el dejar atrás su pasado, fue realmente por mí o por no ver a Enric junto a Alicia. Terminamos el vino y nos quedamos con licores de sobremesa hasta que empezaron a cerrar el restaurante. Luego nos fuimos de copas. De repente empecé a sentir una extraña camaradería.

—Cuéntamelo de nuevo —le decía cuando ya el alcohol me trababa la lengua—. Explícamelo, ¿cómo te lo montaste con Enric?

Ella, que había bebido tanto como yo, reía, hacía muecas modosas, y se excusaba diciendo que en aquellos momentos estuvo muy nerviosa y yo, malvada, la requería de nuevo, insistía jocosa en detalles. Después se puso a llorar y abrazándola me dio a mí también por llorar. En el llanto la maldije en voz alta por robarme las cartas de Oriol. Ella reaccionó diciéndome entre hipos que me las volvería a robar mil veces, que no permitiría que yo sufriera como ella lo hizo, y que me apartara de un hombre de la calaña del proverbial perro del hortelano que ni deja comer ni es él capaz de hacerlo.

—¿De verdad te lo llevaste a la cama? —volvía a inquirir yo.

No me podía hacer a la idea. No de mi madre. Para mí no era una mujer, era mi mamá, y las mamás no hacen esas cosas. Pero ella ni me respondía, regresaba a su rollo de lo fabuloso que era Mike. Y así, nos hubiéramos pasado toda la noche con el alcohol moderando nuestra charla o mejor, nuestra pareja de monólogos, si yo no le hubiera visto allí.

Estaba en un rincón, vaso en mano, solitario como la muerte. El hombre del pelo blanco, ojos azul desvaído e indumento oscuro. El viejo de la daga. Allí. Y cuando le descubrí mirándome me estremecí.

—¡Cuervo! —le dije con valor etílico, apuntándole con el dedo. Pero dudo que con el ruido del lugar me oyera—. No me sigas más.

Se limitó a mirarme. Por un momento creí que iba a sonreír pero no lo hizo.

—¡Vete! —le increpé de nuevo.

Mi madre quiso saber qué pasaba y cuando se lo iba a contar el hombre ya se había ido. Pedí un taxi en la barra y hasta que no vi parar el vehículo enfrente del bar, no me atreví a salir a la calle.

Veintinueve

Nuestra cama, enorme, estaba orientada al sur, hacia la montaña de Montjuïc y allí se desplomó María del Mar en ropa interior. El esfuerzo de quitarse el vestido, con mi ayuda, fue demasiado para ella. En unos instantes roncaba suavemente.

Yo me dije que los viejos aguantaban menos el alcohol. Y luego pensé que quizá bebían más. Me tendí a su lado y me di cuenta de que el mueble del televisor, único obstáculo entre la cama y la amplia cristalera sobre el vacío, era tan bajo que no me impedía, tendida en el lecho, una amplísima visión sobre el puerto y el monte.

Las primeras luces del día trataban de traspasar nubes plúmbeas, luchando por imponerse a la oscuridad. Pero no podían. Las farolas de los muelles continuaban encendidas reflejando sus fulgores en aguas negras y, arriba, las de Montjuïc recorrían los paseos y cimas del monte. Los grises opacos de la vegetación, nocturna aún, marcaban su linde con los grises azulones en bruma del cielo, presagiando un amanecer que quería llegar sin lograrlo.

La presencia del hombre de negro despertó mis alertas y la modorra del alcohol parecía haberse disipado. ¡Dios mío, cuántas sorpresas! Enric y María del Mar. ¡Qué historia tan increíble! ¡Cuánto debió de sufrir ella! Dormía a mi lado, acurrucada en posición fetal, como tratando de protegerse del siguiente golpe que le reservaba la vida. Levanté su pelo teñido de castaño claro, intento vano de imitar color y brillo de juventud, y puse un beso en su frente.

No podía esperar y desembalé la tabla de la Virgen, la sentí misteriosa como nunca antes y comparé los anillos rubí, el de mi dedo y el pintado, brillando bellos pero siniestros. Después lancé mi mirada hacia aquel amanecer titubeante que no podía con la noche. Las luces en el puerto, ahora lago de negros misterios, la ciudad dormida a mis pies, encantada pero triste, bruja y enigmática. Como la tabla. Mi último pensamiento antes de cerrar los ojos fue para aquel viejo aciago. ¿Por qué ese miedo extraño? Se me ocurrió que lo conocía de antes. ¿Pero de cuándo? ¿Por qué continuaba temiéndole si me había protegido al salir de Del Grial?

Artur Boix me llamó al siguiente día. Pidió disculpas por haberse dejado vencer por sus emociones, pero si a mí me dolió lo de mi padrino, quizá pudiera imaginar lo que para él fue la pérdida de padre y tío. Admito que yo también me exalté en nuestro último encuentro y la cita había terminado como el rosario de la aurora.

Me invitó a cenar y yo le dije que no cenaba sola con otro hombre que no fuera mi prometido y que además mi madre estaba en la ciudad. Después de una vacilación respondió que le encantaría invitar a la señora Wilson, al señor Wilson y a toda mi familia; notaba su sonrisa a través del aparato. Añadió que era un chico formal y que tenía buenas intenciones.

—Si es así prefiero acudir sola —repuse riendo. Lo cierto es que me encantan los tíos con sentido del humor y Artur lo tiene—. Pero será un almuerzo cuando mi madre se haya ido.

—No te arrepentirás. Tengo mucho que contarte.

María del Mar estuvo tres días más en Barcelona. Días que tuve que dedicarle en exclusividad; hicimos un recorrido nostálgico por la ciudad: el lugar donde vivíamos, la casa de los abuelos, las calles más amadas... Fuimos a tomar chocolate a las granjas a las que antes íbamos, exploramos sus restaurantes favoritos, me contaba anécdotas de cuando niña, adolescente, recién casada. Alguna historia conocida, otras jamás antes oídas, reímos como chiquillas y aquella camaradería nacida entre ambas iba creciendo. Incluso cenamos con Luis y Oriol. Entonces fue cuando nos entregó un insospechado regalo:

—Aquí está la radiografía de la tabla de la Virgen —dijo ofreciéndonos un enorme sobre cuyo contenido no había querido revelarme hasta aquel momento. —Tu amiga Sharon la hizo y yo os la entrego deseando de todo corazón que encontréis el tesoro de Enric.

María del Mar tenía los ojos en lágrimas pero dudo de que los primos se fijaran en ello, miraban el sobre hipnotizados. Lo abrí con cuidado buscando la inscripción oculta a los pies de la Virgen.

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