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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (85 page)

Después de la Comunión, la Misa termina y la congregación parte. Camino lentamente hacia la sacristía. Estoy triste y me duele el corazón, literalmente.

La enfermedad cardíaca avanza de nuevo, taponándome las arterias y haciéndome doler cada paso y cada palabra. Pienso que no debo contárselo a Lourdusamy.

El cardenal se presenta mientras acólitos y monaguillos me ayudan a quitarme las vestiduras.

—Ha llegado una nave correo Gedeón, Su Santidad.

—¿De qué frente? —pregunto.

—No de la flota, Santo Padre —dice el cardenal, mirando un mensaje que sostiene en sus manos fofas.

—¿De dónde entonces? —pregunto, extendiendo la mano con impaciencia. El mensaje está escrito en pergamino.

Iré a Pacem, al Vaticano.

Aenea.

Miro al secretario de Estado.

—¿Puedes detener la flota, Simón Augustino?

Le tiembla la papada.

—No, Su Santidad. Realizaron el salto hace más de veinticuatro horas. Dentro de poco habrán terminado su resurrección acelerada e iniciarán el ataque. No podemos preparar una nave correo y enviarla a tiempo.

Me tiembla la mano. Le devuelvo el mensaje al cardenal Lourdusamy.

—Llama a Marusyn y los demás comandantes de la flota —digo—. Pídeles que traigan todas los naves de combate de vuelta al sistema de Pacem. De inmediato.

—Pero, Su Santidad, hay muchas misiones importantes en marcha...

—¡De inmediato! —grito.

Lourdusamy se inclina.

—De inmediato, Su Santidad.

Mi pecho dolorido y mi aliento entrecortado son como advertencias de Dios de que el tiempo apremia.

—¡Aenea! El papa...

—Tranquilo, amor. Estoy aquí.

—Estuve con el papa, Lenar Hoyt, pero no está muerto, ¿verdad?

—También estás aprendiendo el idioma de los vivos, Raul. Es increíble que tu primer contacto con los recuerdos de otra persona viviente sea con él. Creo que...

—¡No hay tiempo, Aenea! No hay tiempo. El cardenal Lourdusamy llevó tu mensaje. El papa trató de detener la flota, pero Lourdusamy dijo que era demasiado tarde, que habían saltado veinticuatro horas atrás y atacarían en cualquier momento. Podría ser aquí, Aenea. La flota podría reunirse en Lacaille 9352...

—¡No! —La voz de Aenea me arranca de la cacofonía de imágenes, voces, recuerdos y superposiciones sensoriales, sin disiparla del todo, pero reduciéndola a algo que parece una música estridente en una habitación contigua.

Aenea activa la unidad comlog del cubículo y llama a nuestra nave y a Navson Hamnim al mismo tiempo.

Trato de concentrarme en mi amiga y en el momento, vistiéndome al mismo tiempo, pero el murmullo de voces y recuerdos todavía me acosa, como cuando alguien despierta de un sueño vivido.

El padre capitán De Soya reza de rodillas en su cubículo privado del
Yggdrasill
, sólo que De Soya ya no se considera padre capitán sino sólo padre. Y ni siquiera está seguro de este título. Esta noche ha rezado durante horas, como todos los días y noches desde que le arrancaron el cruciforme del pecho y del cuerpo mediante la comunión con la sangre de Aenea.

El padre De Soya ruega por un perdón del cual se considera indigno. Pide perdón por sus años como capitán de Pax, sus muchas batallas, las vidas que ha segado, las bellas obras humanas y divinas que ha destruido. El padre Federico de Soya se arrodilla en el silencio de un sexto de g de su cubículo y pide a su Señor y Salvador, el Dios de la Misericordia en que había aprendido a creer y del que ahora duda, que lo perdone, no por él, sino para que sus pensamientos y actos de los meses y años venideros, u horas, si su vida fuera tan breve, le permitan servir a su Señor...

Rompo este contacto con la súbita revulsión de alguien que comprende que se está convirtiendo en un mirón. Entiendo que si Aenea ha conocido este «idioma de los muertos» durante años, durante toda su vida, sin duda ha gastado más energía en el esfuerzo de negarlo, de evitar esta intrusión involuntaria en vidas ajenas, que en dominarlo.

Aenea abre una salida en la pared y lleva el comlog al mirador orgánico. Me acerco a ella flotando, descendiendo a la superficie del mirador bajo el tirón de un décimo de g del campo de contención. Varios rostros flotan encima del comlog —Het Masteen, Ket Rosteen, Navson Hamnim—, pero todos miran hacia otro lado, como Aenea.

Tardo un segundo en ver lo que ella ve.

Estrías llameantes hienden el Árbol Estelar, más allá de bellas rosetas de llamas anaranjadas y rojas. Por un instante creo que el sol despunta en la curva interna de la Biosfera, y los calamares, ángeles y cometas de irrigación reciben la luz tal como Aenea y yo horas antes, cuando cabalgábamos en la matriz de la heliosfera, pero pronto comprendo lo que estoy viendo.

Naves de Pax atraviesan el Árbol Estelar en cien sitios, y sus estelas de fusión cortan ramas y troncos como cuchillos fríos y brillantes.

Las explosiones de hojas y escombros a cientos de miles de kilómetros provocan temblores sísmicos en nuestra rama, nuestra vaina y nuestro balcón.

Confusión brillante. Haces energéticos brincando en el espacio, visibles por los millones de partículas de atmósfera en fuga, materia orgánica pulverizada, hojas ardientes, sangre de éxters y templarios. Haces cortando y quemando todo lo que tocan.

Más explosiones florecen a pocos kilómetros. El campo de contención aún se sostiene y el ruido nos empuja contra la pared, que ondula como la carne de una bestia herida. El comlog de Aenea se apaga al tiempo que la curva del Árbol Estelar estalla en llamas y explota en el espacio silencioso. Se oyen alaridos y rugidos, pero sé que dentro de segundos el campo de contención caerá y Aenea y yo seremos absorbidos por el espacio junto con toneladas de escombros.

Trato de arrastrarla hacia la vaina, que se cierra en un vano intento de sobrevivir.

—¡No, Raul, mira!

Miro hacia donde ella señala. Arriba, abajo, alrededor, el Árbol Estelar arde y estalla, las lianas y ramas se quiebran. Ángeles éxters consumidos por llamas, calamares obreros de diez kilómetros que implosionan, naves arbóreas que se incendian mientras intentan escapar.

—¡Están matando a los ergs! —grita Aenea en medio del estruendo.

Golpeo la pared, gritando órdenes. La puerta se abre un segundo, tiempo suficiente para llevar a mi amada adentro.

Pero aquí no hay refugio. Los impactos del plasma son visibles por las paredes polarizadas.

Aenea saca su mochila del cubículo y se la pone. Yo cojo la mía y me guardo el cuchillo en el cinturón, como si eso fuera una ayuda contra los atacantes.

—¡Tenemos que llegar al
Yggdrasill
! —exclama Aenea.

Nos dirigimos al tallo conector, pero la vaina no nos deja salir. Un rugido hace vibrar el casco.

—El tallo está quebrado —jadea Aenea. Todavía lleva el comlog, el antiguo comlog de la nave del cónsul, y pide datos a la red del Árbol Estelar—. Los puentes han caído. Tenemos que llegar a la nave arbórea.

Miro por la pared. Capullos de llamas anaranjadas. El
Yggdrasill
está diez kilómetros al este. Sin los puentes colgantes ni los tallos, bien podría estar a mil años-luz.

—Llamemos a nuestra nave. La nave del cónsul —digo.

Aenea mega con la cabeza.

—Het Masteen ha puesto en marcha el
Yggdrasill
... no hay tiempo para sacar nuestra nave. Tenemos que estar allá dentro de pocos minutos o... ¿Y los dermotrajes? Podemos volar hacia allá.

Ahora soy yo quien niega con la cabeza.

—No están aquí. Cuando nos los quitamos en la plataforma, le dije a A. Bettik que los llevara a la nave arbórea.

La vaina tiembla. La pared se pone roja, se derrite.

Abro mi cubículo de almacenaje, aparto ropas y equipo, busco el único y extraño artefacto que poseo, lo saco del tubo de cuero.

El regalo del padre capitán De Soya.

Toco las hebras de activación. La alfombra voladora se pone rígida y revolotea en cero g. El campo EM de este sector del Árbol Estelar todavía está intacto.

—Vamos —grito mientras la pared se derrite. Subo con mi amada a la alfombra.

Caemos por la grieta, hacia el vacío y la locura.

28

Los campos magnéticos controlados por los ergs todavía resistían pero estaban distorsionados. En vez de volar a lo largo del bulevar de ramas que conducía al
Yggdrasill
, la alfombra insistía en alinearse en ángulo recto, de modo que nuestros rostros parecían apuntar hacia abajo mientras la alfombra se elevaba como un ascensor entre ramas trémulas, puentes desmoronados, tallos cercenados, esferas de llamas y hordas de éxters que brincaban al espacio para combatir y morir. Mientras siguiera rumbo a la nave arbórea, dejé que la alfombra hiciera lo que quisiera.

Aún quedaban burbujas de campo de contención, pero la mayoría de los campos erg habían muerto con los ergs que los mantenían. A pesar de las redundancias múltiples, toda esta región del Árbol Estelar perdía aire o sufría descompresiones explosivas. No teníamos trajes. En el último momento yo había recordado que la antigua alfombra voladora tenía su propio campo para retener aire o pasajeros. No era un dispositivo de presión duradero, pero nueve años atrás lo habíamos usado en aquel planeta selvático, volando a alturas irrespirables, y yo esperaba que los sistemas aún respondieran.

Respondieron, hasta cierto punto. En cuanto salimos de la vaina y nos elevamos como una paravela en medio del caos, el campo de la alfombra se activó. Noté que perdía aire, pero me dije que nos duraría el tiempo necesario para llegar al
Yggdrasill
.

Casi no llegamos al
Yggdrasill
.

No era la primera batalla espacial que presenciaba. Aenea y yo habíamos visto una desde la plataforma del Templo Suspendido en el Aire, observando el espectáculo de luces en el espacio cislunar mientras el grupo de Pax destruía la nave del padre De Soya, pero ésta era la primera vez que presenciaba una batalla espacial donde alguien trataba de matarme.

El ruido era ensordecedor donde había aire: explosiones, implosiones, troncos y tallos astillados, ramas quebradas y calamares moribundos, el aullido de alarmas y el chillido de comlogs y otros comunicadores. Donde había vacío, el silencio era aún más ensordecedor: cuerpos éxters y templarios volando sin ruido al espacio, mujeres y niños, guerreros que no podían llegar a sus armas o sus puestos de combate, sacerdotes del Muir rodando hacia el sol en la indignidad de la muerte violenta, llamas que no crepitaban, alaridos mudos, ciclones sin silbido.

Aenea estaba encorvada sobre el antiguo comlog de Siri cuando nos elevamos en el torbellino. Systenj Coredwell gritaba desde la holopantalla, y Kent Quinkent y Sian Quintana Ka'an hablaban frenéticamente. Yo estaba demasiado ocupado conduciendo la alfombra para escuchar sus desesperadas conversaciones.

Ya no veía las estelas de fusión de los arcángeles de Pax, sólo sus haces cortando nubes de gas y campos de escombros, troceando el Árbol Estelar como escalpelos. Los grandes troncos y las ondulantes ramas sangraban, y su savia y otros fluidos vitales se mezclaban con kilómetros de lianas de fibra óptica y sangre éxter mientras estallaban o hervían. Un calamar obrero de diez kilómetros fue cortado en sucesivas lonjas mientras sus delicados tentáculos caracoleaban en una danza agónica. Ángeles éxters echaban a volar por miles y morían por miles. Una nave arbórea trató de zarpar y fue destruida en segundos; la atmósfera de oxígeno ardió en el campo de contención, matando a los tripulantes en ráfagas de humo turbulento.

—No es el
Yggdrasill
—gritó Aenea.

Asentí. La nave arbórea moribunda venía desde el norte, pero el
Yggdrasill
debía de estar cerca, a un kilómetro a lo largo de la vibrante rama.

A menos que yo hubiera girado mal. A menos que ya lo hubieran destruido. A menos que se hubiera ido sin nosotros.

—Hablé con Het Masteen —gritó Aenea. Cruzábamos una esfera de aire en fuga y el estruendo era terrible—. Sólo trescientos de los mil están a bordo.

—De acuerdo —dije. No sabía de qué hablaba. ¿Mil qué? No había tiempo para preguntas. Entreví el verdor más profundo de una nave arbórea a un kilómetro, en otra hélice de ramas, y conduje la alfombra en esa dirección. Si no era el
Yggdrasill
, igual tendríamos que buscar refugio allí. Los campos EM del Árbol Estelar estaban fallando, y la alfombra perdía energía e inercia.

El campo EM falló. La alfombra ascendió por última vez y empezó a rodar en la negrura entre las ramas astilladas, a un kilómetro de los tallos ardientes. Vi a lo lejos el cúmulo de vainas ambientales de donde veníamos: estaban pulverizadas y escupían aire y cuerpos, sacudiendo tallos y ramas en una ciega reacción newtoniana.

—Es el fin —dije en voz baja, pues ya no había aire ni ruido fuera de nuestra débil burbuja de energía. La alfombra había sido diseñada siete siglos atrás para seducir a la sobrina adolescente de un anciano enamorado, no para mantener a sus ocupantes con vida en el espacio exterior—. Lo intentamos, pequeña.

Me acerqué a Aenea y la rodeé con el brazo.

—No —dijo Aenea. No rechazaba mi abrazo sino la sentencia de muerte. Me cogió el brazo con fuerza, clavándome los dedos en el bíceps—. No, no —repitió, tecleando el comlog.

El rostro de Het Masteen apareció contra el caótico campo estelar.

—Sí —dijo—. Te veo.

La nave arbórea estaba a mil metros, una techumbre de ramas y hojas verdes detrás del fluctuante campo de contención violeta. Su mole se desprendía lentamente del llameante Árbol Estelar. Sentí un tirón violento y tuve la certeza de que un haz enemigo nos había alcanzado.

—Los ergs nos están remolcando —dijo Aenea, sin soltarme el brazo.

—¿Ergs? Creí que una nave arbórea sólo tenía un erg a bordo, para manejar el motor y los campos.

—Habitualmente sí. A veces dos, si es un viaje excepcional, a la capa externa de una estrella, por ejemplo, o a través de la onda de choque de la heliosfera de un sistema binario.

—¿Así que hay dos a bordo del
Yggdrasill
? —dije, mirando el árbol que cubría el cielo. Explosiones de plasma estallaban en silencio.

—No —dijo Aenea—. Hay veintisiete.

El campo extendido nos atrajo. El arriba se convirtió en abajo. Descendimos a una cubierta, bajo el puente que estaba cerca de la copa de la nave arbórea. Aun antes de que yo tocara las hebras de vuelo para desactivar nuestro mísero campo de contención, Aenea cogió su comlog y su mochila y corrió a la escalera.

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