El árbol de vida (5 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

A veces, tenía la impresión de asfixiarse, sobre todo cuando no obtenía rápidamente lo que deseaba. Pero era tal su avidez que se sobreponía para proseguir su camino hacia adelante. Y aquella entrevista con uno de sus emisarios sería, probablemente, una etapa decisiva.

Del lado de la calle, su casa estaba bien protegida: ventanas con celosías de madera, pesada puerta principal formada por maderos y sujeta por un gran cerrojo, entrada de servicio permanentemente vigilada por un guardia. El edificio tenía dos pisos, quince habitaciones, una terraza y una galería que daba al jardín, donde se había construido una alberca.

Medes recibió a su visitante, el falso policía que había interrogado a Iker, al abrigo de un quiosco.

—Espero que me traigas excelentes noticias.

—Más o menos, señor.

—¿Tienes el oro?

—Sí y no. En fin, tal vez…

Medes sintió que montaba en cólera.

—En los negocios no apreciamos la imprecisión. Tomemos, pues, los elementos uno a uno. ¿Cuándo ha llegado a puerto
El rápido
?

—No ha llegado, señor, pues se hundió con todo lo que llevaba.

—¡Se hundió! ¿Estás seguro?

—Sólo tengo un testimonio, pero parece serio.

—¿El del capitán?

—No, el del muchacho que me ordenasteis raptar en Medamud y al que intercepté en un poblacho cerca de Coptos. Ya sabéis, aquel muchacho sin familia al que tanto gustaba la soledad y el estudio.

—¡Ya sé, ya sé! La ofrenda ideal para apaciguar una tormenta. El alcalde de Medamud nos había señalado a ese ingenuo joven, y no lo lamentó. Pero ¿cómo puede ser el único testigo superviviente?

—Lo ignoro, pero es así. Me contó que una enorme ola había provocado el naufragio de
El rápido
, y que él, milagrosamente, se había encontrado de repente en una isla desierta y que había sido recogido por una embarcación cuyo capitán no creyó ni una sola palabra de su historia. Sin embargo, éste se apoderó de dos cajas procedentes de la isla antes de desembarcar a su pasajero, a quien todos consideraban un loco.

—Habrá llegado el náufrago a Punt?», se preguntó Medes.

—¿Podría encontrar la isla?

—Según él, señor, se hundió bajo las aguas y desapareció.

—¿Qué contenían las cajas?

—Sustancias olorosas.

—¿Y nada más?

—No dijo nada más.

—¿Y lo dejaste marchar?

—No podía hacer otra cosa, señor. Como policía, fingí anotar su declaración, y el alcalde de la aldea no vio nada anormal. Por consiguiente, no teníamos razón alguna para retener a aquel fabulador de cabeza enferma.

—¿Y no se te ocurrió que mentía?

—Creo que es sincero.

—Pues yo soy escéptico. ¿Te dijo el nombre del barco que lo socorrió?

—Lo ignora.

—¡Ese muchacho se burló de ti! —gritó Medes—, Te ha tomado el pelo con cuentos infantiles para ocultar la verdad.

—Os aseguro…

—Hay que encontrarlo, ¡y pronto! Sin duda, ha regresado a Medamud. El alcalde ha debido de expulsarlo, pero tal vez conozca la dirección que ha tomado. Cuando lo hayas alcanzado, hazle hablar y líbrate de él.

—¿Queréis decir que…?

—Me has comprendido perfectamente.

—Pero señor…

—Ese desgraciado no tiene familia, nadie se preocupará por esa nueva y definitiva desaparición. Oculta su cadáver, los buitres y los roedores se encargarán de él. Y serás generosamente pagado. Márchate inmediatamente.

Al tesorero le costaba ocultar su furor.

Había gastado sin mesura, evitando atraer la atención de las autoridades, para fletar un barco y reunir a una pandilla de forajidos capaces de navegar hacia Punt. En un futuro próximo no estaría en condiciones de proseguir esta aventura.

En cuanto el falso policía hubo salido de su mansión, Medes pensó que la tripulación que había recogido al náufrago no entendería, sin duda, su lengua. En las tabernas de los puertos probablemente se habría hablado del incidente y, además, el capitán también habría intentado negociar el contenido de las dos cajas. Aunque sólo se tratara de ungüentos podría obtener una pequeña fortuna. Y si el extraño cargamento incluía productos más valiosos aún, tendría que encontrar un interlocutor competente y rico.

Era evidente que aquel capitán, si realmente existía, no pasaría desapercibido.

De modo que Medes convocó a su testaferro, Gergu, inveterado gozador y temible recaudador de impuestos. Actuaría con toda legalidad y le proporcionaría lo que deseaba.

10

En el barco que lo llevaba a Menfis, Sesostris tomaba plena conciencia del terrible desafío que acababan de lanzarle, precisamente cuando deseaba emprenderla con los jefes de provincia que se negaban a ceder la menor parcela de sus prerrogativas.

Desde que Osiris había creado Egipto, formado por el Delta y el valle del Nilo, el faraón reinaba sobre las Dos Tierras tras haberlas unido sólidamente: «El de la Abeja» gobernaba el Norte, y «El del Junco», el Sur. La abeja producía la miel, el oro vegetal, indispensable para curar; el junco servía para mil cosas distintas y, en forma de papiro, se convertía en soporte para los jeroglíficos, «las palabras de Dios». Así, en la persona del faraón, protegido por Horus, señor del cielo e hijo de Osiris, encargado de velar por su padre, se reunían todas las fuerzas de la creación. Y a él le correspondía reunir las partes dispersas del país.

Sesostris tenía seis temibles adversarios, seis jefes de provincia que se consideraban autónomos y desdeñaban al monarca instalado en Menfis. Afortunadamente, no pensaban en federarse, pues cada uno de ellos deseaba ferozmente su independencia. Esta situación propiciaba que Egipto se empobreciera. Mantener el statu quo evitaba, es cierto, graves conflictos, pero llevaba el reino a la decadencia.

La extraña coincidencia era que cinco de los seis notables hostiles al faraón estaban a la cabeza de provincias cercanas a Abydos. ¿Habría sido uno de ellos el que había conseguido utilizar la capacidad de destrucción de Set contra la acacia de Osiris? Si la hipótesis se confirmaba, Sesostris libraría un combate sin piedad para que el árbol reverdeciera y para salvar Egipto al mismo tiempo.

Debía comenzar a recoger el máximo de informaciones sobre los seis potentados para identificar al culpable. Luego, habría que golpear con eficacia, sin darle al enemigo la posibilidad de levantarse. Pero ¿a quién confiar tan delicada misión? La corte de Menfis estaba poblada por halagadores, intrigantes, ambiciosos, cobardes y mentirosos, y sólo Sobek el Protector se consagraba, en cuerpo y alma, a su tarea, sin preocuparse por los beneficios personales.

Sesostris se vería obligado, pues, a utilizar las escasas fuerzas de que disponía y, sobre todo, a confiar en su intuición. Por lo que se refería a la búsqueda del oro que podía curar la acacia, sería más ardua aún. La leyenda afirmaba que el oro verde de Punt tenía excepcionales cualidades, pero nadie conocía el emplazamiento de la Tierra del dios. Por otra parte ¿continuaba produciendo el precioso metal? Las únicas minas que aún quedaban estaban en el desierto del este, bajo control de algunos jefes de provincia, y en Nubia, fuera de su alcance.

También allí la tarea parecía imposible. Sesostris carecía de medios para emprender semejante búsqueda.

La solución se imponía, pues, por sí misma: habría que crearlos.

Primera prioridad: dar una nueva energía al árbol de vida.

De ese modo, el faraón comenzó a trazar los planos de un templo y de una morada de eternidad, destinados a Abydos.

En los campos se trabajaba duro. Las cosechas de primavera eran abundantes, nada debía perderse.

A una jornada de marcha de Medamud, Iker se había presentado al intendente de un gran dominio para ofrecerle sus servicios de aprendiz de escriba.

—Llegas en el momento preciso, muchacho. Tengo una gran cantidad de sacos para contar y marcar. Luego, me harás el inventario.

La perspectiva era: una semana de trabajo con un salario adecuado, comida, una estera, una calabaza y un par de sandalias.

Mientras trabajaba, el joven maldecía al alcalde de Medamud, aquel bandido que había destruido el testamento del viejo escriba para robar la casa destinada a su discípulo. También había pisoteado la última voluntad del difunto al abrir el cofrecillo y robar los cálamos, además de redactar un falso texto de imprecaciones contra Iker.

¿Cómo podía alguien ser tan vil? Iker descubría un mundo cruel, implacable, donde triunfaban la mentira y la perfidia. Pero una inmensa alegría borraba aquellos inconvenientes: su profesor sabía que no había huido, había seguido confiando en él. ¡Qué extraño mensaje, sin embargo! ¿De qué búsqueda, de qué destino hablaba? De pronto, aquel viejo maestro le parecía tan misterioso como la gigantesca serpiente de la isla del
ka
.

A Iker le habría gustado denunciar al alcalde de Medamud y hacer que lo condenaran. Pero ¿quién iba a creerlo? Puesto que no había testamento, el joven no tenía derecho alguno sobre la morada de su profesor. En Medamud sólo encontraría acusadores que le reprocharían haber abandonado la aldea sin decir palabra.

Concluida su tarea, Iker se disponía a proseguir su camino.

—Me pareces muy concienzudo, muchacho. ¿No deseas un empleo estable?

—Por el momento, no.

—Eres joven, pero no olvides asentarte. Aquí tienes lo suficiente para subsistir varios días.

El intendente se mostraba generoso y le ofrecía pan, carne seca, ajo e higos.

—¿Adonde piensas ir?

—Hacia la Montaña alta.

—Mejor será avisarte, el jefe de ese territorio no tiene fama de comprensivo.

Unos muretes separaban las parcelas y retenían el agua el tiempo que fuera necesario. Los campesinos irrigaban sus campos del mejor modo posible, aplicando una consumada ciencia. La prosperidad se iba conquistando sin cesar, y no había día de fiesta para el perezoso.

Al entrar en la provincia de la diosa serpiente Uadjet, la Verdeante, Iker hizo un sorprendente descubrimiento: en el nombre Dju-
ka
, «la Montaña alta», había la misma palabra
ka
que en la «isla del
ka
», el dominio de la serpiente que se había sumido para siempre en un sueño. ¿Sería el azar o un signo de aquel destino que el viejo escriba había mencionado?

ka
, «alto, elevado»… ¿Hacia qué misterioso objetivo debía subir el muchacho? ¿Y qué era realmente el
ka
, aquella energía secreta que se escribía, en jeroglífico, con dos brazos levantados?

Perdido en sus pensamientos, Iker se topó con un hombre armado con un bastón.

—¡Eh, muchacho! ¡Podrías mirar hacia adelante!

—Perdonadme, pero… ¿No sois el policía que me interrogó cerca de Coptos?

—Soy yo. Me ha costado un poco encontrarte.

—¿Qué queréis de mí?

—Tu declaración era incompleta, necesito más información.

—Os lo dije todo. Pero habría que detener al alcalde de Medamud.

—¿Por qué razón?

—Es un ladrón. Ha destruido un testamento en mi favor.

—¿Puedes probarlo?

—Desgraciadamente, no.

—Vayamos, más bien, a tu testimonio y a aquellas dos cajas llenas de valiosos productos. Forzosamente registraste su contenido. Dímelo.

—Contenían sustancias olorosas, creo.

—Vamos, muchacho, eso no basta. Sabes algo más.

—Os aseguro que no.

—Si no te muestras razonable, puedes tener problemas.

El falso policía segó las piernas de Iker con un violento bastonazo.

El joven cayó hacia adelante y su agresor lo inmovilizó en el suelo.

—¡Y ahora dime la verdad!

—¡Ya os la he dicho!

—¿El nombre del barco que te salvó?

—Lo ignoro.

Una decena de bastonazos en los hombros arrancaron a Iker gritos de dolor.

—El nombre del barco y el de su capitán.

—¡Los ignoro!

—Realmente, no te muestras razonable, muchacho. Quiero estas informaciones y las tendré. De lo contrario, te mato.

—¡Os juro que no sé nada!

El falso policía siguió golpeando, pero no obtuvo otra respuesta. Era evidente que el muchacho decía la verdad y no tenía nada más que decirle.

Su nuca, su espalda y su región lumbar estaban ensangrentadas. Tras una nueva serie de golpes, Iker se desvaneció.

Casi no respiraba.

Su agresor arrastró el cuerpo hacia una espesura de papiros, junto a un canal.

Agonizante, Iker no tardaría en entregar su alma.

Puesto que iba a sucumbir a sus heridas, el falso policía no sería del todo responsable de su muerte, y frente a eventuales jueces, tanto en aquel mundo como en el más allá, era preferible.

11

Primero, un dolor insoportable. Luego, la fase de calma, con una sensación de frescor como Iker nunca había sentido. De pronto, su espalda dejó de dolerle y entreabrió los ojos para saber a qué mundo le había mandado su agresor.

—¡Ha despertado! —exclamó una muchacha.

—¿Estás segura? —preguntó una voz de hombre enronquecida.

—¡Nos está mirando, padre!

—En su estado, nunca habría sobrevivido.

Iker intentó incorporarse, pero una fulgurante quemadura lo inmovilizó en la estera.

—¡Sobre todo, no te muevas! —exigió la joven—. Tienes mucha suerte, ¿sabes? Fui yo la que te descubrí en una espesura de papiros consagrada a la diosa Hator. Por lo general, me limito a depositar una ofrenda, pero como la sobrevolaban, piando, decenas de pájaros osé aventurarme por allí. Su comportamiento era tan anormal que quería asegurarme. Avisé a mi padre, y unos campesinos te transportaron hasta aquí. Desde hace tres días no dejo de untarte con el más eficaz de nuestros bálsamos, compuesto de natrón, aceite blanco, grasa de hipopótamo, de cocodrilo, de siluro y de mújol, incienso y miel. El médico en jefe de la provincia me dio, incluso, pastillas de extracto de mirra para apaciguar tus dolores. Era la única que creía que tus heridas no eran mortales.

La muchacha era morena, bonita, muy viva. Su padre, un campesino robusto, parecía francamente hostil.

—¿Qué te ha sucedido, muchacho?

—Un hombre me atacó para robarme.

—¿Y qué poseías para que fuese tan valioso?

—Una estera, una calabaza, unas sandalias…

—¿Eso es todo? ¿Y de dónde venías?

—Soy huérfano y me ofrezco como escriba principiante.

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