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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (38 page)

—Es ver… verdad —se rió—. So… soy feliz ahora.

—Mañana nos presentaremos ante al-Kuwayk, el comerciante.

Apreté entre mis manos la carta de presentación de Ibn al-Yayyab, el único tesoro que conservábamos de nuestra Granada. Nos abriría las puertas de la gran ciudad que se soñaba como centro del mundo. O, al menos, eso esperábamos.

—Verás, Jawdar, cómo todo nos irá bien.

Descansamos profundamente aquella noche. Los cantos de los muecines nos arrancaron de nuestro sueño. Comenzaba un nuevo día. Para las oraciones de la mañana visitamos la mezquita de al-Fustat, la segunda en antigüedad de África, tras la tunecina de Kairuán. Después nos dirigimos hacia la casa del comerciante al-Kuwayk. No queríamos presentarnos demasiado temprano, por lo que decidimos perdernos por el júbilo de la ciudad.

—¿Queréis que os guíe?

El niño había adivinado por nuestros atuendos que éramos extranjeros.

—¿Cu… cuánto cobras?

Le ofrecimos la mitad de los que nos pedía y aceptó. Nos resultó imprescindible para sobrevivir en aquel laberinto de El Cairo. Sólo un genio demente habría podido diseñar aquella maraña de calles y callejas que se retorcían sobre sí.

—Vamos al mercado.

En el mercado de al-Jalifa se vendían animales tan exóticos, que sobrepasaban la imaginación más desatada. Se encontraba cercano a la salida hacia los acantilados de Muqattam, las antiguas canteras de los faraones. Todas las aves del cielo y animales de la tierra parecían haberse reunido en aquel mercado. Loros de Guinea y del Congo, halcones de Siria y Arabia, pájaros cantores, extraños animales que ni nombre tenían. En otro callejón se agolpaban los vendedores de peces de colores para estanques y albercas. En el bullicio, los niños aprovechaban los descuidos del mercader para pegar sus narices fascinadas al vidrio de los acuarios. Algunos, los más osados, intentan atrapar con sus manitas algunos de los pececillos. Los vendedores, furiosos, destilaban más veneno que el áspid de los desiertos.

—¡Saca las manos, niño! ¡Ojalá hubiera un cocodrilo dentro!

Jamás había visitado un mercado como aquel. Monos irreverentes, serpientes que silbaban, cobras que bailaban al son de la flauta. Todos en almoneda. Un comerciante pregonaba sus camaleones.

—¡Mirad cómo cambian el color de su piel! Ahora marrón, ahora verde, ahora amarillo.

Los terrarios, con sus serpientes enroscadas, sus ranas, sus lagartos y lagartijas atraían la mirada aterrada de padres e hijos. La frialdad de sus ojos reptiles hipnotizaban la inocencia de los niños. A mí me produjeron terror.

—Pero, ¿quién puede querer comprar estos monstruos?

—No son monstruos —me replicó nuestro guía—. Son los animales más hermosos. Y eran sagrados en el Egipto antiguo.

Un alboroto nos sorprendió desde el otro lado de la plaza. Un joven corría perseguido por unos soldados a caballo, derribando puestos y cestas al suelo. La idea de las serpientes y demás sabandijas reptando en libertad me asustó más que el sobresalto generado por la huida de aquel delincuente. El fugitivo cayó al suelo, y dos soldados se arrojaron sobre él para maniatarlo.

—Malditos soldados —oí renegar al muchacho que nos guiaba.

—¿Qué ocurre? —le pregunté curioso.

—El sultán mameluco molesta y persigue a los cristianos —me respondió visiblemente afectado—. Los coptos hemos vivido en paz con nuestros hermanos musulmanes durante siglos, pero ahora no nos dejan tranquilos.

Como exiliado que era, me puse de inmediato del lado de los perseguidos. De nuevo volvía a encontrarme con el fanatismo de los unos contra los otros. Si nuestra religión nos predicaba el vivir en armonía con las gentes del libro, ¿por qué los hostigábamos?

—Los cairotas musulmanes son buenos —simplificó el chico—. Los turcos mamelucos, malos.

La historia de Egipto aún era más atormentada que la de Al Ándalus, aunque menos trágica. Cerca del antiguo Menfis de los faraones, y del Heliópolis griego, los califas fatimíes construyeron la ciudad de al-Qahira, la Victoriosa, que pronto se extendió sobre todas ellas. Al otro lado del río, el occidental, quedó Giza. El Cairo había tomado en el siglo XI el relevo de Bagdad y Córdoba como la más grande ciudad del mundo conocido. El Cairo, la victoriosa, madre alegre y desenfadada de todas las ciudades del bullicio. Saladino destronó a la dinastía fatimí, y comenzó a reclutar mercenarios turcos, conocidos como mamelucos, terribles en el combate, con los que derrotó a los cruzados. Los mamelucos adquirieron mayor poder hasta que expulsaron a los descendientes del gran Saladino. Desde entonces gobernaban con una crueldad sólo pareja a su genio militar.

El muchacho nos guió en silencio hasta la casa de al-Kuwayk.

—Mucha suerte —le sonreí mientras le pagaba unas monedas—. Los mamelucos no podrán con vosotros. Los buenos musulmanes os respetan.

—Inshallah
—me respondió el muchacho copto.

Un criado nos condujo hasta una de las divanías. Le entregué la carta de recomendación que portaba para que se la entregara a su señor. Al-Kuwayk no tardó en presentarse ante nosotros, sonriente y hospitalario.

—Bienvenidos a mi casa. Los amigos de Ibn al-Yayyab son amigos míos. ¿Cómo está el buen granadino? ¡Hace tantos años que no lo veo!

Todo era desmesurado en nuestro anfitrión. La tripa, la manera de gesticular, las risas, lo ostentoso de sus ropas. Acostumbrado a la sobriedad del camino, su opulencia me deslumbraba y escandalizaba.

—Alá ha querido que Ibn al-Yayyab goce de buena salud y una posición privilegiada en la corte de Granada —le respondí cortés.

—¡Granada! ¡Qué ciudad! Durante años fui cada primavera hasta Al Ándalus para comprar seda y vender especias. ¡En ningún otro lugar las aguas corren tan cristalinas, ni las flores alegran por igual! Conocí al padre de Ibn al-Yayyab, con el que hice buenos negocios. Entablé amistad con su hijo. Era listo, le brillaban los ojos con la astucia del zorro. ¡Sabía que llegaría lejos!

Fue el principio de una buena amistad. Al-Kuwayk nos cedió una pequeña casa del barrio del Sahil. Allí nos instalamos Jawdar y yo, atendidos por una esclava negra, de piel tersa y ágil como la pantera.

—Cuando quieras esposa digna —al-Kuwayk me guiñó el ojo—, no tienes más que decírmelo. Los andaluces gozáis de fama de refinados amantes, no faltarán candidatas para calentaros el lecho.

El Cairo era el centro del mundo. Mil razas y un millón de lenguas negociaban y rezaban entre sus murallas y calles. Pieles negras, blancas, morenas y sonrosadas, se amaban en las penumbras de las alcobas. Los santos más santos, y los pecadores más pecadores cohabitaban a las orillas del Nilo. No me costó gran esfuerzo encontrar trabajo como escribiente, primero, y pronto como procurador y ayudante de notario. Durante las dos primeras semanas en la ciudad, mi recuperación del cansancio del viaje fue palpable. Engordé hasta recuperar mi saludable figura granadina, y mi carácter se abrió a las bromas y tertulias cairotas. Volvía a sentirme como en casa porque El Cairo era la casa de todos.

LXI

A
L HAMID
, EL DIGNO DE ALABANZA

En aquel agosto de 1324, las aguas del Nilo bajaban tan crecidas que inundaron por completo el valle. El río cubría las mesetas rocosas y desérticas que lo delimitaban. Agua y desierto conformaban un contraste que despertó mi poesía. Las copas de las palmeras emergían enhiestas de la fuerte corriente, cimbreadas por aguas y vientos. Las casas de los agricultores se encaramaban sobre las alturas que las protegían de la inundación.

—En septiembre, las aguas comenzarán a descender, y por octubre los agricultores se apresurarán en labrar y sembrar sus tierras, regadas y abonadas por los limos de las crecidas.

—Loado sea Alá, que lo permite.

Egipto dependía del nivel de las inundaciones. Las tierras daban frutos fabulosos gracias a su riego y a los todos que las abonaban. Durante las crecidas, la actividad agraria cesaba, a la espera de que el río bajara y dejara al descubierto las tierras de cultivo. El agua comenzaba a subir en junio, y alcanzaba sus máximas cotas en julio o agosto. Toda la población de El Cairo estaba pendiente del nivel de las aguas. Si no era suficiente, habría cosecha corta, carestía en los alimentos, hambre para los pobres, y ruina para el resto. En la memoria de la ciudad permanecía el espanto del recuerdo de los años en que el Nilo la castigó sin crecida. Por eso se aguardaba a los heraldos que, vestidos de amarillo, pregonaban cada día el nivel de las aguas medido en el Nilómetro.

—¿El Nilómetro? —pregunté—, ¿qué es?

Al-Kuwayk se extrañó de que no lo conociera.

—Desde tiempo de los faraones, medimos el nivel de las aguas mediante pozos con marcas. El Nilómetro se encuentra en la punta de la isla de Rodas, enfrente de Misr al-Fustat. Lo construyeron en época de Cleopatra, o antes, qué sé yo. Una columna erguida en el centro del pozo indica a los funcionarios la altura que van tomando las aguas. Los pregoneros vocean la medida cada mañana por las calles de la Medina. Así todo El Cairo conoce con precisión el nivel de las aguas.

Recordé aquella conversación la mañana en que me encontraba en el comercio de mi amigo Halil. Un tumulto nos llegó desde la puerta.

—¡Los heraldos, ya están aquí!

Salimos apresurados. Los comerciantes se agolpaban en los soportales de sus tiendas, deseosos de conocer el nivel del río. Los clientes se apoyaban en las paredes para dejar paso a la comitiva de amarillo.

—¡Treinta y dos cuartas! —les oímos gritar.

La alegría se desbordó. Halil me abrazó feliz.

—Treinta y dos cuartas es la altura exacta. El valle está por completo cubierto de agua y limo. La cosecha está asegurada.

Los comerciantes regalaron propinas a los pregoneros de la buena noticia. Al fin y al cabo, los mercaderes eran los primeros interesados en que los dinares se movieran. Sin cosecha no habría dinero para nadie. Alá los había bendecido una vez más, a pesar de sus muchos pecados.

Llevaba algo más de un mes en El Cairo cuando fui invitado a una comida en casa de al-Kuwayk. Allí conocí a Ahmad Al-Atir, un joven de la prestigiosa familia de los Banu Al-Atir. Me pareció culto e inteligente. Hablaba varios idiomas, y estaba cursado en ciencias.

—Quiero dedicarme a la medicina. Nada puede hacerme más feliz que ayudar a recuperar la salud y el ánimo al enfermo necesitado.

—Yo también aporto salud para el alma —le respondí en un instante de inspiración.

—¿Qué haces?

—Soy poeta. Curo la melancolía y el mal de amores.

Al-Atir rió con ganas.

—Contra tus pócimas, nada pueden las mías, Es Saheli. Danos de tu medicina.

Y recité poesía, por vez primera, en una selecta velada cairota. Los versos hicieron volar los ánimos de mis anfitriones. Les canté el amor, glosé la caravana de la vida. Aquellos cuatro o cinco poemas me abrieron las puertas de los palacios de El Cairo. La vida me sonrió durante las siguientes semanas. Volví a brillar como un rubí de la India. Muchos querían oír mi poesía. Fui cortejado y admirado. De nuevo gozaba de la fama con la que fui agasajado en mi juventud granadina. Y de nuevo me adentraba dulcemente en los peligros de la vida del relumbre bohemio.

—Ya te dije, Jawdar, que en El Cairo triunfaríamos.

Una noche de calor sofocante, de esas en la que el viento volcaba lo tórrido de los desiertos sobre la ciudad, Jawdar cayó enfermo. Habíamos ido juntos a una fiesta en la que yo debía recitar.

—Espérame en la puerta —le dije—. Saldré enseguida.

La velada se prolongó y, al salir, le noté los ojos vidriosos y la mirada triste. Le toqué la frente y ardía. Conseguí arrastrarlo hasta la casa en la que nos hospedábamos. Pasó una noche de delirio, más ciudadano del reino de los muertos que súbdito de la república de la vida. Le pasaba toallas húmedas por la frente, y le servía un electuario que me había recomendado el galeno vecino. Pero nada de ello sirvió. Al día siguiente lo dejé al cuidado de Kolh, nuestra esclava, y me dirigí a casa de al-Kuwayk. Quería que me recomendara el mejor médico de la ciudad. Jawdar debía sanar cuanto antes. Jamás la ciudad me pareció tan extensa, ni mis pasos tan lentos. Tuve suerte. El sirviente que me abrió la puerta me confirmó que su señor se encontraba allí, de regreso de uno de sus viajes.

—Quiero el mejor médico, al-Kuwayk.

—Déjame que piense.

—¿Y nuestro amigo Ahmad Al-Atir, el que conocí en tu casa? Ama la medicina, y tiene mente esclarecida.

Al-Kuwayk me miró sorprendido.

—Pero, ¿no te has enterado?

—¿De qué?

—Al-Atir ha sido llamado a palacio. El sultán al-Nasir Qalawun lo ha nombrado jefe de su chancillería. No se habla de otra cosa en El Cairo. Jamás un hombre tan joven había alcanzado tal responsabilidad. Me temo que tendrá que olvidar su afición por la medicina durante un tiempo. Con los mamelucos, el que entra en política tiene que cuidar su propia cabeza. No le quedará tiempo para pensar en la salud de los demás. Conozco otros doctores que te podrán ayudar.

El médico que me recomendó fue sincero en su visita.

—Es una extraña enfermedad, que sólo aparece en muy contadas ocasiones. No tiene cura. Siento decirle que el paciente tiene pocas posibilidades de sobrevivir.

Hice llamar a otros eminentes sabios y todos coincidieron en su diagnóstico. El mal que consumía a Jawdar no tenía tratamiento posible. Ni la ciencia de Oriente, ni la de Occidente, podían salvar a aquel gigante simple y bonachón. Su enfermedad fue la mía. Perdí la alegría, dejé de comer, me ausenté de las veladas poéticas a las que era reclamado y que tanto prestigio volvían a conferirme. Yo agonizaba junto a Jawdar. Había sido mi salvación, mi soporte, el lazo con el pasado. Le debía la vida, y tenía que hacer todo lo posible por salvar la suya. Pero si los más reputados galenos se declaraban incapaces de hallar la cura, ¿qué otra cosa podía hacer yo sino llorar y orar al único Dios verdadero?

—Acuda a la sabiduría de los antiguos.

Las palabras de Kolh, mi esclava negra, sacudieron mi curiosidad. La miré a sus ojos de felino, y supe que atesoraba secretos de siglos. Ya había anochecido y teníamos abiertas las ventanas y las puertas con la vana esperanza de una brisa compasiva. Pero el aire virado del desierto nos castigaba con polvo y calor.

—¿Quiénes son los antiguos?

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