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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (26 page)

Sonreí.

—Un poco cínico, ¿no le parece, padre?

Los ojos claros del sacerdote se clavaron en los míos.

—No tan cínico como ir a la muerte sin motivo, Raul, cuando puedes aceptar a Cristo como tu Señor, hacer buenas obras entre otros seres humanos, servir a tu comunidad y tus hermanos en Cristo y de paso salvar tu vida física y tu alma inmortal.

Asentí.

—Tal vez la época en que él vivió sí era importante —dije al cabo de un minuto.

El padre Clifton parpadeó.

—Blaise Pascal —aclaré—. Él vivió una revolución intelectual rara vez vista en la historia de la humanidad. Para colmo, Copérnico, Kepler y otros de la misma talla estaban abriendo el universo. El Sol se estaba convirtiendo en una simple estrella, padre. Todo se desplazaba, se corría, se alejaba del centro. Pascal dijo una vez: «Me aterra el silencio eterno de esos espacios infinitos.»

El padre Clifton se inclinó aún más. Pude oler el jabón y la crema de rasurar en su piel tersa.

—Más razón aún para considerar la sabiduría de su apuesta, Raul.

Parpadeé, ansiando alejarme de esa cara rosada, fregada y redonda. Temía oler a sudor, dolor y miedo. No me había cepillado los dientes en veinticuatro horas.

—No creo que desee hacer ninguna apuesta si eso significa reconocer una Iglesia corrupta que transforma la obediencia y la sumisión en el precio por salvar la vida de un hijo —dije.

El padre Clifton retrocedió como si lo hubiera abofeteado. Su tez clara se puso más roja. Se levantó y me palmeó el hombro.

—Trata de dormir. Hablaremos de nuevo mañana, antes de que te vayas.

Pero para mí no habría «mañana». Si en ese momento hubiera estado fuera, mirando el cuadrante indicado del cielo del atardecer, habría visto la lengua de llamas que atravesaba la cúpula color cobalto mientras la nave de Nemes descendía en la base de Bombasino.

Cuando el padre Clifton se marchó, me dormí.

Miré desde arriba mientras Aenea y yo continuábamos nuestra conversación en su refugio en la noche del desierto.

—He tenido antes este sueño —dije, mirando en torno y tocando la piedra que había bajo la lona de su refugio. La roca aún retenía el calor diurno.

—Sí —dijo Aenea. Bebía una nueva taza de té.

—Ibas a contarme el secreto que te convierte en mesías —me oí decir—. El secreto que te convierte en ese «vínculo entre mundos» del cual hablaba la IA Ummon.

—Sí —dijo mi joven amiga, y asintió de nuevo—, pero primero dime si crees que tu respuesta al padre Clifton era adecuada.

—¿Adecuada? —Me encogí de hombros—. Yo estaba furioso.

Aenea bebió té. El humo de la taza le tocó las pestañas.

—Pero realmente no respondiste a su pregunta sobre la apuesta de Pascal.

—Era la única respuesta que necesitaba dar —repliqué con irritación—. El pequeño Bin Ria Dem Loa Alem se está muriendo de cáncer. La Iglesia usa el cruciforme para forzar una conversión. Eso es corrupto... sucio. No lo toleraré.

Aenea me miró por encima de la taza humeante.

—Pero si la Iglesia no fuera corrupta, Raul... si ofreciera el cruciforme sin precio ni reservas, ¿lo aceptarías?

—No. —Me sorprendió la contundencia de mi respuesta.

La niña sonrió.

—Conque no es la corrupción de la Iglesia lo que está en el centro de tu objeción. Rechazas la resurrección en sí.

Iba a hablar, vacilé, fruncí el ceño y luego reformulé mi idea.

—Rechazo esta clase de resurrección, sí.

—¿Existe otra? —preguntó Aenea, siempre sonriendo.

—Así pensaba la Iglesia. Durante casi tres mil años ofreció la resurrección del alma, no del cuerpo.

—¿Y crees en esa otra clase de resurrección?

—No —repetí, tan prontamente como antes. Sacudí la cabeza—. La apuesta de Pascal nunca me atrajo. Parece lógicamente... vacía.

—Tal vez porque sólo plantea dos opciones —me dijo Aenea. Un búho lanzó un graznido breve y agudo en la noche del desierto—. Resurrección espiritual e inmortalidad o muerte y condenación.

—Las dos últimas no son la misma cosa.

—No, pero quizá lo eran para alguien como Blaise Pascal. Alguien aterrado por el «eterno silencio de esos espacios infinitos».

—Agorafobia espiritual —dije.

Aenea se echó a reír. El sonido era tan franco y espontáneo que no pude dejar de amarlo. De amarla a ella.

—Parece que la religión siempre nos ha ofrecido esa falsa dualidad —dijo Aenea, apoyando la taza de té en una piedra chata—. Los silencios del espacio infinito o el acogedor confort de la certidumbre interior.

Chasqueé la lengua.

—La Iglesia de Pax nos ofrece una certidumbre más pragmática.

Aenea asintió.

—Tal vez sea su único recurso en la actualidad. Tal vez nuestra reserva de fe espiritual se haya agotado.

—Tal vez debió agotarse mucho tiempo atrás —dije con severidad—. La superstición ha cobrado un precio terrible a nuestra especie. Guerras, persecuciones, resistencia contra la lógica, la ciencia y la medicina... por no mencionar la acumulación de poder en manos de gentes como los que dirigen Pax.

—¿Entonces toda religión es superstición, Raul? ¿Toda la fe es locura?

Pestañeé. La luz pálida del interior del refugio y la luz más pálida de las estrellas jugaban sobre sus pómulos afilados y la suave curva de su barbilla.

—¿A qué te refieres? —pregunté, esperando una trampa.

—Si tuvieras fe en mí, ¿sería una locura?

—Fe en ti... ¿cómo? —dije, oyendo mi voz recelosa, casi huraña—. ¿Como amiga? ¿O como mesías?

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Aenea, sonriendo de nuevo con ese gesto que siempre implicaba un desafío.

—La fe en una amiga es... amistad. Lealtad. —Vacilé—. Amor.

—¿Y la fe en un mesías? —dijo Aenea, recibiendo la luz en los ojos.

—Eso es religión —respondí con brusquedad.

—¿Y si el mesías es tu amiga? —dijo ella, sonriendo abiertamente.

—Querrás decir «¿Y si tu amiga se cree mesías?» —repliqué, encogiéndome de hombros—. Supongo que debes ser leal a ella y tratar de mantenerla alejada del manicomio.

Aenea dejó de sonreír, pero intuí que no era por mi rudo comentario. Su mirada se había vuelto hacia su interior.

—Ojalá fuera tan sencillo, mi querido amigo.

Conmovido, embargado por una angustia tan palpable como la náusea, dije:

—Ibas a contarme por qué fuiste elegida como mesías, pequeña. Por qué eres el vínculo entre dos mundos.

La niña —la joven mujer— asintió solemnemente.

—Fui escogida simplemente porque fui esa primera hija del Núcleo y la humanidad.

Me lo había dicho antes. Esta vez asentí.

—¿Conque esos son los mundos que conectas... el Núcleo y nosotros?

—Dos de esos mundos, sí —dijo Aenea, mirándome de nuevo— No son los dos únicos. Eso es precisamente lo que hacen los mesías, unen mundos diferentes. Épocas diferentes. Brindan el vínculo entre dos conceptos inconciliables.

—¿Y tu conexión con estos dos mundos te convierte en mesías?

Aenea se impacientó. Algo parecido a la furia brilló en sus ojos.

—No —dijo bruscamente—. Soy mesías por lo que puedo hacer.

Me asombró su vehemencia.

—¿Qué puedes hacer, pequeña?

Aenea extendió la mano y me tocó suavemente.

—¿Recuerdas que dije que la Iglesia y Pax tenían razón en cuanto a mí, Raul? ¿Que yo era un virus?

—Sí.

Ella me apretó la muñeca.

—Yo puedo transmitir ese virus, Raul. Puedo contagiar a otros. En progresión geométrica. Una plaga de portadores.

—¿Portadores de qué? ¿Del mesianismo?

Aenea negó con la cabeza. Su expresión era tan triste que me dio ganas de consolarla, de rodearla con los brazos. Aún me aferraba la muñeca con fuerza.

—No —dijo—. Sólo del próximo paso en lo que somos. Lo que podemos ser.

Contuve la respiración.

—Hablaste de enseñar la física del amor. De entender el amor como una fuerza básica del universo. ¿Ese es el virus?

Sin soltarme la muñeca, me miró un largo instante.

—Ésa es la fuente del virus —murmuró—. Lo que yo enseño es cómo usar esa energía.

—¿Cómo? —murmuré.

Aenea parpadeó, como si fuera ella la que soñaba y estaba a punto de despertar.

—Digamos que hay cuatro pasos. Cuatro etapas. Cuatro niveles.

Esperé. Sus dedos formaron un círculo alrededor de mi muñeca capturada.

—La primera etapa consiste en aprender el idioma de los muertos —dijo.

—¿Qué significa...?

—Cállate. —Aenea se llevó el índice de la mano libre a los labios—. La segunda consiste en aprender el idioma de los vivos.

Asentí sin comprender.

—La tercera consiste en oír la música de las esferas —me susurró Aenea.

En mis lecturas de Taliesin Oeste me había topado con este antiguo giro: se asociaba con la astrología, con la era precientífica de la Vieja Tierra, con los pequeños modelos de madera de un sistema solar de Kepler basado en formas perfectas, con estrellas y planetas movidos por ángeles, con toneladas de ambigüedades. Ignoraba de qué hablaba mi amiga y cómo se aplicaría a una época en que la humanidad se desplazaba por la galaxia a mayor velocidad que la luz.

—La cuarta etapa —dijo ella, de nuevo fijando su mirada en su interior— consiste en aprender a dar el primer paso.

—El primer paso —repetí confundido—. ¿Te refieres al primer paso que mencionaste... aprender el idioma de los muertos?

Aenea negó con la cabeza, imponiéndome concentración. Era como si por un instante hubiera estado en otra parte.

—No, quiero decir dar el primer paso.

Conteniendo el aliento, dije:

—De acuerdo, estoy listo, pequeña. Enséñame.

Aenea sonrió de nuevo.

—Ésa es la ironía, Raul, amor mío. Si elijo hacer esto, siempre seré conocida como La Que Enseña. Pero en realidad no tengo que enseñarlo. Sólo tengo que compartir este virus para mostrar estas etapas a quienes desean aprender.

Miré sus dedos enrollados alrededor de mi muñeca.

—¿Así que ya me has contagiado el virus? —pregunté. No sentía nada salvo el cosquilleo eléctrico que su contacto me producía siempre.

Mi amiga no.

—No, Raul. No estás preparado. Y se requiere una comunión para compartir el virus, no sólo contacto. Y no he decidido qué hacer, siempre que lo haga.

—¿Compartir conmigo? —dije, pensando:
¿Comunión?

—Compartir con todos —susurró ella con seriedad—. Con todos los que estén preparados para aprender. —De nuevo me miró directamente. En alguna parte del desierto aullaba un coyote—. Estos niveles, o etapas, no pueden coexistir con un cruciforme, Raul.

—¿Los renacidos no pueden aprender? —pregunté. Eso descartaba a la gran mayoría de los seres humanos.

Ella negó con la cabeza.

—Pueden aprender... pero no pueden seguir siendo renacidos. Deben deshacerse del cruciforme.

Suspiré. No comprendía casi nada de esto, pero eso era porque me parecía ambiguo.
¿Acaso todos los mesías no hablan ambiguamente?
, preguntó mi lado cínico con la voz seca de Grandam.

—No hay modo de extraer el cruciforme sin matar a la persona que lo lleva —dije en voz alta—. La muerte verdadera. —Siempre me había preguntado si por esto me negaba a aceptar la cruz. O quizá fuera mi juvenil creencia en mi propia inmortalidad.

Aenea no respondió directamente.

—La gente de la Hélice del Espectro de Amoiete te agrada, ¿verdad? —dijo.

Pestañeando, traté de entender. ¿Había soñado con esa frase, esa gente, ese dolor? ¿No estaba soñando ahora? ¿O éste era el recuerdo de una conversación real? Pero Aenea no sabía nada sobre Dem Ria, Dem Loa y los demás. La noche y el refugio de piedra y lona parecían ondular como un sueño hecho jirones.

—Me gustan —dije, notando que mi amiga alejaba sus dedos de mi muñeca.
¿Ya no estaba mi muñeca esposada al cabezal?

Aenea asintió y bebió su té.

—Hay esperanza para la gente de la Hélice del Espectro. Y para los miles de culturas que han surgido o resurgido desde la Caída. La Hegemonía significaba homogeneidad, Raul. Pax significa aún más homogeneidad. El genoma humano... el alma humana... desconfía de lo homogéneo, Raul. Siempre está dispuesta a arriesgarse, a afrontar el cambio y la diversidad.

—Aenea —dije, extendiendo la mano—. Yo no... nosotros no podemos...

Tuve una sensación de caída y el sueño se despedazó como cartón delgado bajo la lluvia. Mi amiga desapareció.

—Despierta, Raul. Vienen a por ti. Es Pax.

Traté de despertarme, trepando hacia la conciencia como una máquina lenta reptando cuesta arriba, pero el peso de la fatiga y los calmantes me arrastraban hacia abajo. No comprendía por qué Aenea quería que me despertara. La charla era muy agradable en el sueño.

—Despierta, Raul Endymion.

No era Aenea. Aun antes de despabilarme reconocí la voz blanda y el dialecto de Dem Ria.

Me incorporé. ¡La mujer me estaba desvistiendo! Noté que me había quitado la bata y me ponía una camiseta limpia que olía a brisa fresca, pero que era sin duda mi camiseta. Ya me había puesto los calzoncillos. Mis pantalones de sarga, mi camisa y mi chaleco estaban al pie de la cama. ¿Cómo había hecho esto con la esposa sobre mi...?

Me miré la muñeca. Las esposas abiertas estaban sobre la manta. La circulación del brazo se normalizaba con un doloroso hormigueo. Me lamí los labios y traté de hablar sin que me resbalara la voz.

—¿Pax? ¿Vienen para aquí?

Dem Ria me puso la camisa como si yo fuera su hijo Bin. Le aparté las manos y traté de cerrar los botones con dedos repentinamente torpes. En Taliesin Oeste usaban botones en vez de sellos adhesivos, y creía haberme acostumbrado a ellos, pero esto me llevaba una eternidad.

—Oímos por radio que una nave había aterrizado en Bombasino. Había cuatro personas con uniforme desconocido, dos hombres y dos mujeres. Le preguntaron por ti al comandante. Luego despegaron... esa nave y tres deslizadores. Estarán aquí dentro de cuatro minutos, tal vez menos.

—¿Radio? —pregunté estúpidamente—. Creí que la radio no funcionaba. ¿No es por eso que el sacerdote fue a la base a buscar a la doctora?

—La radio del padre Clifton no funcionaba —susurró Dem Ria, obligándome a levantarme. Me sostuvo mientras yo me ponía los pantalones—. Nosotros tenemos radios... transmisores de haz angosto... retransmisores por satélite, sobre los cuales Pax no sabe nada. Y espías en varios sitios. Uno nos ha advertido... deprisa, Raul Endymion. Las naves pronto estarán aquí.

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