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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (90 page)

—In nomine Patris et Filii et Spiritu Sanctus.

—Amén —dije, cogiendo la mano izquierda de Aenea.

—Amén —dijo Aenea.

30

Nos acertaron menos de dos segundos después de entrar en el sistema. El fuego de las naves-antorcha y arcángeles convergió sobre nosotros tal como los tiburones arcoiris habían convergido sobre mí en Mare Infinitus.

—¡Ahora! —ordenó Het Masteen en medio del fragor—. ¡Los ergs se están muriendo! El campo de contención caerá en segundos. ¡Ahora! Que el Muir guíe vuestros pensamientos.

Aenea sólo había tenido dos segundos para mirar la estrella amarilla del centro del sistema de Pacem y el astro más pequeño que era Pacem, pero fue suficiente. Los tres nos cogimos de la mano para libreyectarnos en medio de la luz y el ruido como si nos eleváramos a través del caldero de fuego láser que hacía hervir los campos de la nave, espíritus elevándose desde los lagos ardientes del Infierno.

El resplandor se desvaneció y se convirtió en difusa luz solar. Era un día nublado e invernal en el Vaticano, y una llovizna fresca mojaba las calles adoquinadas. Aenea usaba una camisa tostada, un chaleco de cuero marrón y pantalones negros más formales de lo habitual. Su cabello estaba echado hacia atrás, sostenido con dos broches de carey. Su tez lucía lozana, limpia y joven y sus ojos —tan cansados en los últimos días— estaban brillantes y tranquilos. Aún me cogía la mano mientras los tres echábamos una ojeada a las calles y la gente.

Estábamos en el extremo de un callejón que daba a un ancho bulevar. Pequeños grupos de personas —hombres y mujeres de negro, grupos de sacerdotes, grupos de monjas, una hilera de niños detrás de dos monjas, paraguas negros y rojos por doquier— se movían de aquí para allá en las aceras mientras vehículos negros y bajos se deslizaban en silencio por las calles. Vi obispos y arzobispos en los asientos de los vehículos, la cara distorsionada por las gotas de lluvia que resbalaban sobre la burbuja de los coches. Nadie parecía reparar en nosotros ni en nuestra llegada.

Aenea miraba las nubes bajas.

—El
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acaba de salir del sistema. ¿Lo habéis sentido?

Cerré los ojos para concentrarme en el flujo de voces e imágenes que ahora estaban siempre bajo la superficie. Había una ausencia. Un pantallazo de ramas ardientes.

—Los campos cedieron justo cuando partían —dije—. ¿Cómo se libreyectaron sin ti, Aenea? —Pero vi la respuesta apenas hice la pregunta—. El Alcaudón.

—Sí. —Aenea aún me cogía la mano. La fría lluvia gorgoteaba en las alcantarillas y desagües—. El Alcaudón llevará el
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y la Verdadera Voz del Árbol lejos en el espacio y el tiempo. A su destino.

Recordé fragmentos de los
Cantos
. La nave arbórea ardiendo mientras los peregrinos miraban desde el Mar de Hierba, poco antes que Het Masteen desapareciera misteriosamente con el Alcaudón durante el viaje en carreta eólica. El templario reaparecía en presencia del Alcaudón días más tarde, cerca del Valle de las Tumbas de Tiempo, moría por sus heridas, y era el único de los siete peregrinos que no contaba su historia durante el viaje.

Ninguno de los peregrinos de Hyperion —el coronel Kassad; el cónsul de la Hegemonía; Sol, el padre de Rachel; Brawne Lamia, la madre de Aenea; el templario Het Masteen; Martin Silenus; el padre Hoyt, el actual papa— podía explicar lo sucedido. En mi infancia sólo habían sido viejas palabras sobre un mito. Versos sobre extraños. Creían que sus peripecias terminaban cuando apenas comenzaban. Ahora, como adulto, comprendía con cuánta frecuencia esto sucedía en la vida de todos.

—¿Veis esa iglesia? —dijo el padre De Soya.

Tuve que sacudir la cabeza para concentrarme en el presente e ignorar el susurro de las voces.

—Sí —dije, secándome la lluvia de la frente—. ¿Es la Basílica de San Pedro?

—No. Es la iglesia parroquial de Santa Ana, y la entrada del Vaticano que está al lado es la Porta Sant'Anna. La entrada principal de la Plaza de San Pedro está por aquel bulevar, rodeando el peristilo.

—¿Vamos a la Plaza de San Pedro? —le pregunté a Aenea—. ¿Al Vaticano?

—Veremos si podemos —respondió ella.

Echamos a andar por la acera, sólo un hombre y una mujer joven caminando con un sacerdote en un día fresco y lluvioso. Enfrente un letrero indicaba que la imponente estructura sin ventanas era la barraca de la Guardia Suiza. Soldados con ropa renacentista —capa negra, cuello alechugado blanco, perneras negras y amarillas— empuñaban picas en la Porta Sant'Anna y en las intersecciones donde la policía de seguridad de Pax, con armadura negra, bloqueaba carreteras y sobrevolaba la zona en deslizadores negros.

La Plaza de San Pedro estaba cerrada al tráfico peatonal, salvo por varias puertas de seguridad donde los guardias registraban atentamente los pases y documentos de identidad.

—No pasaremos por allí —dijo el padre De Soya. Estaba tan oscuro que habían encendido las luces sobre las columnas de Bernini para iluminar las estatuas y el emblema papal de piedra. El sacerdote señaló dos ventanas, encima de las columnas y a la derecha de la fachada de San Pedro, coronadas por estatuas de Cristo, Juan Bautista y los apóstoles—. Ésos son los aposentos privados del papa.

—A sólo un disparo de rifle —dije, aunque no tenía intenciones de atacar al papa.

El padre De Soya sacudió la cabeza.

—Campo de contención clase diez. —Echó una ojeada. Muchos peatones habían entrado en la Plaza de San Pedro y nos estábamos volviendo más llamativos en la calle—. Si no hacemos algo, nos pedirán la tarjeta de identidad.

—¿Es común este nivel de segundad? —preguntó Aenea.

—No —dijo el padre De Soya—. Quizá se deba al mensaje donde anunciabas que venías, pero es más probable que sea la seguridad habitual cuando Su Santidad dice una misa. Esas campanas que oímos eran una llamada para la misa vespertina, donde él oficiará.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté. Me intrigaba que el tañido de las campanas le revelara tantas cosas.

El padre De Soya pareció sorprendido.

—Lo sé porque es Jueves Santo —dijo, asombrado de que no supiéramos un dato tan elemental, o bien de que él lo hubiera olvidado hasta ese momento—. Es Semana Santa. Su Santidad debe cumplir con sus deberes como papa y como diocesano. Esta tarde, en esta misa, realizará la ceremonia de lavar los pies de doce sacerdotes que simbolizan a los doce discípulos cuyos pies Jesús lavó en la Última Cena. La ceremonia siempre se celebraba en la iglesia diocesana del papa, la Basílica de San Juan de Letrán, que estaba más allá de los muros del Vaticano, pero desde que mudaron el Vaticano a Pacem se celebra en San Pedro. San Juan de Letrán fue abandonada durante la Hégira porque había sido destruida durante la Guerra de las Siete Naciones en el siglo veintiuno y...

De Soya interrumpió su nervioso parloteo. Había adoptado esa expresión ensimismada típica de los epilépticos y los melancólicos.

Aenea y yo esperamos. Admito que miraba con cierta ansiedad la patrulla de agentes de armadura negra que avanzaba hacia nosotros por el bulevar.

—Sé cómo podemos entrar en el Vaticano —dijo el padre De Soya, y regresó hacia un callejón opuesto al bulevar.

—Bien —dijo Aenea, siguiéndolo. El jesuita se detuvo de pronto.

—Creo que puedo lograr que entremos, pero no sé si saldremos.

—Tan sólo procura que entremos, por favor —dijo Aenea.

La puerta de acero estaba en el fondo de una derruida capilla de piedra, a tres manzanas del Vaticano. Estaba cerrada con un candado pequeño y una cadena grande. El letrero de la puerta decía: «Excursiones los sábados cada dos semanas. Cerrado en Semana Santa. Comuníquese con la oficina de turismo del Vaticano, Plaza de los Primeros Mártires Cristianos 3888.»

—¿Puedes romper esta cadena? —me preguntó el padre De Soya.

Palpé la maciza cadena y el sólido candado. Mi única herramienta o arma era el cuchillo de caza que aún llevaba en el cinturón.

—No, pero quizá pueda abrir el candado. Veamos si encuentro algún alambre en ese módulo de basura... el alambre de embalaje serviría.

Nos quedamos diez minutos bajo la llovizna, temiendo que la Guardia Suiza o los agentes de seguridad se nos acercaran. La luz se desvanecía y el ruido del tráfico parecía crecer en los bulevares cercanos. Mis únicos conocimientos sobre cerrojos venían de un viejo fullero del Kans que se había dedicado al juego cuando las autoridades de Puerto Romance le cortaron dos dedos por robar. Mientras trabajaba, pensé en nuestra odisea, en el largo viaje del padre De Soya a este lugar, en los cientos de años-luz recorridos y las decenas de miles de horas de tensión, dolor, sacrificio y terror.

¡Y un maldito candado de diez florines nos cerraba el paso!

La punta de mi cuchillo se partió. Maldije, arrojé el cuchillo, golpeé el estúpido y oxidado candado contra la mugrienta pared de piedra. El candado se abrió.

Dentro estaba oscuro. Si había un interruptor, ninguno de nosotros pudo encontrarlo. Si había una IA idiota controlando las luces, no respondió a nuestras órdenes. Ninguno de nosotros tenía lumbre. Después de llevar una linterna láser durante años, había dejado la mía en mi mochila. Cuando llegó el momento de abandonar el
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, cogí la mano de Aenea sin pensar en armas ni otros enseres necesarios.

—¿Esto es la Basílica de San Juan de Letrán? —susurró Aenea. Era imposible no hablar en susurros en esa opresiva oscuridad.

—No —respondió De Soya—. Sólo una pequeña capilla conmemorativa construida cerca de la basílica original en el siglo... —Calló y me imaginé que habría recobrado su expresión meditabunda—. Creo que la capilla todavía se usa. Esperad aquí.

Aenea y yo aguardamos mientras De Soya recorría el perímetro del pequeño edificio. Una vez algo pesado cayó con ruido de hierro sobre piedra y todos contuvimos el aliento. Un minuto después oímos el sonido de sus manos deslizándose por la pared y el susurro de su sotana. Oímos una exclamación ahogada y se encendió una luz.

El jesuita estaba a diez metros, sosteniendo una cerilla encendida. Tenía una caja en la mano izquierda.

—Es una capilla —explicó—. Todavía tiene el puesto de velas votivas.

Noté que las velas estaban derretidas y nadie las había reemplazado, pero esa caja de cerillas había permanecido quién sabía cuánto tiempo en ese lugar oscuro y abandonado. Nos reunimos con el jesuita en el pequeño círculo de luz, esperamos a que encendiera una segunda cerilla y le seguimos hasta una pesada puerta de madera detrás de unas cortinas raídas.

—El padre Baggio, mi capellán de resurrección, mencionó esta excursión cuando estuve en arresto domiciliario cerca de aquí hace unos años —susurró el padre De Soya. La puerta no tenía llave, y se abrió con un chirrido de goznes viejos y herrumbrados—. Creo que pensaba que apelaría a mi sentido de lo macabro —continuó De Soya, guiándonos por una angosta escalera de caracol. Aenea siguió al sacerdote, yo a Aenea.

La escalera bajaba y bajaba. Estimé que estaríamos veinte metros bajo el nivel de la calle cuando la escalera terminó y atravesamos una serie de corredores angostos para salir a un pasillo con eco. El sacerdote había usado media docena de cerillas, arrojándolas sólo cuando le quemaban los dedos. No pregunté cuántas cerillas le quedaban.

—Cuando la Iglesia decidió mudar San Pedro y el Vaticano durante la Hégira —dijo De Soya, con una voz que retumbaba en el espacio negro—, trajo todo a Pacem usando pesados ascensores de campo y torres de tracción de campo. Como la masa no era un problema, trasladaron media Roma, incluido el enorme Castel Sant'Angelo y todo lo que está bajo la ciudad vieja, hasta una profundidad de sesenta metros. Este era el sistema de metro del siglo veinte.

De Soya echó a andar por un andén ferroviario abandonado. En algunas partes los azulejos del techo se habían caído y, salvo en una senda angosta, por doquier había siglos de polvo, piedras caídas, plástico roto, letreros ilegibles y mugrientos y bancos astillados. Bajamos varias escaleras de acero corroído —escaleras mecánicas detenidas hacía más de un milenio—, atravesamos un corredor estrecho que descendía por una rampa, llegamos a otro andén. Vi una escalerilla de fibroplástico que descendía hasta los raíles, que aún debían estar allí, bajo capas de polvo, escombros y herrumbre.

Acabábamos de bajar la escalerilla y entrar en el túnel del metro cuando la cerilla se apagó, pero no sin que Aenea y yo atináramos a ver lo que había delante.

Huesos. Huesos humanos. Huesos y cráneos formaban pilas de dos metros de altura a cada lado de un pasaje angosto entre los raíles oxidados. Grandes pilas de huesos, calaveras pulcramente colocadas a intervalos de un metro o dispuestas en diseños geométricos dentro de las nudosas paredes de huesos humanos.

De Soya encendió otra cerilla y echó a andar entre las paredes de huesos. La brisa de su movimiento hacía ondular la diminuta llama que sostenía en alto.

—Después de la Guerra de las Siete Naciones a principios del siglo veintiuno —continuó, ahora en tono normal—, los cementerios de Roma desbordaban. Habían cavado fosas comunes en los suburbios de la ciudad y en los grandes parques. Se convirtió en un grave problema sanitario, sumado al recalentamiento global y las inundaciones constantes. Las ojivas bioquímicas... Los trenes del metro habían dejado de circular, así que las autoridades aprobaron el traslado de los restos y su entierro en los viejos sistemas del metro.

Cuando se apagó la cerilla nos hallábamos en un tramo donde los huesos estaban apilados en cinco capas, cada cual con su hilera de cráneos. Las frentes blancas reflejaban la luz, pero las cuencas oculares vacías eran indiferentes a nuestro paso. Estas largas paredes de huesos tenían por lo menos diez metros de altura. En algunos lugares se había producido un pequeño alud de huesos y teníamos que esquivarlos con cuidado. Crujían bajo nuestros pies. No nos movíamos en los intervalos de oscuridad que mediaban entre una cerilla y otra, sino que esperábamos en silencio. No había ningún otro ruido, ni siquiera correteo de ratas ni goteo de agua. Sólo nuestra respiración y nuestros murmullos.

—Curiosamente —dijo De Soya cuando avanzamos otros doscientos metros— no se inspiraron en las antiguas catacumbas romanas, que están en las inmediaciones, sino en las catacumbas de París, viejos túneles de canteras en lo profundo de esa ciudad. Los parisinos tuvieron que trasladar huesos de sus cementerios desbordantes a los túneles entre fines del siglo dieciocho y mediados del diecinueve. Descubrieron que podían guardar seis millones de muertos en sólo unos kilómetros de corredores. Ah, aquí estamos.

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