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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (30 page)

De pronto las luces se apagaron.

Mientras estoy en fase, pensó Nemes. Imposible. Nada podía suceder tan rápidamente.

Se detuvo. No había ninguna luz en el túnel, nada que ella pudiera amplificar. Pasó a infrarrojo, escrutando el pasadizo. Vacío. Abrió la boca y lanzó un grito sonar, volviéndose para hacer lo mismo en la dirección contraria. Vacío. El alarido ultrasónico rebotó en el extremo del túnel. Modificó el campo que la rodeaba para lanzar una pulsación de radar profundo en ambas direcciones. El túnel estaba vacío, pero el radar profundo registraba kilómetros de laberintos de túneles similares en todas las direcciones. A treinta metros, más allá de una gruesa puerta metálica, había un garaje subterráneo con una selección de vehículos y formas humanas.

Todavía suspicaz, Nemes salió de fase un instante para averiguar por qué las luces se habían apagado en un microsegundo.

La forma estaba justo frente a ella. Nemes tuvo menos de una diezmilésima de segundo para cambiar de fase mientras cuatro puños afilados la embestían con la fuerza de cien mil topadoras. Rodó por el túnel, la escalera y la pared de roca maciza, cayendo en lo más hondo de la piedra. Las luces seguían apagadas.

En los veinte días estándar que el gran inquisidor pasó en Marte, aprendió a odiar ese mundo más que al infierno mismo.

Los simunes planetarios soplaban todos los días. Aunque él y su equipo de veinte personas habían ocupado el palacio de gobierno de las inmediaciones de San Malaquías, y aunque el palacio era teóricamente tan hermético como una nave de Pax, con filtración constante del aire, con ventanas que consistían en cincuenta y dos capas de plástico de alto impacto, con entradas que parecían más cámaras de presión que puertas, el polvo marciano penetraba.

Cuando el cardenal John Domenico Mustafa tomaba la ducha de agujas por la mañana, el polvo que había acumulado por la noche bajaba en rojos riachuelos de lodo por el desagüe. Cuando el criado del gran inquisidor le ayudaba a ponerse la sotana limpia por la mañana, ya había rastros de polvillo rojo en los pliegues sedosos. Cuando Mustafa desayunaba —a solas en el comedor del palacio—, el polvillo crujía entre sus muelas. Durante las entrevistas e interrogatorios del Santo Oficio celebradas en la vasta sala de baile del palacio, el gran inquisidor sentía que el polvo se le acumulaba en el tobillo, el cuello, el cabello y bajo las uñas manicuradas.

Era ridículo. Los deslizadores y los cazas Escorpión permanecían en tierra. El puerto espacial operaba sólo unas horas al día, durante las breves treguas del simún. Los vehículos terrestres aparcados pronto se convertían en montículos y ventisqueros de arena roja, y ni siquiera los filtros impedían que las partículas rojas invadieran los motores y los módulos de estado sólido. Algunos antiguos vehículos todo terreno y lanzaderas de fusión mantenían la entrada de alimentos e información en la capital, pero en la práctica el gobierno y las fuerzas armadas de Pax estaban aislados en Marte.

Al quinto día del simún llegaron informes de ataques palestinos contra bases de Pax en la meseta de Tharsis. El mayor Piet, el lacónico comandante de las fuerzas terrestres de la gobernadora, tomó una compañía de efectivos de Pax y la Guardia Interna y partió en vehículos reptadores y transportes con orugas. Los emboscaron a cien kilómetros de la meseta y sólo Piet y la mitad de su gente regresaron a San Malaquías.

En la segunda semana llegaron informes de ataques palestinos contra varias guarniciones de ambos hemisferios. Se perdió todo contacto con el contingente de Hellas y la estación polar sur comunicó al
Jibril
que se preparaba para rendirse ante los atacantes.

La gobernadora Clare Palo —trabajando desde una pequeña oficina que había pertenecido a uno de sus asistentes— habló con el arzobispo Robeson y el gran inquisidor y lanzó armas tácticas de fusión y plasma contra las guarniciones sitiadas. El cardenal Mustafa aprobó el uso del
Jibril
en la lucha contra los palestinos, y Sudpolar Uno fue barrida desde órbita. Los comandantes de la Guardia Interna, Pax, la infantería de la flota, la Guardia Suiza y el Santo Oficio se aseguraron de que San Malaquías, su catedral y el palacio de gobierno estuvieran a salvo de un ataque. En la implacable tormenta de polvo, todo aborigen que se aproximara a ocho kilómetros de la ciudad y no usara un transmisor de Pax era incinerado y su cuerpo recobrado después. No todos eran guerrilleros palestinos.

—El simún no puede durar para siempre —gruñó el comandante Browning, jefe de las fuerzas de segundad del Santo Oficio.

—Puede durar de tres a cuatro meses estándar —dijo el mayor Piet, enfundado en un yeso contra quemaduras—. Tal vez más.

El trabajo del Santo Oficio de la Inquisición no conducía a ninguna parte: los soldados que habían descubierto la matanza de Arafat-kaffiyeh fueron nuevamente interrogados con droga de la verdad y neurosonda, pero sus versiones no se modificaron; los expertos forenses del Santo Oficio trabajaron con los forenses de la enfermería de San Malaquías sólo para confirmar que no era posible resucitar a ninguno de los trescientos sesenta y dos cadáveres. El Alcaudón les había arrancado cada nódulo y milifibra del cruciforme; se enviaron preguntas a Pacem por nave correo, relacionadas con la identidad de las víctimas, la índole de las operaciones del Opus Dei en Marte y los motivos para ese avanzado puerto espacial, pero cuando la nave regresó al cabo de catorce días locales, sólo traía la identidad de las víctimas, sin explicaciones sobre su relación con el Opus Dei ni los motivos de esa organización para operar en Marte.

Al cabo de quince días de tormenta de polvo, nuevos informes sobre ataques palestinos contra convoyes y guarniciones y largos días de interrogatorio y análisis de pruebas que no llevaban a ninguna parte, el gran inquisidor se alegró al oír que el capitán llamaba por haz angosto desde el
Jibril
para anunciar que una emergencia requería que él y su séquito regresaran a órbita cuanto antes.

El
Jibril
era uno de los flamantes arcángeles estelares, y para el cardenal Mustafa era funcional y mortífero mientras sus naves de descenso se aproximaban. El gran inquisidor no sabía mucho sobre las naves de guerra de Pax, pero aun él podía ver que el capitán Wolmak había preparado la nave para la batalla: los botalones y sensores estaban retraídos, la mole del motor Gedeón presentaba un blindaje reflectante, y los portales de armamentos estaban despejados para la acción. Detrás del arcángel giraba Marte, un disco polvoriento del color de la sangre seca. El cardenal Mustafa deseó que fuera la última vez que viera ese lugar.

El padre Farrell comentó que las ocho naves-antorcha del grupo operativo del sistema estaban a quinientos kilómetros del
Jibril
, en una apretada formación defensiva, y el gran inquisidor comprendió que sucedía algo grave.

La nave de Mustafa fue la primera en atracar y Wolmak lo recibió en la antecámara. El campo de contención interna les daba gravedad.

—Mis disculpas por interrumpir su inquisición, excelencia —dijo el capitán.

—No tiene importancia —replicó el cardenal Mustafa, sacudiéndose la arena de la túnica—. ¿Qué es tan importante, capitán?

Wolmak titubeó, mirando al séquito que seguía al gran inquisidor: el padre Farrell, seguido por el comandante Browning, tres asistentes del Santo Oficio, el sargento Nell Kasner, el capellán de resurrección Erdle y el mayor Piet, ex comandante de fuerzas terrestres de la gobernadora Palo que el cardenal Mustafa había tomado a su servicio.

El gran inquisidor reparó en la vacilación del capitán.

—Puede hablar libremente, capitán. En este grupo todos tienen autorización del Santo Oficio.

Wolmak asintió.

—Excelencia, hemos encontrado la nave.

El cardenal Mustafa lo miró sin comprender.

—El carguero que debía abandonar la órbita de Marte el día de la matanza, excelencia —continuó el capitán—. Sabíamos que sus naves de descenso se habían citado con alguna nave ese día.

—Sí —dijo el gran inquisidor—, pero suponíamos que ya se habría ido, trasladándose al sistema estelar al cual se dirigía.

—Sí, señor —dijo Wolmak—, pero pedí una búsqueda dentro del sistema, por si la nave nunca se había elevado a C-plus. La encontramos en el cinturón de asteroides.

—¿Ese era su destino? —preguntó Mustafa.

—Creo que no, excelencia. El carguero gira a la deriva. Nuestros instrumentos no muestran vida a bordo, ni sistemas activados... ni siquiera el motor de fusión.

—¿Pero es un carguero estelar? —preguntó el padre Farrell.

El capitán Wolmak se volvió hacia ese hombre alto y delgado.

—Sí, padre. El
Saigon Maru
. Un carguero de minerales de tres millones de toneladas que está operativo desde tiempos de la Hegemonía.

—Mercantilus —murmuró el gran inquisidor.

Wolmak lo miró sombríamente.

—Originalmente, excelencia. Pero nuestros registros muestran que el
Saigon Maru
fue dado de baja de la flota de Mercantilus y transformado en chatarra hace ocho años estándar.

El cardenal Mustafa y el padre Farrell se miraron.

—¿Ya ha abordado la nave, capitán? —preguntó el comandante Browning.

—No —dijo Wolmak—. Dadas las implicaciones políticas, me pareció mejor que su excelencia estuviera a bordo para autorizar dicha inspección.

—Muy bien —dijo el gran inquisidor.

—Además —dijo el capitán Wolmak—, quería contar con todo el complemento de infantes y guardias suizos.

—¿Por qué? —preguntó el mayor Piet. Su uniforme parecía abultado sobre el yeso contra quemaduras.

—Hay algo raro —dijo el capitán, mirando al mayor y al gran inquisidor—. Hay algo realmente raro.

A más de doscientos años-luz del sistema de Marte, el grupo GEDEÓN terminaba su tarea de destruir Lucifer.

El séptimo y último sistema éxter de la expedición punitiva fue el más difícil de liquidar. Consistía en una estrella amarilla tipo G con seis mundos, dos de ellos habitables sin terraformación, y estaba abarrotado de éxters: bases militares más allá de los asteroides, rocas de nacimiento en el cinturón de asteroides, hábitats angélicos alrededor de un mundo acuático, bases de reaprovisionamiento en órbita del gigante gaseoso y un bosque orbital entre lo que habrían sido las órbitas de Venus y Vieja Tierra en el sistema Sol. GEDEÓN tardó diez días estándar en buscar y liquidar la mayoría de esos nódulos de vida éxter.

Cuando hubieron terminado, la almirante Aldikacti pidió una reunión física con los siete capitanes a bordo de la nave
Uriel
y reveló que los planes habían cambiado: la expedición había tenido tanto éxito que buscarían nuevos blancos y continuarían el ataque. Aldikacti había despachado un correo Gedeón a Pacem y había recibido autorización para prolongar la misión. Los siete arcángeles se trasladarían a la base de Pax más cercana, en el sistema Tau Ceti, donde se reaprovisionarían de armas y combustibles y se sumarían a cinco nuevos arcángeles. Las sondas habían localizado una docena de nuevos sistemas éxters, ninguno de los cuales tenía aún noticias de la estela de destrucción que había dejado GEDEÓN. Contando el tiempo de resurrección, atacarían de nuevo a los diez días estándar.

Los siete capitanes regresaron a sus naves y se prepararon para trasladarse del sistema Lucifer a la base de Tau Ceti.

A bordo del
Rafael
, el capitán de fragata Hoagan «Hoag» Liebler estaba inquieto. Aparte de su puesto oficial como oficial ejecutivo de la nave, lugarteniente del padre capitán De Soya, a Liebler le pagaban para espiar al padre capitán y denunciar cualquier conducta sospechosa, primero ante el jefe de seguridad del Santo Oficio que estaba a bordo de la nave insignia
Uriel
, y luego, aparentemente, por toda la cadena de mando hasta el legendario cardenal Lourdusamy. El problema de Liebler era que tenía sospechas pero no sabía explicar por qué.

El espía no podía denunciar a la tripulación del padre capitán De Soya por confesarse con excesiva frecuencia, pero eso lo tenía preocupado. Hoag Liebler no era espía por formación ni vocación: era un caballero de Renacimiento Menor venido a menos, obligado por los reveses económicos a ejercer su opción de unirse a las fuerzas armadas, y luego forzado —por lealtad a Pax y a la Iglesia, quería creer, más que por la necesidad constante de dinero para reclamar y restaurar sus propiedades— a espiar a este capitán.

Las confesiones no eran algo fuera de lo común. La tripulación estaba constituida por soldados cristianos fieles y renacidos, amantes de la Iglesia y la confesión, y las circunstancias en que se encontraban y la posibilidad de una muerte verdadera y eterna si un arma de fusión o haz cinético éxter atravesaba los campos de contención defensivos incentivaban esa fe, pero Liebler presentía que otro factor incidía en todas las confesiones que se sucedían desde el ataque contra el sistema Mamón. Durante las treguas en las enconadas batallas libradas en el sistema Lucifer, todos los tripulantes y el complemento de guardias suizos —unos veintisiete efectivos en total, sin contar al desconcertado oficial ejecutivo— habían desfilado por el confesionario como espaciales por un burdel de un puerto del Confín.

Y el confesionario era el único lugar donde ni siquiera el oficial ejecutivo podía fisgonear.

Liebler no se imaginaba qué conspiración podía estar en marcha. El motín no tenía sentido. Primero, era impensable. En los casi tres siglos de Pax ninguna tripulación de la flota se había amotinado. Segundo, era absurdo. Los amotinados no le confesarían al capitán que se proponían cometer el pecado de amotinarse.

Tal vez el padre capitán De Soya estuviera reclutando a esos hombres y mujeres para algún acto nefasto, pero Hoag Liebler no entendía qué podía ofrecerles a esos leales tripulantes y guardias suizos. Los tripulantes no simpatizaban con Hoag Liebler —él estaba acostumbrado a que sus compañeros lo detestaran, y sabía que era la maldición de su aristocracia natural—, pero no se los imaginaba confabulándose para hacerle daño a él. Si el padre capitán De Soya había logrado inducirlos a la traición, lo peor que podían hacer era tratar de robar el arcángel. Liebler sospechaba que esta posibilidad remota era el motivo por el cual lo habían designado espía, ¿pero con qué finalidad? El
Rafael
siempre permanecía en contacto con los demás arcángeles del grupo GEDEÓN, salvo en el instante de traslación C-plus y los dos días de apresurada resurrección, así que si los tripulantes se rebelaban e intentaban robar la nave, los otros seis arcángeles los alcanzarían en un instante.

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