El anillo (31 page)

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Authors: Jorge Molist

Cuarenta

Nos miramos en silencio, yo me sentía conmovida por la narración. Al fin Oriol habló y lo hizo como experto en historia.

—El relato parece auténtico. Es como si un verdadero fraile del Temple nos hubiera ofrecido su testimonio, pero en lenguaje moderno. Incluso se usan las formas de interrogación dirigidas al lector que Ramón Muntaner, el caudillo catalán y cronista de la epopeya de los almogávares en Turquía y Grecia, contemporáneo de Arnau, utilizaba. Esos «¿Qué os puedo decir?» o «¿Y qué os diré?».

Quizá el texto sea copia de escritos más antiguos traducidos, quizá alguien puso en papel una tradición oral. Yo me inclino por lo primero, hay detalles demasiado precisos. Conozco muy bien esa época histórica y todo sucedió exactamente como Arnau lo cuenta. Y aunque pinte a Jaime II como a un miserable, lo cierto es que fue un rey muy hábil. En lugar de enfrentarse al papa tal como lo hicieron su padre y su bisabuelo, lo manejó muy bien, logrando que éste le asignara Córcega y Cerdeña. Fingió hacer la guerra a su hermano a instancias de Clemente V pero, cuando ganaba, se retiró dejándole que continuara reinando en Sicilia, de donde, por cierto, Jaime II había sido antes rey. Así la isla continuaba en manos de la familia y lejos de la corona francesa. Con él el poder de la casa de Barcelona y Aragón en el Mediterráneo se consolidó de forma definitiva. El papa no pudo quedarse con ninguna de las posesiones templarias de Aragón y Valencia, en cambio Jaime II ¡bien que se lucró! Defensa lógica, frente a su rival francés que obtuvo una fortuna gracias a los templarios. El dinero era, y aún es, un elemento estratégico fundamental, imprescindible para equipar ejércitos.

Y finalmente, a pesar de que Arnau describa a sus camaradas como héroes resistiendo la tortura, cierto es que en Aragón se cubrió el expediente y se torturó, pero sólo para complacer al papa, que se lamentaba continuamente de que los verdugos aquí no se aplicaban a fondo. Fue tortura, no nos engañemos, pero ciertos suplicios se pueden resistir y otros no. El rey Jaime II estaba convencido de que todo era una patraña de Felipe el Hermoso, que tenía secuestrado al sumo pontífice, pero aun así deseaba quedar bien con el papa. En cambio, en Francia se dieron las peores formas de tormento, logrando que muchos confesaran todo lo que el rey pedía. "Si quieren que confiese que maté a Cristo, lo haré", dijo un caballero templario francés, "pero no puedo aguantar más".

—Toda esta historia está muy bien —intervino Luis—. Pero no ofrece pista alguna.

—Quizá sí la hay —repuso Oriol pensativo.

—¿La penúltima frase, verdad? —interrogué.

Luis tomó de nuevo los documentos y buscó la última página.


«El secreto de lo que guardé se encuentra en Dios. Está escondido en la tierra que los santos pisaron y en la divinidad de la Virgen»
—leyó.

—¡La tierra que los santos pisaron! —exclamó—. Bajo los pies de los santos y de la Virgen fue donde encontramos las inscripciones ocultas.

—Sí —afirmó su primo.

—Oriol —intervine yo; tenía una idea—. No hemos expuesto por completo las tablas a los rayos X.

—Claro que lo hicimos —repuso él—. Tú viste las radiografías.

—Volvamos a verlas.

Oriol nos mostró las radiografías de las tres tablas. Las pinturas se reconocían con dificultad y yo le pregunté:

—¿Es cierto que cuanto más opaca a los rayos X es una zona del cuadro más blanca aparece?

—Sí.

—¿Y si se ve blanca por completo es que un metal impide la visión? Oriol sonrió:

—Ya entiendo por dónde vas.

—¿Qué es? —preguntó Luis impaciente.

—Fácil —repuse radiante—. Hay una parte de la tabla central que no se ha sometido a los rayos X. ¿Ves una zona totalmente blanca en la radiografía?

—¡La corona de la Virgen! —exclamó Luis.

—Sí —intervino Oriol—. En el texto dice: «La divinidad de la Virgen». Eso debe de ser una pista. Debiera decir «la santidad de la Virgen», ya que la Virgen es humana, no divina. Y en la iconografía cristiana la santidad se representa por un cerco dorado alrededor de la cabeza, al que llamamos halo o corona. Cuando apareció en la radiografía no reparé en ello, lo encontraba normal. En algunas pinturas de la época, en especial italianas y en algunos iconos griegos, el halo no es de estuco con panel de oro, sino metal; estaño dorado donde se grababan previamente dibujos florales o una inscripción.

Oriol fue por una caja de herramientas mientras nosotros contemplábamos la corona de la Virgen en la tabla. Ciertamente, bien podía ser una pieza de estaño.

—Fui tonto —dijo Oriol—. Si en lugar de usar rayos X como indicaba mi padre en su testamento hubiera utilizado infrarrojos, habríamos visto si también hay dibujo o inscripción debajo del metal. Pero no vamos a esperar a mañana para usar la reflectografía...

Nadie quiso esperar. Tumbamos la tabla en una mesa y con una fina cuchilla empezó Oriol a tantear los lados de la aureola. Al poco levantó un borde. ¡Era verdad! ¡Estaba hecha de un metal fino y algo elástico! Con sumo cuidado fue desprendiendo la corona, que salió como una pieza entera. Y abajo, a simple vista se podía leer: «
Illa Sanct Pau
».

—¡Isla San Pablo —exclamé—. ¡El tesoro está en una gruta marina en la isla de San Pablo!

—¿Isla de San Pablo? —interrogó Luis—. Jamás he oído hablar de ella.

—Es verdad —corroboró Oriol—. Yo tampoco.

La sonrisa se me heló en los labios.

San Pablo. ¡Una isla desconocida! Debía de ser muy pequeña o estar muy lejos. La estuvimos buscando, yo en todo tipo de mapas y atlas, y mis compañeros inquiriendo a cualquiera que pudiera saber, desde patrones de barco hasta geógrafos. Cuando nos reunimos por la tarde nadie tenía indicios sobre dónde se ubicaba tal isla.

—No he podido dejar de pensar en ella todo el día —dijo Luis—. ¿No habrá cambiado de nombre? ¿No nombrarían los templarios, dada su condición religiosa, las islas con nombres de santos?

—Es muy posible —convino Oriol.

—En el mapa aparecen San Pietro y San Antioco en Cerdeña —recité mirando mis apuntes—. Más lejos en Italia hay otra isla San Pietro en un pequeño archipiélago del mar Tirreno llamado islas Lipari, y en el golfo de Tarento hay una tal San Antico. Después tendríamos que ir al mar Adriático o al Jónico para buscar otros santos.

—No, es demasiado lejos —afirmó Oriol.

—También he buscado por nombres en la guía de un atlas, sin encontrar isla alguna por San Pablo, Sant Pau, Sant Pol, Saint Paul, Santo Paolo, ni siquiera usando los mismos nombres quitándoles el santo —concluí eficiente.

—Tiene que estar relativamente cercana a Peñíscola —dijo Oriol.

—¿Por qué? —quisimos saber.

—Las fechas indicadas en el relato dan la pista —explicó nuestro historiador—. Arnau d'Estopinyá menciona la entrevista de fray Jimeno de Lenda con el rey Jaime II en Teruel el 19 de noviembre como el momento en que se tomó la decisión de esconder los tesoros. Ésa es una fecha muy tardía para una galera. Ese tipo de embarcaciones sólo operaban de mayo a octubre. Eran naves muy rápidas pero de poco calado y no estaban preparadas para un mar turbulento y picado. Además ofrecían escasa cobertura a sus tripulantes; los galeotes vivían en cubierta y casi desnudos. Éste fue un elemento decisivo en la batalla de Lepanto, casi trescientos años después. La flota combinada cristiana cayó sobre las galeras turcas en el golfo de Lepanto donde se habían refugiado para pasar el invierno. Era principios de octubre y parte de la tripulación otomana había regresado ya a sus casas.

Un capitán de galera experto como era Arnau no arriesgaría nave y carga yendo muy lejos en esa época del año. Además, el 5 de diciembre, cuando el rey hizo apresar al maestre, Arnau hacía tiempo que había regresado, luego sólo pudo estar en el mar unos diez días en total. Yo centraría la búsqueda en un radio de dos días de viaje en galera desde Peñíscola; esta zona incluye las costas que le eran más familiares a Arnau. Fijaos...

Se fue al mapa del Mediterráneo que teníamos extendido en la mesa y tomando un compás puso la aguja en Peñíscola y lo extendió de forma que el otro extremo llegara a Cap d'Agde y trazó un arco de círculo dentro del cual entraban las islas Baleares y llegaba por el sur a Mojácar.

—No creo que se acercara a Cap d'Agde. Una nave templaria en territorio francés corría peligro y el norte era rumbo de frío y tormentas. Y un experto marino como él, buen conocedor de su nave, jamás se hubiera arriesgado a cruzar, en esa época del año, la zona de la Tramontana. Pienso que fue al este o al sur. Eso incluye las islas Columbretes, muy cercanas a Peñíscola, las Baleares y toda costa meridional pero no más allá de Guardamar, quizá hasta el cabo de Palos. A partir de ese punto era zona morisca.

—No hay isla con nombre de santo en las Columbretes, ni en Baleares, ni en la costa valenciana o murciana —afirmé—. Pero sí unos islotes antes de llegar a cabo de Gata: San Pedro, San Andrés y San Juan.

—Demasiado lejos, y no aparece nuestro santo —dijo Oriol.

—Hay un pueblo en la costa catalana llamado Sant Pol y en Alicante, Santa Pola —comentó Luis.

—Frente a Santa Pola hay una isla que es buena candidata —les hice saber—. Pero no tiene nombre de santo: aparece en el mapa como Nueva Tabarca o isla Plana.

—Sé algo de eso —dijo Oriol—. Carlos III en el siglo XVIII, cansado de que la isla fuera base permanente de piratas, hizo construir un pueblo amurallado y lo repobló con cristianos liberados de ascendencia genovesa, cautivos de los argelinos, procedentes de la isla de Tabarka, antigua posesión española en el norte de África donde practicaban la pesca del coral. De ahí viene ese nombre.

—Así que la isla fue un nido de piratas. Piratas sarracenos, ¿no? —pregunté—. ¿Qué ocurría en la isla cuando no era cristiana?

—Las crónicas musulmanas del reino de Murcia, al que pertenecía esa zona antes de la Reconquista, cuentan que estaba deshabitada, pero que tenía un buen puerto que era aprovechado por los enemigos del islam para piratear.

—¿Incluía eso a Arnau d'Estopinyá?

—Seguro —afirmó Oriol—. El rey de Murcia a mediados del siglo XIII pasó a rendir vasallaje al de Castilla, hasta que una revuelta mudéjar hizo intervenir a Jaime I, el abuelo de Jaime II, para ayudar a los castellanos. La zona fue anexionada definitivamente por la corona aragonesa gracias a un tratado con Castilla a principios del siglo XIV, un par de años antes de la caída de los templarios. Es seguro que Arnau conocía bien la isla, ya fuera para proteger tierras cristianas o para atacar y saquear a los musulmanes.

Acordamos que Oriol repasaría la historia de las islas en búsqueda de una que pudiera haberse llamado Sant Pau, San Pol o San Pablo. La primera candidata era la isla de Nueva Tabarca.

La mañana siguiente me llamó al móvil.

—Toma nota —me dijo, pero sin esperar a que yo fuera por el lápiz—. Los historiadores Mas i Miralles y Llobregat Conesa creen que el nombre de Santa Pola es preárabe y que antes debía de ser Sant Pol ya que los árabes cambiaban las toponimias al femenino. Ellos lo escribían Shant Bul, cuya pronunciación es lo más parecido a Sant Pol. El nombre del santo le viene del supuesto desembarco de éste en Portus Ilicitanus, denominación romana de Santa Pola, en el año 63 de nuestra era para evangelizar España. Por cercanía, la isla pasó a llamarse isla de San Pablo y según otros historiadores la zona habitada de Tabarca apareció por mucho tiempo en los libros parroquiales como poblado de San Pablo.

Me dio un vuelco el corazón.

—Ya lo tenemos —musité.

Cuarenta y uno

La vimos al caer la tarde. El sol iluminaba la isla, que se alargaba, casi en paralelo, contra un horizonte despejado y a flote sobre aguas de azul profundo. La muralla se eleva en su parte derecha, por encima del mar, recogiendo en su interior a la población, cuyo mayor edificio es una iglesia con aspecto de fortaleza. Todo lo construido, muros y tejados, brillaba con la luz rojiza del fin del día, en un contraste de sombras que daba volúmenes cubistas a las casas del pueblo que, desde nuestra perspectiva, parecía sacado de una historia de piratas. La isla es varias veces más larga que ancha y se estrecha en el centro, donde hay un puerto que mira al norte, al continente. En su parte izquierda aparecía rala y parda con un par de torres, una de las cuales resultó ser un faro.

Estábamos en la cima del monte de Santa Pola, y Luis nos había conducido hasta el faro; las vistas eran espectaculares y la isla, llena de luz, contrastaba con la playa en sombras que veíamos al pie del despeñadero con el que bruscamente terminaba el monte por el lado del mar. Asomarse al borde daba vértigo.

—La isla del tesoro —pensé en voz alta—. ¡Qué bonita se ve! El lugar olía a pino y de pronto, salida de la parte inferior del acantilado, se elevó, en silencio, una mariposa de alas rígidas, multicolor, gigantesca, que fue flotando en el aire por encima de nuestras cabezas. Era una muchacha volando en parapente, a ella le siguió un chico y después otro. Emergían de las sombras de abajo para que el sol del atardecer les iluminara de lleno. Era hermoso.

Luis explicó que la brisa del mar, chocando contra el monte, provocaba una corriente de aire casi vertical y que por eso eran capaces de elevarse bastante por encima del farallón. No sé la razón por la cual identifiqué a aquellos aprendices de ángel con nosotros tres. Ellos colgados del abismo, por frágiles alas de tela, y nosotros flotando en una aventura construida de palabras viejas e historias remotas. Daba miedo verles. ¿Quizá intuía yo el peligro en nuestro propio lance? Me entraron deseos de abrazar a Oriol, que, al igual que Luis, contemplaba la vista en silencio. Los tenía uno a cada lado y les estreché por la cintura; no quería discriminar. Ellos me cogieron por los hombros y sentí sus cuerpos cálidos y aquella camaradería como cuando siendo niños estábamos a buenas. Recordé las palabras del poeta Kavafis en
Ítaca
y supe que había que vivir aquel momento de ilusión, de esperanza; había que disfrutar cada instante de los días que vendrían. Puse mi atención en la belleza del paisaje y en el calor de mis sentimientos hacia mis amigos, y después de cargar de aire mis pulmones en vano intento de retenerlo todo, guardarlo para siempre: luz, amistad, emoción, el color del mar, el brillo de los muros de la isla..., suspiré.

—¿Qué nos deparará esta aventura? —dije.

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