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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (72 page)

—Ábrelo —dijo el sargento Gregorius. El robusto hombre se quitaba lentamente su vapuleada armadura de combate. Las quemaduras habían derretido las capas inferiores. Yo tenía miedo de verle el pecho y el brazo izquierdo.

Vacilé. Había dicho que esperaría a que el sacerdote se recobrara.

—Adelante —insistió Gregorius—. Hace nueve años que el capitán espera para dártelo.

No tenía idea de qué podía ser. ¿Cómo podía ese hombre saber que algún día me vería? Yo no tenía nada. ¿Cómo podía él tener algo mío para devolverme?

Rompí el sello del tubo y miré adentro. Una tela bien enrollada. Poco a poco, mientras sacaba el objeto y lo desenrollaba, comprendí qué era.

Aenea rió con deleite.

—Por Dios —dijo—. En todos mis sueños acerca de este momento, nunca vi esto. Maravilloso.

Era la alfombra voladora que nos había llevado desde el Valle de las Tumbas de Tiempo casi diez años antes. Yo la había perdido... tardé un par de segundos en recordarlo.

La había perdido en Mare Infinitus nueve años atrás, cuando el teniente de Pax con quien luchaba desenvainó un cuchillo, me cortó, me empujó al mar. ¿Qué había sucedido a continuación? Los propios hombres del teniente de la plataforma marítima lo habían matado por error con una nube de dardos, el cadáver había caído al mar violáceo y la alfombra había continuado su vuelo... No, alguien la había interceptado en la plataforma.

—¿Cómo la consiguió el padre capitán? —pregunté, sabiendo la respuesta en cuanto hice la pregunta. De Soya era entonces nuestro perseguidor implacable.

Gregorius cabeceó.

—El padre capitán la usó para encontrar muestras de sangre y ADN. Así fue como obtuvimos tu expediente militar en Hyperion. Si hubiéramos tenido trajes de presión, habría usado esa cosa para salir de esa montaña sin aire.

—¿Quiere decir que funciona? —Toqué las hebras de vuelo. La raída alfombra voladora se elevó a diez centímetros del suelo—. Que me cuelguen.

«Subimos a la fisura dentro de las coordenadas que me diste», dijo la nave.

La pantalla del holofoso mostró el risco de Jo-kung. Perdimos velocidad y revoloteamos a cien metros. Habíamos regresado al valle boscoso donde la nave me había dejado más de tres meses atrás. Sólo que ahora el verde valle estaba lleno de gente. Vi a Theo, Lhomo y muchos otros conocidos. La nave descendió, planeó, aguardó instrucciones.

—Baja la rampa —dijo Aenea—. Que suban a bordo.

«Debo recordarte —dijo la nave— que tengo divanes de fuga y soporte vital para un máximo de seis personas en un salto interestelar prolongado. Allí hay por lo menos cincuenta personas...»

—Baja la rampa y que suban a bordo —ordenó Aenea—. De inmediato.

La nave obedeció sin otra palabra. Theo se acercó a la cabeza de los refugiados y los hizo subir.

La mayoría de los que se habían quedado en el Templo Suspendido en el Aire estaban allí: muchos monjes, Tromo Trochi de Dhomu, el ex soldado Gyalo Thondup, Lhomo Dondrub —nos deleitó saber que había regresado sano y salvo en su paravela, y a juzgar por sus sonrisas y abrazos el deleite era mutuo—, el abad Kempo Ngha Wang Tashi, Chim Din, Jigme Taring, Kuku y Kay, George y Jigme, Labsang el hermano del Dalai Lama, los albañiles Viki y Kim, el supervisor Tsipon Shakabpa, Rimsi Kyipup —menos adusto que de costumbre—, los operarios Haruyuki y Kenshiro, los expertos en bambú Voytek y Janusz, el alcalde de Jo-kung, Charles Chi-kyap Kempo. Pero no estaban el Dalai Lama ni la Dorje Phamo.

—Rachel fue a buscarlos —dijo Theo, la última en subir a bordo—. El Dalai Lama insistió en ser el último en partir y la Marrana se quedó para hacerle compañía. Pero ya deberían haber regresado. Yo estaba a punto de volver para verificar...

Aenea sacudió la cabeza.

—Iremos todos.

No había modo de que todos se sentaran o acomodaran. La gente recorría las escaleras, merodeaba por la biblioteca, subía al dormitorio del ápice de la nave para mirar por las paredes visoras, mientras otros ocupaban el nivel de los cubículos de fuga y la sala de máquinas.

—Vamos, nave —ordenó Aenea—. El Templo Suspendido en el Aire. Haz una aproximación directa.

Para la nave, una aproximación directa representaba un borbotón de fuego de impulsores, un salto de quince kilómetros en la atmósfera y un descenso vertical con repulsores, encendiendo el motor principal en el último momento. Todo el proceso llevó treinta segundos, pero aunque el campo de contención interna nos impedía ser aplastados, la visión por las paredes transparentes del ápice debió ser desorientadora para los que estaban arriba. Aenea, A. Bettik, Theo y yo mirábamos desde el holofoso y aun esa pequeña pantalla me dio ganas de aferrarme de algo. Descendimos hasta llegar a cincuenta metros del templo.

—Maldición —dijo Theo.

La pantalla nos había mostrado un hombre que se precipitaba al vacío. Era imposible descender para rescatarlo. Pronto lo engulleron las nubes.

—¿Quién era? —preguntó Theo.

—Nave, repite y amplía —ordenó Aenea.

Segundos después varias siluetas salieron del pabellón de la Meditación Recta a la plataforma más alta, la que yo había ayudado a construir, según los planos de Aenea, menos de un mes atrás.

—Mierda —exclamé. Nemes llevaba al Dalai Lama en una mano, sosteniéndolo sobre el borde de la plataforma. Detrás de ella iban sus clones. Rachel y la Dorje Phamo salieron a la plataforma desde las sombras.

Aenea me aferró el brazo.

—Raul, ¿quieres salir conmigo?

Había activado el mirador, pero sabía que no se refería a eso.

—Desde luego —respondí, pensando:
¿Ésta es su muerte? ¿Esto es lo que ha visto desde antes de nacer? ¿Ésta es mi muerte?
—. Claro que iré.

A. Bettik y Theo salieron con nosotros al mirador de la nave.

—No —dijo Aenea—. Por favor. —Cogió la mano del androide un segundo—. Tú puedes ver todo desde dentro, amigo mío.

—Preferiría estar contigo, M. Aenea —dijo A. Bettik.

Aenea asintió.

—Pero esto es sólo para Raul y para mí.

A. Bettik bajó la cabeza un segundo y regresó al holofoso. Los demás no dijeron una palabra. Reinaba un silencio absoluto en la nave. Salí al balcón con mi amiga.

Nemes aún sostenía al niño sobre el precipicio. Estábamos a veinte metros de ella y sus hermanos. Me pregunté hasta qué altura podían saltar.

—¡Oye! —gritó Aenea.

Nemes miró arriba. Recordé que sus ojos parecían cuencas oculares vacías. Nada humano vivía allí.

—Suéltalo —dijo Aenea.

Nemes sonrió y soltó al Dalai Lama, dejándolo caer y agarrándolo con la mano izquierda en el último momento.

—Ten cuidado con lo que pides, niña —dijo la mujer pálida.

—Deja que él y los otros dos se marchen y yo bajaré —dijo Aenea.

Nemes se encogió de hombros.

—No te irás de aquí, de cualquier modo —dijo claramente, pero sin alzar la voz.

—Déjalos ir y yo bajaré —repitió Aenea.

Con un gesto de indiferencia, Nemes arrojó al Dalai Lama a la plataforma, como si tirara un papel.

Rachel corrió hacia el niño, vio que estaba herido y ensangrentado pero vivo, lo alzó y se volvió airadamente hacia Nemes y sus hermanos.

—¡No! —gritó Aenea. Nunca le había oído semejante voz. Rachel y yo quedamos petrificados—. Rachel, por favor, trae a Su Santidad y a la Dorje Phamo a la nave. —Era una petición cortés pero imperiosa que yo no podría haber resistido. Rachel no se resistió.

Aenea dio la orden y la nave descendió, extendiendo una escalera desde el mirador. Aenea miró hacia abajo. Me apresuré a seguirla. Bajamos a la plataforma de cedro bonsai —yo había ayudado a colocar todos los tablones— y Rachel subió la escalera con el niño y la anciana. Aenea tocó la cabeza de Rachel mientras pasaba. La escalera se enrolló y recobró su forma de mirador. Theo y A. Bettik se reunieron allí con Rachel y la Dorje Phamo. Alguien había llevado al niño ensangrentado al interior de la nave.

Estábamos a dos metros de Rhadamanth Nemes. Sus hermanos se aproximaron.

—Aquí falta algo —dijo Nemes—. ¿Dónde está tu...? Ah, allá.

El Alcaudón emergió de las sombras del pabellón. Digo «emergió» porque, aunque se movía, yo no le había visto caminar.

Yo abría y cerraba las manos. Todo estaba mal para este enfrentamiento. Yo me había quitado la chaqueta térmica, pero todavía llevaba el estúpido dermotraje y el arnés, aunque la mayor parte de las herramientas habían quedado en la nave. El arnés y sus capas me restarían agilidad.

¿Agilidad para qué?
, pensé. Había visto combatir a Nemes. Mejor dicho, no la había visto. Cuando ella y el Alcaudón luchaban en Bosquecillo de Dios, había visto borrones, explosiones, manchas. Ella podía decapitar a Aenea y destriparme antes de que yo apretara los puños.

Puños.
La nave no tenía armas, pero al salir yo había dejado el rifle del sargento Gregorius en la biblioteca. Lo primero que me habían enseñado en la Guardia Interna era no luchar con los puños si uno podía conseguir un arma.

Miré alrededor. En la plataforma no había nada, ni siquiera una baranda que pudiera usar como garrote. Esta estructura estaba demasiado bien construida para arrancarle nada.

Miré la pared del peñasco. No había piedras sueltas. Tal vez algunos clavos y pernos aún clavados en las fisuras. Nos habíamos enganchado en ellos mientras construíamos el pabellón y no los habíamos sacado todos. Pero estaban demasiado bien clavados para extraerlos, aunque quizá Nemes lo pudiera hacer con un dedo. ¿Y de qué serviría un clavo o un perno contra este monstruo?

Aquí no había armas. Moriría con las manos limpias. Ojalá pudiera asestarle un golpe antes de caer, o al menos intentarlo.

Aenea y Nemes se miraban. Nemes apenas miró de reojo al Alcaudón, diez pasos a su derecha.

—Sabes que no pienso entregarte a Pax, ¿verdad, mocosa? —dijo el monstruo.

—Sí —dijo Aenea, enfrentándose con aplomo a la criatura.

Nemes sonrió.

—Pero crees que ese fantoche con pinchos te salvará de nuevo.

—No —dijo Aenea.

—Bien —dijo Nemes—. Porque no lo hará. —Les hizo una seña a sus hermanos.

Ahora sé sus nombres, Scylla y Briareus. Y sé lo que vi a continuación.

No tendría que haberlo visto, pues los tres clones cambiaron de fase en ese instante. Tendría que haber visto un borrón de cromo, luego caos, luego nada, pero Aenea me tocó la nuca, sentí el cosquilleo eléctrico de costumbre y de pronto la luz cambió —más honda, más oscura— y el aire se espesó como agua. Comprendí que mi corazón no parecía latir y que yo no pestañeaba ni respiraba. Por alarmante que parezca, entonces parecía irrelevante.

Aenea susurró en el receptor de mi dermotraje, o quizá su voz me llegaba directamente por su mano apoyada en mi nuca.
No podemos cambiar de fase con ellos ni usar ese recurso para combatirlos,
dijo.
Es un abuso de la energía del Vacío Que Vincula. Pero puede ayudarnos a ver esto.

Y lo que vimos fue bastante increíble.

A una orden de Nemes, Scylla y Briareus se arrojaron contra el Alcaudón, mientras el demonio de Hyperion alzaba cuatro brazos y se lanzaba contra Nemes. Los otros dos lo interceptaron. Aun con nuestra visión alterada —la nave detenida en el aire, nuestros amigos del balcón transformados en estatuas, un ave que sobrevolaba el peñasco petrificada en el aire como un insecto en ámbar— el repentino movimiento del Alcaudón y los dos clones fue velocísimo.

Hubo un impacto terrible a un metro de Nemes, que se había transformado en una efigie plateada de sí misma y no se inmutó. Briareus arrojó un golpe que habría partido una nave en dos. Reverberó en el cuello espinoso del Alcaudón con un ruido semejante a un maremoto en cámara lenta, y luego Scylla pateó las piernas del Alcaudón. El Alcaudón cayó, pero antes cogió a Scylla con dos brazos y hundió dos zarpas filosas en Briareus.

Los hermanos de Nemes parecían disfrutar del abrazo, arrojándose contra el movedizo Alcaudón con dentelladas y zarpazos. Sus manos y antebrazos eran navajas cortantes, cantos de guillotina más afilados que las hojas y espinas del Alcaudón.

Los tres se enzarzaron con frenesí, rodando por la plataforma, arrojando astillas de cedro bonsai al aire, chocando contra la pared de roca. En un segundo los tres se incorporaron, y las grandes fauces del Alcaudón se cerraron sobre el cuello de Briareus mientras Scylla cogía uno de los cuatro brazos de la criatura, lo arqueaba hacia atrás y parecía partirlo. Con Briareus en sus fauces, hundiendo los enormes dientes en la cabeza de la silueta plateada, el Alcaudón giró para enfrentarse a Scylla, pero para entonces ambos hermanos tenían las manos sobre las hojas y púas del cráneo del Alcaudón, curvándolas hacia atrás hasta que pensé que le partirían el cuello y le arrancarían la cabeza.

En cambio, Nemes les dio una orden y los dos hermanos, sin vacilar un instante, se arrojaron contra la baranda que bordeaba el abismo. Vi lo que querían hacer: arrojar al Alcaudón al vacío, tal como habían hecho con el guardaespaldas del Dalai Lama.

Quizás el Alcaudón también lo vio, pues la alta criatura aplastó los dos cuerpos de cromo contra el peñasco, hundiendo sus púas y espinas en los campos de fuerza, que rodeaban a sus contrincantes. El trío giró y braceó como un dislocado juguete de tres piezas, hasta que el Alcaudón, con ambas siluetas empaladas, chocó contra la baranda de cedro, la partió como cartón mojado y cayó pataleando al abismo.

Aenea y yo miramos mientras la alta silueta plateada de púas relampagueantes caía con las otras dos, empequeñeciéndose, hasta perderse en las nubes. Sabía que quienes miraban desde la nave no verían más que la desaparición de tres figuras de la plataforma, y luego una baranda rota y una plataforma más despoblada donde sólo quedaríamos Nemes, Aenea y yo. Rhadamanth Nemes volvió su rostro de cromo hacia nosotros.

La luz cambió. La brisa sopló de nuevo. El aire perdió densidad. Sentí que mi corazón latía de nuevo, con fuerza, y pestañeé.

Nemes había recobrado su forma humana.

—Bien —le dijo a Aenea—, ¿terminamos esta pequeña farsa?

—Sí —dijo Aenea.

Nemes sonrió y se dispuso a cambiar de fase.

Nada ocurrió. La criatura frunció el ceño como si se concentrara. Aún nada.

—Yo no puedo impedir que cambies de fase —dijo Aenea—. Pero otros pueden, y lo han hecho.

Nemes pareció irritada por un segundo, pero se echó a reír.

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