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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (68 page)

«Silencio —ordena Nemes—. No uséis la banda común a menos que yo abra el contacto.» Está a menos de diez metros del Alcaudón y la cosa aún no ha reaccionado. Nemes continúa hasta pisar piedra sólida. Su hermana la sigue, colocándose a su izquierda. Briareus salta del puente y se pone a la derecha de Nemes. Están a tres metros de la leyenda de Hyperion. El Alcaudón no se mueve.

Nemes pasa a tiempo real para hablarle a la estatua de cromo.

—Quítate del camino o serás destruido. Tus días han pasado. Hoy la niña será nuestra.

El Alcaudón no responde.

«Destruidlo», ordena Nemes a sus hermanos, cambiando de fase.

El Alcaudón desaparece, surcando el tiempo.

Nemes parpadea cuando la sacuden las ondas de choque temporal. Escudriña las inmediaciones con todo el espectro de su visión.

Aún hay algunos seres humanos en el Templo Suspendido en el Aire, pero el Alcaudón no está.

«Tiempo real», ordena y sus hermanos obedecen. El mundo resplandece, el aire se mueve, el sonido retorna.

—Encontradla —dice Nemes.

Scylla corre hacia el eje de la Noble Óctuple Vía de la Sabiduría y sube por la escalera hasta la plataforma del Entendimiento Recto. Briareus se dirige al eje de la Moralidad y brinca a la pagoda del Lenguaje Recto. Nemes coge la tercera escalera, la más alta, dirigiéndose a los pabellones de la Mentalidad Recta y la Meditación Recta. Su radar muestra gente en el edificio más alto. Llega en pocos segundos, escrutando los edificios y la pared rocosa en busca de escondrijos. Nada. Hay una mujer joven en el pabellón de la Meditación Recta, y por un instante Nemes cree que la búsqueda ha terminado. Pero aunque tiene la misma edad de Aenea, no es ella. Hay otros en la elegante pagoda, una anciana a quien Nemes reconoce como la Marrana del Rayo, por la recepción del Dalai Lama, el heraldo y jefe de seguridad del Lama, Carl Linga William Eiheji, y el Dalai Lama en persona.

—¿Dónde está? —pregunta Nemes—. ¿Dónde está la que se hace llamar Aenea?

Antes de que los demás puedan hablar, el guerrero Eiheji desenfunda una daga y la arroja con la celeridad del rayo.

Nemes la elude fácilmente. Sin siquiera cambiar de fase, reacciona más rápidamente que los humanos. Pero cuando Eiheji saca una pistola de dardos, Nemes cambia de fase, camina hacia el hombre congelado, lo envuelve en su campo y lo arroja al abismo por la ventana. En cuanto Eiheji sale de su campo, parece flotar en el aire como un ave arrojada del nido, incapaz de volar pero reacia a caer.

Nemes se vuelve hacia el niño y cambia de fase. Detrás de ella, Eiheji cae con un grito.

El Dalai Lama queda boquiabierto. Para él y las dos mujeres presentes, Eiheji simplemente desapareció y reapareció en el aire, fuera del pabellón, como si se hubiera teleportado a su muerte.

—No puedes... —dice la vieja Marrana del Rayo.

—No está permitido... —comienza el Dalai Lama.

—No debes... —interviene la mujer que Nemes supone es Rachel o Theo, compatriotas de Aenea. Nemes no dice nada. Cambia de fase, camina hacia el niño, lo envuelve con su campo, lo levanta, lo lleva a la puerta abierta.

«Nemes», llama Briareus desde el pabellón del Esfuerzo Recto.

«¿Qué?»

En vez de verbalizar por la banda común, Briareus usa la energía extra para enviar una imagen visual. Congelada en el aire turbio, la llama de fusión sólida como una columna azul, una nave espacial desciende.

«Tiempo real», ordena Nemes.

Los monjes y el viejo lama nos dieron comida envuelta en un saco marrón. También le dieron a A. Bettik uno de esos anticuados trajes de presión que yo sólo había visto en el antiguo museo del espacio de Puerto Romance y nos ofrecieron otro par, pero Aenea y yo les mostramos los dermotrajes que llevábamos bajo la chaqueta térmica. Los mil doscientos monjes se volvieron para despedirnos en la Primera Puerta Celestial, y debía de haber otros dos o tres mil apretujándose y asomándose para vernos partir.

La gran escalera estaba vacía excepto por nosotros tres, que ahora subíamos fácilmente, A. Bettik con su casco claro echado hacia atrás como una cogulla, Aenea y yo con nuestras máscaras osmóticas levantadas. Cada escalón tenía siete metros de anchura pero poca altura, y el primer tramo fue bastante fácil, con una amplia terraza cada tantos escalones. Los escalones tenían calefacción interna, de modo que permanecían despejados mientras nos internábamos en la región de hielos y nieves perpetuas.

Al cabo de una hora habíamos llegado a la Segunda Puerta Celestial, una enorme pagoda roja con un arco de quince metros, e iniciamos un ascenso más empinado por la falla casi vertical conocida como Boca del Dragón. Aquí los vientos eran más intensos, la temperatura descendía abruptamente y el aire perdía densidad.

En la Segunda Puerta Celestial nos habíamos vuelto a poner los arneses, y nos enganchamos a una de las líneas que iban a lo largo de la escalera, ajustando la polea como para que sirviera de freno si caíamos o patinábamos. Poco después A. Bettik infló su casco y nos hizo una seña afirmativa mientras Aenea y yo sellábamos las máscaras osmóticas.

Seguimos subiendo hacia la Puerta Meridional del Cielo, que todavía estaba a un kilómetro, dejando el mundo atrás. Era la segunda vez en pocas horas que veíamos semejante panorama, pero esta vez podíamos apreciarlo con cierta tranquilidad. Cada trescientos escalones nos deteníamos para descansar, jadeando y contemplando la luz del atardecer en los grandes picos. Ya no veíamos Tai'an, la Ciudad de la Paz, que estaba a mil quinientos escalones y varios kilómetros de distancia, por debajo de los campos de hielo y paredes de roca por donde habíamos subido. Comprendí que las hebras de comunicaciones de los dermotrajes nos brindaban intimidad una vez más.

—¿Cómo estás, pequeña? —pregunté.

—Cansada —dijo Aenea, pero suavizó el comentario con una sonrisa.

—¿Puedes decirme adonde vamos?

—El Templo del Emperador de Jade. Está en la cumbre.

—Eso supuse —dije, apoyando un pie en el ancho escalón y subiendo el otro pie hasta el escalón siguiente. A esta altura la escalera atravesaba un saliente de roca y hielo. Sabía que si daba la vuelta para mirar, el vértigo me vencería. Esto era infinitamente peor que volar con paravelas—. ¿Pero puedes decirme por qué subimos al Templo del Emperador de Jade cuando todo se va al mismísimo demonio?

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a Nemes y los suyos, que tal vez nos estén persiguiendo. Es indudable que Pax intervendrá. Todo se desmorona. Y nosotros vamos en peregrinación.

Aenea asintió. El viento rugía ahora, mientras subíamos en medio de la turbulencia ascendente. Avanzábamos con la cabeza gacha y el cuerpo arqueado, como cargando un fardo pesado. Me pregunté en qué pensaría A. Bettik.

—¿Por qué no llamamos a la nave y nos largamos de aquí? Si vamos a escabullimos, terminemos con esto.

Pude ver los oscuros ojos de Aenea detrás de la máscara, que reflejaba el azul profundo del cielo.

—Cuando la llamemos, dos docenas de naves de Pax se lanzarán sobre nosotros como cuervos —dijo Aenea—. No podemos hacerlo hasta que estemos listos.

Señalé la empinada escalera.

—¿Y subir por aquí nos preparará?

—Eso espero —dijo ella, respirando entrecortadamente.

—¿Qué hay aquí, pequeña?

Los tres nos detuvimos y jadeamos, demasiado agotados para apreciar la vista. Habíamos llegado al linde del espacio. El cielo era casi negro. Las estrellas más brillantes eran visibles y pude ver una de las lunas más pequeñas dirigiéndose al cénit. ¿O era una nave de Pax?

—No sé qué encontraremos, Raul —dijo Aenea con voz fatigada—. Vislumbro cosas, sueño cosas una y otra vez, pero después sueño lo mismo de otra manera. Detesto hablar de ello hasta ver qué realidad se presenta.

Di a entender que comprendía, pero era mentira. Reanudamos el ascenso.

—Aenea.

—Sí, Raul.

—¿Por qué no me dejas tomar la comunión?

Aenea hizo una mueca.

—Odio llamarla así.

—Lo sé, pero así la llaman todos. Al menos dime por qué no me dejas beber el vino.

—No es tiempo para ti, Raul.

—¿Por qué no? —De nuevo sentía furia y frustración, mezcladas con el amor que sentía por esa mujer.

—Sabes que hablo de cuatro pasos...

—Aprender el idioma de los muertos, aprender el idioma de los vivos... sí, sí. Conozco los cuatro pasos —dije con desdén, apoyando un pie muy real en un escalón de mármol muy físico y dando otro cansado paso en la interminable escalera.

Aenea sonrió ante mi ofuscación.

—Esas cosas suelen distraer a la persona que se enfrenta a ellas por primera vez —murmuró—. Ahora necesito toda tu atención. Necesito tu ayuda.

Eso tenía sentido. Extendí la mano para tocarla. A. Bettik nos miró y asintió con un gesto como si aprobara nuestro contacto. Recordé que él no podía haber oído nuestra transmisión.

—Aenea, ¿eres la nueva mesías?

Aenea suspiró.

—No, Raul. Nunca dije que fuera una mesías. Nunca quise serlo. Ahora soy sólo una mujer cansada. Tengo una jaqueca demoledora y punzadas. Es el primer día de mi regla.

Debe haber visto mi expresión de asombro.
Caray,
pensé.
No todos los días te encuentras con una mesías para enterarte de que sufre dolores menstruales.

Aenea rió entre dientes.

—No soy la mesías, Raul. Sólo fui escogida para ser La Que Enseña. E intentaré hacerlo... mientras pueda.

Algo en esa frase me provocó un nudo en el estómago.

—De acuerdo —dije.

Llegamos al escalón trescientos y nos detuvimos, jadeando con mayor dificultad. Miré hacia arriba. Todavía no veía la Puerta Meridional del Cielo. Aunque era mediodía, el cielo estaba negro como en el espacio. Mil estrellas refulgían, titilando apenas. Noté que el rugido del viento había cesado. T'ai Shan era el pico más alto de T'ien Shan, y llegaba hasta los límites de la atmósfera. De no ser por los dermotrajes, nuestros ojos, tímpanos y pulmones habrían reventado como globos. Nuestra sangre estaría hirviendo. Nuestro...

Traté de pensar en otra cosa.

—De acuerdo —dije—, pero si fueras la mesías, ¿cuál sería tu mensaje para la humanidad?

Aenea rió de nuevo, pero noté que era una risa reflexiva, no burlona.

—Si tú fueras un mesías, ¿cuál sería tu mensaje?

Solté una carcajada. A. Bettik no pudo haberme oído en el cuasi-vacío que nos separaba, pero debe haber visto que echaba la cabeza hacia atrás, pues me miró con curiosidad. Lo saludé con la mano y le respondí a Aenea:

—No tengo la menor idea.

—Exacto. Cuando yo era niña, quiero decir muy niña, antes de conocerte... sabía que tendría que vérmelas con estas cosas... siempre me preguntaba qué mensaje le daría a la humanidad. Al margen de aquello que sabía que debía enseñar. Algo profundo. Una especie de Sermón de la Montaña.

Miré en torno. No había hielo ni nieve a esta altura. Los escalones claros y blancos subían entre rocas negras y empinadas.

—Bien, ya tienes la montaña.

—Sí —dijo Aenea, de nuevo con voz fatigada.

—¿Y qué mensaje se te ha ocurrido? —insistí, más para distraerla que para oír la respuesta. Hacía rato que ella y yo no conversábamos.

Vi su sonrisa.

—Trabajé en ello —dijo al fin—, tratando de que fuera tan breve e importante como el Sermón de la Montaña. Luego comprendí por qué no funcionaba... Era como el tío Martin en su época de poeta maniático, tratando de ser Shakespeare... así que decidí que mi mensaje sería más breve.

—¿Cuan breve?

—Lo reduje a treinta y cinco palabras. Demasiado largo. Luego a veintisiete. Aún demasiado largo. Al cabo de unos años lo reduje a diez. Todavía largo. Al fin lo reduje a tres palabras.

—¿Tres palabras? ¿Y cuáles son?

Habíamos llegado al siguiente descanso, el escalón siete mil trescientos o algo así. Nos detuvimos con gratitud. Me encorvé para apoyar las manos sobre las rodillas y procuré contener la náusea. Era de mala educación vomitar en una máscara osmótica.

—¿Cuáles son? —repetí cuando hube recobrado el aliento, y pude oír la respuesta por encima de las palpitaciones de mi corazón y el silbido de mis pulmones.

—Elige de nuevo —dijo Aenea.

Reflexioné un instante.

—¿Elige de nuevo? —repetí.

Aenea sonrió. Había recobrado el aliento y contemplaba ese paisaje vertical que yo temía mirar. Parecía estar disfrutándolo. En ese momento sentí el tierno impulso de arrojarla al precipicio. ¡La juventud! A veces es insufrible.

—Elige de nuevo —dijo con firmeza.

—¿Podrías explayarte un poco?

—No —dijo Aenea—. Ésa es la idea. Mantenerlo simple. Pero nombra una categoría y entenderás.

—Religión —dije.

—Elige de nuevo —dijo Aenea.

Me reí.

—No bromeo del todo, Raul.

Reanudamos el ascenso. A. Bettik parecía sumido en sus pensamientos.

—Lo sé, pequeña —dije, aunque antes no estaba tan seguro—. Categorías... eh... sistemas políticos.

—Elige de nuevo.

—¿No crees que Pax representa la máxima evolución de la sociedad humana? Ha traído la paz interestelar, un gobierno bastante bueno... inmortalidad para sus ciudadanos.

—Es hora de elegir de nuevo. Y hablando de nuestras visiones de la evolución...

—¿Qué?

—Elige de nuevo.

—¿Elegir de nuevo qué? ¿El rumbo de la evolución?

—No. Me refiero a la idea de que la evolución tenga un rumbo. La mayoría de nuestras teorías sobre la evolución, llegado el caso.

—¿Entonces no estás de acuerdo con el papa Teilhard... ese peregrino de Hyperion, el padre Duré... cuando hace tres siglos dijo que Teilhard de Chardin tenía razón, que el universo evolucionaba hacia la conciencia y una conjunción con la Deidad? ¿Lo que él llamaba el Punto Omega?

Aenea me miró.

—Leíste mucho en la biblioteca de Taliesin, ¿verdad?

—Sí.

—No, no estoy de acuerdo con Teilhard, ni con el jesuita original ni con el papa. Mi madre conoció al padre Duré y al farsante actual, el padre Hoyt.

Pestañeé. Supongo que lo sabía, pero recordar esa realidad... los contactos de mi amiga a través de los tres últimos siglos... eso me desconcertaba un poco.

—De un modo u otro —continuó Aenea—, la ciencia evolutiva se ha estancado en el último milenio. Primero el Núcleo se opuso activamente a esas investigaciones porque temía la ingeniería genética diseñada por humanos, una explosión de nuestra especie en variaciones inservibles para los parásitos del Núcleo. Durante siglos la Hegemonía ignoró la evolución y las biociencias por influencia del Núcleo, y ahora Pax siente terror de ello.

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