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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (73 page)

—Mis creadores se encargarán de ello en un segundo, pero no deseo esperar tanto tiempo, y no necesito cambiar de fase para matarte, mocosa.

—Es verdad —dijo Aenea. Había mantenido su posición durante la lucha, las piernas apartadas, los pies plantados con firmeza, los brazos a los costados.

Nemes mostró sus pequeños dientes, y vi que se alargaban, se volvían más afilados, sobresalían de las encías y la mandíbula. Había por lo menos tres hileras.

Nemes alzó las manos y las uñas se extendieron diez centímetros, convirtiéndose en pinchos relucientes.

Usó esas uñas afiladas para pelar la piel y la carne del antebrazo derecho, revelando un endoesqueleto metálico color acero, aunque parecía mucho más cortante.

—Ahora —dijo Nemes. Avanzó hacia Aenea.

Me interpuse entre ambas.

—No —dije, y alcé los puños como un boxeador.

Nemes me mostró todos sus dientes.

23

El tiempo y el movimiento se vuelven lentos, como si se pudiera ver en cambio de fase, pero esta vez es sólo el efecto de la adrenalina y la concentración total. Mi mente se acelera. Mis sentidos cobran una agudeza sobrenatural. Veo, siento y calculo cada microsegundo con turbadora claridad.

Nemes avanza, un paso, más hacia Aenea que hacia mí.

Es una partida de ajedrez más que una pelea. Yo ganaré si mato a esa zorra insensible o la aparto de la plataforma el tiempo suficiente para que escapemos. Ella no tiene que matarme para ganar, sólo neutralizarme el tiempo suficiente para matar a Aenea. La niña es su blanco. Siempre lo ha sido. Este monstruo fue creado para matar a Aenea.

Una partida de ajedrez. Nemes ha sacrificado dos piezas fuertes —sus monstruosos hermanos— para neutralizar a nuestro alfil, el Alcaudón. Esas tres piezas están fuera del tablero. Sólo Nemes, la reina negra, Aenea, la reina de la humanidad, y yo, el indigno peón de Aenea.

Tal vez el peón deba sacrificarse, pero no sin eliminar a la reina negra. Está resuelto a eso.

Nemes sonríe, mostrando filas de dientes afilados. Los brazos a los costados, estira las largas uñas. El antebrazo derecho está expuesto como una obscena exposición quirúrgica, un interior no humano, no, en absoluto. El borde cortante del endoesqueleto del brazo destella bajo el sol de la tarde.

—Aenea —murmuro—, retrocede, por favor. —Esta alta plataforma se comunica con la senda de piedra y la escalera que construimos para subir a la senda del saliente. Quiero que mi amiga se vaya de la plataforma.

—Raul, yo...

—Ya —insisto, sin alzar la voz pero infundiéndole toda la autoridad que he ganado en mis treinta y dos años de vida.

Aenea retrocede cuatro pasos. La nave aún revolotea a cincuenta metros. Muchos rostros miran desde el mirador. Ojalá el sargento Gregorius saliera y usara su rifle de asalto para volar a esta zorra en pedazos, pero no veo su rostro moreno entre los que miran. Tal vez esté debilitado por sus heridas. Tal vez entiende que debería haber una pelea justa.

Al cuerno con eso
, pienso. No quiero una pelea justa. Quiero matar a Nemes como pueda.
Con gusto aceptaría ayuda de cualquiera. ¿El Alcaudón está realmente muerto? ¿Es posible? ¿Los Cantos de Martin Silenus contaban que el Alcaudón era derrotado en una batalla del futuro lejano con el coronel Fedmahn Kassad. ¿Pero cómo lo sabía Silenus? ¿Y qué significa el futuro para un monstruo capaz de viajar en el tiempo?
Si el Alcaudón no está muerto, agradecería que regresara cuanto antes.

Nemes da otro paso a su derecha, mi izquierda. Yo me muevo a la izquierda para impedirle que llegue a Aenea
. En cambio de fase, esta cosa tiene fuerza sobrehumana y puede moverse tan deprisa que es literalmente invisible.
Ahora no puede cambiar de fase
. Eso espero. Pero aun así quizá sea más rápida y más fuerte que yo, que cualquier humano. Tengo que asumir que lo es. Y tiene esos dientes, esas zarpas y ese brazo cortante.

—¿Listo para morir, Raul Endymion? —dice Nemes, mostrando sus filas de dientes.

Sus fuerzas: velocidad, vigor, construcción inhumana. Quizá sea más robot o androide que humana. Es casi seguro que no siente dolor. Tal vez tenga otras armas que no ha revelado. No sé cómo matarla ni incapacitarla. Su esqueleto es de metal, no de hueso. Los músculos visibles en su antebrazo parecen reales, pero quizás estén hechos de fibras de plástico o malla de acero. Es improbable que las técnicas normales de combate la detengan.

Sus flaquezas... no las conozco. Tal vez exceso de confianza. Tal vez esté demasiado habituada al cambio de fase, a matar a sus enemigos cuando no pueden defenderse. Pero hace nueve años y medio se enfrentó al Alcaudón y empató. En realidad lo derrotó, pues logró quitarlo de en medio para llegar a Aenea. Sólo la intervención de De Soya, que la atacó con todos los gigavoltios disponibles en su nave, impidió que nos matara a todos.

Nemes alza los brazos, se agazapa, extiende los afilados dedos
. ¿Hasta dónde puede saltar? ¿Puede saltar sobre mí para llegar a Aenea?

Mis fuerzas: dos años de boxeo en el regimiento en la Guardia Interna. Lo odiaba, y perdí un tercio de mis peleas. Los otros miembros del regimiento seguían apostando por mí, sin embargo. El dolor nunca me detenía. Lo sentía, pero no me detenía. Los golpes en la cara me hacían ver rojo. Al principio, me olvidaba de mi entrenamiento cuando alguien me golpeaba en la cara, y cuando se despejaba la bruma roja de la furia, si aún estaba en pie, podía ganar la pelea. Pero sé que la furia ciega no me ayudará ahora. Si pierdo concentración un instante, esta cosa me matará.

Era rápido cuando boxeaba, pero eso fue hace más de una década. Era fuerte, pero hace años que no me entreno ni hago ejercicios preparatorios. Podía aguantar golpes duros en el cuadrilátero, además de resistir el dolor. Nunca me noquearon, aunque un buen pugilista pudiera tumbarme varias veces.

Además de boxear, fui guardián en uno de los grandes casinos de Nueve Colas, en Félix. Pero era una cuestión psicológica, evitar la pelea mientras expulsaba a borrachos agresivos. Y aprendí a lograr que las pocas peleas reales terminaran en segundos.

En la Guardia Interna me entrenaron para el combate cuerpo a cuerpo, para matar de cerca, pero eso era tan infrecuente como un ataque a bayoneta calada. Mientras trabajaba como barquero, me lié en trifulcas más serias, una vez con un hombre dispuesto a destriparme con un cuchillo. Sobreviví. Pero otro barquero me noqueó. Siendo guía de caza, sobreviví cuando un forastero me atacó con su pistola de dardos. Pero lo maté accidentalmente, y él atestiguó contra mí después de resucitar. Pensándolo bien, así fue como empezó todo.

De todas mis flaquezas, ésta era la más seria: en realidad no quiero lastimar a nadie. En todas mis peleas, con la posible excepción del barquero con el cuchillo y el cazador cristiano con la pistola de dardos, siempre me contuve un poco, pues no quería golpear con todas mis fuerzas, no quería lastimar.

Tengo que cambiar de inmediato esa actitud. Esta no es una persona sino una máquina de matar, y si no la incapacito o destruyo rápidamente, me matará aún más rápidamente.

Nemes se abalanza sobre mí, arqueando las zarpas, usando el brazo derecho como una guadaña.

Salto hacia atrás, esquivo la guadaña, casi esquivo las zarpas, veo que la. camisa de mi brazo izquierdo se rasga, veo una bruma de sangre en el aire, avanzo y la golpeo rápida y duramente, tres veces en la cara.

Nemes retrocede. Tiene sangre en las uñas de la mano izquierda. Mi sangre. Tiene la nariz aplastada. He roto algo —cartílago óseo, fibra metálica— en su ceja izquierda. No hay sangre en su cara. No parece darse cuenta del daño. Todavía sonríe.

Me miro el brazo izquierdo. Me arde ferozmente. ¿Veneno?
Tal vez. Tiene sentido. Pero si ella usa veneno, moriré en segundos. No hay motivo para que use agentes de acción prolongada.

Todavía estoy aquí. Sólo ardor, por los cortes. Cuatro, pienso, pero no son profundos. No importa. Concéntrate en sus ojos. Adivina qué hará a continuación.

Nunca pelees a puño limpio. Enseñanza de la Guardia Interna. Siempre encuentra un arma para pelear de cerca. Si tu arma está destruida o perdida, encuentra otra cosa, improvisa: una roca, una rama gruesa, un trozo de metal, piedras en el puño o llaves entre los dedos, todo es preferible al puño limpio. Los nudillos se rompen más pronto que las mandíbulas, nos recordaba el instructor. Si no hay más remedio que usar las manos, usa el canto. Usa los dedos como clavos. Clávalos como zarpas en los ojos y la nuez de Adán.

Aquí no hay piedras, ni ramas, ni llaves... ninguna arma. Este monstruo no tiene nuez de Adán. Sospecho que sus ojos son fríos y duros como canicas.

Nemes se mueve de nuevo a la izquierda, mirando a Aenea
.

—Ya vengo, dulzura —le susurra a mi amiga.

Veo a Aenea por el rabillo del ojo. Está en la cornisa, más allá de la plataforma. Inmóvil. Rostro impasible. Esto es raro en mi amada. Normalmente arrojaría piedras, saltaría sobre la espalda del enemigo, cualquier cosa menos permitirme luchar solo contra esta cosa.

Es tu momento, querido Raul
. Su voz es clara como un susurro en mi mente.

Es un susurro. Viene de los sensores auditivos de mi dermotraje. Todavía estoy usando esa prenda, así como mi inservible arnés. Trato de subvocalizar para responder, pero recuerdo que me conecté con el disco de la nave, que está en mi bolsillo superior, cuando llamé a la nave desde la cumbre de T'ien Shan, y si lo uso ahora me comunicaré no sólo con Aenea sino con la nave.

Me muevo a la izquierda, cerrándole el paso a la criatura. Ahora hay menos espacio para maniobrar.

Esta vez Nemes se mueve más rápido, fintas a la izquierda, zarpazos a la derecha, un derechazo contra mis costillas.

Retrocedo pero su filo corta la carne debajo de la costilla derecha inferior. La esquivo, pero sus uñas de la izquierda buscan mis ojos. Me agacho de nuevo, pero sus dedos me abren un corte en el cuero cabelludo. De nuevo el aire se llena de sangre atomizada.

Avanzo un paso, lanzo el brazo derecho, bajándolo como un martillo neumático, golpeándole el costado del cuello. La carne sintética se desgarra. El metal y los tubos no se curvan.

De nuevo Nemes ataca con su brazo de guadaña y las zarpas de su mano izquierda, salto hacia atrás, yerra.

Brinco hacia delante y le pateo la parte de atrás de las rodillas, con la esperanza de hacerla caer. Hay ocho metros hasta la baranda rota. Si logro hacerla rodar, aunque los dos caigamos...

Es como patear un poste de acero. El puntapié me entumece la pierna, pero ella ni pestañea. Carne y líquidos estallan sobre su endoesqueleto, pero ella no pierde el equilibrio. Debe tener el doble de mi peso.

Me patea y me rompe un par de costillas. Oigo el crujido. Pierdo el aliento.

Retrocedo, casi esperando encontrar las cuerdas del cuadrilátero, pero sólo hay roca, una pared dura, resbaladiza y vertical. Un perno se clava en mi espalda, aturdiéndome un instante.

Ahora sé qué haré.

Respirar es como tragar fuego. Respiro dolorosamente, confirmando que puedo hacerlo, tratando de recobrar el aliento. Me siento con suerte. Creo que las costillas rotas no han penetrado en el pulmón izquierdo.

Nemes abre los brazos para impedir que me escape. Se acerca.

Avanzo hacia su repulsivo abrazo, poniéndome al alcance de ese antebrazo afilado, descargo un puñetazo en cada lado de su cabeza. Sus orejas se hacen pulpa, un fluido amarillo llena el aire, pero siento la solidez acerada del cráneo bajo la carne magullada. Mis manos rebotan. Tambaleo y retrocedo, manos, brazos y puños inutilizados por un instante.

Nemes brinca.

Me apoyo en la roca, alzo ambas piernas, le pego en el pecho, pateo con todas mis fuerzas.

Ella vuela hacia atrás lanzando un corte, rasgándome el arnés, la chaqueta, el dermotraje, los músculos del pecho
. Está en mi pecho, a la derecha. Nemes no ha cortado el enlace de comunicaciones. Bien.

Aterriza con una pirueta, a cinco metros del borde
. No hay modo de empujarla por ese borde. Se niega a jugar según mis reglas.

Me lanzo contra ella, alzando los puños.

Nemes alza la mano izquierda y extiende las uñas, preparando un revés destinado a destriparme. Me detengo a milímetros de ese golpe mortal. Mientras ella echa hacia atrás el brazo derecho, disponiéndose a cortarme en dos, giro sobre un pie y le pateo el pecho con todas mis fuerzas.

Nemes gruñe y me muerde la pierna, moviendo las fauces como un perro enorme. Sus dientes arrancan el talón y la suela de la bota, pero no tocan la carne.

Recobrando el equilibrio, embisto de nuevo, cogiéndole la muñeca derecha con la mano izquierda para impedir que su brazo de guadaña me despelleje la espalda, procuro aferrar un mechón de cabello. Lanza dentelladas a mi rostro, llenando el aire con su saliva amarilla o su sustituto de la sangre. Le echo la cabeza hacia atrás mientras giramos, dos bailarines violentos forcejeando, pero su pelo corto y lacio está resbaladizo por mi sangre y su lubricante, y me patinan los dedos.

Embistiéndola de nuevo para que no recobre el equilibrio, acerco los dedos a sus ojos y tiro hacia atrás con toda la fuerza de mis brazos y mi torso.

Su cabeza se arquea hacia atrás, treinta grados, cincuenta, sesenta. Ya debería oír el crujido de su médula espinal, ochenta grados, noventa. Su cuello está en ángulo recto con el torso, sus ojos son canicas frías contra mis dedos tensos, estira los labios lanzando dentelladas contra mi antebrazo.

La suelto.

Salta como impulsada por un resorte. Hunde las zarpas en mi espalda, raspa hueso en el hombro derecho y el omóplato izquierdo.

Me agacho y lanzo golpes breves y fuertes, castigando sus costillas y su vientre. Dos, cuatro, seis golpes rápidos, apoyado en ella, mi cabeza contra su pecho desgarrado y aceitoso. La sangre de mi cuero cabelludo nos moja a los dos. Algo en su vientre o diafragma se parte con un crujido metálico y Nemes vomita fluido amarillo sobre mi cuello y mis hombros.

Retrocedo y ella sonríe, dientes afilados brillando a través de la bilis espumosa que gotea desde su barbilla hasta los tablones ya resbalosos de la plataforma.

Lanza un grito —siseo de vapor en una caldera moribunda— y arremete de nuevo, la guadaña hendiendo el aire en un arco invisible.

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