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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (33 page)

No reaccioné. No supe hacerlo. Hakim fue uno de mis valedores. ¿Le habría animado Layla? No había podido asistir a la última cita. Jamás volvería a abrazarla.

—Refrena tu natural, Es Saheli. Eres inteligente, brillante, podrás rehacer tu vida en cualquier otro lugar. Pero aléjate del vino y de la poesía. Tan sólo te traerán problemas.

—Gracias.

—¿Adonde piensas ir?

—No lo sé.

—Te recomiendo que vayas a El Cairo. Es la ciudad de las ciudades y te será fácil encontrar un oficio. Toma —y me extendió un papel—. Es una recomendación para un rico mercader llamado al-Kuwayk. Te atenderá bien, es buen amigo de mi familia.

—Adiós.

Me abrazó. Al sentir sus brazos cálidos comprendí que todo se acababa.

—Lo siento —le respondí—. No supe estar en las alturas. El sol me cegó y caí al abismo.

—Saldrás, Es Saheli, conseguirás salir de ésta.

XLVIII

A
L AWWAL
, EL PRIMERO

Va para una semana el tormento de nuestro extravío en el desierto. Nadie nos persigue por estas soledades de roca y arena. Sin agua para beber, ni comida que llevarnos a la boca, hemos tenido que sacrificar uno de nuestros camellos para conseguir prolongar nuestra vida, no sé si por mucho tiempo. Nos aplicamos a beber de la sangre de su yugular, antes de que cuajara. Vaciamos los orines de su vejiga, que mezclamos con la escasa grasa de su joroba. Ese mejunje repulsivo nos sabe a gloria. Contiene agua y alimento. El camello sacrificado es fuente de vida. Ya tenemos su carne seca. Comida no nos faltará. Pero falleceremos de sed y delirio si no encontramos pronto un oasis redentor. Saco fuerzas de donde no las tengo para mantener esta
Rihla
. Es mi atadura con la vida. Observo, con dolor, cómo mis hombres enloquecen. Andan sin rumbo, se pierden, blasfeman y gritan sin concierto. Los pocos que aún mantienen la cordura hacen un tremendo esfuerzo para no extraviarse sin remedio hacia la muerte. Quedamos veinte hombres en el campamento, y tenemos todavía treinta camellos. Layla sigue siempre a mi vera. Para ella guardo los mejores bocados. No se queja. Aprieta los dientes y sigue mi paso. Los camellos siguen portando nuestros absurdos tesoros.

—Tenemos que conservarlos —insiste Muntika—. Son las pruebas de nuestro éxito.

Muntika es el más ambicioso de nuestros hombres. Sueña con llegar a ser visir del emperador, y todo lo sacrifica por ello.

—Los tesoros pesan mucho —le replico—. Cansan a los animales, retrasan nuestra marcha.

—Todavía nos quedan muchos camellos. No podemos desprendernos de nuestras riquezas.

Así somos los humanos. Reverenciamos el oro tanto como la vida. No discuto con él. Tenemos que reservar todas nuestras fuerzas para sobrevivir. Caminaremos por la noche y descansaremos durante el día. Cada dos días tendremos que matar a un camello para beber su sangre y su orina, cada vez más escasa. Los camellos están irritados y sedientos. Llevan mucho sin beber, y también pronto sufrirán los rigores de la deshidratación. Hombres y bestias moriremos pronto si el buen Alá no lo remedia.

Animo a mi gente con suras del Corán.

—No hay bestia en la Tierra de cuya provisión no se encargue Alá. El conoce su madriguera y su fuente de alimento. Si protege a las bestias, ¿nos ha de abandonar a nosotros, sus fieles esclavos?

XLIX

A
L MAAJIB
, EL ABSOLUTAMENTE EXCELENTE

Aún recuerdo el dolor de aquella mañana en la que me exilié de Granada. Durante los dos días anteriores, tras abandonar los calabozos y conocer mi condena, me había recuperado con mis padres en el carmen de Azahara.

—Come, hijo mío, que estás muy delgado y el camino es largo.

Permanecí en cama durante ese tiempo. No quería salir ni ver a nadie. Sólo Jawdar vino cada mañana a hacerme compañía.

—No…, no quiero que te vayas.

—Yo tampoco, Jawdar. Pero tengo que hacerlo. Así de injustas son las leyes de nuestro reino.

Ninguno de mis amigos del vino acudió a despedirse. Temían que supieran de su amistad con el apestado.

—Debes disponer de tus bienes, hijo. Diez años son muchos para que queden ociosos.

Era cierto. Como notario no me costó redactar un documento.

—La mitad de mis bienes para ti, padre, y para Omar, mi hermano. La otra mitad para Jawdar. Y mi casa para Afiya. Se la merece.

Un notario vino a firmarlo. Convocó a los beneficiarios. Afiya estaba hermosa. La amaba. ¿Cómo no había sabido verlo antes?

—Muchas gracias, Es Saheli. No tenías que haberlo hecho. Tú compraste la casa con tu dinero, era tuya.

—Te quiero, Afiya. Espero poder compensarte el daño que te hice.

Los ojos se le humedecieron, pero logró contener el llanto.

—Es tarde para la reconciliación, Abu Isaq.

—Sí, lo sé. Es tarde, Afiya.

De noche aún, abandoné la casa de mis padres. No quise despedirme de ellos, hubiera sido demasiado doloroso. Salí sin apenas dinero ni mudas. Si en caminante me convertía, mejor que fuera ligero de equipaje. No deseaba la limosna de nadie. Me encaminé hacia el camino de Motril, solo y abatido como un perro abandonado. No era más que eso, un perro abandonado. «Tu condena es el exilio», me sentenciaron los ulemas, y hacia el exilio me dirigía esa madrugada, derrotado y ausente. Desde Granada, la república del exilio sólo tenía dos fronteras: la de los reinos cristianos o la del mar. Escogí la del mar. No tendría otro remedio que vivir entre los musulmanes, por más que los rigores del propio islam fuesen los responsables de mi desgracia y condena. Pero aquella madrugada de 1322 no estaba para elucubraciones. Mi razón, aturdida, no discernía mucho más allá del impulso animal de la huida. No me iba de Granada, me echaban de ella. Mi propio instinto de supervivencia me empujaba a dar un paso tras otro, inseguro y titubeante, hacia un destino remoto e incierto. Quién sabía si el de mi propia muerte. Tenía treinta y dos años y ningún futuro.

—Ojalá me muera pronto, Jawdar —le había dicho la tarde anterior al único amigo—. Nadie me quiere, todos se apartan de mí.

—No… no te mueras. De… debes vivir, y can… cantar, y hacer po… poesías.

—¿Poesías? ¿Quién cree en la poesía? Son todos esclavos de las apariencias.

—Me gu… gustan tus po… poesías.

Me cogió las manos. Tenía los ojos llorosos.

—Adiós, Jawdar. Cuídate.

—No…, no te vayas, no me… me dejes solo.

Rompió a llorar abiertamente y me abrazó, como queriendo amarrarme para siempre a su vida y su destino. Pero no podía ser.

—Adiós Jawdar. Volveré, no te preocupes —le dije sin convicción—. Ya sabes que estas cosas se olvidan con el tiempo.

Se quedó llorando hasta que abandonó la casa de mis padres. ¡Pobre! ¡Aún añoraba mis poemas!

Las calles de Granada todavía estaban vacías cuando salí de casa de mi padre. Mejor. Así nadie sería testigo de mi derrota. No quería que nadie me viera en mi camino hacia el destierro. Cada paso que daba me alejaba de una vida anterior para acercarme al precipicio de la nada. Pero no me preocupaba el futuro. Sólo sabía una cosa. Que debía llegar a la costa y embarcarme hacia algún puerto del norte de África.

Aún el alba no rompía cuando me encontraba en los arrabales del sur de la ciudad. Deambulaba solo, como los leprosos y apestados. Yo, que había brillado en salones y tabernas, en palacios y prostíbulos, me veía arrastrado, marginado, excluido, despreciado. De príncipe de las letras, que me decían, a rata invisible de alcantarilla. Mis versos, que enamoraron, eran sólo el rumor de un recuerdo. Aceleré el paso, redoblé el resuello. Con el esfuerzo, mi mente comenzó a clarearse. Asumí que todo lo había perdido. Me sentí algo mejor, pero más solo. Ni familia, ni amigos. Nadie junto a mí. Quise llorar, pero no lo conseguí. ¿Acaso lo hacen los perros o las ratas? Un proscrito no puede permitirse el lujo del llanto, ni siquiera el del dolor. Sólo tiene un deber, y es huir. Huir y huir, lejos, hacia la pena y el olvido. En un alto del camino, me volví para mirar a Granada. El resplandor rojizo que orlaba la mole de la sierra anunciaba el día que llegaba. Algunos puntos de luz mostraban la ciudad que comenzaba a despertarse. Odié a Granada, en aquellos momentos, pero jamás me pareció tan hermosa. Granada, mi Granada. Debía decirle adiós para siempre. Su hijo preferido se marchaba. Solo. Abandonado.

Y entonces fue cuando me percaté de que una sombra se acercaba hacia mí. Puse toda mi atención en ella. Era un hombre. ¿Quién podía ser a esas horas? ¿Un guardia para comprobar mi salida? ¿Un delincuente para robarme? ¿Un alma en pena para arrastrarme a los infiernos?

—¡A… Abu Isaq, es… espera —le oí gritar desde el gris fresco de la madrugada.

Jawdar, era Jawdar. ¿Qué demonios hacía allí? ¿Cómo me había encontrado?

—¡Jawdar! Pero…

—Me vo… voy con… contigo. No quiero es… estar solo.

—¿Pero…?

Nos abrazamos. Supe que consentirlo era una locura, una más del largo rosario de extravíos que acarreaban mis culpas, pero me sentí feliz al sentirlo de nuevo junto a mí. No estaba solo. No era un perro abandonado. Nos habíamos convertido en vagabundos. Intentaríamos sobrevivir a las circunstancias. Reiniciamos el camino hacia Motril. Anduvimos juntos, en silencio, los primeros pasos hacia el olvido.

L

A
S SABUR
, EL MÁS PACIENTE

Una sombra escasa me protege mientras escribo estas líneas. Agoto mi última tinta. Quizá tarde semanas en volver a empuñar el cálamo. O quizá no vuelva a hacerlo nunca, y mis huesos calcinados sean las últimas palabras que escriba sobre el suelo. Sólo quedamos cuatro hombres, más Layla que aguanta al límite de sus fuerzas. El resto ha muerto de debilidad o de esa extraña locura que los impulsa a adentrarse a solas en el desierto. Agotados, se echan a morir. No se quejan. Se tumban, y dejan que la vida se les vaya sin protestar.

Hoy hemos sacrificado el último camello. Portaba las joyas más preciadas. Muntika las había ido escogiendo a medida que matábamos cada animal. El resto las enterraba bajo grandes montones de piedras.

—Así podremos regresar a por ellas. Seremos ricos cuando logremos recuperarlas.

Estaba enloqueciendo. Sus ojos brillaron de codicia asesina cuando le dije que tendríamos que beber la sangre del último camello.

—No. No podemos hacerlo. Lleva nuestro oro.

—Es la única posibilidad de sobrevivir.

—No lo permitiré.

Desenvainó su espada. Con gran esfuerzo, logramos reducirlo. Lo tuvimos que amarrar, mientras aplicábamos el cuchillo al cuello del animal. Hemos bebido de su sangre. Tenemos para dos o tres días más de vida. Después caeremos deshidratados sin remisión.

Observo a Muntika, mientras escribo. Parece ahora más tranquilo. Ha vuelto a enterrar el oro con apenas unas piedras por encima. No tiene energía para más. Llena sus bolsillos de monedas, y se coloca algunas joyas encima.

La tinta se me acaba. Layla está junto a mí, como siempre. Su visión me anima. Debemos seguir luchando. El sol nos aplasta, el calor nos mata. No siento la lengua, inflamada y seca desde días. Pronto enloqueceremos nosotros también.

Pero llevamos días avanzando hacia el sur. No debe quedarnos mucho para llegar al país de los negros. ¿Por qué no nos auxilias, buen Alá?

LI

A
L MUQIT
, EL DADOR DE SUSTENTO

Sin la ayuda de Jawdar, jamás habría alcanzado la costa mediterránea. Mi exilio habría acabado como un anónimo cadáver más, desmoronado en la cuneta del camino, o como pasto de carroña para las alimañas del monte. Buena parte del camino la hice apoyado sobre sus hombros, renqueante y extraviado. Mi salud se había resentido con los excesos del placer, y debilitado por los rigores del calabozo. El descanso no había sido suficiente. ¿Estaría enloqueciendo? Mi cabeza giraba y subía y bajaba sin que yo pudiera domar el potro desbocado de su desvarío. En algunos de los escasos momentos de lucidez que el camino me regaló, temí muy seriamente no volver a recuperar la cordura. Y no me importaba. En aquellos momentos era más fácil dejarse arrastrar hacia la dulce senda de la demencia que intentar luchar contra los monstruos de los cuerdos.

—Va… vamos, Abu Isaq, que ya queda me… menos —me animaba cada vez que me veía decaer—. Pro… pronto llegaremos a la co… costa, y po… podremos descansar.

Y, lenta, dolorosamente, avanzábamos hacia el mar.

—Es… espera aquí, que voy a bus… car algo de comida.

Y Jawdar se internaba en el monte, o en las huertas, y no tardaba en regresar con algún fruto que al punto devorábamos con fruición.

Al atardecer del segundo día de camino, dimos con un grupo de fieles que oraban postrados en dirección a La Meca. Nos acercamos a ellos mientras las quimeras volvían a reinar sobre mi mente. Por desgracia, pude escuchar lo que recitaban. Me encendí. Mi ira loca se desbocó. Sus plegarias me parecieron una bárbara herejía. No podía consentirlo.

—¡Impostor! —le grité al que llevaba la oración—. ¡Cómo te atreves a pronunciar el nombre de Alá y de su mensajero!

—A… Abu Isaq… cállate —y Jawdar me sujetaba de la ropa rogándome que siguiéramos nuestro camino.

—¡Cretino, miserable, perro sarnoso! ¡Detén tus sacrílegas palabras, que ofenden al buen Dios y a los hombres justos!

Los hombres, extrañados, interrumpieron sus rezos y se incorporaron. ¿Quién era aquél que venía a insultarlos?

Logré desembarazarme de los brazos de Jawdar y corrí hacia ellos con un palo en la mano.

—¡Apóstatas, miserables, mal nacidos, hijos de perra!

Los hombres se armaron con piedras y troncos, y un brillo metálico delató el puñal que alguna mano cobijaba. Se prestaban a defender su vida y su honor, aún sorprendidos de que fuera un solo hombre el que atacara a un grupo tan numeroso. Miraban de un lado a otro, esperando que los forajidos de las sierras aparecieran tras él.

—¡Nazarenos encubiertos, destiláis en vuestras palabras más veneno que los colmillos de la víbora!

Llegué hasta ellos en carrera desenfrenada, dispuesto a agredirlos para establecer la justicia y la verdad, cuando tropecé y caí al suelo rodando. Quedé boca arriba, con los brazos y las piernas abiertos, sin tener energía ni resuello para incorporarme. En un instante me vi rodeado de aquellos hombres dispuestos a lincharme.

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