El árbol de vida (6 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

—Me estás costando caro, muchacho, muy caro.

El campesino se alejó.

—Sobre todo no te preocupes —recomendó la muchacha— Aunque sea huraño e hiriente, mi padre es un buen nombre. Me llamo Pequeña Flor. ¿Y tú?

—Iker.

—¡No es muy agradable verte así! Pero cuando tus heridas hayan curado no creo que seas un chico feo.

—¿Crees que podré volver a andar?

—En menos de una semana pasearemos juntos por el campo.

Pequeña Flor no había exagerado. Gracias a los efectos del bálsamo, de algunos analgésicos y de numerosos masajes, Iker se aguantaba ya de pie. Era un milagro que no tuviera ningún hueso roto, y las huellas de los golpes comenzaban a desaparecer ya.

Sin embargo, no hubo paseos por el campo, pues el granjero tenía otros proyectos.

—Eres más fuerte de lo que pareces —advirtió—. Y, sobre todo, estás muy endeudado, pues el tratamiento que te hemos aplicado cuesta una fortuna.

—¿Cómo podré devolvéroslo?

—En mi granja no necesito escribanuchos. En cambio, me hace falta un obrero agrícola.

—¡Temo que seré ineficaz!

—Tú eliges: o me pagas trabajando o pasarás varios años en la cárcel. Al jefe de nuestra provincia no le gustan los estafadores. Puedo meterte en un equipo de campesinos bajo la dirección de un capataz. Vivirás en una casita y dispondrás de un poco de tierra para cultivar tus legumbres. Pero antes de mostrarme generoso exijo la verdad. ¿Quién eres realmente y por qué te agredieron?

Preguntándose si no habría caído en una nueva trampa y si el granjero no estaba hecho de la misma pasta que el alcalde de Medamud, Iker se mostró prudente.

—Os lo repito, soy un escriba principiante y procedo de la región tebana. Mi objetivo era convertirme en escribano público e ir de aldea en aldea para redactar las cartas de protesta de las víctimas de la administración. El hombre que me agredió me robó el material.

El granjero pareció convencido.

—Paga primero tus deudas. Si el oficio te gusta, te quedarás. De lo contrario, podrás marcharte.

El capataz parecía una buena persona, pero no tuvo miramientos con el recién llegado. Iker tuvo que limpiar, primero, el patio de la granja y, luego, mantener también limpio el corral, un pórtico de techo aguantado por columnitas de madera en forma de tallo de loto. Por allí se movían ocas grises de cabeza blanca, codornices, patos y gallinas. El encargado de la comida llevaba grandes cestos llenos de grano que vertía en los comederos, y los animales disponían de una charca alimentada por unas acequias. Al tercer día, Iker se vio forzado a intervenir.

—Creo que hay un pequeño error —le dijo al que llevaba los cestos, un escuerzo mal afeitado.

—¿Dónde hay un error?

—El primer día derramaste el contenido de seis cestos. El segundo, sólo de cinco. Y hoy están mucho menos llenos.

—¿Y eso te molesta?

—Velo por el corral. Los animales deben ser alimentados correctamente.

—Un poco más o un poco menos… ¿Quieres que nos repartamos la diferencia?

—Quiero que traigas seis cestos llenos.

El escuerzo comprendió que Iker no bromeaba y que cualquier negociación sería imposible.

—¿Le dirás algo al patrón?

—Si rectificas tu error, claro que no.

Iker no había hecho un amigo, pero el corral le testimonio ruidosamente su afecto.

—¿Estás satisfecho de tu nuevo trabajo? —le preguntó Pequeña Flor mientras Iker acariciaba una oca magnífica, domesticada.

—Lo hago lo mejor que puedo.

—¿No te duele ya?

—Gracias a tus cuidados me he restablecido. Me has salvado la vida, te lo agradeceré siempre.

—No estabas del todo muerto, y la diosa Hator habría evitado que perecieras. Sólo apresuré tu curación.

Pequeña Flor adoptó un aire contrariado.

—Mi padre me prohíbe que trate contigo.

—¿Está descontento de mí?

—Muy al contrario, pero está intrigado porque no eres como los demás. Me ha ordenado que me case con un verdadero campesino para darle hermosos hijos y para que nos ocupemos de la granja.

—Cuando se tiene la suerte de tener un padre honesto y valeroso hay que escucharlo.

—¡Hablas como un viejo! Dime, Iker, ¿no querrías convertirte en un verdadero campesino?

—Me queda mucho por pagar aún, pero mi verdadero oficio es el de escriba.

—Debo marcharme. Si mi padre nos descubriera, me pegaría.

—¡Nunca había visto un corral tan hermoso, muchacho! —afirmó el granjero—. Me gustan los que ponen entusiasmo en el trabajo. Pero no te mezclas mucho con tus compañeros, según parece.

—Prefiero estar solo con los animales.

—Pues bien, eso va a cambiar. Hay mucha cebada que segar y aprenderás a manejar la hoz.

A Iker ni siquiera se le ocurrió protestar.

Sin cesar se hacía y volvía a hacerse las mismas preguntas, sabiendo que allí no encontraría elementos de respuesta. Para seguir su camino tendría que saldar primero su deuda, trabajar sin descanso, pues, para poder recuperar pronto la libertad.

El joven se integró en un equipo de segadores, rudos y expertos, que miraron al recién llegado divertidos.

—No temas agotarte, chiquillo —dijo uno de ellos—, ¡los campos son grandes! El año es hermoso y bueno, esta tierra es rica, no nos faltará de nada, y la carne de los corderillos es la mejor de todas. Pero hay que merecerla. De modo que ten firme la mano y no nos retrases. No conozco a nadie que haya muerto por haber trabajado demasiado.

A los pocos días, Iker tenía el rostro bronceado. La música que tocaba un flautista le permitía resistir. Variaba el ritmo, pero concluía con gravedad todas sus melodías.

—Tu rostro está hinchado —advirtió uno de sus compañeros—, has mantenido la cabeza baja demasiado tiempo. Ve a ver al flautista, te refrescará.

Iker se sentía mal, por lo que obedeció de buena gana.

Agua fresca en el cuello y las sienes y algunos tragos devolvieron el aplomo al muchacho.

—La tarea es dura —reconoció el músico—, por eso toco para vuestros
ka
s. De ese modo, a ti y a tus compañeros no os falta energía.

—¿Qué es el
ka
? —preguntó Iker.

—Lo que nos permite vivir, existir y sobrevivir. Osiris inventó la música para que la armonía dilate nuestro corazón. Celebra el momento en que se siega la cebada y el trigo, ese acto sagrado que revela su espíritu al propio Osiris.

Iker bebía las palabras del instrumentista.

—¿Dónde aprendiste todo eso?

—En el templo principal de la provincia. El maestro de música me enseñó a tocar la flauta, y yo le enseñaré a mi sucesor. Sin ella, sin la magia que transmite, las siegas serían sólo una labor extenuante, y el espíritu de Osiris abandonaría la espiga madura.

—Osiris… ¿Él es el secreto de la vida?

—¡A trabajar, Iker! —exigió el jefe del equipo.

El flautista tocó de nuevo.

Iker siguió manejando la hoz, pero tuvo la sensación de que cada gesto, en vez de agotarle, le daba fuerzas.

¿Era eso el
ka
, la energía que nacía del trabajo bien hecho?

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Al revés que los demás segadores, que no se encargaban de recoger las espigas, a Iker le impusieron aquella nueva tarea. El muchacho ataba las gavillas y las metía en los sacos que le acercaba un adolescente.

—¿Tendremos que deslomarnos así durante mucho tiempo? —se quejó—, ¡Ya tenemos bastante para nuestra aldea!

—Hay otras aldeas —recordó Iker—, y la cosecha no será abundante en todas partes. Por eso no debemos pensar sólo en nosotros mismos.

Su compañero lo miró con malos ojos.

—¿No estarás del lado del patrón?

—Estoy del lado del trabajo bien hecho.

El campesino se encogió de hombros y preparó un nuevo saco.

—Pausa para comer —anunció el capataz.

A la sombra de una choza de cañas se habían colocado en una estera algunos apetitosos manjares: tortas calientes llenas de legumbres, panes dorados y crujientes, ajo asado en aceite, yogures salados a base de leche de cabra con finas hierbas, cuajada, pescado seco, buey en adobo, higos, granadas y cerveza fresca.

Iker se moría de hambre, pero el escuerzo le impidió sentarse.

—Aquí no hay sitio libre, ve a otra parte.

—Pero ¡si es mi equipo! No conozco a los demás.

—Nosotros no te queremos. Detestamos a los chivatos.

—¿Chivato yo?

—He explicado a los muchachos que me denunciaste al patrón porque no llevaba suficiente grano al corral.

—¡Eso es mentira!

—Puesto que te mantienes siempre apartado, sigue así. No nos molestes mientras comemos. Si insistes, no vacilaremos en golpearte.

Iker no tenía ganas de pelear.

—Ahí va un poco de agua y un pedazo de pan —concedió el escuerzo, triunfante—. Intenta no retrasar la cadencia después de semejante festín, de lo contrario te denunciaremos al patrón.

El expulsado se alejó y saboreó los pocos bocados, que no le bastaron para devolverle la energía necesaria para proseguir su tarea.

Mientras se perdía en sus pensamientos, unos gritos le hicieron volver la cabeza: una cobra real acababa de plantarse entre los comensales.

Todos se habían levantado de un brinco.

—¡Mandadla hacia Iker! —aulló el escuerzo.

Pataleando, tirando tierra, los obreros agrícolas consiguieron su objetivo.

Iker no se había movido.

Aquella cobra tenía los ojos mucho mayores de lo normal, sus escamas eran doradas y se movía con fascinante elegancia.

Hipnotizado, el muchacho pensó en la serpiente de la isla del
ka
.

—¡Es la diosa de las cosechas! —exclamó un campesino—, Sobre todo, dejémosla actuar y no le hagamos mal alguno. De lo contrario, la cosecha se estropearía.

Iker se arrodilló y depositó ante la cobra hembra los restos de su mendrugo de pan. Luego levantó las manos en señal de veneración.

Se hizo un profundo silencio.

Entre el joven y la serpiente había menos de tres pasos. Uno y otra estaban tan inmóviles como estatuas, pero la cobra no tardaría mucho en atacar.

El paso del tiempo se había interrumpido. Y el milagro se produjo, como en tiempos de Osiris, cuando la espina no pinchaba y las bestias feroces no mordían. Satisfecha con el gesto de ofrenda, la cobra desapareció en el campo vecino. No existía mejor presagio para anunciar la calidad y cantidad de las cosechas.

—Los muchachos y yo te presentamos excusas —dijo el escuerzo, muy turbado—. Desconocíamos que eras un protegido de la diosa. Esperamos que no estés demasiado enojado y que aceptes compartir nuestra comida. Además, es normal que seas el jefe de nuestro equipo. Así, todos estaremos protegidos.

Con el estómago en los talones, Iker no se hizo de rogar.

—Como jefe de equipo —le dijo el capataz a Iker—, estás autorizado a llevar los asnos hasta la era. Descarga en silencio los sacos, deja que los ritualistas actúen y no hagas pregunta alguna.

—¿Acaso hay alguna ceremonia?

—No hagas pregunta alguna.

Con los cinco asnos que conocían el camino mejor que él, Iker se dirigió hacia la era situada junto a un pajar provisional hecho con las gavillas. Los cuadrúpedos se detuvieron por sí mismos, sin que el joven tuviera que utilizar su bastón. Allí estaban dos escribas, que anotaron el número de sacos. Una parte se destinaba a los campesinos y a sus familias, y la otra, a la panadería de la provincia. Concluido su trabajo, se retiraron.

Sólo quedaban nueve jefes de equipo, siete cribadoras y tres ritualistas, entre ellos, el flautista.

—La era parece rectangular —dijo—, pero en realidad es redonda. En ella se oculta el jeroglífico
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que significa la «primera vez», el instante cuando la creación se manifestó. Que la diosa de las cosechas sea honrada.

Sus dos colegas levantaron un pequeño altar de madera en el que dispusieron un cuenco de leche, pan y pasteles.

—Nos lamentamos en el entierro del buen pastor Osiris —prosiguió el flautista—.

El grano fue hundido en la tierra y creímos que había muerto para siempre. Puesto que la cosecha ha sido abundante, podemos alegrarnos.. El trigo y la cebada crecen en la espalda de Osiris. El sostiene las riquezas de la naturaleza, nunca se fatiga ni se queja. Que los jefes de equipo depositen en la era el contenido de los sacos.

Iker era tan feliz participando en el ritual que ni siquiera sintió el peso de su fardo.

—Que traigan los asnos —ordenó el flautista— y que los hagan girar en redondo.

—¡Que sean rechazados —protestó otro ritualista—, que no golpeen a mi padre! Los asnos de Set no deben lastimar el grano de Osiris.

—El misterio debe cumplirse hasta el final —afirmó el flautista.

Los asnos giraron y volvieron a girar, tan recogidos como los humanos que observaban la escena.

Sin comprender todo su significado, Iker sentía que estaba presenciando un acto esencial. Con sumo gusto habría hecho cien preguntas, pero respetó el silencio.

—Que los granos sean purificados —exigió el flautista.

Los otros dos ritualistas hicieron salir los asnos de la era, y les llegó el turno a las cribadoras.

Cumplida su misión, llenaron los sacos y los pusieron en los lomos de los asnos.

—Que los seguidores de Set lleven a Osiris hasta el cielo, donde derramará sus beneficios sobre esta tierra —ordenó el flautista.

Se organizó una procesión que se dirigió hacia los graneros.

—Que los jefes de equipo descarguen los asnos, que suban a lo alto de los graneros y viertan allí su contenido.

«Así —advirtió Iker—, el granero se asimila al cielo, donde vive el espíritu de Osiris contenido en el grano.»

Poseído por el extraordinario rito que acababa de vivir, el joven bajó paso a paso la escalera para grabar en su memoria cada segundo de aquella aventura. El contacto de sus pies desnudos con los escalones calcáreos hacía más intenso aquel ritual que le ofrecía una nueva realidad.

El flautista, los otros dos ritualistas, los jefes de equipo y las siete cribadoras se habían prosternado ante un gigante de ojos hundidos en sus órbitas, de párpados hinchados y pómulos salientes. Su mirada era tan penetrante que petrificó a Iker. Con la nariz recta y fina, la boca arqueada y el torso ancho, aquel hombre severo tenía unas grandes orejas, capaces de captar el menor rumor del universo.

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