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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (35 page)

Se me acalambraban los músculos; salí de la cabina y traté de estirarme en el casco del kayak, colgándome de las varillas de la paravela para mantener el equilibrio. Era peligroso, pero tenía que desperezarme. Me tendí de espaldas y pedaleé una bicicleta imaginaria con las piernas alzadas, hice flexiones, aferrándome del borde de la cabina para no caerme. Una vez que logré desentumecerme, regresé a la cabina y dormité.

Quizá sea raro admitirlo, pero mi mente divagó toda esa tarde, aun mientras el calamar alienígena nadaba a poca distancia y las plaquetas bailaban y revoloteaban a metros del kayak. La mente humana se acostumbra rápidamente a la extrañeza si ésta no exhibe una conducta interesante.

Me puse a pensar en los días pasados, los meses pasados, los años pasados. Pensé en Aenea y en todas las demás personas que había dejado atrás: A. Bettik y la comunidad de Taliesin Oeste, el viejo poeta en Hyperion, Dem Loa y Dem Ria y su familia en Vitus-Gray-Balianus, el padre Glaucus en los túneles de aire escarchado de Sol Draconi Septem, Cuchiat y Chiaku y Cuchtu y Chichticu y los demás Chitchatuk en ese mismo mundo. Aenea estaba segura de que habían asesinado al padre Glaucus y a nuestros amigos Chitchatuk cuando nos fuimos de allí, aunque nunca me explicó cómo lo sabía, y pensé en otros que había dejado atrás, llegando hasta la última vez que había visto a Grandam y los miembros de mi clan, despidiéndome para ingresar en la Guardia Interna muchos años atrás. Y mis pensamientos siempre volvían a Aenea.

Abandoné a demasiadas personas. Y dejé que demasiadas personas se encargaran de mi trabajo y de mis luchas. A partir de ahora lucharé por mi cuenta. Si encuentro de nuevo a la niña, me quedaré con ella para siempre.

Sentía una rabiosa determinación, alimentada por el desaliento: no encontraría otro teleyector en ese vasto paisaje nuboso.

CONOCES

A LA QUE ENSEÑA

ELLA TE HA TOCADO (!?!?)

Las palabras no eran sonidos llegando a mis oídos, sino golpes en el interior de mi cráneo. Giré literalmente sobre mí mismo, y tuve que aferrar los bordes del kayak para no caerme.

HAS SIDO

TOCADO/CAMBIADO

APRENDIENDO

A OÍR/VER/CAMINAR

CON LA QUE ENSEÑA

(????)

Cada palabra era una migraña, arrasadora como una hemorragia cerebral. Mi propia voz las gritaba dentro de mi cráneo. Quizás estuviera enloqueciendo.

Enjugándome las lágrimas, miré al calamar gigante y su enjambre de parásitos verdosos. El gran organismo palpitaba, se contraía, extendía los filamentos y nadaba en el aire helado. No podía creer que esa criatura enviara esas palabras. Era demasiado biológica. Y yo no creía en la telepatía. Miré los discos, pero su conducta revelaba tanta conciencia cómo la danza de las motas de polvo en una franja de luz, y menos que los movimientos de un cardumen o una bandada de murciélagos. Sintiéndome tonto, grité:

—¿Quién eres? ¿Quién habla?

Me preparé aprensivamente para el borbotón de palabras que me taladraría el cerebro, pero no hubo respuesta del organismo gigante ni de sus compañeros.

—¿Quién ha hablado? —le pregunté al viento. No hubo respuesta excepto las bofetadas de las varillas contra la lona de la paravela.

El kayak se ladeó a la derecha, se enderezó, se ladeó de nuevo. Giré a la izquierda, esperando ver otro monstruo al ataque, pero en cambio vi que se aproximaba algo mucho más malévolo.

Mientras yo me concentraba en la criatura alienígena del norte, un ondeante cúmulo negro me había rodeado por el sur. Pendones deshilachados y negros brotaban del nubarrón y vibraban debajo de mí como ríos de ébano. Vi relámpagos en las profundidades mientras la tormentosa columna negra escupía esferas eléctricas. Más cerca, mucho más cerca, colgando del río de nubes negras que fluía sobre mí, acechaba una docena de tornados cuyos embudos me buscaban como colas de escorpión. Cada embudo tenía el tamaño del calamar —kilómetros verticales de arremolinada locura— y cada cual engendraba su propio cúmulo de tornados menores. No había manera de que mi frágil vela resistiera el embate de esos vórtices, y no había manera de que esos embudos no me engulleran.

Me erguí en la cabina oscilante, aferrando una varilla con la mano izquierda. Con la mano derecha hice un puño y lo alcé hacia los tornados, hacia la bullente tormenta, hacia el cielo invisible.

—Bien, al demonio con vosotros —grité. Mis palabras se perdieron en el aullido del viento. Mi chaleco flameaba alrededor de mí. Una ráfaga casi me arrojó al remolino. Inclinándome sobre el casco del kayak, encorvándome en el viento como un esquiador en un instante de fugaz equilibrio antes del inevitable descenso, sacudí el puño de nuevo y grité—: Venid, maldición. Os desafío.

Como en respuesta, uno de los embudos se aproximó, moviendo la punta de su cono giratorio como si buscara una superficie dura para destruir. Me erró por cientos de metros, pero el vacío que dejó al pasar hizo girar el kayak y la paravela como un bote de juguete en una bañera. Privado de la oposición del viento, caí en el resbaladizo kayak y me habría precipitado al abismo si mis manos no hubieran aferrado una varilla. En ese momento tenía los pies fuera de la cabina.

Una granizada viajaba con el embudo. Los cartuchos de hielo se estrellaron contra la paravela, acribillaron el kayak como nubes de dardos y me pegaron en la pierna izquierda y la espalda. El dolor casi me hizo aflojar las manos. Y comprendí que eso importaba poco, pues la vela estaba hecha jirones. Sólo su protección había impedido que la granizada me hiciera pedazos, pero ahora estaba agujereada. Perdí altura tan súbitamente como la había ganado al principio y el kayak se precipitó hacia la oscuridad. Los tornados llenaban el cielo. Aferré la inservible varilla que entraba en el abollado casco, decidido a permanecer en esa posición hasta que el bote, la vela recogida y yo fuéramos aplastados por la presión o despedazados por los vientos. Comprendí que estaba gritando de nuevo, pero el ruido era diferente en mis oídos casi alegre.

Había caído menos de un kilómetro, y el kayak y yo nos disparábamos con una celeridad superior a la velocidad terminal de Hyperion o Vieja Tierra, cuando el calamar se me abalanzó. Debió moverse con cegadora velocidad, como un calamar buscando su presa. Supe que estaba hambriento y decidido a no perder su cena cuando los largos filamentos me rodearon como enormes tentáculos.

Si la criatura me hubiera frenado de golpe, dada la velocidad a que caíamos el bote y yo, nos habría hecho trizas. Pero el calamar cayó con nosotros, rodeando el bote con sus zarcillos más pequeños —cada cual de dos a cinco metros de grosor— y luego frenó, soltando gases con olor a amoníaco como una nave de descenso en su aterrizaje. Después reinició el ascenso, dirigiéndose hacia la tormenta donde aún bramaban los tornados y el estratocúmulo central rotaba con negra intensidad. Medio atontado, comprendí que el calamar se dirigía hacia esa nube turbulenta mientras movía el kayak hacia un orificio de su cuerpo inmenso y transparente.

Bien,
pensé en mi aturdimiento,
he encontrado su boca.

Varillas y jirones de vela me rodeaban como una enorme mortaja. El kayak parecía estar envuelto en una bandera descolorida. Traté de girar, pensé en regresar a la cabina para coger la pistola de dardos y liberarme de esa criatura.

La pistola de dardos ya no estaba, pues el zarandeo del bote la había expulsado. También se habían caído los cojines y mi mochila con la ropa, la comida, el agua y la linterna láser. Se había caído todo.

Traté de reír, pero no atiné a articular sonidos mientras los filamentos me arrastraban con el kayak hasta el orificio del vientre del calamar. Pude ver los órganos internos con mayor claridad, palpitantes y absorbentes, moviéndose en ondas peristálticas, algunos de ellos llenos de plaquetas verdes. Un potente olor a líquido de limpieza —amoníaco— me hizo lagrimear los ojos y arder la garganta.

Pensé en Aenea. No fue un pensamiento prolongado ni elocuente: sólo una imagen de la niña al cumplir los dieciséis años, con su pelo corto, sudada y bronceada después de sus meditaciones en el desierto. Formé este simple mensaje:
Lo lamento, pequeña. Hice lo posible por llegar a la nave y recobrarla. Lo lamento.

Los largos filamentos se plegaron y me metieron con el bote en una boca sin labios que debía tener treinta o cuarenta metros de anchura. Pensé en la fibra de vidrio, en la tela de ultranylon de la vela, en las varillas de fibra de carbono, y tuve un último pensamiento:
Espero que esto te dé dolor de barriga.

Y luego fui arrastrado hacia ese tufo de amoníaco y pescado, vagamente consciente de que el aire de las entrañas de la criatura no era respirable, resuelto a saltar del kayak para no ser digerido, pero me desmayé antes de que pudiera actuar o formar otro pensamiento coherente.

Sin mi conocimiento ni observación, el calamar siguió elevándose entre nubes más negras que una noche sin luna, cerrando la boca sin labios hasta borrarla de su lisa y carnosa superficie. El kayak, la paravela y yo éramos apenas una sombra en el contenido líquido de su conducto inferior.

13

Kenzo Isozaki no se sorprendió cuando la Guardia Suiza fue a buscarlo.

Un coronel del Corps Helvética y ocho soldados con uniforme de gala naranja y azul, portando lanzas energéticas y varas de muerte, llegaron al Torus Mercantilus sin hacerse anunciar, exigieron ver al ejecutivo Isozaki en su oficina y le entregaron un disco encriptado, ordenándole que se vistiera formalmente para comparecer ante Su Santidad, el papa Urbano XVI. De inmediato.

El coronel permaneció a la vista de Isozaki mientras el ejecutivo entraba en su apartamento, se daba una ducha rápida y se ponía su ropa más formal: camisa blanca, chaleco gris, corbatín rojo, semitraje cruzado negro con botones dorados en el costado y capa de terciopelo negro.

—¿Puedo llamar a mis colegas para darles instrucciones, por si no llego a las reuniones planeadas para hoy? —preguntó el ejecutivo cuando bajaron a la sala de recepción, donde los soldados formaban una especie de corredor oro y azul entre las estaciones de trabajo.

—No —dijo el oficial.

Había un explorador de Pax en el sitio donde solían aparcar la nave personal de Isozaki. La tripulación saludó lacónicamente al ejecutivo de Mercantilus y le ordenó que se sujetara en su diván de aceleración. Iniciaron el viaje y pronto fueron escoltados por dos naves-antorcha, visibles en la holopantalla táctica.

Me están tratando como un prisionero, no como un invitado de honor
, pensó Isozaki. Su rostro no revelaba nada, pero sintió una oleada de algo parecido al alivio después de la pulsación de miedo y espanto. Había esperado esto desde su reunión ilegal con el consejero Albedo y casi no había dormido desde esa traumática y dolorosa cita. Isozaki sabía que no había motivos para que Albedo no revelara que Mercantilus había intentado comunicarse con el TecnoNúcleo, pero esperaba que creyeran que el intento era únicamente suyo. Isozaki agradeció en silencio que su amiga y asociada Anna Pelli Cognani estuviera fuera del sistema de Pacem, visitando una importante feria de negocios en Vector Renacimiento.

Desde su diván, entre el coronel y uno de los guardias suizos, Isozaki podía ver el holotáctico del piloto. La esfera de luz y colores móviles, con sus sólidas barras de código, era altamente técnica, pero Isozaki había sido piloto antes que estos muchachos nacieran. Notó que no se dirigían al mundo de Pacem sino a un destino próximo al punto troyano, en medio del enjambre de bases asteroidales de la flota de Pax y los fuertes defensivos.

Una prisión orbital del Santo Oficio
, pensó. Peor que el Castel Sant'Angelo, donde se decía que las máquinas de dolor virtual funcionaban a toda hora del día y de la noche. En las mazmorras orbitales nadie oiría sus gritos. Estaba seguro de que la orden de asistir a una audiencia papal era mera ironía, un modo de sacarlo de Pax Mercantilus sin protestas. Isozaki habría apostado cualquier cosa a que en pocos días, tal vez horas, sus prendas formales serían harapos sudados y ensangrentados.

Se equivocaba. El explorador desaceleró por encima del plano de la eclíptica y le mostró su destino: Castel Gandolfo, la «residencia de verano» del papa.

La pantalla de su diván funcionaba y pidió una vista exterior mientras el explorador se alejaba de las naves-antorcha de escolta y caía hacia el macizo y bulboso asteroide. Con más de cuarenta kilómetros de largo y veinticinco de ancho, Castel Gandolfo era un mundo en sí mismo, con un cielo azul y una atmósfera rica en oxígeno sostenida por campos de contención clase veinte provistos de redundancias infinitas, con laderas y terrazas cultivadas, montañas esculpidas cubiertas de bosques y llenas de arroyos y animales pequeños. Isozaki vio la antigua aldea italiana y supo que esa visión apacible era engañosa: las bases de Pax de las inmediaciones podían destruir cualquier nave o flota en existencia, mientras que el interior del asteroide estaba lleno de guarniciones que albergaban más de diez mil guardias suizos y tropas de élite de Pax.

El explorador extendió alas y recorrió los últimos diez kilómetros usando silenciosas toberas de pulsación eléctrica. Guardias suizos en uniforme de combate se elevaron para escoltar la nave en los últimos cinco kilómetros. Una rica luz solar rebotaba en sus armaduras de flujo dinámico y en sus escudos faciales transparentes mientras rodeaban al explorador y se aproximaban al castillo con lentitud. Varios soldados apuntaron sondas a la nave, verificando con radar profundo e infrarrojo si todo concordaba con la documentación acerca de la cantidad e identidad de los pasajeros y tripulantes.

Una puerta se abrió en el costado de una torre de piedra del castillo y el explorador entró con las toberas apagadas; los guardias suizos arrastraban la nave con el fulgor azul de sus paks de remolque.

Se abrió la cámara de presión. Los ocho guardias suizos bajaron primero, formando dos filas mientras el coronel escoltaba a Kenzo Isozaki. El ejecutivo buscaba un ascensor o escalera, pero todo el embarcadero de la torre empezó a descender. Los motores y equipos guardaban silencio. Sólo las paredes de piedra mostraban que se movían hacia abajo, y luego hacia el costado, hacia las entrañas de Castel Gandolfo.

Se detuvieron. Una puerta se recortó en la pared de piedra. Las luces iluminaron un corredor de acero bruñido, con cápsulas de lente fibroplástica flotantes montando guardia cada diez metros. El coronel hizo un gesto e Isozaki encabezó la marcha. Al final del túnel los bañó una luz azul mientras otras sondas y sensores los examinaban. Sonó una campanilla y se abrió otra puerta. Pasaron a una sala de espera. Tres personas se pusieron de pie cuando entraron Isozaki y su escolta.

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