El muchacho se encaminó hacia el centro de la isla, y en su exploración se topó con palmeras datileras, higueras, viñas e, incluso, un huerto donde crecían, entre otras hortalizas, pepinos, junto a una fuente de agua muy clara.
Iker se atiborró de fruta antes de pensar que no era, pues, el único habitante de aquel terruño perdido entre las olas.
¿Por qué el otro —o los otros— se ocultaban y cuál sería su comportamiento con el intruso?
Con el miedo en el vientre, Iker inspeccionó el lugar.
Su búsqueda le llevó a una conclusión: no había nadie, ni el menor rastro de vida. Su único compañero era su corazón. Pero un muchacho de quince años pronto habría agotado su provisión de recuerdos.
Exhausto por el exceso de emociones vividas, se durmió a la sombra de un sicomoro.
En cuanto despertó, Iker inspeccionó por segunda vez el terreno, sin más resultados. Advirtió que los grandes peces no vacilaban en acercarse a la playa, convirtiéndose así en fáciles presas. Con una rama y el resto de la cuerda con la que estuvo atado, el muchacho fabricó una caña de pescar, y utilizó una lombriz como cebo. Apenas su rudimentario anzuelo se zambulló en el agua, cuando una especie de perca lo mordió.
Allí, un superviviente no corría el riesgo de morir de hambre.
Pero era necesario encender una hoguera aunque no dispusiera del material que se acostumbraba a utilizar en Egipto. Por fortuna, Iker encontró dos pedazos de madera: uno tierno y otro más seco, alargado y puntiagudo, que hundió en el primero, que mantenía sujeto entre sus rodillas. Imprimiendo al segundo un movimiento de rotación lo más rápido posible consiguió provocar tanto calor que brotó la chispa, que alimentó con nervaduras de palmera muy secas. Una vez la hoguera tuvo la suficiente consistencia puso a asar su pescado.
Antes de probarlo tenía que cumplir con un deber esencial: agradecer a los dioses que le hubieran salvado la vida.
Cuando Iker procedió a levantar las manos por encima de la llama, en un gesto de plegaria, el trueno resonó, los árboles vacilaron y tembló la tierra.
Aterrorizado, el muchacho huyó, pero con tan mala fortuna que tropezó y su cabeza chocó violentamente contra el tronco de una higuera.
¡Relámpagos, un cielo ígneo, una serpiente gigantesca de piel dorada y cejas de lapislázuli! Aquella vez, Iker estaba muerto de verdad, y un monstruoso genio del otro mundo avanzaba hacia él para despedazarlo.
No obstante, el reptil quedó inmovilizado y se limitó a observarlo.
—¿Por qué has encendido ese fuego, hombrecito?
—¡Para… para rendirte un homenaje!
—¿Quién te ha traído aquí?
—Nadie, una ola… El barco, los marineros… Y luego…
—Di toda la verdad y responde sin tardanza. De lo contrario, te reduciré a cenizas.
—Unos piratas me raptaron en Egipto, y pensaban arrojarme vivo al mar para apaciguarlo. Pero el capitán no supo prever una violenta tempestad. El navío fue destruido, y yo soy el único superviviente.
—Dios te ha salvado de la muerte —afirmó la serpiente—. Ésta es la isla del
ka
, la potencia creadora, la savia del universo. Nada existe sin ella. Pero este dominio ha sido marcado por una estrella caída de lo alto del cielo, y todo se ha inflamado. Yo, el señor de la tierra divina, del maravilloso país de Punt, no he podido impedir el fin de este mundo. ¿Salvarás tú el tuyo?
Una quemadura despertó a Iker. El fuego se había extendido a unos matorrales y las llamas lamían las pantorrillas del muchacho.
Apartándose, advirtió que ninguna serpiente gigante merodeaba por el paraje. Luego se dedicó a apagar aquel inicio de incendio.
Qué extraño sueño… Iker habría jurado que el reptil no era una ilusión y que en realidad le había hablado con una voz que no se parecía a nada conocido y de la que se acordaría siempre. Desaparecidas las últimas llamitas, el muchacho se dirigió hacia la fuente.
En el suelo había dos cajas.
Iker se frotó los ojos.
Las cajas seguían allí. Se acercó a ellas con lentitud, como si constituyeran una amenaza.
Alguien estaba jugando con sus nervios… alguien que se ocultaba en la vegetación y acababa de sacar de ella aquel botín procedente de
El rápido
o de otro navío cualquiera… alguien que no tardaría en librarse del intruso para no tener que compartir su tesoro.
—No debes temer nada de mí —aulló Iker—. Tu fortuna no me interesa. En vez de enfrentarnos, cooperemos para sobrevivir.
No le respondió nadie.
Iker volvió a explorar la pequeña isla, cambiando sin cesar de dirección, volviendo sobre sus pasos, acelerando o reduciendo bruscamente su velocidad. Con todos los sentidos al acecho espiaba el menor signo de presencia de cualquier eventual adversario.
Sin embargo, todo fue en vano, y no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia: era, en efecto, el único habitante de la isla.
Pero aquellas cajas… Sin duda no se había fijado en ellas. Lo más seguro es que procedieran de un naufragio anterior y una ola las hubiera arrastrado hasta allí.
El muchacho decidió abrirlas: en su interior había bolsas de lino y frascos de loza de donde brotaba un olor agradable; sin duda, eran preciosos perfumes que valían una pequeña fortuna.
En realidad, ¿Iker había escapado de la muerte? En la isla parecía menos brutal que en el barco de los piratas, sin embargo, el destino no parecía más favorable. Sí, podría subsistir varios meses, incluso varios años tal vez, pero ¿la soledad no acabaría por volverlo loco? ¿Y si la fuente se secaba y la pesca se hacía improductiva? Para construir una balsa sólida habría necesitado herramientas. Sin embargo, navegar por aquel mar desconocido a bordo de un frágil esquife, ¿no era un suicidio?
El muchacho no dejaba de pensar en las revelaciones de la serpiente, señora del maravilloso país de Punt. ¿Cómo podía ser aquella isla minúscula la tierra divina que rebosaba fabulosas riquezas, tan deseadas?
¡Era absurdo!
El reptil dorado sólo había existido en la imaginación del superviviente. Pero ¿por qué hablar de la necesidad de salvar su mundo? Puesto que reinaba un faraón, Egipto no estaba en peligro.
Egipto, tan lejano, tan inaccesible. Iker no cesaba de pensar en su aldea, cerca del santuario de Medamud, un lugar misterioso al norte de Tebas. Gracias al viejo escriba que lo había recogido, el muchacho apenas participaba en las labores agrícolas y consagraba su tiempo a la lectura y a la escritura. Aquel privilegio le provocaba muchas envidias, a las que no daba importancia, ya que el aprendizaje alimentaba su alma.
Iker trazó en la arena de la playa los jeroglíficos que dominaba, los cuales formaban una frase que alababa el oficio de escriba. Luego, contempló la puesta de sol, miró largo rato aquel cielo estrellado y se durmió con la esperanza, mezclada con temor, de volver a ver la gigantesca serpiente.
Las ganas de comer pescado asado motivaron que tomara su caña de pescar y se dirigiera a la playa.
Una vez allá comprobó estupefacto que había sido cubierta por el mar.
Sin duda, era un fenómeno pasajero.
De todos modos, lanzó su sedal varias veces, sin obtener picada alguna. Extrañado, se zambulló y nadó un rato durante el cual no logró ver ni un solo pez.
Haciendo pie de nuevo, Iker advirtió que el mar seguía ascendiendo. ¿Y si la isla se hundía…?
Inmóvil, el muchacho presenció cómo el agua llegaba a sus pantorrillas; luego, a sus rodillas, y, por fin, a lo alto de sus muslos. A aquella velocidad, la isla del
ka
no tardaría en desaparecer.
Presa del pánico, Iker trepó a la palmera más alta, despellejándose las manos y los pies en el cometido.
Sin aliento, temblando, creyó ser víctima de un nuevo sueño al distinguir una vela blanca en la inmensidad azul.
Iker agitó frenéticamente con toda su fuerza la mano derecha en petición de ayuda.
Trabajo baldío e irrisorio gesto… El barco navegaba por alta mar, demasiado lejos para descubrirlo.
Sin embargo, el muchacho se empecinó. Si el vigía tenía una aguda vista, tal vez lo descubriera. Y aquella isla que iba hundiéndose, ¿no despertaría acaso la curiosidad de la tripulación? Por un instante, Iker creyó que el navío cambiaba de rumbo y se acercaba. La realidad de la situación hizo que se desilusionara y prefiriera cerrar los ojos. Aquella vez no habría tormenta ni ola monstruosa para salvarlo. El agua llegaría a su pecho, a su rostro, y él se abandonaría a aquel sudario azul y tibio.
Aun así, el deseo de vivir seguía siendo tan fuerte que abrió los ojos.
¡Aquella vez no había duda! El barco se dirigía hacia la isla.
Iker gesticuló y gritó.
Era un navío de modestas dimensiones, con unos veinte marineros a bordo. El mar lamía ya el pie de la palmera, razón por la cual el muchacho llevó a cabo un rápido descenso y nadó hacia sus salvadores tan de prisa como pudo.
Unos poderosos brazos izaron a Iker, que se encontró ante un hombre corpulento, de rostro hostil.
—¡Hay unas cajas que flotan allí! Recuperadlas. ¿Quién eres tú?
—Me llamo Iker y soy el único superviviente de un naufragio.
—¿Cómo se llamaba el barco?
—
El rápido
… Ciento veinte codos de largo, cuarenta de ancho, ciento veinte hombres de tripulación.
—Nunca he oído hablar de él. ¿Cómo sucedió?
—¡Una enorme ola nos embistió! Y me encontré solo, en esta isla que, por momentos, está desapareciendo.
Atónitos, los marineros vieron cómo el mar cubría la copa de los árboles.
—Si no lo viera con mis propios ojos, nunca lo habría creído —reconoció el capitán—, ¿De qué puerto zarpaste?
—Lo ignoro.
—¿Estás burlándote de mí, muchacho?
—No, fui raptado, perdí el conocimiento, y cuando desperté estaba atado al mástil. El capitán me explicó que iba a ser arrojado a las olas para apaciguar su furor.
—¿Por qué no lo hizo?
—Porque la tormenta lo cogió desprevenido. Un marinero intentó deshacerse de mí, pero la ola fue más rápida.
Advirtiendo el escepticismo de su interlocutor, Iker evitó hablarle de la aparición de la serpiente y de sus revelaciones.
—Es una historia bastante extraña… ¿No hay más supervivientes, estás seguro?
—Ninguno.
—¿Y qué contienen esas cajas?
—Lo ignoro —respondió, prudente, Iker, que se percató de que estaban cerradas.
—Más tarde lo veremos. Te he salvado la vida, no lo olvides. Y tu historia no se aguanta. Nadie ha visto nunca un navío que se llame
El rápido
. Tenías controladas estas cajas desde hacía tiempo, ¿no es cierto? Y te libraste de su propietario. Pero la cosa fue mal, el navío zozobró y tú fuiste lo bastante astuto para salvarte con tu botín.
—¡Os he dicho la verdad! Me raptaron y…
—Ya basta, muchacho, no soy tan ingenuo. A mí no me vas a engañar. Sobre todo, no intentes resistir.
Tras una señal del capitán, dos marineros agarraron a Iker, le ataron las manos a la espalda y sujetaron sus pies a la borda.
El puerto hormigueaba de embarcaciones. El capitán atracó con suavidad, tras unas maniobras hábiles. Iker no creía que estuviera sano y salvo. Sin duda, la suerte que le reservaban no tenía nada de atractiva.
El capitán se acercó.
—En tu lugar, muchacho, me mostraría discreto, muy discreto. Náufrago, ladrón, asesino tal vez… Son muchas cosas para un solo bandido, ¿no?
—Soy inocente. ¡Yo soy la víctima!
—Claro, claro, pero los hechos son tozudos y el juez se formará muy pronto una opinión. Hazte el listo y no escaparás a la pena de muerte.
—Pero ¡si no tengo nada de qué arrepentirme!
—Conmigo no, chiquillo. Voy a proponerte algo: lo tomas o lo dejas. Es decir, o me quedo con las cajas y nunca nos hemos visto o te llevo al puesto de policía y toda mi tripulación declarará contra ti. Elige, ¡y pronto!
Elegir… ¡Qué ironía!
—Quedaos con las cajas.
—Muy bien, amigo, eres razonable. Pierdes tu botín pero salvas tu vida. La próxima vez que intentes un golpe como éste organízalo mejor. ¡Ah!, y no lo olvides: nunca nos hemos visto.
El capitán vendó los ojos de Iker, al tiempo que dos marineros le desataron los pies y le hicieron bajar a tierra. Luego lo obligaron a caminar de prisa y mucho tiempo, muchísimo tiempo.
—¿Adonde me lleváis?
—Cállate o te damos.
Empapado en sudor, a Iker le resultaba cada vez más difícil seguir el ritmo. ¿No estarían los torturadores alejándolo del puerto para acabar con él en una zona desierta?
—¡Dadme de beber, por compasión!
Ni siquiera le respondieron.
Iker nunca habría creído que fuera capaz de resistirlo. En su interior, una fuerza desconocida se negaba a ceder al agotamiento.
De pronto, lo empujaron violentamente por la espalda.
Cayó por un talud, y los arbustos espinosos le laceraron las carnes.
Finalmente, la caída terminó en la blanda arena. Extenuado, con la lengua seca, Iker iba a morir de sed.
Se le estaban comiendo el pelo.
El dolor fue tal que Iker dio un respingo.
La cabra retrocedió, asustada.
—Le estás quitando el pan de la boca —protestó un hirsuto pastor—, ¡A una bestia tan hermosa! Habrías podido esperar a que se hubiese saciado.
—Desátame, te lo ruego, y dame de beber.
—Tal vez te dé de beber, pero desatarte… ¿De dónde sales? Nunca te había visto por aquí.
—Me raptaron unos piratas.
—¿Piratas, aquí, en pleno desierto?
—Iba en un barco y me obligaron a desembarcar y a hacer un largo camino.
El pastor se rascó la cabeza.
—¡He oído historias más creíbles! ¿No serás un prisionero evadido?
Los nervios del muchacho cedieron, lo que propició que prorrumpiera en un sonoro sollozo.
Pero ¿nadie le iba a creer nunca?
—Fíjate —prosiguió el pastor—, no pareces un tipo muy peligroso. Pero con todos los bandoleros que corren por estos parajes, más vale mostrarse prudente. Ten, bebe un poco.
El agua de la calabaza no era fresca; aun así, Iker la tragó con avidez.
—¡Despacio, despacio! Luego te daré más. Voy a llevarte a casa del alcalde de mi aldea. Él sabrá lo que debe hacerse contigo.
El muchacho siguió dócilmente al rebaño de cabras. ¿De qué serviría huir, salvo para probar su culpabilidad? Debía convencer al edil de su buena fe.