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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (24 page)

El arzobispo Robeson intentó sonreír.

—Lo verá mañana, excelencia. Mañana quedará sobradamente claro.

Los VEMs eran inútiles en Marte. Usaron deslizadores blindados de Seguridad de Pax para volar a la meseta de Tharsis. El
Jibril
y varias naves-antorcha controlaron su avance. Cazas Escorpión patrullaban el aire y el espacio. A doscientos kilómetros de la meseta, cinco escuadrones de infantería descendieron de los deslizadores y se adelantaron a poca altura, barriendo la zona con sondas acústicas y organizando posiciones de fuego.

Nada se movía en Arafat-kaffiyeh salvo la arena.

Los deslizadores de seguridad del Santo Oficio aterrizaron primero, posando las patas en la arena del ejido oval de la ciudad, donde antes había crecido hierba. Las otras naves establecieron un campo de contención clase seis que hizo que los edificios de la plaza cimbrearan como en plena canícula. Los infantes habían creado un círculo defensivo centrado en el ejido. Los efectivos del gobernador y la Guardia interna establecieron un segundo perímetro externo en las calles de los alrededores de la plaza. Los ocho guardias suizos del arzobispo aseguraron el círculo fuera del campo de contención. Al fin los efectivos de seguridad del Santo Oficio descendieron por las rampas de los deslizadores y establecieron un perímetro interno.

—Despejado —declaró la voz del sargento de infantería en el canal táctico.

—Nada se mueve ni vive a un kilómetro de la zona uno —jadeó el teniente de la Guardia Interna—. Cuerpos en la calle.

—Aquí despejado —dijo el capitán de la Guardia Suiza.

—Confirmado, nada se mueve en Arafat-kaffiyeh salvo nuestra gente —dijo el capitán del
Jibril.

—Afirmativo —dijo el comandante Browning de Seguridad del Santo Oficio.

Sintiéndose tonto y malhumorado, el gran inquisidor bajó por la rampa al arenoso ejido. La máscara osmótica que tenía que usar no contribuía a mejorar su ánimo, con el respirador circular echado sobre el hombro como un medallón flojo.

El padre Farrell, el arzobispo Robeson, la gobernadora Palo y varios funcionarios corrieron para seguirle el paso mientras el cardenal Mustafa pasaba junto a los soldados arrodillados y, con gesto imperativo, ordenaba abrir un portal en el campo de contención. Lo atravesó a pesar de las protestas del comandante Browning y los soldados de armadura negra, que corrían para alcanzarlo.

—¿Dónde está el primero de los...? —exclamó el gran inquisidor mientras corría por la calle angosta. Aún no se acostumbraba a la escasa gravedad.

—A la vuelta de esa esquina —jadeó el arzobispo.

—Realmente deberíamos esperar a que los campos externos... —dijo la gobernadora Palo.

—Aquí —dijo el padre Farrell, señalando calle abajo.

El grupo de quince se paró tan súbitamente que los asistentes y guardias de retaguardia tuvieron que frenarse para no chocar contra las autoridades.

—Dios santo —murmuró el arzobispo Robeson, persignándose y palideciendo.

—¡Cristo! —murmuró la gobernadora Clare Palo—. He visto los holos y fotos durante dos semanas pero... Cristo.

—Ah —jadeó el padre Farrell, acercándose al primer cuerpo.

El gran inquisidor se acercó y se arrodilló en la arena roja. La forma desfigurada parecía como si alguien hubiera modelado una escultura abstracta con la carne, el hueso y el cartílago. No habría sido reconociblemente humana de no ser por los dientes que relucían en la boca estirada y una mano tendida en el arremolinado polvo marciano.

—¿Esto es obra de animales? —preguntó el gran inquisidor—. ¿Aves carroñeras? ¿Ratas?

—Negativo —dijo el mayor Piet, comandante de la fuerza terrestre del gobernador—. No hay aves en la meseta de Tharsis desde que la atmósfera empezó a perder densidad hace dos siglos. Y los detectores de movimiento no han captado ratas ni otras criaturas vivientes desde que esto sucedió.

—¿El Alcaudón hizo esto? —dijo el gran inquisidor, poco convencido. Se incorporó y caminó hacia el segundo cuerpo. Podría haber sido una mujer. Daba la impresión de que la habían vuelto del revés y desgarrado—. ¿Y esto?

—Eso creemos —dijo la gobernadora Palo—. Los milicianos que encontraron esto trajeron la cámara de seguridad que filmó ese holo de treinta y ocho segundos que le hemos mostrado.

—Parecía una docena de Alcaudones matando a una docena de personas —dijo el padre Farrell—. Era borroso.

—Había una tormenta de arena —dijo el mayor Piet—. Y había un solo Alcaudón... Hemos estudiado las imágenes individuales. Se desplazaba tan deprisa en medio de la multitud que parecía varias criaturas.

—Se desplazaba en medio de la multitud... —murmuró el gran inquisidor. Se acercó a un tercer cuerpo que parecía ser el de un niño o una mujer menuda—. Haciendo esto.

—Haciendo esto —repitió la gobernadora Palo. Miró al arzobispo Robeson, que se había apoyado en una pared.

Había una veintena de cuerpos en ese sector de la calle.

El padre Farrell se arrodilló y pasó su mano enguantada por el pecho y la cavidad pectoral del primer cadáver. La carne estaba congelada, al igual que la sangre, que caía en una cascada de hielo negro.

—¿Y no había rastros del cruciforme? —preguntó.

La gobernadora Palo sacudió la cabeza.

—No en los dos cuerpos que los milicianos recobraron para tratar de resucitarlos. No había el menor rastro del cruciforme. Si hubiera quedado el menor vestigio, aun un milímetro de nódulo o trozo de fibra en el tronco encefálico...

—Sabemos eso —rugió el gran inquisidor, interrumpiendo la explicación.

—Muy extraño —dijo el obispo Erdle, experto en resurrección del Santo Oficio—. Que yo sepa, nunca hubo un caso donde el cadáver quedara tan entero y no encontráramos un vestigio del cruciforme. La gobernadora Palo tiene razón, por cierto. Un ínfimo resto del cruciforme es todo lo que se necesita para el Sacramento de la Resurrección.

El gran inquisidor se detuvo para inspeccionar un cuerpo que habían arrojado contra una baranda de hierro, con tal fuerza que lo habían empalado en doce puntos.

—Parece que el Alcaudón buscaba los cruciformes. Les arrancó hasta el último jirón.

—No es posible —dijo el obispo Erdle—. Simplemente no es posible. Hay más de quinientos metros de microfibra en las extensiones nodulares celulares de...

—No es posible —convino el gran inquisidor—. Pero apuesto a que ninguno de estos cuerpos será recuperable cuando los enviemos. El Alcaudón les habrá arrancado el corazón, los pulmones y la garganta, pero primero les arrancó el cruciforme.

El comandante Browning rodeó la esquina con cinco soldados de armadura negra.

—Excelencia —dijo por un canal táctico que sólo el gran inquisidor podía oír—. Lo peor está a una manzana... por aquí.

El séquito siguió al hombre de armadura negra, pero con lentitud y desgana.

Catalogaron trescientos sesenta y dos cuerpos. Muchos estaban en la calle, la mayoría en edificios de la ciudad o dentro de los cobertizos, hangares y naves del nuevo puerto espacial del linde de Arafat-kaffiyeh. Se tomaron holos y los equipos forenses del Santo Oficio se hicieron cargo, grabando cada escena antes de llevar los cuerpos al depósito de cadáveres de las afueras de San Malaquías. Se determinó que todos los cuerpos pertenecían a gente de otros mundos. No había palestinos locales ni marcianos nativos entre ellos.

El puerto espacial era lo que más intrigaba a los expertos de Pax.

—Ocho naves de descenso prestando servicio en ese campo —dijo el mayor Piet—. Son muchas. El puerto de San Malaquías sólo usa dos. —Miró el purpúreo cielo marciano—. Suponiendo que las naves estelares tuvieran sus propias naves de descenso adonde iban, por lo menos dos cada una, si eran cargueros, estamos hablando de logística en gran escala.

El gran inquisidor miró al arzobispo de Marte, pero Robeson sólo alzó las manos.

—No sabíamos nada de estas operaciones. Como expliqué antes, era un proyecto del Opus Dei.

—Bien —dijo el gran inquisidor—, por lo que sabemos, todo el personal del Opus Dei ha muerto irrecuperablemente, así que es responsabilidad del Santo Oficio. ¿No sabe para qué construyeron este puerto? ¿Metales pesados, quizás? ¿Alguna especie de proyecto minero?

La gobernadora Palo negó con la cabeza.

—Este mundo ha tenido explotación minera durante más de mil años. No quedan metales pesados dignos de embarcar. No hay minerales que justifiquen una operación local, y mucho menos del Opus Dei.

El mayor Piet alzó su visor y se frotó la barba crecida.

—Algo se embarcaba en grandes cantidades desde aquí, excelencias. Ocho naves de descenso, un sofisticado sistema de cuadrículas, seguridad automatizada...

—Si el Alcaudón, o lo que fuera, no hubiera destruido los sistemas informáticos y de grabación... —comenzó el comandante Browning. El mayor Piet sacudió la cabeza.

—No fue el Alcaudón. Los ordenadores ya habían sido destruidos con cargas explosivas y virus ADN. —Echó una ojeada al edificio administrativo desierto. La arena roja ya se filtraba por portales y rendijas—. Sospecho que estas personas destruyeron sus registros antes de que llegara el Alcaudón. Creo que estaban preparándose para marcharse. Por eso las naves estaban en modalidad prelanzamiento, con sus sistemas a punto para el despegue.

El padre Farrell asintió.

—Pero sólo tenemos las coordenadas orbitales. No consta con quién iban a encontrarse allá.

El mayor Piet miró la tormenta de polvo por la ventana.

—Hay veinte autobuses terrestres en ese terreno —murmuró, como hablando consigo mismo—. Cada cual puede transportar hasta ochenta personas. Demasiados recursos logísticos si el contingente del Opus Dei se limitaba a las trescientas sesenta personas cuyos cuerpos hemos encontrado.

La gobernadora Palo frunció el ceño y cruzó los brazos.

—No sabemos cuánto personal del Opus Dei había aquí, mayor. Como usted señaló, la documentación fue destruida. Tal vez había miles...

El comandante Browning se aproximó a las autoridades.

—Con permiso, gobernadora, pero las barracas del perímetro podían albergar a unas cuatrocientas personas. Creo que el mayor puede estar en lo cierto... todo el personal del Opus Dei se limitaba a los cadáveres que hemos encontrado.

—No podemos estar seguros, comandante —dijo la gobernadora Palo con cierto disgusto.

—No, gobernadora.

Ella señaló la tormenta de polvo que oscurecía los autobuses aparcados.

—Y tenemos pruebas de que necesitaban transporte para muchas personas más.

—Quizá fuera un contingente de avanzada —dijo el comandante Browning—. Allanando el camino para una población mucho más numerosa.

—¿Entonces por qué destruir la documentación y las IAs restringidas? —preguntó el mayor Piet—. ¿Por qué da la impresión de que de disponían a marcharse para siempre?

El gran inquisidor se aproximó y extendió su mano enguantada de negro.

—Por ahora terminaremos con las especulaciones. El Santo Oficio comenzará a tomar declaraciones y a realizar interrogatorios mañana. Gobernadora, ¿podemos usar su oficina del palacio?

—Desde luego, excelencia. —Palo bajó el rostro, ya fuera para mostrar deferencia o para ocultar sus expresión.

—Muy bien —dijo el gran inquisidor—. Comandante, mayor, llamen a los deslizadores. Dejaremos aquí al personal forense y del depósito de cadáveres. —El cardenal Mustafa miró la tormenta, cuyo aullido atravesaba las diez capas de ventanas de plástico—. ¿Cómo llaman a esta tormenta de polvo?

—Simún —dijo la gobernadora Palo—. Estas tormentas solían cubrir todo el planeta. Cada año marciano son más intensas.

—Los lugareños dicen que son los antiguos dioses marcianos —susurró el arzobispo Robeson—. Reclamando lo que es suyo.

A menos de catorce años-luz del sistema de Vieja Tierra, sobre el mundo llamado Vitus-Gray-Balianus B, una nave estelar que antes se llamaba
Rafael
pero que ahora no tenía nombre terminó de frenar y entró en órbita geosincrónica. Las cuatro criaturas de a bordo flotaban en cero g frente a la pantalla, la mirada fija en la imagen de ese mundo desértico.

—¿Cuan fiable es nuestra lectura de las perturbaciones del campo teleyector? —preguntó la mujer llamada Scylla.

—Más fiable que muchas otras pistas —dijo su gemela, Rhadamanth Nemes—. Verificaremos.

—¿Empezamos con una base de Pax? —preguntó el varón llamado Gyges.

—La más grande —dijo Nemes.

—Ésa es la base de Bombasino —dijo Briareus, verificando el código—. Hemisferio norte, canal central. Una población de...

—No nos interesa saber la población —interrumpió Rhadamanth Nemes—. Sólo nos interesa saber si la niña Aenea, el androide y ese bastardo Endymion han venido por aquí.

—Nave de descenso preparada —dijo Scylla.

Entraron chirriando en la atmósfera, extendieron las alas al cruzar el terminador, transmitieron el código del Vaticano para autorizar el aterrizaje y se posaron entre cazas Escorpión, deslizadores de transporte y VEMs blindados. Un agitado teniente los saludó y los acompañó hasta la oficina del comandante.

—¿Así que son miembros de la Guardia Noble? —preguntó el comandante Solznykov, estudiándoles la cara y mirando los datos del disco.

—Nosotros se lo hemos dicho —replicó secamente Rhadamanth Nemes— Nuestros papeles, chips y discos se lo han dicho. ¿Cuántas repeticiones necesita, comandante?

Solznykov enrojeció. Miró el holo de interfase en vez de replicar. Técnicamente, estos oficiales de la Guardia Noble —miembros de una de las nuevas unidades exóticas del papa— podían impartirle órdenes. Técnicamente, podían ordenar que lo fusilaran o excomulgaran, pues su rango de jefes de cohorte de la Guardia Noble combinaba los poderes de la flota de Pax y del Vaticano. Técnicamente —según la redacción y encriptado de prioridad del disco— podían impartir órdenes a un gobernador planetario o dictar normas eclesiásticas al arzobispo de un mundo. Técnicamente, Solznykov hubiera deseado que esos engendros nunca hubieran aparecido en ese mundo de mala muerte.

El comandante sonrió forzadamente.

—Nuestras fuerzas están a disposición de ustedes. ¿En qué puedo ayudar?

La delgada mujer llamada Nemes extendió una holotarjeta y la activó. Las cabezas en tamaño natural de tres personas flotaron sobre el escritorio. Mejor dicho, dos personas, pues el tercer rostro pertenecía obviamente a un androide de tez azul.

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