El anillo (17 page)

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Authors: Jorge Molist

—Un momento —supliqué—. Detente por favor —Luis dejó de leer y él y Oriol se quedaron mirándome curiosos. Sentía un escalofrío, se me erizaba el vello y, confusa, refugié mi cara en las manos. ¡Dios! ¡Acababa de escuchar el relato de aquel sueño que tuve en mi apartamento de Nueva York hacía sólo semanas! ¡Alguien describió mi visión cientos de años antes de que yo la tuviera! La torre que caía, la nube de polvo, la gente huyendo, las cuchilladas —ahora lo sabía— de los templarios evitando que el pueblo llano se refugiara en su fortaleza demasiado poblada... era imposible, absurdo.

—¿Qué pasa? —inquiría Oriol tocándome el brazo.

—¡Nada! —me incorporé—. Tengo que ir al aseo.

Me senté en la taza; estaba tan impresionada que las piernas no me sostenían. Quise pensar, encontrar lógica en aquello. Pero no la había. No era asunto de razón sino de sentimiento, y lo sentido hacía unos meses y lo que ahora sentía rebasaba cualquier lógica. Me asustaba. Me debatía entre callar y hablar. Temía que se burlaran de mí, en especial Oriol. Luis lo haría sin duda. Y nunca me ha gustado estar en una situación en la que no me pueda defender. Pero todo el asunto del tesoro y los templarios era raro, raro; vamos, algo que no le ocurre a una cada día. Pensé que era mejor asumir lo surrealista de la historia y decidí contarlo. En realidad estaba como loca por compartir aquella extraña impresión.

A Luis se le quedó esa sonrisita burlona e incrédula en la cara que me recordaba a aquel adolescente gordito y chinchilla, pero no dijo nada. Oriol se rascó la cabeza en gesto pensativo.

—¡Qué extraña coincidencia! —dijo.

—¿Coincidencia? —exclamé.

—¿Crees que puede haber algo más que una coincidencia? —me miraba curioso.

—No sé qué pensar —le agradecía que no me tomara a risa—. Es muy raro.

Él hizo un gesto ambiguo y se quedó callado.

—Si nos cuentas tus sueños, no hará falta que lea —intervino Luis irónico—. ¿Continúo?

—No —repuse firme—. Estoy agotada. Quiero descansar —deseaba saber cómo seguía la historia de Arnau d'Estopinyá pero las emociones de aquel día me habían dejado exhausta.

—Habla con mi madre —me recomendó Oriol.

—¿Qué? —repuse sorprendida.

—Que hables con Alicia Méndez sobre tu sueño de Arce.

—Vigila no te haga una brujería —me advirtió Luis bromeando. ¡Qué descaro! Me dije que se pasaba, una cosa era que la llamara bruja a escondidas y otra que lo dijera delante de su hijo.

—Quizá sea eso —Oriol no se inmutó—. Quizá sus brujerías, o mejor dicho, su visión de otras dimensiones de la realidad te pueda ayudar.

—Gracias, lo pensaré —dije.

Veintitrés

Oriol se despidió en casa de Luis alegando que había quedado con un grupo que organizaba algún tipo de caridad para marginados y yo tuve que regresar en taxi, sola, a casa de Alicia. Debo reconocer que me sentí decepcionada. Luis me invitó a cenar, pero no quise. Después, de camino, en la noche desapacible, pensé que quizá me hubiera convenido cenar con él, aguantar sus insinuaciones y reír sus tonterías. Me sentía sola, desamparada en esa ciudad de vibraciones extrañas y que de repente se había vuelto oscura y hostil. Necesitaba el calor de unas risas llenando el alma y añoré las sandeces de Luis.

—Psicometría.

—¿Qué?

—Psicometría —repitió Alicia.

La misma palabra; había oído bien. Pero era la primera vez que escuchaba ese vocablo y ni de lejos barruntaba qué podría significar. Me quedé a la espera de que continuara.

—Se llama psicometría al fenómeno por el que una persona es capaz de percibir los sentimientos, las emociones, los hechos pasados que impregnan un objeto —Alicia había cogido mis manos en las suyas y me miraba a los ojos—. A ti te ha ocurrido con el anillo.

Lo decía seria, firme, parecía convencida.

—Quieres decir que...

—Que tu ensueño del hundimiento de la torre, del asalto de Arce —me interrumpió enérgica—, del guerrero herido que tambaleando logra llegar a la fortaleza del Temple, es algo que ocurrió en realidad. La angustia, la emoción del portador del anillo impregnó éste. Tú has sido capaz de percibirlo.

—¿Pero cómo? ¿Quieres decir que mi sueño fue lo que alguien vivió, realmente, en Arce hace setecientos años?

—Sí. Eso digo.

Me quedé mirando aquellos ojos azules mientras sus grandes manos cálidas me transmitían una calma extraña. Alicia estaba dando explicación a lo inexplicable. No tenía sentido, ni yo misma lo hubiera creído en circunstancias normales; pero si alguna vez os ha ocurrido algo extraño, algo que supera vuestra lógica, sabréis cuánto se agradece hallar un argumento que lo justifique.

—En mi vida había oído algo semejante.

—Es una forma de clarividencia.

—Pero ¿cómo puede ocurrir?

—Francamente, no lo sé —había una sonrisa dulce en su cara—. Los ocultistas dicen que existen unos registros llamados akásicos que contienen memoria de todo lo que pasó. En determinadas circunstancias podemos acceder a ellos. Ese anillo parece ser un vehículo de acceso. A Enric le pasaba lo mismo.

—¿Que también le ocurría eso a Enric?

—Sí, me comentaba que a veces se le aparecían imágenes de sucesos antiguos, casi siempre trágicos. Sucesos que crearon emociones muy fuertes en las personas que los vivieron. Lo atribuía al anillo, creía que era almacén de vivencias.

Miré al rubí que brillaba extraño bajo la luz del gabinete de Alicia. Pensé en los sueños insólitos que me habían asaltado desde que lo poseía. Sólo recordaba alguno de forma difusa, pero ahora tenía explicación para esa inusual actividad onírica de los últimos meses. Pero por mucho que me esforzara, fuera de un par de casos concretos donde quedaron secuencias muy claras, era incapaz de recordar nada significativo ni discernir entre las pocas imágenes que guardaba en la memoria.

Por el amplio ventanal se veían las luminarias de la ciudad, cubierta de noche, allá abajo, difuminadas por la neblina lluviosa que las envolvía.

Una colección de espléndidas estatuas criselefantinas, cuerpos de marfil y vestidos de bronce, algunos cubiertos de pedrería, todas mujeres jóvenes, unas en pasos de baile y otras tañendo instrumentos, nos acompañaban desde la cima de varios muebles entre los que destacaba una gran cómoda.

Otra bailarina desnuda, un bronce modernista tamaño natural, inmóvil en un paso de danza eterno, sostenía en lo alto una lámpara de cristales emplomados en flores. Bajo su luz, el vino de las copas brillaba en rojo terciopelo de matices oscuros y profundos. Cenábamos solas, en el piso alto de la casa, en aquel aposento privado de Alicia, lugar cálido y recogido, atalaya sobre una ciudad mágica. Su compañía me reconfortaba. Ella estaba ansiosa por saber lo ocurrido en el día y yo no tenía motivo para ocultárselo. Al llegar al relato de San Juan de Arce debió percibir mi angustia y fue entonces, acercando su silla, cuando tomó sus manos en las mías.

—Pero jamás me había pasado eso antes —me di cuenta de que me lamentaba como una niña que se hubiera caído hiriéndose las rodillas.

—No eres tú —me consoló—. Es el anillo.

Ahora ella acariciaba el rubí que brillaba intenso con su estrella interior de seis puntas, misterioso, como si tuviera vida propia, y luego mimaba mis manos. Yo me sentía bien. Era una suave modorra; después de la tensión y estrés de aquella jornada notaba cómo mi cuerpo se relajaba, se dejaba ir. ¡Qué día! Empezó con la búsqueda en la librería Del Grial. Más tarde vino el asalto y la aparición de aquel hombre extraño y su violencia. Después la emoción de la lectura del manuscrito y el choque al reconocer en él un ensueño inverosímil.

—Hay algo en esa joya, no es fácil ser su dueño —dijo ella de pronto—. Tiene poder.

Ese comentario me sobresaltó. Me vino el testamento a la memoria. Los últimos sucesos casi me habían hecho olvidarlo.

«Ese anillo no puede ser de cualquiera y da a su dueño una autoridad singular», decía mi carta y también algo como que debía mantenerlo conmigo hasta encontrar el tesoro. Ahora esas palabras sonaban a amenaza. Me prometí releerla tan pronto volviera a mi habitación.

—Ese aro establece una relación muy particular con sus dueños, una relación de vampirismo —añadió ella al rato—. Toma tu energía para activar lo que lleva dentro y te lo devuelve en forma de esos sueños de gente muerta.

Miré mi anillo con aprensión. Brillaba rojo su rubí y lo noté como sanguijuela en mi dedo. De no sentir ese compromiso con Enric, me lo hubiera quitado de inmediato.

—No te preocupes, cariño —afirmó esa mujer que parecía leer mis pensamientos—. Yo te ayudaré.

Había un matiz particular en su voz profunda que me hizo mirar aquellos ojos azules tan parecidos a los de su hijo. Sus palabras me consolaban y me di cuenta de que ella era la única persona que podía entenderme. Su boca escondía una sonrisa y acarició mi pelo. Después besó mi mejilla. El segundo beso fue cercano a mi boca. Ese contacto me alteró. Y cuando en el tercer beso se unieron nuestros labios sentí alarma. Me di cuenta de que estaba en sus brazos y me levanté de un salto.

—Buenas noches, Alicia —dije—. Voy a acostarme.

—Buenas noches, cariño —su sonrisa se había ampliado—. Duerme bien. Avísame si precisas algo —no hizo nada por retenerme, como si esperara mi reacción y la contemplara divertida.

Cuando llegué a mi habitación cerré la puerta con pestillo.

Había sido un día de excesivas emociones, me sentía agotada pero inquieta y estaba en el duermevela previo al sueño cuando esa extraña vivencia me asaltó. Lo veía tal como si estuviera allí:

«Un alarido cortó el denso aire como un cuchillo y retumbó en aquel inmundo sótano, rebotando en los grandes sillares de piedra vista de su hechura. La niebla que entraba por los ventanucos enrejados se mezclaba con el humo de las brasas, donde los hierros enrojecían, y de las teas que iluminaban aquel infierno. Fray Roger había resistido bien la primera hora de suplicio pero ahora empezaba a romperse. Cuando el eco del grito cesó, continuó con un indigno gimoteo.

Yo temblaba. Cubierto por un andrajoso taparrabos, no sabía si era mi miedo o la niebla helada que me penetraba hasta los huesos lo que me hacía tiritar. Todo el cuerpo era dolor, tumbado sobre el potro, argollados pies y manos, sentía que a la próxima vuelta de tuerca me rompería. Pero debía aguantar. Y continué mi rezo: "Señor Jesucristo, Dios mío, ayudadme en este trance. Ayudad a fray Roger, ayudad a mis hermanos, que todos aguanten, que nadie se rinda, que nadie mienta".

Oí la voz del inquisidor interpelando a mi compañero:

-¡Confesad que adorabais al Bracoforte!, ¡que escupíais en la cruz! ¡Que fornicabais con vuestros hermanos!

-No, no es cierto —musitó fray Roger en voz baja.

Después silencio. Esperé sobrecogido el siguiente alarido que no tardó en llegar.

El fraile dominico que me interrogaba había callado unos instantes, quizá para contemplar el suplicio de mi hermano, pero pronto regresó a las mismas preguntas:

-Renegabais de Cristo, ¿verdad?

-¡No! Jamás lo hice.

-¿Adorabais esa cabeza llamada Bracoforte? —abrí los ojos, vi, borroso por las lágrimas, el techo lleno de niebla y humo, donde apenas se distinguían las vigas. Vi las facciones duras del inquisidor, que se cubría con la capucha de su hábito dominico—. Confesad y os liberaré —dijo.

-No, no es verdad —repuse.

-Dale hierro —ordenó al verdugo. Y al poco sentí en la piel de mi tripa, tensa como la de un tambor, la quemazón del hierro candente.

Mi grito llenó la estancia.»

Me encontré sentada en la cama, la sensación, el dolor, eran tan reales que aquella noche no pude conciliar el sueño más que a pequeños intervalos de agotamiento.

Veinticuatro

«Rompía el corazón ahuyentar a cristianos, mujeres, niños y viejos, a tajo de espada sabiendo que no encontrarían refugio de los infieles sedientos de sangre en ningún otro lugar de la ciudad en caos.»

Luis había reanudado la lectura, repitiendo las últimas frases leídas antes de mi interrupción el día anterior.

«Allí murió nuestro maestre general templario, Guillermo de Beaujeu, a causa de las heridas recibidas defendiendo la muralla cuando los mamelucos entraron a sangre y fuego en la ciudad.»

El sol había abandonado el apartamento de Luis para ocultarse detrás del monte de Collserola. Caía la tarde y los tres nos encontrábamos de nuevo reunidos para continuar la lectura del legajo de Arnau d'Estopinyá. Oriol estuvo la mañana ocupado en la universidad y a pesar de mi impaciencia, y de lo alterada que estaba por el sangriento sueño de la noche, decidí aguardar a que nos juntáramos los tres. Claro que Luis confesó no haber podido esperar y que había leído ya varias veces el documento. Ahora en voz alta lo hacía de nuevo, todos sentados en sendos almohadones encima de una hermosa alfombra persa y tomando un café.

«Aguantamos diez días más, aunque tanto los sarracenos como nosotros sabíamos que a pesar de los muros de tres y cuatro metros de espesor la fortaleza caería en poco tiempo.»

continuó Luis.

Lo que tardaran los musulmanes en recolocar las mayores de sus máquinas de asedio. El último día tuvimos que proteger el embarque de las chalupas hacia la galera con los pocos ballesteros que nos quedaban. En aquel momento ya no eran los infieles el peligro inmediato, sino los refugiados en la fortaleza, que, presas del pánico, querían llegar a toda costa a las naves; pagaban cualquier precio, ofrecían todas sus pertenencias. Hubo quien hizo su fortuna de esa desgracia. Dicen que ése fue el caso del entonces fray templario Roger de Flor, el que después, abandonando la orden para huir de su castigo, sería el gran capitán Almogávar, azote de musulmanes y ortodoxos, y que acumuló grandes riquezas aquellos días gracias a la galera que capitaneaba y la miseria de los refugiados.

Cuando nuestra nave, cargada de heridos lamentándose a cada bandazo, se alejaba ya camino de Chipre, pude apenas ver, a través de la neblina de humo y polvo que flotaba sobre las ruinas de San Juan, ondear las enseñas del Islam. Sentí una tristeza profunda. No sólo por la pérdida del último gran baluarte en Tierra Santa. Tuve la premonición del próximo fin de la orden de los Pobres Caballeros de Cristo, la de los templarios.

Entre los heridos se encontraban dos jóvenes y ardorosos frailes, los caballeros Jimeno de Lenda y Ramón Saguardia. Saguardia estaba con el maestre general Guillermo de Beaujeu cuando éste cayó herido de muerte, le intentó auxiliar y él, agonizando, le entregó su anillo de rubí. Logró salvar la vida de milagro al poder llegar, herido grave, por su propio pie, a las puertas de la fortaleza del Temple situada dentro del recinto amurallado de San Juan de Arce en pleno asalto de los mamelucos. Estuvo a punto de perecer entre la turba a pocos metros de la entrada. En el largo camino de regreso a Barcelona tuve ocasión de hacer amistad con ambos.»

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