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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (70 page)

—¿Qué significa «la mayoría»?

—Prometo que lo verás dentro de pocos días, Raul.

Llegamos a la Puerta Meridional del Cielo y traspusimos la entrada, un arco rojo bajo un techo curvo y dorado. Más allá estaba la Vía Celestial, una suave cuesta que conducía a una cima apenas visible. La Vía Celestial era sólo una senda sobre roca negra y desnuda. Era como caminar en una luna sin aire, como la de Vieja Tierra. Aquí las condiciones para la vida eran casi igualmente inhóspitas. Iba a decirle a Aenea que éste era un nicho donde la vida no se había afincado cuando ella echó a andar hacia un templete de piedra en medio de escarpadas rocas y fisuras, a pocos cientos de metros de la cumbre. Había una cámara de presión que parecía tan antigua como si procediera de una de las primeras naves sembradoras. Asombrosamente, funcionaba. Aenea la activó y los tres permanecimos dentro hasta que terminó su ciclo y se abrió la puerta interna. Entramos.

Era una habitación pequeña, casi desnuda salvo por una maceta de bronce con flores frescas, algunas ramitas verdes sobre una tarima baja y una bella estatua —otrora dorada— de una mujer en tamaño natural, con una túnica que parecía hecha de oro. La mujer tenía mejillas mofletudas y semblante agradable, una especie de Buda femenino; parecía usar una corona de hojas y detrás de la cabeza tenía una aureola de oro remachado, extrañamente cristiana.

A. Bettik se quitó el casco.

—El aire es bueno. La presión es sumamente adecuada.

Aenea y yo nos quitamos la capucha de los dermotrajes. Era un placer respirar regularmente. Había velas de incienso y una caja de cerillas al pie de la estatua. Aenea se arrodilló y encendió una vela con una cerilla. El olor del incienso era muy fuerte.

—Esta es la Princesa de las Nubes Azules —dijo, sonriéndole al rostro sonriente—. La diosa del alba. Al encender esto, acabo de hacer una ofrenda para que nazcan nietos.

Yo iba a sonreír, pero me contuve.
Ella tiene un hijo. Mi amada ya ha tenido un hijo
. Se me cerró la garganta y desvié los ojos, pero Aenea se me acercó y me cogió el brazo.

—¿Comemos? —preguntó.

Me había olvidado de nuestro envoltorio marrón. Sería difícil comer con los cascos y las máscaras osmóticas.

Nos sentamos en esa penumbrosa habitación sin ventanas, en medio del humo flotante y el aroma del incienso, y comimos los emparedados preparados por los monjes.

—¿Adonde vamos ahora? —pregunté mientras Aenea abría la puerta de la cámara de presión.

—He oído que en el linde oriental de la cima hay un precipicio llamado Peñasco del Suicidio —dijo A. Bettik—. Era un lugar de sacrificios. Se dice que al saltar desde allí se obtiene una comunión instantánea con el Emperador de Jade y se asegura la concesión de nuestros deseos. Si realmente quieres tener nietos, podrías saltar.

Miré atónito al androide. Nunca sabía si tenía sentido del humor o sólo una personalidad retorcida.

Aenea se echó a reír.

—Vayamos primero al Templo del Emperador de Jade. Veamos si hay alguien.

Fuera, quedé impresionado por el aislamiento del dermotraje y por la claridad de los contornos. La máscara osmótica estaba opaca, pues el sol del mediodía no tenía filtros a esta altitud. Las sombras se recortaban con crudeza. Estábamos a cincuenta metros de la cima y del templo cuando una silueta salió de la negra sombra de una roca y nos cerró el paso. Pensé en el Alcaudón y tontamente adopté una actitud defensiva sin siquiera ver qué era.

Un hombre muy alto estaba ante nosotros, vestido con una vapuleada armadura de combate como la que usaban los infantes de Pax y los guardias suizos. Pude ver su rostro a través del visor blindado: tez negra, rasgos fuertes, cabello corto y blanco. Tenía cicatrices recientes y moradas en el rostro moreno. Sus ojos no eran amistosos. Portaba un rifle de asalto múltiple, y nos apuntó.

—¡Alto! —transmitió por la banda del dermotraje.

Nos detuvimos.

El gigante parecía indeciso.
Pax nos ha capturado al fin
, pensé.

Aenea avanzó un paso.

—¿Sargento Gregorius? —preguntó por la banda del dermotraje.

El hombre ladeó la cabeza pero no bajó el arma. Yo no dudaba que el rifle funcionaría perfectamente en el vacío: nube de dardos, lanza energética, haz de partículas, bala sólida, hipercinéticos. El cañón apuntaba al rostro de mi amada.

—¿Cómo sabes mi...? —murmuró el gigante, y luego pareció trastabillar—. Eres tú. Eres ella. La niña que buscamos tanto tiempo en tantos sistemas. Aenea.

—Sí —dijo Aenea—. ¿Hay más supervivientes?

—Tres —dijo el hombre que ella había llamado Gregorius. Señaló a la derecha y distinguí una cicatriz negra sobre roca negra, con los restos ennegrecidos de algo que parecía la cápsula de escape de una nave estelar.

—¿El padre capitán De Soya está entre ellos? —preguntó Aenea.

Recordé el nombre. Recordé la voz de De Soya en la radio de la nave de descenso, cuando nos había encontrado y salvado de Nemes, y luego nos había dejado en libertad en Bosquecillo de Dios, casi diez años atrás para él y para Aenea.

—Sí —dijo el sargento Gregorius—, el capitán está con vida, pero apenas. Ha sufrido quemaduras en el
Rafael
. Estaría tan destruido como la nave si no se hubiera desmayado, dándome la oportunidad de rescatarlo. Los otros dos están heridos, pero el padre capitán está muriendo. —Bajó el rifle y se apoyó en él fatigosamente—. Muriendo la muerte verdadera... no tenemos nicho de resurrección y el querido padre capitán me hizo prometer que lo pulverizaría después de su muerte, para impedir que resucitara hecho un imbécil sin voluntad.

Aenea asintió.

—¿Puedes llevarme a él? Necesito hablarle.

Gregorius cargó la pesada arma.

—¿Y estos dos...? —murmuró con suspicacia.

—Este es mi querido amigo —dijo Aenea, tocando el brazo de A. Bettik. Cogió mi mano—. Y él es mi amado.

El gigante asintió, dio media vuelta y nos condujo por la cuesta hacia el Templo del Emperador de Jade.

TERCERA PARTE
22

En Hyperion, a cientos de años-luz de T'ien Shan y más cerca del centro galáctico, un viejo olvidado se levantó del sueño sin sueños de la fuga criogénica prolongada y observó lentamente su entorno. Su entorno era una cama flotante, un conjunto de módulos de soporte vital que lo rodeaban y lo picoteaban como aves de rapiña, y un sinfín de tubos, cables y umbilicales que lo alimentaban, desintoxicaban su sangre, estimulaban sus riñones, combatían infecciones con antibióticos, controlaban sus signos vitales, invadían su cuerpo y su dignidad para revivirlo y mantenerlo con vida.

—Joder —resolló el viejo—, despertarse es una puñetera, inmunda y jodida pesadilla para los viejos terminales. Pagaría un millón de marcos tan sólo para levantarme de la cama e ir a orinar.

—Buenos días, M. Silenus —dijo la androide femenina que controlaba los signos vitales del viejo poeta en el biomonitor flotante—. Hoy parece estar de buen humor.

—Joder con estas zorras de piel azul —rezongó Martin Silenus—. ¿Dónde están mis dientes?

—Aún no han vuelto a crecer, M. Silenus —dijo la androide. Se llamaba A. Raddik y tenía poco más de tres siglos, menos de un tercio de la edad de la momia humana tendida en la cama flotante.

—No serán necesarios —masculló el viejo—. No estaré despierto el tiempo suficiente. ¿Cuánto tiempo estuve dormido?

—Dos años, tres meses, ocho días —dijo A. Raddik.

Martin Silenus miró el cielo que se extendía sobre la torre. El techo de lona del nivel superior de su torreón de piedra estaba descorrido. Azul lapislázuli. La luz del amanecer o del atardecer. El aleteo rutilante de radiantes espejines, con sus frágiles alas de mariposa de medio metro.

—¿Qué estación? —murmuró Silenus.

—Finales de primavera —dijo la androide. Otros criados de tez azul entraban y salían de la habitación circular, haciendo sus quehaceres. Sólo A. Raddik controlaba las últimas etapas del despertar del poeta.

—¿Cuánto hace que partieron? —No tenía que aclarar de quiénes hablaba. A. Raddik sabía que el viejo poeta se refería no sólo a Raul Endymion, el último visitante que habían tenido en la ciudad universitaria abandonada, sino a la niña Aenea, a quien Silenus había conocido tres siglos atrás y a quien esperaba ver de nuevo algún día.

—Nueve años, ocho meses, una semana, un día. Estándar, desde luego.

El viejo poeta gruñó y siguió mirando el cielo. La luz del sol penetraba en la lona desde el este, alumbrando la pared sur sin encandilarlo, pero el resplandor arrancaba lágrimas a sus antiguos ojos.

—Me he convertido en una criatura de las tinieblas —masculló—. Como Drácula. Levantándome de mi puñetera tumba cada tantos años para ver cómo anda el mundo de los vivos.

—Sí, M. Silenus —convino A. Raddik, cambiando varias configuraciones en el panel de control.

—Cállate, zorra —rezongó el poeta.

—Sí, M. Silenus.

—¿Cuánto falta para que pueda subir a mi silla flotante, Raddik? —gimió el viejo.

La androide lampiña frunció los labios.

—Dos días más, M. Silenus. Tal vez dos y medio.

—Infierno y maldición —murmuró Silenus—. La recuperación es más lenta cada vez. Una de estas veces no despertaré... las máquinas de fuga no me traerán de vuelta.

—Sí, M. Silenus —convino la androide—. Cada sueño frío es más duro para su organismo. El equipo resucitador y de soporte vital es viejo. Es verdad que usted no sobrevivirá a muchos despertares más.

—Oh, cierra el pico —gruñó Martin Silenus—. Eres una ramera morbosa y fúnebre.

—Sí, M. Silenus.

—¿Cuánto hace que estás conmigo, Raddik?

—Doscientos cuarenta y un años, once meses, diecinueve días. Estándar.

—¿Y todavía no has aprendido a preparar una taza de café decente?

—No, M. Silenus.

—Pero has puesto la cafetera, ¿verdad?

—Sí, M. Silenus. Siguiendo sus instrucciones.

—Bien.

—Pero no podrá ingerir líquidos oralmente hasta dentro de doce horas, M. Silenus.

—Diantre.

—Sí, M. Silenus.

Pareció que el viejo se volvía a dormir, pero a los pocos minutos dijo:

—¿Alguna noticia del chaval o la niña?

—No —dijo A. Raddik—. Pero hoy día sólo tenemos acceso a la red de comunicaciones de Pax que está dentro del sistema. Y sus nuevas encriptaciones son bastante buenas.

—¿Algún rumor?

—Nada que sepamos con certeza, M. Silenus. Pax tiene muchos problemas... revolución en muchos sistemas, inconvenientes en su cruzada contra los éxters, un movimiento constante de naves de guerra y transporte dentro de los límites de Pax. Y se habla del contagio viral, todo muy codificado y circunspecto.

—Contagio —dijo Martin Silenus, con una sonrisa desdentada—. La niña, supongo.

—Muy posible, M. Silenus, aunque también es posible que exista una peste vírica real en aquellos mundos donde...

—No —dijo el poeta, sacudiendo la cabeza violentamente—. Es Aenea. Y sus enseñanzas. Propagándose como la gripe de Pekín. Tú no recuerdas la gripe de Pekín, ¿eh, Raddik?

—No, señor —dijo la androide, terminando su verificación de lecturas y poniendo el módulo en automático—. Eso fue antes de mis tiempos. Fue antes de los tiempos de todos. Salvo de usted, señor.

Normalmente el poeta habría respondido con una obscenidad, pero en este caso se limitó a asentir.

—Lo sé. Soy una aberración, un fenómeno de circo. Pague dos céntimos y venga a ver al hombre más viejo de la galaxia, vea la momia que camina y habla, vea esa cosa repulsiva que se niega a morir. Una rareza, ¿eh, A. Raddik?

—Sí, M. Silenus.

El poeta gruñó.

—Bien, no te ilusiones, zorra azul. No pienso estirar la pata mientras no tenga noticias de Raul y Aenea. Debo terminar los
Cantos
y no sabré el final hasta que ellos lo creen. ¿Cómo sabré qué pensar mientras no vea qué hacen ellos?

—Precisamente, M. Silenus.

—No me des la razón, mujer azul.

—Sí, M. Silenus.

—El chaval... Raul... me preguntó cuáles eran sus órdenes hace casi diez años. Le dije... salvar a la niña Aenea... destruir Pax... destruir el poder de la Iglesia... y recobrar la Tierra desde donde diablos haya ido a parar. Dijo que lo haría. Desde luego, estaba borracho como una cuba, igual que yo.

—Sí, M. Silenus.

—¿Y bien? —preguntó el poeta.

—¿Y bien qué?

—Bien, ¿algún indicio de que haya hecho algo de lo que prometió, Raddik?

—Por las transmisiones de Pax de hace nueve años y ocho meses, sabemos que él y la nave del cónsul escaparon de Hyperion. Cabe esperar que la niña Aenea esté sana y salva.

—Sí, sí —murmuró Silenus, agitando la mano—, ¿pero ha destruido Pax?

—No lo hemos notado, M. Silenus. Existen los problemas menores que mencioné antes, y el turismo de los renacidos ha mermado un poco en Hyperion, pero...

—¿Y la jodida Iglesia todavía sigue en el negocio de los zombis? —preguntó el poeta, elevando un poco la voz aflautada.

—La Iglesia sigue predominando. Más habitantes de los brezales y las montañas aceptan el cruciforme cada año.

—Que les den por el culo —dijo el poeta—. Y supongo que la Tierra no ha vuelto a su lugar.

—No hemos tenido noticias de que sucediera algo tan improbable —dijo A. Raddik—. Por cierto, como dije antes, nuestro espionaje electrónico se limita a transmisiones dentro del sistema, y como la nave del cónsul se fue con M. Endymion y M. Aenea hace casi diez años, nuestras aptitudes de desciframiento no han...

—Ya, ya —protestó el viejo, de nuevo muy cansado—. Llévame a mi silla flotante.

—No hasta dentro de dos días, me temo —dijo la androide con dulzura.

—Orina hacia arriba —gruñó el viejo que flotaba entre tubos y sensores—. ¿Puedes llevarme a una ventana, Raddik? Por favor. Quiero ver los árboles chalma en primavera y las ruinas de esta vieja ciudad.

—Sí, M. Silenus —dijo la androide, sinceramente complacida de hacer algo por el viejo, aparte de mantener su cuerpo en funcionamiento.

Martin Silenus miró por la ventana una hora entera, combatiendo contra los dolores del despertar y el abrumador afán de volver al estado de fuga. Era de mañana. Sus implantaciones de audio le retransmitían el canto de las aves. El viejo poeta pensó en su sobrina adoptiva, la niña que había decidido llamarse Aenea. Pensó en su querida amiga, Brawne Lamia, la madre de Aenea. Durante mucho tiempo habían sido enemigos; se habían odiado durante esa última peregrinación del Alcaudón, tanto tiempo atrás. Pensó en las historias que se habían contado y las cosas que habían visto: el Alcaudón en el Valle de las Tumbas de Tiempo, sus llameantes ojos rojos, el estudioso... ¿Cómo se llamaba? Sol. Sol y su mocosa en pañales, perdiendo años hasta desvanecerse... Y el soldado, el coronel Kassad. El viejo poeta nunca había simpatizado con los militares, todos le parecían papanatas, pero Kassad había contado una historia interesante, y había vivido una vida interesante. El otro sacerdote, Lenar Hoyt, era un mojigato y un lelo, pero el primero, el de los ojos tristes y el diario de cuero, Paul Duré... valía la pena escribir sobre ese hombre...

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