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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (86 page)

Enrollé la alfombra pulcramente, la guardé en el tubo de cuero, me eché el tubo a la espalda y me apresuré a alcanzarla.

En el puente sólo estaban el capitán Het Masteen y algunos de sus lugartenientes, pero las plataformas y escaleras de abajo estaban atestadas de gente: Rachel, Theo, A. Bettik, el padre De Soya, el sargento Gregorius, Lhomo Dondrub y muchos refugiados de T'ien Shan. También había muchos humanos que no eran éxters ni templarios y a quienes nunca había visto.

—Refugiados de cien mundos de Pax, recogidos por el padre capitán De Soya en el
Rafael
en los últimos años —explicó Aenea—. Esperábamos que unos cientos más llegaran hoy antes de la partida, pero ahora es demasiado tarde.

La seguí hasta el puente. Het Masteen estaba en el centro de un círculo de discos orgánicos de control, imágenes de los nervios de fibra óptica que atravesaban la nave, holoimágenes del centro, la popa y la proa de la nave, un nexo de comunicaciones que lo ponía en contacto con los templarios que estaban junto a los ergs, en el núcleo de contención de la singularidad, en las raíces y otras partes, y el holosimulacro de la nave misma, que él podía tocar con sus largos dedos para activar interactivos o cambiar de rumbo. El templario miró a Aenea, que se le aproximó por el puente sagrado. Su semblante asiático estaba calmo.

—Me complace que no hayas quedado atrás, La Que Enseña —dijo secamente—. ¿Adonde deseas que vayamos?

—Fuera del sistema —dijo Aenea sin vacilar.

Het Masteen asintió.

—Nos dispararán, desde luego. El poder de fuego de la flota de Pax es extraordinario.

Aenea sólo asintió con un gesto. Vi que el simulacro de la nave viraba despacio y miré arriba para ver la rotación del campo estelar. Habíamos avanzado unos kilómetros sistema adentro y ahora regresábamos a la desbaratada superficie interna del Árbol Estelar. En vez de vainas ambientales, sólo había un agujero informe entre las ramas entrelazadas. En los miles de kilómetros cuadrados de esta región había heridas abiertas y ramas desnudas. El
Yggdrasill
avanzó lentamente entre millones de hojas sueltas —las que aún estaban en los campos de contención ardían y agrisaban la atmósfera con cenizas—, regresando a la pared de la esfera para atravesarla cuidadosamente.

Ganamos velocidad al encenderse el motor de fusión controlado por los ergs, y entonces pudimos ver mejor la batalla. El espacio era una miríada de luces parpadeantes: campos de contención defensivos chisporroteando bajo descargas energéticas, un sinfín de explosiones termonucleares y de plasma, estelas de misiles, armas hipercinéticas, pequeñas naves de ataque, arcángeles. La superficie externa del Árbol Estelar parecía un fibroso mundo volcánico donde proliferaban las erupciones de llamas y los géiseres de escombros. Los cometas de irrigación y los asteroides pastores, arrancados de su trayectoria por los impactos, atravesaban el Árbol Estelar como balas de cañón. Het Masteen activó los holos tácticos y vimos la imagen de toda la Biosfera, atravesada por diez mil incendios —muchos de ellos tan grandes como mi mundo natal de Hyperion— y cien mil rasgaduras visibles en esa textura que habían tardado casi mil años en tejer. El radar y los sensores profundos registraban miles de objetos móviles, cada vez menos a medida que los potentes arcángeles fulminaban exploradores, naves-antorcha, destructores y naves arbóreas con sus haces, a distancias de varias UA. Millones de éxters adaptados al espacio se lanzaron contra los atacantes, pero murieron como polillas frente a un lanzallamas.

Lhomo Dondrub entró en el puente. Usaba un dermotraje éxter y llevaba una larga arma de asalto clase cuatro.

—Aenea, ¿adonde demonios vamos?

—Lejos —dijo mi amada—. Tenemos que irnos, Lhomo.

—No —dijo el volador—. Tenemos que quedarnos a pelear. No podemos dejar a nuestros amigos a merced de las aves carroñeras de Pax.

—Lhomo —dijo Aenea—, no podemos salvar el Árbol Estelar. Tengo que irme de aquí para luchar contra Pax.

—Huye de nuevo si debes hacerlo —dijo Lhomo, el rostro contraído de rabia y frustración. Se echó la capucha del dermotraje plateado sobre la cabeza—. Yo me quedo a pelear.

—Te matarán, amigo mío —dijo Aenea—. No puedes luchar contra naves estelares clase arcángel.

—Veremos —dijo Lhomo. El traje lo cubría todo, salvo el rostro. Me dio la mano—. Buena suerte, Raul.

—Y a ti —respondí, con un nudo en la garganta, avergonzado de huir y de despedirme de ese valiente.

Aenea le tocó el brazo plateado.

—Lhomo, puedes contribuir más a la lucha si vienes con nosotros.

Lhomo Dondrub sacudió la cabeza y se bajó la capucha. Su voz se tornó metálica.

—Buena suerte, Aenea. Que Dios y Buda te ayuden. Que Dios y Buda nos ayuden a todos.

Fue hasta el borde de la plataforma y miró a Het Masteen. El templario asintió, tocó el simulacro de control y le susurró algo a una de sus hebras.

La gravedad disminuyó. El campo externo titiló y se desplazó. Lhomo se elevó, giró y fue catapultado al espacio. Desplegó las alas plateadas, recibiendo la luz, y se unió a una veintena de ángeles éxters que portaban sus armas insignificantes, cabalgando en la luz solar hacia el arcángel más próximo.

Otros se aproximaron al puente —Rachel, Theo, la Dorje Phamo, el padre De Soya y su sargento, A. Bettik, el Dalai Lama—, pero todos mantuvieron una respetuosa distancia.

—Nos han localizado —dijo Het Masteen—. Nos disparan.

Una explosión roja sacudió el campo de contención. Oí el siseo. Era como haber caído en el corazón de una estrella.

Las pantallas titilaron.

—Aguantan —dijo Het Masteen—. Aguantan.

Se refería a los campos defensivos, pero las naves de Pax también aguantaban, disparando sus haces energéticos mientras acelerábamos para salir del sistema. Salvo por las holopantallas, no había indicios de nuestro movimiento, ninguna estrella visible, sólo el crujiente ovoide de energía destructiva que burbujeaba alrededor de nosotros.

—¿Cuál es nuestro curso? —le preguntó Het Masteen a Aenea.

Mi amiga se tocó la frente, cansada o desorientada.

—Sólo hacia fuera, hacia donde podamos ver las estrellas.

—No llegaremos a un punto de traslación bajo un ataque tan intenso —dijo el templario.

—Lo sé —dijo Aenea—. Sólo afuera... adonde pueda ver las estrellas.

Het Masteen miró la llamarada que nos cubría.

—Quizá nunca veamos de nuevo las estrellas.

—Tenemos que hacerlo —dijo simplemente Aenea.

Súbitamente oí exclamaciones y miré hacia el centro de la conmoción.

Había sólo algunas plataformas sobre el puente de control —estructuras diminutas que parecían cofas en un barco pirata de holodrama, o una casa arbórea que una vez había visto en los marjales de Hyperion— y en una de ellas estaba la figura. Los clones tripulantes gritaban y señalaban. Het Masteen echó un vistazo y miró a Aenea.

—El Señor del Dolor viaja con nosotros.

La llamarada multicolor que ardía más allá del campo de contención se reflejaba en la frente y el pecho del Alcaudón.

—Creí que había muerto en T'ien Shan —dije.

Aenea parecía más fatigada que nunca.

—Esa cosa se desplaza por el tiempo con mayor facilidad que nosotros por el espacio, Raul. Puede haber muerto en T'ien Shan... puede morir dentro de mil años en una batalla con el coronel Kassad... quizá no sea capaz de morir... nunca lo sabremos.

Como si lo hubieran llamado, el coronel Fedmahn Kassad subió la escalera del puente. Usaba uniforme de la Hegemonía y portaba el rifle que una vez yo había visto en la armería de la nave del cónsul. Miró al Alcaudón como un poseído.

—¿Puedo subir allá? —le preguntó al capitán templario.

Siempre concentrado en sus órdenes y pantallas, Het Masteen señaló unas líneas y escalerillas que conducían a la plataforma más alta.

—No quiero disparos a bordo —le dijo Het Masteen. El coronel Kassad asintió y empezó a subir.

Los demás miramos las pantallas. Había por lo menos tres arcángeles disparándonos desde distancias inferiores al millón de kilómetros. Se turnaban para disparar, atacando también otros blancos. Pero nuestra extraña negativa a morir parecía aumentar su saña contra nosotros y los haces continuaban, recorriendo esos escasos segundos-luz para estallar sobre el campo de contención. Una de las naves estaba a punto de rodear la curva del llameante Árbol Estelar, pero las otras dos aún desaceleraban hacia nosotros sin obstáculos en el medio.

—Misiles —avisó con voz neutra un lugarteniente del capitán templario—. Dos... cuatro... nueve. Sublumínicos. Presuntamente ojivas de plasma.

—¿Podemos sobrevivir a eso? —preguntó Theo. Rachel se había acercado para mirar cómo el coronel subía hacia el Alcaudón.

Het Masteen estaba demasiado ocupado para responder.

—No lo sabemos —dijo Aenea—. Depende de los ergs.

—Sesenta segundos para el impacto —dijo el mismo lugarteniente con la misma voz neutra.

Het Masteen tocó una vara de comunicaciones. Su voz sonaba normal, pero comprendí que era amplificada en toda la nave.

—Que todos se cubran los ojos y eviten mirar el campo. Los ergs polarizarán el fogonazo, pero no miréis hacia arriba. La paz del Muir sea con vosotros.

Miré a Aenea.

—Pequeña, ¿esta nave porta armas?

—No —respondió ella, con ojos tan fatigados como su voz.

—¿Entonces no vamos a luchar... sólo huir?

—Sí, Raul.

Apreté los dientes.

—Entonces estoy de acuerdo con Lhomo. Hemos huido demasiado. Es hora de ayudar a nuestros amigos, hora de...

Al menos tres misiles estallaron. Luego recordaría una luz tan cegadora que llegué a ver el cráneo y las vértebras de Aenea a través de su piel y su carne, pero eso debía ser imposible. Tuvimos una sensación de caída, como si todo perdiera sostén, y luego el campo gravitatorio se restauró. Un rumor subsónico me hizo doler los dientes y los huesos.

Pestañeé para borrar las imágenes de mi retina. Aún tenía su cara delante de mí —las mejillas rojas y sudorosas, el cabello recogido con una cinta, los ojos cansados pero infinitamente vivos, los antebrazos desnudos y tostados— y en un arranque de sentimentalismo pensé que no estaría mal morir así, con el rostro de Aenea grabado en mi alma y mi memoria.

Otras dos ojivas de plasma sacudieron la nave arbórea. Luego cuatro más.

—Aguantan —dijo el lugarteniente de Het Masteen—. Todos los campos aguantan.

—Lhomo y Raul tienen razón, Aenea —dijo la Dorje Phamo, acercándose majestuosamente con su sencilla túnica de algodón—. Hace años que huyes de Pax. Es hora de combatirlos... hora de que todos combatamos.

Miré a la anciana con una intensidad rayana en la rudeza. Había comprendido que había un aura alrededor de ella. No, esa palabra es demasiado mística... pero irradiaba un color fuerte, un carmín profundo tan enérgico como su personalidad. También comprendí que esa noche había notado lo mismo en todos los que estaban en la plataforma —el azul brillante del coraje de Lhomo, la áurea confianza de Het Masteen, el vibrante violeta del coronel Kassad al ver el Alcaudón— y me pregunté si era un medio para aprender el idioma de los vivos. O quizá fuera resultado de la sobrecarga de luz producida por las explosiones de plasma. Yo sabía que los colores no eran reales —no estaba alucinando y mi visión no estaba turbia—, pero sospeché que mi mente estaba haciendo estas asociaciones, que eran como atisbos taquigráficos del espíritu de la persona, en un nivel que trascendía la vista.

Y los colores que rodeaban a Aenea abarcaban el espectro y lo superaban, con un fulgor tan ubicuo que llenaba la nave arbórea tal como las explosiones de plasma llenaban el exterior.

—No, señora mía —intervino el padre De Soya, hablándole a la Dorje Phamo con voz suave y respetuosa—. Lhomo y Raul no tienen razón. A pesar de nuestra furia y nuestro afán de contraatacar, Aenea está en lo cierto. Si Lhomo sobrevive, quizás aprenda lo que todos aprenderemos si sobrevivimos. Es decir, después de la comunión con Aenea compartimos el dolor de aquellos a quienes atacamos. Lo compartimos de veras. Literal y físicamente. Lo compartimos por haber aprendido el idioma de los vivos.

La Dorje Phamo miró al sacerdote.

—Sé que esto es cierto, cristiano. Pero ello no significa que no podamos contraatacar cuando otros nos lastiman. —Señaló el campo de contención, las estelas de fusión, los rescoldos ardientes—. Los monstruos de Pax están destruyendo uno de los mayores logros de la especie humana. ¡Debemos detenerlos!

—Ahora no —dijo el padre De Soya—. No luchando aquí. Confía en Aenea.

El sargento Gregorius se aproximó.

—Cada fibra de mi ser, cada momento de mi entrenamiento, cada cicatriz de mis años de lucha, todo me impulsa a combatir ahora —gruñó—. Pero he confiado en mi capitán, y ahora confío en él como sacerdote. Y si él dice que debemos confiar en la joven... pues debemos confiar en ella.

Het Masteen alzó una mano. El grupo calló.

—Esta discusión es una pérdida de tiempo. Como os ha explicado La Que Enseña, el
Yggdrasill
no tiene armamentos y los ergs son nuestra única defensa. Pero no pueden cambiar de fase el motor de fusión mientras nos cubren con este escudo protector. No tenemos propulsión. Estamos a la deriva a sólo minutos-luz de nuestra posición original. Y cinco arcángeles han cambiado de curso para interceptarnos. —El templario se volvió para enfrentarnos—. Por favor, todos, excepto la reverenciada La Que Enseña y su alto amigo Raul, abandonad el puente y esperad abajo.

Los otros se marcharon sin una palabra. Rachel miró arriba antes de marcharse. El coronel Kassad estaba en la cofa, junto al Alcaudón, empequeñecido por esa escultura de cromo erizada de espinas. Inmóviles, el coronel y la máquina de matar se miraban a menos de un metro de distancia.

Miré la pantalla. Las naves de Pax se aproximaban. Encima de nosotros el campo de contención se despejó.

—Coge mi mano, Raul —dijo Aenea.

Cogí su mano, recordando todas las veces que la había tocado en los últimos diez años.

—Las estrellas —susurró Aenea—. Mira las estrellas. Y escúchalas.

La nave arbórea
Yggdrasill
colgaba en la órbita de un mundo rojizo con casquetes polares blancos, antiguos volcanes más grandes que la Meseta del Piñón de mi mundo, y un valle que atravesaba el vientre del planeta como la cicatriz de una apendicetomía de más de cinco mil kilómetros de largo.

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