Read El ascenso de Endymion Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (21 page)

—Pero es duro —dijo Dem Loa con voz suave.

Alem Mikail Dem Alem se levantó del alféizar y fue a arrodillarse entre las dos mujeres. Tocó la muñeca de Dem Loa con infinita dulzura, rodeó con el brazo a Dem Ria. Por un instante los tres se ausentaron del mundo, rodeados por su amor y su pena.

El dolor me acuchilló la espalda y la entrepierna, y gemí contra mi voluntad. Los tres se separaron con movimientos gráciles y Dem Ria fue a buscar una jeringa de ultramorfina.

El sueño comenzó igual que antes: yo volaba de noche sobre el desierto de Arizona, mirando las figuras de Aenea y de mí mismo mientras bebíamos té y charlábamos en el vestíbulo de su refugio, pero esta vez la charla iba mucho más allá del recuerdo y de nuestra conversación de aquella noche.

—¿Por qué eres un virus? —le pregunté a la adolescente—. ¿Cómo podría ser cualquier cosa que enseñes una amenaza para algo tan vasto y poderoso como Pax?

Aenea escrutó la noche del desierto, aspirando la fragancia de los capullos florecientes. Habló sin mirarme.

—¿Sabes cuál es el mayor error de los
Cantos
del tío Martin, Raul?

—No —respondí. Durante los últimos años ella me había mostrado varios errores, omisiones o conjeturas infundadas, y juntos habíamos descubierto algunos durante nuestro viaje a Vieja Tierra.

—Era doble —murmuró Aenea. Un halcón cantó en la noche del desierto—. Primero, él creía lo que el TecnoNúcleo le dijo a mi padre.

—¿Acerca de que ellos habían secuestrado la Tierra?

—Acerca de todo —dijo Aenea—. Ummon le mintió al cíbrido John Keats.

—¿Por qué? Sólo planeaban destruirlo.

La niña me miró.

—Pero mi madre estaba allí para grabar la conversación. Y el Núcleo sabía que ella se lo contaría al viejo poeta.

Asentí lentamente.

—Y que él incluiría el dato en el poema épico que estaba escribiendo —dije—. ¿Pero por qué querrían mentir acerca de...?

—El segundo error es más grave y sutil —dijo Aenea, interrumpiéndome sin elevar la voz. Un fulgor pálido colgaba aún detrás de las montañas, al norte y al oeste—. El tío Martin creía que el TecnoNúcleo era el enemigo de la humanidad.

Apoyé mi taza de té en la piedra.

—¿Por qué es un error? ¿No es nuestro enemigo?

La niña no respondió y yo alcé la mano, mostrando los cinco dedos.

—Primero, según los
Cantos,
el Núcleo fue el verdadero instigador del ataque contra la Hegemonía que condujo a la Caída de los Teleyectores. No los éxters, sino el Núcleo. La Iglesia lo ha negado, ha responsabilizado a los éxters. ¿Estás diciendo que la Iglesia está en lo cierto y el viejo poeta estaba equivocado?

—No —dijo Aenea—. El Núcleo orquestó ese ataque.

—Perecieron miles de millones —protesté—. La Hegemonía se derrumbó. La Red fue destruida. La ultralínea se cortó...

—El TecnoNúcleo no cortó la ultralínea —dijo Aenea.

—De acuerdo —dije, tomando aliento—. Eso fue obra de una entidad misteriosa... tus leones y tigres y osos. Pero aun así, el Núcleo instigó el ataque.

Aenea asintió y se sirvió más té.

Plegué el pulgar contra la palma y toqué el índice con la otra mano.

—Segundo, ¿acaso el TecnoNúcleo no usó los teleyectores como una especie de sanguijuela cósmica para sorber redes neuronales humanas en su proyecto de la Inteligencia Máxima? Cada vez que alguien se teleyectaba, era usado por esas inteligencias autónomas. ¿Verdadero o falso?

—Correcto —dijo Aenea.

—Tercero —dije, plegando el índice y tocando el que seguía en la fila—, el poema dice que Rachel, la hija del peregrino Sol Weintraub, que retrocedió desde el futuro junto con las Tumbas de Tiempo, habla de un tiempo venidero en que «la guerra final estalló entre la IM engendrada por el Núcleo y el espíritu humano». ¿Esto era un error?

—No —dijo Aenea.

—Cuarto —dije, empezando a sentirme ridículo con el uso de los dedos—, ¿acaso el Núcleo no le confesó a tu padre que lo creó, que creó al cíbrido John Keats, como una trampa para lo que llamaban el componente empático de la Inteligencia Máxima humana, que supuestamente debe surgir en algún momento del futuro?

—Eso dijo —convino Aenea, bebiendo té. Parecía disfrutarlo, y eso me enfureció más.

—Quinto —dije, moviendo el último dedo, de modo que mi mano derecha era un puño—. ¿Acaso el Núcleo y Pax... mejor dicho, Pax bajo las órdenes del Núcleo... no intentaron atraparte y matarte en Hyperion, en Vector Renacimiento, en Bosquecillo de Dios, en todo el brazo en espiral?

—Sí —murmuró ella.

—¿Y no fue el Núcleo —continué con furia, olvidando mi lista y olvidando que hablábamos de los errores del viejo poeta— el que creó esa cosa, esa mujer monstruosa que logró arrancarle el brazo al pobre A. Bettik en Bosquecillo de Dios, y que tendría tu cabeza en una bolsa si no hubiera sido por la intervención del Alcaudón? —Sacudí el puño, tan furioso estaba—. ¿Acaso el maldito Núcleo no intentó matarme también a mí, y tal vez nos mate si cometemos la estupidez de regresar al espacio de Pax?

Aenea asintió.

Yo resollaba como si hubiera corrido cincuenta metros.

—¿Entonces? —concluí, abriendo la mano.

Aenea me tocó la rodilla. Su contacto, como de costumbre, me provocó una vibración eléctrica en el cuerpo.

—Raul, yo no dije que el Núcleo no tuviera malas intenciones. Solo dije que el tío Martin había cometido un error al describirlo como enemigo de la humanidad.

—Pero si todos estos datos son ciertos... —Estaba confundido.

—Hay elementos del Núcleo que atacaron a la Red antes de la Caída —dijo Aenea—. Por la visita de mi padre a Ummon sabemos que el Núcleo no estaba de acuerdo con muchas de sus decisiones.

—Pero...

Aenea me silenció con un gesto.

—Usaban nuestras redes neuronales para su proyecto IM, pero no hay pruebas de que esto dañara a los humanos.

Quedé boquiabierto. La idea de que esas malditas IAs usaran cerebros humanos como burbujas neuronales en su maldito proyecto me daba ganas de vomitar.

—¡No tenían derecho! —exclamé.

—Claro que no —dijo Aenea—. Debieron haber pedido permiso. ¿Qué les habrías respondido tú?

—Que se jodieran —respondí, comprendiendo que era absurdo aplicar esa frase a inteligencias autónomas.

Aenea sonrió de nuevo.

—Y tal vez recuerdes que nosotros hemos usado sus poderes mentales durante más de mil años. No creo que hayamos pedido permiso a sus antepasados cuando creamos las primeras IAs de silicio... ni la primera burbuja magnética y las entidades ADN, llegado el caso.

Gesticulé con furia.

—Es diferente.

—Desde luego —dijo Aenea—. El grupo IA de los Máximos ha fastidiado a la humanidad en el pasado y lo hará en el futuro... incluso tratará de matarnos a nosotros dos... pero es sólo una parte del Núcleo.

Sacudí la cabeza.

—No entiendo, pequeña —dije con más calma—. ¿Estás diciendo que hay IAs buenas e IAs malas? ¿No recuerdas que quisieron destruir la raza humana? ¿Y que aún pueden hacerlo si nos ponemos en su camino? A mi entender, eso los convierte en enemigos.

Aenea me tocó de nuevo la rodilla. Sus ojos oscuros estaban serios.

—No olvides, Raul, que la humanidad también estuvo a punto de destruir la raza humana. Los capitalistas y los comunistas estaban dispuestos a volar la Tierra cuando era el único planeta donde vivíamos. ¿Y por qué?

—Sí —concedí—, pero...

—Y la Iglesia está dispuesta a destruir a los éxters en este preciso momento. Genocidio en una escala que nuestra raza jamás ha visto.

—La Iglesia, como muchos otros, no cree que los éxters sean seres humanos —respondí.

—Pamplinas —barbotó Aenea—. Claro que son humanos. Evolucionaron a partir de orígenes humanos comunes, al igual que las IAs del TecnoNúcleo. Las tres razas son huérfanos en la tormenta.

—Las tres razas... —repetí—. Cielos, Aenea, ¿incluyes al Núcleo en tu definición de la humanidad?

—Nosotros los creamos. Usamos ADN humano para aumentar su capacidad informática, su inteligencia. Antes teníamos robots. Ellos crearon cíbridos a partir del ADN humano y de personalidades IA. En este momento tenemos en el poder una institución humana que otorga toda la gloria y exige todo el poder en nombre de su fidelidad a Dios... la Máxima Inteligencia humana. Tal vez el Núcleo tenga una situación similar, con los Máximos en control.

Me quedé mirando a la niña. No comprendía.

Aenea me apoyó otra mano en la rodilla. Sentí sus dedos fuertes a través de mis pantalones.

—Raul, ¿recuerdas lo que la IA Ummon le dijo al segundo cíbrido Keats? Eso se registró con precisión en los
Cantos
. Ummon hablaba en algo parecido a los koans zen. Al menos así tradujo el tío Martin la conversación.

Cerré los ojos para recordar esa parte del poema épico. Había pasado mucho tiempo desde que Grandam y yo nos turnábamos para recitar la historia alrededor de la fogata. Aenea dijo las palabras mientras empezaban a formarse en mi memoria.

—Ummon le dijo al segundo cíbrido Keats:

[Debes comprender/

Keats/

nuestra única oportunidad

era crear un híbrido/

Hijo del Hombre/

Hijo de la Máquina\\

Y hacer ese refugio tan atractivo

que la Empatía furtiva

no deseara otro lugar/\

Una conciencia ya casi divina

tanto como pudo ofrecerla la humanidad en treinta

generaciones\

una imaginación que abarca

el espacio y el tiempo\\

Y en tal ofrenda/

y unión/

forma un vínculo entre mundos

que podrían permitir

que ese mundo exista

para ambos.]

Reflexioné. El viento nocturno agitó la lona de la entrada del refugio y trajo dulces aromas del desierto. Estrellas desconocidas pendían en el horizonte sobre las viejas montañas de la Tierra.

—La Empatía era el componente fugitivo de la IM humana —dije lentamente, como resolviendo un acertijo—. Parte de nuestra conciencia humana evolucionada en el futuro, regresando en el tiempo.

Aenea me miró.

—El híbrido era el cíbrido John Keats —continué—. Hijo del Hombre y de la Máquina.

—No —murmuró Aenea—. Ese fue el segundo malentendido del tío Martin. Los cíbridos Keats no fueron creados para ser el refugio de la Empatía en estos tiempos. Fueron creados para ser el instrumento de esa fusión entre el Núcleo y la humanidad. En otras palabras, para tener descendencia.

Miré la mano que la niña me apoyaba en la pierna.

—¿Conque tú eres esa «conciencia ya casi divina, tanto como pudo ofrecerla la humanidad en treinta generaciones»?

Aenea se encogió de hombros.

—¿Y tienes «una imaginación que abarca el espacio y el tiempo»?

—Todos los seres humanos la tienen —dijo Aenea—. Pero cuando yo sueño e imagino, puedo ver cosas que existirán de veras. ¿Te acuerdas de que he dicho que recuerdo el futuro?

—Sí.

—Bien, ahora estoy recordando que tú soñarás con esta conversación dentro de unos meses, mientras estás en cama, terriblemente dolorido, en un mundo de nombre complicado, en una casa donde la gente se viste de azul.

—¿Qué?

—No importa. Tendrá sentido cuando suceda. Así ocurre con todas las improbabilidades cuando las ondas probabilísticas se condensan en hechos.

—Aenea —me oí decir mientras volaba en círculos cada vez más altos sobre el refugio del desierto, mirando la menguante imagen de la niña y de mí—, dime cuál es tu secreto, el secreto que te convierte en mesías, en «vínculo entre mundos».

—De acuerdo, Raul, amor mío —dijo, apareciendo súbitamente como una mujer adulta, justo antes de que yo me elevara demasiado para distinguir los detalles u oír las palabras en medio del soplido del aire contra mis alas oníricas—. Te lo diré. Escucha.

9

Cuando se trasladó al quinto sistema éxter, el grupo de ataque GEDEÓN dominaba el arte del exterminio con la precisión de una ciencia. Por sus cursos de historia militar en la Escuela de Mando, el padre capitán De Soya sabía que casi todas las batallas espaciales libradas a más de media UA de un planeta, luna, asteroide o punto estratégico del espacio se iniciaban por acuerdo mutuo. Recordaba que lo mismo sucedía con las primitivas flotas oceánicas de la Tierra pre-Hégira, donde las grandes batallas navales se había librado a la vista de tierra en las mismas regiones acuáticas, con sólo cambios lentos en la tecnología de las naves de superficie, desde la trirreme griega hasta el acorazado de acero. Los portaaviones y sus aviones de largo alcance habían alterado eso para siempre, permitiendo que las flotas se atacaran mar adentro y a gran distancia, pero estas batallas eran muy diferentes de los legendarios enfrentamientos donde las naves combatían a distancia visible. Aun antes que los misiles de crucero, las ojivas nucleares tácticas y las toscas armas de partículas terminaran para siempre con la era del combatiente marino de superficie, las flotas marítimas de Vieja Tierra habían sentido nostalgia por los días de los cañonazos y abordajes.

La guerra espacial había traído un retorno al enfrentamiento por acuerdo mutuo. Las grandes batallas de tiempos de la Hegemonía —como las guerras intestinas con el general Horace Glennon-Height y los de su calaña, o los siglos de guerra entre los mundos de la Red y los enjambres éxters— se habían librado cerca de un planeta o de un portal teleyector instalado en el espacio. Y las distancias entre los combatientes eran absurdamente cortas —cientos o decenas de miles de kilómetros, con frecuencia menos— en comparación con los años-luz y pársecs que habían recorrido. Pero esta aproximación al enemigo era necesaria por el tiempo que tardaba un haz láser o un misil común en recorrer siquiera una UA: la luz tardaba siete minutos en viajar del atacante al blanco, el misil con mejor propulsión tardaba mucho más. La caza, persecución y destrucción podían llevar días de búsqueda y evasión, ataque y rechazo. Las naves con capacidad C-plus no tenían incentivo para permanecer en el espacio enemigo, esperando esos misiles buscadores, y la restricción eclesiástica sobre las IAs en las ojivas nucleares limitaba la eficacia de estas armas. La forma de las batallas espaciales durante los siglos de la Hegemonía, pues, había sido sencilla: flotas que se trasladaban al espacio en disputa y encontraban otras flotas que se trasladaban o defensas internas menos móviles, una rápida aproximación a distancias más letales, un breve pero mortífero intercambio de energía, y la inevitable retirada de las fuerzas más devastadas —o destrucción total si las fuerzas defensoras no tenían adonde retirarse— seguida por la consolidación de las ganancias por parte de la flota vencedora.

Other books

Three Rivers by Tiffany Quay Tyson
Final del juego by Julio Cortázar
To Have (The Dumont Diaries) by Torre, Alessandra
Lush in Translation by Aimee Horton
Koolaids by Rabih Alameddine
Close Case by Alafair Burke
Caught in Amber by Pegau, Cathy
Red rain 2.0 by Michael Crow