El año que trafiqué con mujeres (12 page)

Antes de que anocheciese, exploramos toda la zona, buscando un lugar desde el que, ya de madrugada, pudiésemos disponer de un buen tiro de cámara para obtener algunos planos de las prostitutas, y sobre todo, de los proxenetas que presuntamente las vigilarían. Queríamos grabar las matrículas de sus coches, lo que nos daría la posibilidad de averiguar sus nombres y avanzar en la investigación. Finalmente llegamos a la conclusión de que tan sólo existía un punto, un descampado en la parte alta de la calle, desde el que se podrían grabar buenas imágenes. Encontramos un camino de tierra que bordea el río y que nos permitiría llegar por la noche hasta aquel descampado, sin ser vistos por las fulanas ni por sus chulos, y así lo hicimos.

Al caer la noche, rodeamos todo el polígono del Infante Don Juan Manuel para entrar por la parte de atrás del Eroski. Una vez en el camino de tierra, apagamos los faros del coche y seguimos circulando, a oscuras, con toda prudencia hasta el descampado. Allí aparcamos el automóvil y nos arrastramos entre los arbustos hasta encontrar un lugar desde el que poder grabar, sin ser vistos, el trabajo que las prostitutas efectúan cada noche. Y allí las pudimos ver: docenas de pretty women buscando un Richard Gere que las rescate de las calles.

Filmamos sin problemas cómo las chicas se acercaban a los vehículos que circulaban lentamente por la zona y ofrecían sus encantos a los conductores que devoraban con los ojos a todas aquellas mujeres, sin terminar de decidirse por una u otra. Y ¡bingo!, entre el grupo de las jóvenes de color se paseaba un negrazo enorme, que conducía un Ford Sierra, matrícula MU-4221... Yo aún no lo sabía, pero aquel coche pertenecía a un tal Superior N., con NIE—Número de Identificación de Extranjería equivalente al DNI español—: hijo de la hermana mayor del traficante de mujeres «propietario» de Susy.

Teníamos activada la función de infrarrojos en las cámaras, lo que nos permitía ganar mucha luminosidad en la filmación, sin tener que utilizar ningún foco de luz que, obviamente, delataría nuestra presencia entre los arbustos. Esa función convierte la cámara de vídeo en una especie de visor nocturno, que nos permite percibir, a través del objetivo de la cámara, lo que nos resulta invisible a simple vista, gracias al emisor de infrarrojos. Y de pronto, mientras me giraba arrastrándome por el suelo para obtener otro tiro, pude ver en la pantalla un plano cercano del suelo. Me detuve para apreciar con más detalle lo que me parecía haber visto de reojo al girar la cámara. Enfoqué al suelo y... ¿condones? ¿Aquello eran condones? Pues sí. Estábamos rodeados por centenares, quizás miles de preservativos usados. No hacía falta ser un lince para deducir que precisamente aquel descampado era uno de los lugares donde las mesalinas seleccionadas consumaban el servicio sexual en el coche del cliente y se deshacían después de la «prueba del delito» arrojándola por la ventanilla. Y por si aún nos quedaba alguna duda, de pronto nos cegaron los faros de un coche. Un vehículo entraba en ese momento en el descampado y nos vimos obligados a arrojamos al suelo y a quedamos completamente petrificados temiendo que fuésemos descubiertos. El automóvil se detuvo al fin a pocos metros de nosotros, mientras mi compañero y yo conteníamos la respiración. Desde nuestro escondrijo pudimos ver cómo el diente entregaba el dinero a una joven africana, para después reclinar el asiento y dejarse hacer por la profesional. No quiero ni pensar qué habría ocurrido si la joven nos hubiese descubierto y se hubiera puesto a gritar pidiendo ayuda a los chulos y proxenetas que patrullan la zona. Sabíamos que era muy fácil cerramos el paso y damos caza en aquel descampado, por lo que optamos por quedamos completamente paralizados mientras aquel tipo consumía sus diez minutos de gloria. ¿He dicho diez minutos? A nosotros se nos hizo interminable, pero dudo que aquel individuo aguantase tanto.

Y como afortunadamente el polvo no duró mucho, en cuanto el cliente llegó al clímax, un nuevo preservativo salió disparado por la ventanilla y cayó a pocos centímetros de mis narices. Aunque el tipo aquel salió del coche para volver a subirse los pantalones y los calzoncillos, no nos descubrió. Por cierto, su aspecto era de lo más ridículo.

De todas formas, el susto había sido suficiente como para que decidiésemos volver hasta nuestro automóvil, arrastrándonos como serpientes por entre los arbustos del descampado, en cuanto el diente desapareció. Una vez en nuestro vehículo, ya más calmados, volvimos a rodear el polígono para reaparecer en el Eroski como uno más de los coches que visitan cada noche la zona para contratar los servicios de alguna profesional. Sin embargo, nuestra intención era diferente. Intentábamos encontrar una aguja en un pajar, una meretriz entre miles. Además, las dos prostitutas a las que preguntamos desde el coche si conocían a una chica nigeriana llamada Susy nos dieron la misma respuesta: «¿Sois polis? ¡Que os den por culo!».

Dicen que a la tercera va la vencida y aunque no pudo orientarnos sobre el paradero exacto de Susy, otra chica de color supuso que Alberto o yo éramos clientes suyos, y nosotros se lo confirmamos. «Ella y su prima hoy venir aquí, estar trabajando en un club o en un piso, pero no sé en cuál.»

Al menos ya teníamos un dato. En un arrebato de locura, iniciarnos una trepidante peregrinación por los burdeles de toda la provincia, en busca de una chica negra a la que no había visto nunca y cuyo aspecto desconocía totalmente. Desde el club Cocktail, en Puente Tocinos, hasta el Máximo de Orihuela, pasando por santuarios del sexo murciano como el Star's, El Pozo, Pasarela Murcia, Ulises o el conocido Pipos, que sus camareros promocionan como el prostíbulo más grande de España —claro, que hay media docena de burdeles que dicen exactamente lo mismo—, todos fueron recorridos por Alberto y por mí en un frenesí que nos hacía sentirnos como los personajes de la película Airbag, saltando de prostíbulo en prostíbulo, en busca de una mesalina concreta. Estaba claro que las posibilidades de éxito eran prácticamente nulas. Sin embargo, el recorrido no fue en vano.

En los burdeles murcianos hice algunos contactos interesantes que orientarían mi investigación ocho meses después. Ya había aprendido a moverme con cierta soltura en aquellos ambientes, e incluso me atrevía a hacerme pasar por el propietario de varios prostíbulos en Marbella o Bilbao, en los que supuestamente había mucho trabajo, para despertar el interés de las meretrices. Evidentemente, me prestaban más atención cuando creían que yo era un empresario que les podía ofrecer trabajo, con lo que también, frecuentemente, se les soltaba un poco la lengua.

Aunque en la mayoría de los locales de alterne las copas se cobran cuando te marchas, yo me habitué a pagarlas siempre por adelantado, tal y como me había enseñado Juan. «Acostúmbrate a pagar en cuanto te sirvan —decía—, por si estás siguiendo a un tío que se va de repente, o simplemente, por si tienes que salir de pronto del local y no puedes entretenerte esperando que vengan a cobrarte.»

Aprendí también a utilizar otra estrategia de ese profesional de la información, que a él le daba buenos resultados. Cuando una fulana se me acercaba para pedirme que la invitase a una copa, le proponía darle directamente el dinero de la consumición, en lugar de pagarle el trago. Eso hacía que ella se quedase con todo el importe, en lugar de con un porcentaje. Evidentemente, la inmensa mayoría aceptaban el trato, lo que me permitía poder sentarme con ellas y charlar durante más tiempo, ya que sólo les entregaba el dinero cuando consideraba que el interrogatorio había concluido. Para las chicas resultaba más gratificante económicamente, y yo hacía una gamberrada a los propietarios del local al burlarles la comisión, lo que, dicho sea de paso, me satisfacía personalmente.

De esta forma empecé a recopilar anécdotas sorprendentes sobre los clientes famosos que acudían a los burdeles, y no sólo del ámbito murciano. Dentro del mundo de la prostitución existe un concepto tradicional de «plazas» que todavía sigue en vigencia en muchos burdeles españoles. Valérie Tasso me lo había explicado con elocuentes ejemplos:

—En las agencias de alto standing, las prostitutas trabajan aunque tengan la menstruación. Cuando nos bajaba la regla, y para que el cliente no se diese cuenta, nos metíamos un trozo de esponjita marina dentro de la vagina, para que absorbiese la sangre. Así el diente, que va a lo suyo, no se daba cuenta. Sin embargo, tradicionalmente los ciclos de trabajo de las chicas, en los locales de alterne, eran de 21 días. A eso se le llamaba «hacer plaza». 0 sea, estaban 21 días trabajando en un prostíbulo y transcurrido ese tiempo, cuando les venía la regla, aprovechaban los días de la menstruación para cambiarlas de local. Y así, iban viajando por todo el mundo, haciendo turnos de 21 en 21 días, de burdel en burdel y de ciudad en ciudad. La clave de un negocio de prostitución es la variedad, o sea, renovar a las chicas el mayor número de veces posible. A los hombres les gusta, por encima de todo, la variedad, por eso las «plazas» funcionaban muy bien, ya que cada tres semanas había chicas nuevas.

Y Valérie tenía razón. Todavía hoy, en las secciones de anuncios de muchos periódicos, se encuentran avisos de «Hotel—Plaza que busca chicas». También ANELA ha recuperado esta tradición. Desde luego, tienen muy clara la importancia que tiene la renovación de chicas en los burdeles. Evidentemente lo que buscan, por encima de todo, personajes como Paulino o Jesús es caras y cuerpos nuevos. Por esa razón, cualquiera de las prostitutas que conocí en Murcia antes había estado trabajando en diferentes ciudades españolas, o francesas, o italianas, o alemanas... Las rameras son consumadas viajeras, aunque sus rutas turísticas se limiten al cuerpo de sus clientes y a las cuatro paredes del burdel. De hecho, resulta fascinante escucharlas opinar sobre cómo fornican los italianos en comparación con los ingleses, los franceses, los nigerianos, los rumanos, o los españoles. Parece que cada nacionalidad, o más bien cada tipo de putero, lo hace de una forma diferente. Y, paradójicamente, las prostitutas rumanas opinan que los rumanos son los mejores amantes del mundo, mientras que las rameras cubanas opinan que son los cubanos los que mejor fornican, aunque las colombianas dicen eso mismo de los colombianos, las rusas de los rusos y las brasileñas de los brasileños. Tras haber dialogado con decenas de ellas, llegué a la conclusión de que las furcias de un país creen que los mejores amantes son sus paisanos, porque antes de ejercer la prostitución sin duda tuvieron relaciones sexuales con alguno de ellos, pero sin una transacción económica por el medio. Es decir, hicieron el amor voluntariamente, que no es lo mismo que dejar que entren en ti por dinero. Y sin duda, lo primero resulta más gratificante y deja mejor recuerdo... Aunque esto no significa necesariamente que los españoles no seamos tan torpes, egoístas y groseros en la cama como el resto de los varones.

Aquellas chicas no supieron indicarme dónde encontrar a la tal Susy, pero sí me confiaron historias sorprendentes sobre famosos del cine, la política o la televisión, que pedían todo tipo de «servicios extraños». De todas las anécdotas que recogí en mil burdeles españoles, las que se referían a los jugadores de fútbol de primera división resultaban las más extraordinarias. Algunos nombres de astros del fútbol profesional se repetían en mis conversaciones con fulanas que conocí en Madrid, Valencia, Marbella, Murcia o Barcelona, lo que me hacía concluir que si chicas distintas, sin relación entre ellas, me contaban las mismas cosas sobre los mismos personajes, es que algo de cierto debía de haber.

Sin embargo, entre aquellas primeras confidencias, recogidas mientras buscaba a Susy desesperadamente, hubo otras que me sorprendieron especialmente. Me refiero a las que hablaban de los propietarios de los prostíbulos. Y es que no sólo la familia del Le Pen español está metida en el negocio de la prostitución. En el Pipos, una de las chicas a las que estaba interrogando de pronto hizo un comentario que me dejó perplejo. «¿Que si vienen famosos por estos sitios? Claro y hasta son los propietarios. Imagínate que una amiga mía trabajaba en un club que era de uno de los de Gran Hermano, o algo así ... »

Reconozco que di un brinco. Aunque mi objetivo en esta investigación eran los traficantes de mujeres, no hace falta ser un lince para darse cuenta de que aquella afirmación tenía un gran morbo periodístico. Por aquellos días, el concurso Gran Hermano arrasaba con sus índices de audiencia, y además en la misma cadena, Tele 5, para la que yo trabajaba. Si uno de los concursantes o algún familiar cercano, era propietario de burdeles, tal vez a través de él pudiese acercarme a los mafiosos. Y si no era así, no dejaba de ser un tema interesante, aun a pesar de que tirase piedras contra mi propio tejado, ya que evidentemente a mis jefes no les iba a hacer mucha gracia que pudiese involucrar a algún concursante de su programa estrella con las mafias de la prostitución.

Pese a ello, a mí me parecía que aquél era un gran ejemplo para ilustrar la inmensa y vergonzosa hipocresía de la sociedad española para con las rameras. Hipocresía que no se limita a los ultraderechistas que se manifiestan contra la inmigración ¡legal y luego se lucran con las inmigrantes que ejercen la prostitución. Quería averiguar si realmente los sonrientes, alegres y simpáticos muchachos de Gran Hermano, tan queridos por la audiencia, podían estar también implicados en el negocio del sexo. Pero a pesar de mi insistencia poco más pude averiguar de aquella dominicana: «Yo no sé más, habla con mi amiga. Ella ahora está en el Riviera de Barcelona y se llama Ruth. Yo estaba con ella un día viendo Gran Hermano y me señaló a un hombre que salía en la tele y me dijo que era su jefe, no sé nada más».

En aquel momento ignoraba que el Pipos de Murcia, los Lovely y Flower's Park de Madrid y el Riviera de Barcelona estaban empresarialmente hermanados. Anoté el nombre en mi lista de tareas pendientes —«Ruth en el Riviera»—, y me marché del local después de dejarle a la chica los 3o euros de la copa y todo mi agradecimiento. Sin embargo, continuaba sin tener ni rastro de Susy.

Al día siguiente, lo intenté en varios pisos de Murcia, donde se ejerce la prostitución. Los pisos clandestinos son la gran competencia de los clubes de carretera. En ellos es posible encontrar a prostitutas españolas que han sido desplazadas de los burdeles por la ingente afluencia de inmigrantes. Las extranjeras trabajan más y por menos dinero y además, la mayoría de españolas que ejercen la prostitución temen ser reconocidas en un burdel, donde están a la vista de todos los dientes, por algún vecino, amigo o familiar que descubra su vida secreta. Aunque no sé quién debería estar más avergonzado de sí mismo, si la mujer que vende su cuerpo en un serrallo, o el cliente que paga por utilizar ese cuerpo.

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