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Authors: Dalai Lama y Howard C. Cutler

Tags: #Ensayo

El arte de la felicidad (17 page)

El concepto de transitoriedad tiene un papel central en el pensamiento budista y su consideración es una práctica clave. La contemplación de la no permanencia tiene dos funciones vitales en el camino budista. En un plano convencional, en un sentido cotidiano, el practicante budista contempla su propia transitoriedad, el hecho de que la vida es tenue y de que nunca sabemos cuándo moriremos. Al combinar esta reflexión con la singularidad de la existencia humana y la posibilidad de alcanzar un estado de liberación espiritual, de liberación del sufrimiento y de interminables ciclos de reencarnaciones, esta contemplación sirve para fortalecer la resolución de sacarle el mejor partido posible a la existencia, participando en las prácticas espirituales que producirán la liberación en un nivel más profundo.

La contemplación de los aspectos mas sutiles de la transitoriedad es el primer paso para comprender la verdadera naturaleza de la realidad y disipar la ignorancia, que es la fuente última de nuestro sufrimiento. Así pues, aunque la contemplación de la transitoriedad tiene una tremenda importancia dentro de un contexto budista, surge la pregunta: ¿tiene también alguna aplicación práctica en las vidas cotidianas de los no budistas? Si vemos el concepto de «transitoriedad» desde el punto de vista del «cambio», entonces la respuesta es afirmativa. Después de todo, tanto si se contempla la vida desde una perspectiva budista como desde una perspectiva occidental, queda el hecho de que la vida es cambio. En la medida en que nos neguemos a aceptar este hecho y nos resistamos a los cambios de la existencia, seguiremos perpetuando nuestro sufrimiento.

La aceptación del cambio puede ser un factor importante para reducir en buena medida nuestro sufrimiento. A menudo nos causamos sufrimiento al negarnos a renunciar al pasado. Si definimos nuestra imagen por el aspecto que teníamos o por lo que solíamos hacer y no podemos hacer ahora, es muy probable que nos sintamos más infelices a medida que envejecemos. En ocasiones, cuanto más tratamos de aferrarnos a algo, tanto más grotesca y distorsionada se hace la vida. La aceptación de la inevitabilidad del cambio como principio general nos ayuda a afrontar muchos problemas y a asumir un papel más activo; conocer y comprender los cambios puede evitarnos la ansiedad, que es la causa de muchos de nuestros problemas.

Una mujer que acababa de ser madre me habló de una visita que había hecho con su bebé a la sala de urgencias del hospital a las dos de la madrugada.

—¿Qué le ocurre? —le preguntó el pediatra.

—¡Mi bebé! ¡Le pasa algo! —gritó ella frenéticamente—. ¡Creo que se ahoga! No hace más que sacar la lengua una y otra y otra vez, como si tratara de quitarse algo de ella, pero no tiene nada en la boca…

Después de unas pocas preguntas y un breve examen, el médico la tranquilizó.

—No hay por qué preocuparse. A medida que se hace mayor, el bebé cobra una mayor conciencia de su cuerpo y de lo que es capaz de hacer. Su bebé acaba de descubrirse la lengua.

Margaret, una periodista de treinta y un años, ilustra la importancia de comprender y aceptar el cambio en el contexto de una relación personal. Acudió a mi consulta por una ansiedad que atribuyó a la dificultad para adaptarse a un divorcio reciente.

—Pensé que me vendrían bien unas cuantas sesiones de psicoterapia, aunque sólo fuese para hablar con alguien —me explicó—, para que me ayude a dejar en paz el pasado y efectuar la transición a una vida de soltera. Si quiere que le sea sincera, la verdad es que me siento un poco nerviosa por todo esto…

Le pedí que me describiera las circunstancias de su divorcio.

—Supongo que tendría que describirlo como amistoso. No hubo peleas ni nada de eso. Mi ex y yo tenemos buenos trabajos, de modo que tampoco hubo grandes problemas con los acuerdos económicos. Tenemos un hijo, pero parece haberse adaptado bien al divorcio, y mi ex y yo hemos acordado una custodia conjunta que parece funcionar.

—¿Puede explicarme qué condujo al divorcio?

—Hum…, supongo que, simplemente, dejamos de amarnos —contestó ella con un suspiro—. Parece que el amor fue desapareciendo gradualmente; ya no existía la intimidad de que disfrutábamos cuando nos casamos. Ambos estábamos muy ocupados con nuestros trabajos y nuestro hijo y parece que nos fuimos alejando. Asistimos a unas sesiones de asesoramiento matrimonial, pero no sacamos nada de ellas. Era más bien como si fuésemos hermanos. Aquello no parecía amor, no era un verdadero matrimonio. El caso es que finalmente decidimos que sería mejor divorciamos; nos faltaba algo que había antes.

Después de dedicar dos sesiones a delimitar el problema, iniciamos una psicoterapia, centrándonos específicamente en reducir la ansiedad y promover la adaptación a los recientes cambios. Era una persona inteligente y emocionalmente bien adaptada. Respondió bien a la terapia y efectuó con facilidad la transición a la vida de soltera.

A pesar de que evidentemente se preocupaban el uno por el otro, estaba claro que Margaret y su marido habían interpretado el cambio cualitativo de su afecto como una señal de que debían dar por terminado su matrimonio. Sucede con demasiada frecuencia que interpretamos una disminución de la pasión como una señal de que existe un problema irresoluble en la relación. Los primeros indicios de cambio en una relación suelen provocar pánico: quizá, después de todo, no hemos elegido la pareja correcta, el otro no nos parece la persona de la que nos enamoramos. Surgen los desacuerdos: quizá tengamos deseos de sexo y el otro está cansado, o queramos ver una película que al otro no le interesa. Descubrimos entonces diferencias que no habíamos observado antes. Así pues, llegamos a la conclusión de que todo ha terminado; al fin y al cabo, no podemos soslayar el hecho de que cada uno está cambiando por su lado. Las cosas ya no son como antes; quizá haya llegado el momento del divorcio.

¿Qué hacemos entonces? Los expertos en relaciones han escrito docenas de libros sobre lo que debemos hacer cuando se apaga la llama del amor romántico. Nos ofrecen muchas sugerencias para encender de nuevo esa pasión: reestructure su programa para dar prioridad a momentos románticos en su relación, planifique cenas o salidas de fin de semana, procure halagar a su pareja, aprenda a mantener una conversación interesante. En ocasiones, estas cosas ayudan. Otras veces, no.

Pero antes de dar por muerta la relación, una de las cosas más beneficiosas que podemos hacer al notar un cambio consiste simplemente en retroceder un poco, valorar la situación y armarnos con todo el conocimiento que podamos acerca de los cambios.

A medida que se despliegan nuestras vidas, pasamos desde la infancia a la adolescencia, la edad adulta y la vejez. Aceptamos estos cambios como una progresión natural. Pero una relación es también un sistema vital dinámico, compuesto por dos organismos que interactúan en un ambiente igualmente vital, y por tanto es natural que la relación pase por diferentes fases. En toda relación hay diferentes dimensiones de intimidad: física, emocional e intelectual. El contacto físico, el compartir las emociones, los pensamientos e intercambiar ideas son formas legítimas de conectar con aquellas personas a las que amamos. Es normal que el equilibrio experimente flujos y reflujos; en ocasiones, la intimidad física disminuye pero aumenta la emocional; en otras ocasiones no sentimos deseos de compartir nuestros pensamientos, y sólo queremos que el otro nos abrace. Si la pasión se enfría, en lugar de experimentar preocupación o cólera podemos buscar nuevas formas de intimidad que pueden ser igualmente satisfactorias o quizá más. Podemos encantar a nuestra pareja como compañero, disfrutar de un amor más firme, de un vínculo más profundo.

En su libro
Comportamiento íntimo
, Desmond Morris describe los cambios normales que se producen en la necesidad de intimidad del ser humano. Sugiere que pasamos repetidamente por tres fases: «Abrázame fuerte», «Suéltame» y «Déjame solo». El ciclo se pone de manifiesto ya durante los primeros años de vida, cuando los niños pasan del «abrázame fuerte», tan característico de la infancia, al «suéltame», cuando empiezan a explorar el mundo, a gatear, caminar y adquirir algo de independencia y autonomía con respecto de la madre. Esto forma parte del desarrollo y el crecimiento normal. Estas fases no se mueven, sin embargo, de forma lineal, sino que el niño puede experimentar ansiedad cuando el sentimiento de separación se hace demasiado intenso; entonces regresa junto a la madre en busca de consuelo y proximidad. En la adolescencia, cuando el individuo se esfuerza por formarse una identidad, el «suéltame» se convierte en la fase predominante. Aunque pueda ser difícil o doloroso para los padres, la mayoría de los expertos lo consideran normal y necesario en la transición de la infancia a la edad adulta. Mientras que en casa el adolescente grita a los padres «¡Dejadme solo!», sus necesidades de «abrázame fuerte» pueden quedar satisfechas mediante una fuerte identificación con el grupo de sus iguales.

En las relaciones adultas se da la misma oscilación. Periodos de estrecha intimidad alternan con otros de distanciamiento. Esto también forma parte del ciclo normal de crecimiento y desarrollo. Para alcanzar nuestro pleno potencial como seres humanos, necesitamos equilibrar nuestras necesidades de intimidad y unión con las de autonomía. Si comprendemos esto, no experimentamos temor cuando observamos por primera vez que nos estamos «distanciando» de nuestra pareja, del mismo modo que no sentimos pánico cuando observamos que la marea se retira de la costa. Claro que, en ocasiones, una creciente distancia emocional (como una corriente soterrada de cólera), puede indicar graves problemas en una relación que pueden conducir incluso a la ruptura. En esos casos, medidas como la psicoterapia pueden ser muy útiles. Pero lo principal es que una creciente distancia no anuncia necesariamente un desastre. Puede formar parte de un ciclo que redefinirá la relación, e incluso puede llevar a una intimidad mayor que la del pasado.

Así pues, la aceptación, el reconocimiento de que el cambio es inherente a las relaciones humanas, puede jugar un papel decisivo. Quizá descubramos que precisamente en el momento en que nos sentimos más desilusionados, en el que tenemos la sensación de que algo se ha resquebrajado en nuestra relación, es cuando puede producirse una transformación profunda. Estos períodos de transición pueden convertirse en momentos trascendentales para la maduración del verdadero amor. Quizá nuestra relación ya no se base en una pasión intensa, ni veamos al otro como la personificación de la perfección, ni tengamos la sensación de estar fusionados. En lugar de eso, empezamos a conocer verdaderamente al otro, lo vemos tal cual es, como un individuo distinto, quizá con defectos y debilidades, pero tan humano como nosotros mismos. Sólo entonces podemos establecer un compromiso con el crecimiento de otro ser humano, lo que supone un acto de verdadero amor.

Quizá el matrimonio de Margaret se hubiera salvado si hubiese aceptado el cambio en la relación y ambos hubiesen establecido un nuevo vínculo, basado en factores distintos de la pasión romántica. Afortunadamente, sin embargo, la historia no terminó ahí. Dos años después de mi última sesión con Margaret, me la encontré en unos grandes almacenes. (Encontrarme con un ex paciente fuera de la consulta me resulta un tanto incómodo, como nos sucede a la mayoría de los psicólogos.)

—¿Cómo le van las cosas? —le pregunté.

—¡No podrían ir mejor! —exclamó—. Mi ex marido y yo volvimos a casarnos el mes pasado.

—¿De veras?

—Sí, y todo marcha magníficamente. Después de la separación seguimos viéndonos, claro, por la custodia de nuestro hijo. Nos resultó difícil al principio…, pero después parecía como si nos hubiésemos librado de la presión… Ya no teníamos expectativas comunes. Entonces descubrimos que realmente nos gustábamos y nos amábamos. Ahora no es como cuando nos casamos la primera vez, pero eso ya no nos importa; ahora somos realmente felices juntos.

Capítulo 10: Cambio de perspectiva

Había una vez un discípulo de un filósofo griego al que el maestro le ordenó entregar dinero durante tres años a todo aquel que le insultara. Una vez superado ese período de prueba, el maestro le dijo: «Ahora puedes ir a Atenas y aprender sabiduría». Cuando el discípulo llegó a Atenas vio a un sabio sentado a las puertas de entrada de la ciudad que se dedicaba a insultar a todo el que entraba y salía. También insultó al discípulo, que se echó a reír. «¿Por qué te ríes cuando te insulto?», le preguntó el sabio. «Porque durante tres años he tenido que pagar por esto mismo y ahora tú me lo ofreces gratuitamente», contestó el discípulo. «Entra en la ciudad —le dijo el sabio— Es toda tuya…».

En el siglo IV, los padres del desierto, un grupo de personas excéntricas que se retiraron al desierto, en los alrededores de Scete, para llevar una vida de sacrificio y oración, contaban esta historia para ilustrar el valor del sufrimiento y la resistencia. Sin embargo, no fue ésta la que abrió la «ciudad de la sabiduría» al discípulo. Lo que le permitió afrontar de un modo tan efectivo una situación difícil fue su capacidad para cambiar de perspectiva, para ver su situación desde una atalaya diferente.

La capacidad para cambiar de perspectiva puede ser una de las herramientas más efectivas de que disponemos para afrontar los problemas de la vida cotidiana. El Dalai Lama explicó:

—La capacidad de ver los acontecimientos desde perspectivas diferentes puede ser muy útil. Al practicarla, podemos utilizar ciertas experiencias, tragedias próximas para desarrollar la serenidad de la mente. Tenemos que damos cuenta de que cada fenómeno, cada acontecimiento, tiene aspectos diferentes. Todo tiene una naturaleza relativa. En mi caso, por ejemplo, he perdido mi país. Desde ese punto de vista, es muy trágico… Y todavía hay cosas peores. En nuestro país se ha producido mucha destrucción. Eso es algo muy negativo. Pero cuando abordo el mismo acontecimiento desde otro ángulo, me doy cuenta de que, como refugiado, hay otra perspectiva. Como refugiado no tengo necesidad de formalidades, ceremonia, protocolo. Si todo fuera como antes habría multitud de ocasiones en las que únicamente haríamos los movimientos, fingiríamos. Pero cuando se pasa por situaciones desesperadas, no hay tiempo para fingir. Así que, desde ese ángulo, esta trágica experiencia ha sido muy útil para mí. El hecho de ser un refugiado también crea numerosas oportunidades para encontrarme con mucha gente. Gente de otras confesiones diferentes, de distintos ámbitos de la vida, a las que muy probablemente no habría conocido si hubiera permanecido en mi país. Así que, en ese sentido, todo esto ha sido muy, muy útil.

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