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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (63 page)

En el frío Sol Draconi Septem, cuya atmósfera formaba un glaciar gigantesco, no había turistas, pero los intentos de colonización de Pax de los últimos diez años se habían convertido en pesadilla.

Los amables Chitchatuk con quienes Aenea, A. Bettik y yo habíamos trabado amistad nueve años y medio atrás se habían convertido en enemigos implacables de Pax. El rascacielos congelado donde el padre Glaucus recibía a los viajeros aún estaba iluminado a pesar de que Rhadamanth Nemes había asesinado a ese hombre afable. Los Chitchatuk mantenían las luces encendidas como si ese sitio fuera un altar. De algún modo sabían quién había asesinado a ese ciego inofensivo y a la tribu de Cuchiat: Cuchiat, Chiaku, Aichacut, Cuchtu, Chithticia, Chatchia, todos aquellos a quienes Aenea, A. Bettik y yo conocíamos de nombre. Los Chitchatuk culpaban a Pax, que intentaba colonizar las franjas templadas del ecuador, donde el aire era gaseoso y el gran glaciar se derretía.

Pero los Chitchatuk, que no sabían nada sobre la comunión de Aenea ni habían saboreado su empatía, cayeron sobre Pax como una plaga bíblica. Durante milenios habían sido cazadores y presas de los terribles espectros de nieve; ahora impulsaban a esas bestias blancas hacia las regiones ecuatoriales, lanzándolas sobre los colonos y misioneros de Pax. La cantidad de víctimas era espantosa. Las unidades militares enviadas para exterminar a los primitivos Chitchatuk mandaban patrullas y nunca volvían a verlas.

En la ciudad planetaria de Vector Renacimiento, las nuevas de Aenea sobre el Vacío Que Vincula se habían propagado entre millones de adherentes. Miles de fieles de Pax recibían la comunión cada día, perdiendo el cruciforme a las veinticuatro horas, sacrificando la inmortalidad en aras de... ¿qué? Pax y el Vaticano no entendían, y en ese momento yo tampoco.

Pero Pax sabía que debía contener el virus. Los soldados tumbaban puertas y destrozaban ventanas todos los días y noches, habitualmente en los viejos sectores industriales, los más pobres de la ciudad planetaria. La gente que había rechazado el cruciforme no se resistía. Luchaba fieramente, pero no mataba si podía evitarlo. A los soldados de Pax no les importaba matar para cumplir sus órdenes. Miles de seguidores de Aenea murieron la muerte verdadera —ex inmortales que nunca más gozarían de la resurrección— y decenas de miles fueron arrestados y llevados a centros de detención, donde los almacenaban en depósitos de fuga criogénica para que su sangre y su filosofía no contaminaran a otros. Pero por cada adherente muerto o arrestado, cientos permanecían escondidos, transmitiendo las enseñanzas de Aenea, ofreciendo la comunión con su sangre modificada, y presentando una resistencia no violenta. La gran máquina industrial que era Vector Renacimiento aún no se había desmoronado, pero ese mundo —que siglos atrás había sido el nexo industrial de la Red de la Hegemonía— funcionaba con una incompetencia jamás vista.

El Vaticano enviaba más efectivos y deliberaba en busca de una solución.

En Centro Tau Ceti, ex centro político de la Red de Mundos, ahora sólo un planeta jardín muy poblado, la rebelión cobró otra forma. Aunque los visitantes habían llevado el contagio anticruciforme de Aenea, el problema más grave para el Vaticano se centraba en la arzobispo Achilla Silvaski, una intrigante que había adoptado el papel de gobernadora y autócrata de TC
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más de dos siglos antes. La arzobispo Silvaski había intentado impedir la reelección del papa mediante intrigas entre los cardenales. Habiendo fracasado, organizó su propia versión de la Reforma pre-Hégira, anunciando que la Iglesia Católica de Centro Tau Ceti la reconocería como pontífice y se separaría de la «corrupta» Iglesia interestelar de Pax. Como había formado una alianza con los obispos locales encargados de las ceremonias y maquinarias de resurrección, podía controlar el Sacramento de la Resurrección, y por ende la Iglesia local. Más aún, la arzobispo había seducido a las autoridades militares locales con tierras, riquezas y poder hasta desencadenar un hecho sin precedentes, un golpe militar que derrocó a la mayoría de los oficiales superiores de Pax en el sistema Tau Ceti y los reemplazó por defensores de la Nueva Iglesia. No capturaron ninguna nave arcángel, pero dieciocho cruceros y cuarenta y una naves-antorcha se comprometieron a defender la nueva Iglesia de TC
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y su nueva pontífice.

Decenas de miles de fieles de la Iglesia protestaron. Fueron arrestados, amenazados con la excomunión —es decir, anulación inmediata del cruciforme— y puestos en libertad condicional bajo el ojo vigilante de la nueva fuerza de segundad eclesiástica de la nueva pontífice. Varias órdenes sacerdotales, entre ellas los jesuitas de Centro Tau Ceti, se negaron a obedecer. La mayoría fueron discretamente arrestados, excomulgados y ejecutados. Algunos cientos escaparon, sin embargo, y usaron su red para resistirse al nuevo orden, al principio en forma no violenta, luego con más contundencia. Muchos jesuitas habían sido oficiales de las fuerzas armadas de Pax antes de regresar a la vida sacerdotal, y usaron su formación militar para sembrar estragos en el planeta.

El papa Urbano XVI y sus asesores de la flota examinaron sus opciones. El efecto mortífero de la gran cruzada contra los éxters ya había sido demorado por los continuos ataques del capitán De Soya, por la necesidad de enviar unidades a una veintena de mundos para dominar a los rebeldes, por los requerimientos logísticos de la emboscada del sistema T'ien Shan, y por esta y otras rebeliones. Aunque el almirante Marusyn aconsejó ignorar la herejía de la arzobispo hasta que se alcanzaran otros objetivos políticos y militares, el papa Urbano XVI y el cardenal Lourdusamy decidieron desviar veinte arcángeles, treinta y dos viejos cruceros, ocho transportes y cien naves-antorcha hacia Tau Ceti, aunque pasarían varias semanas de deuda temporal hasta que llegaran las viejas naves Hawking. Una vez en ese sistema, tenían órdenes de vencer toda resistencia de naves rebeldes, establecer una órbita en TC
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, exigir la rendición inmediata de la arzobispo y sus seguidores y, en caso de no acatarse esta orden, arrasar el planeta hasta pulverizar la infraestructura de la nueva Iglesia. Después de eso, decenas de miles de infantes descenderían para ocupar los centros urbanos restantes y restablecer el dominio de Pax y la Santa Madre Iglesia.

En Marte, en el sistema de Vieja Tierra, la rebelión se había agravado, a pesar de años de bombardeo de Pax desde el espacio y constantes incursiones militares desde órbita. Dos meses estándar atrás, la gobernadora Clare Palo y el arzobispo Robeson habían muerto la muerte verdadera en un ataque nuclear suicida contra su palacio de Fobos. La respuesta de Pax había sido aterradora: asteroides desviados del cinturón y arrojados sobre Marte, bombas de plasma y ataques láser que hendían la tormenta planetaria de polvo provocada por el bombardeo con asteroides, como reflectores mortíferos cruzando el desierto congelado. Los rayos de muerte habrían sido más eficientes, pero los planificadores de la flota querían hacer un ejemplo de Marte, y un ejemplo visible.

Los resultados no fueron exactamente los que habían buscado. La terraformación de Marte, precaria después de años de mal mantenimiento, sufrió un colapso. La atmósfera respirable se limitaba ahora a la cuenca de Hellas y otros bolsones bajos. Los mares desaparecieron, evaporándose al bajar la presión o congelándose en los polos y la corteza. Las últimas plantas grandes y los árboles murieron hasta que sólo cactos y bayas sobrevivieron en el cuasivacío. Las tormentas de polvo durarían años, imposibilitando las patrullas de los infantes de Pax en el planeta rojo.

Pero los marcianos, sobre todo los palestinos, estaban adaptados a esa vida y preparados para esta contingencia. Acechaban, mataban a los efectivos de Pax cuando descendían, esperaban. Los misioneros templarios de otras colonias marcianas impulsaron la adaptación nanotecnológica definitiva a las condiciones planetarias originales. Miles hicieron la apuesta, permitiendo que las máquinas moleculares alterasen sus cuerpos y su ADN para adaptarlos a esas condiciones.

Para colmo, estallaron batallas espaciales cuando naves que habían pertenecido a la Máquina de Guerra marciana, presuntamente desaparecida, salieron de su escondrijo en el distante cinturón de Kuiper e iniciaron ataques contra los convoyes de Pax en el sistema de Vieja Tierra. La proporción de bajas en estos ataques era de cinco a uno a favor de la flota de Pax, pero las pérdidas eran inaceptables y el coste de mantener la operación de Marte era elevadísimo.

El almirante Marusyn y los jefes de estado mayor aconsejaron a Su Santidad que acotara sus pérdidas y se olvidara momentáneamente del sistema de Vieja Tierra. El almirante aseguró que no permitiría que nada saliera del sistema. Señaló que allí ya no quedaba nada de valor, ahora que Marte era inviable. El papa escuchó pero se negó a autorizar la retirada. En cada deliberación, el cardenal Lourdusamy enfatizaba la importancia simbólica de mantener el sistema de Vieja Tierra dentro de Pax. Su Santidad decidió postergar su decisión. La hemorragia de naves, hombres, dinero y material continuó.

En Mare Infinitus, la rebelión era vieja —promovida por los contrabandistas, cazadores furtivos y cientos de miles de tercos aborígenes que siempre habían rechazado la cruz—, pero se renovó con la llegada del contagio de Aenea. Las grandes zonas de pesca eran inaccesibles para las flotas pesqueras que no tuvieran escolta de Pax. Las naves pesqueras automáticas y las plataformas flotantes eran atacadas y hundidas. Cada vez más leviatanes boca de lámpara aparecían en aguas menos profundas, y la arzobispo Jane Kelly estaba furiosa con las autoridades de Pax, que no podían solucionar el problema. Cuando el obispo Melandriano aconsejó moderación, Kelly lo hizo excomulgar. A su vez, Melandriano declaró que los Mares del Sur se secesionarían de Pax y la autoridad de la Iglesia, y miles de fieles siguieron a ese líder carismático. El Vaticano envió más naves, pero poco pudieron hacer para poner fin a esa caótica lucha entre los rebeldes, las fuerzas de la arzobispo, las fuerzas del obispo y las bocas de lámpara.

Y en medio de tanta confusión y carnicería, el mensaje de Aenea viajaba con la velocidad del lenguaje y la comunión secreta.

La rebelión —tanto violenta como espiritual— se propagó: los mundos adonde Aenea había viajado, como Ixión, Patawpha, Amritsar y Groombridge Dyson D; Tsingtao-Hsishuang Panna, donde las noticias de la captura de no cristianos en otras partes creó primero pánico y luego una enconada resistencia; Deneb Drei, donde la república de Jamnu declaró que el uso del cruciforme sería causa de decapitación; Fuji, donde el mensaje de Aenea había llegado con miembros renegados de Pax Mercantilus y ahora se difundía como un incendio planetario.

En el mundo desértico de Vitus-Gray-Balianus B, donde las enseñanzas de Aenea llegaron por medio de refugiados de Amargura de Sibiatu y se combinaron con la comprensión de que Pax destruiría su cultura para siempre, la gente de la Hélice del Espectro de Amoiete conducía la resistencia. La ciudad de Keroa Tambat fue liberada en el primer mes de lucha, y la base de Bombasino pronto estuvo sitiada. El comandante Solznykov pidió ayuda de la flota, pero los comandantes del Vaticano y de Pax, ocupados en otras partes, le ordenaron que fuera paciente y amenazaron con excomulgarlo si no ponía fin a la rebelión.

Solznykov lo hizo, pero no del modo en que la flota o Su Santidad habrían deseado: firmó un tratado de paz con los ejércitos de la Hélice del Espectro de Amoiete, por el cual sus fuerzas sólo entrarían en la campiña con autorización de los aborígenes. A cambio, se permitió que la base de Bombasino siguiera existiendo.

Solznykov, el coronel Vinara y los otros cristianos leales se sentaron a esperar la retribución del Vaticano y de Pax, pero había civiles contagiados entre la gente de la Hélice que iba al mercado de Bombasino, que bebía y comía con los soldados, que conversaba con personas resentidas con Pax, que contaba su historia y ofrecía su comunión. Muchos aceptaban.

Esto era apenas una parte de lo que sucedía en los cientos de mundos de Pax en esa última y triste noche que yo pasaría en T'ien Shan. Yo no conocía estos hechos, desde luego, pero si los hubiera conocido —si ya hubiera dominado el arte de aprender estas cosas a través del Vacío Que Vincula— tampoco me habría importado.

Aenea había amado a otro hombre. Habían estado casados. Ella aún debía de estar casada, pues no había mencionado el divorcio ni la muerte. Había tenido un hijo.

No sé cómo mi negligencia no me llevó a la muerte en las frenéticas horas que pasé en el risco helado del este de Jo-kung y Hsuan'k'ung Ssu, pero no lo hizo. Al fin recobré el juicio y regresé por los riscos y los cables fijos, para estar en el templo al romper el alba.

Amaba a Aenea. Ella era mi querida amiga. Daría mi vida por protegerla.

Ese mismo día se me presentaría la oportunidad de demostrarlo, un hecho inevitable desencadenado por los acontecimientos que se desarrollaron poco después de mi regreso al Templo Suspendido en el Aire y nuestra partida hacia el este.

Poco después del alba, en la vieja gompa que estaba bajo el Falo de Shiva, ahora convertido en enclave cristiano, el cardenal Mustafa, la almirante Marget Wu, el padre Farrell, el arzobispo Breque, el padre LeBlanc, Rhadamanth Nemes y sus dos clones se reunieron en una conferencia. En verdad, eran los humanos quienes celebraban la conferencia, mientras Nemes y sus clones guardaban silencio mirando por la ventana las nubes que aureolaban el Lago de las Nutrias, al pie del pico Shivling.

—¿Estamos seguros de que la nave renegada
Rafael
está destruida? —preguntó el gran inquisidor.

—Absolutamente —le dijo la almirante Wu—. Aunque destruyó siete de nuestros arcángeles de línea antes de caer. —Sacudió la cabeza—. De Soya era un táctico brillante. Fue una auténtica obra del Maligno que se volviera apóstata.

El padre Farrell se inclinó sobre la bruñida mesa de madera de bonsai.

—¿Y no hay posibilidades de que De Soya o los demás hayan sobrevivido?

La almirante Wu se encogió de hombros.

—Fue una batalla orbital. Dejamos que el
Rafael
entrara en el espacio cislunar antes de activar la trampa. Miles de escombros entraron en la atmósfera, en general de nuestras desafortunadas naves. Al parecer ninguno de los nuestros sobrevivió, pues no hemos detectado señales. Si algunos tripulantes de De Soya escaparon, es probable que sus cápsulas cayeran en los mares ponzoñosos.

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