Read El ascenso de Endymion Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (62 page)

Esperé.

—Tú recuerdas los
Cantos
—dijo ella.

—Recuerdo que el peregrino llamado Sol llevó a su hija, después que la personalidad Keats la salvó del Alcaudón y ella comenzó a envejecer normalmente... la llevó a la Esfinge, al futuro... —Me detuve—. ¿Este futuro?

—No —dijo Aenea—. El bebé Rachel volvió a ser una niña y una joven en un futuro que está más allá de éste. Su padre la crió por segunda vez. La historia de ellos es maravillosa, Raul. Literalmente... llena de maravillas.

Me froté la frente. La jaqueca se había ido, pero ahora amenazaba con volver.

—¿Y vino aquí por las Tumbas? ¿Retrocediendo con ellas en el tiempo?

—En parte por las Tumbas de Tiempo. También puede moverse en el tiempo por su cuenta.

La miré atónito. Esto era descabellado.

Aenea sonrió como si me leyera los pensamientos o simplemente leyera mi expresión.

—Sé que parece una locura, Raul. Muchas de las cosas que debemos afrontar son extrañas.

—¿Extrañas? Ojalá fueran sólo extrañas —rezongué. Y otra pieza mental encajó en su sitio—. ¡Theo Bernard!

—¿Sí?

—Había un Theo en los
Cantos
, ¿verdad? Un hombre... —Había varias versiones del relato oral, el poema cantado, y muchos de estos detalles menores se eliminaban en las versiones populares más breves. Grandam me había hecho aprender la mayor parte del poema completo, pero las partes aburridas nunca me habían interesado.

—Theo Lane —dijo Aenea—. Ex asistente del cónsul en Hyperion, nuestro primer gobernador general para la Hegemonía. Le conocí cuando era niña. Un hombre decente. Discreto. Usaba gafas arcaicas...

—Esta Theo —dije, tratando de comprender— ¿
Un cambio de sexo
?

Aenea negó con la cabeza.

—Cerca, pero no te ganaste el puro, como habría dicho Freud.

—¿Quién?

—Theo Bernard es la bisbisbisnieta de Theo Lane. Su historia es una aventura en sí misma. Pero ella nació en esta época... escapó de las colonias de Pax en Alianza Maui y se unió a los rebeldes, pero lo hizo por algo que yo le conté al Theo original hace casi trescientos años. El mensaje pasó de generación en generación. Theo sabía que yo estaría en Alianza Maui cuando estuve...

—¿Cómo?

—Eso fue lo que le conté a Theo Lane —dijo mi amiga—. Cuándo estaría allí. La familia conservó ese conocimiento... así como los
Cantos
conservan la peregrinación del Alcaudón.

—Entonces sí puedes ver el futuro.

—Futuros —corrigió Aenea—. Te he dicho que sí. Y me oíste esta noche.

—¿Has visto tu propia muerte?

—Sí.

—¿Me contarás lo que has visto?

—Ahora no, Raul. Por favor. Cuando sea el momento.

—Pero si hay futuros —dije, oyendo el gruñido de dolor en mi propia voz—, ¿por qué tienes que ver una sola muerte para ti misma? Si puedes verla, ¿por qué no puedes evitarla?

—Podría evitar esa muerte, pero sería una elección errónea.

—¿Cómo puede ser erróneo elegir la vida en vez de la muerte? —dije, y noté que había gritado. Mis manos eran puños.

Aenea tocó esos puños, rodeándolos con sus dedos delgados.

—De eso se trata —dijo Aenea, tan suavemente que tuve que inclinarme para oírla. Bailaban relámpagos sobre las cuestas de Heng Shan—. La muerte nunca es preferible a la vida, Raul, pero a veces es necesaria.

Sacudí la cabeza. Mi actitud era huraña, pero no me importaba.

—¿Me contarás cuándo moriré yo? —pregunté.

Ella me miró a los ojos con sus ojos oscuros y profundos.

—No lo sé —dijo simplemente.

Pestañeé. Me sentí vagamente ofendido. ¿No le interesaba ver mi futuro?

—Claro que me interesa —susurró Aenea—. Pero he optado por no mirar esas ondas probabilísticas. Ver mi muerte es difícil. Ver la tuya sería... —Hizo un ruido extraño y noté que estaba llorando. Me acerqué para rodearla con los brazos. Ella se apoyó en mi pecho.

—Lo lamento, niña —le dije, aunque no sabía qué lamentaba. Era extraño sentirme tan feliz y tan desdichado al mismo tiempo. La idea de perderla me daba ganas de gritar, de arrojar piedras contra la ladera. Como reflejando mis sentimientos, el trueno rugió sobre un pico del norte.

Le sequé las lágrimas con besos. Luego sólo nos besamos, y la sal de sus lágrimas se mezcló con la tibieza de su boca. Luego hicimos el amor de nuevo, y esta vez fue tan lento y pausado como antes había sido urgente.

Cuando estábamos nuevamente tendidos en la brisa fresca, nuestras mejillas juntas, su mano en mi pecho, Aenea dijo:

—Tú quieres preguntarme algo. ¿Qué?

Pensé en todas las preguntas que había querido hacerle durante su sesión, todas las charlas que me había perdido y necesitaba escuchar para comprender por qué era necesaria la ceremonia de la comunión.
¿Qué es realmente el cruciforme? ¿Qué se propone Pax en esos mundos donde falta población? ¿Qué espera ganar el Núcleo con todo esto? ¿Qué diablos es el Alcaudón, un monstruo o un guardián? ¿De dónde viene? ¿Qué sucederá con nosotros? ¿Qué ve ella en nuestro futuro que yo necesite saber para que podamos sobrevivir, para que ella eluda el destino que ha conocido desde antes de nacer? ¿Cuál es el gran secreto del Vacío Que Vincula y por qué es tan importante comunicarse con él? ¿Cómo saldremos de este mundo si Pax sepultó el único portal teleyector bajo roca fundida y hay naves de Pax entre la nave del cónsul y nosotros? ¿Qué son esos «observadores» que han espiado a la humanidad durante siglos? ¿Qué significa aprender el idioma de los muertos? ¿Por qué Nemes y sus clones no nos han matado aún?

—¿Hubo alguien más? —pregunté—. ¿Hiciste el amor con alguien antes que yo?

Esto era descabellado. No me incumbía. Ella tenía casi veintidós años estándar. Yo había dormido con otras mujeres... no recordaba sus nombres, pero en la Guardia Interna, y en el casino de Nueve Colas... ¿Y por qué debía importarme? ¿En qué cambiaba las cosas? Simplemente tenía que saberlo.

Ella vaciló sólo un segundo.

—Nuestra primera vez... no fue mi primera vez —dijo.

Asentí, sintiéndome como un puerco y un mirón. Un dolor me atenazó el pecho, algo similar a la angina, por lo que me habían dicho. No podía detenerme.

—¿Lo amaste? —¿Cómo saber si «lo» era la palabra?
Theo, Rachel... ella se rodea de mujeres
. Mis propios pensamientos me daban náuseas.

—Te amo, Raul —susurró Aenea.

Era la segunda vez que lo decía. La primera vez había sido cuando nos despedimos en Vieja Tierra más de cinco años y medio atrás. Mi corazón tendría que haberse deleitado con esas palabras. Pero dolía demasiado. Aquí había algo importante que yo no entendía.

—Pero hubo un hombre —dije, las palabras como piedras en mi boca—. Tú lo amaste.
—¿Sólo uno?¿Cuántos?
Quería gritarles a mis pensamientos que se callaran.

Aenea me apoyó el dedo en los labios.

—Te amo, Raul, recuerda eso mientras te cuento estas cosas. Todo es complicado. Porque soy quien soy. Por lo que debo hacer. Pero te amo... te he amado desde la primera vez que te vi en mis sueños del futuro. Te amé cuando nos conocimos en la tormenta de polvo de Hyperion, con la confusión, el tiroteo, el Alcaudón y la alfombra voladora. ¿Recuerdas que te rodeé con los brazos cuando volábamos tratando de escapar? Te amé entonces...

Aguardé en silencio. Aenea movió el dedo desde mis labios hasta mi mejilla. Suspiró como si sintiera el peso de los mundos sobre los hombros.

—De acuerdo —murmuró—. Hubo alguien. Hice el amor antes...

—¿Fue serio? —dije. Mi voz me sonaba extraña, como el tono artificial de la nave.

—Estuvimos casados —dijo Aenea.

Una vez, en el río Kans de Hyperion, yo me había liado a puñetazos con un barquero que tenía el doble de mi peso y mucha más experiencia en peleas. Me asestó un golpe bajo la mandíbula, ennegreciéndome la visión, me hizo doblar las rodillas y me arrojó al río desde la barcaza. El hombre no me guardaba rencor y se zambulló para rescatarme. Yo recobré la conciencia poco después, pero tardé horas en eliminar la vibración de mi cabeza y enfocar la vista.

Esto era peor. Sólo pude mirar a mi amada Aenea en silencio y sentir sus dedos contra mi mejilla como extraños y fríos. Ella apartó la mano.

Había algo peor.

—Los veintitrés meses, una semana y seis horas que quedaban sin explicar —dijo.

—¿Con él? —No recordaba haber articulado las dos palabras, pero oí que mi voz las pronunciaba.

—Sí.

—Casada... —dije, y no pude continuar.

Aenea sonrió, pero era la sonrisa más triste que yo había visto.

—Por un sacerdote. El matrimonio será legal a ojos de Pax y la Iglesia.

—¿Será?

—Es.

—¿Todavía estás casada? —Quise levantarme y vomitar sobre la plataforma, pero no pude moverme.

Por un segundo Aenea no supo qué responder.

—Sí —dijo, los ojos llenos de lágrimas—. Es decir, no... Ahora no estoy casada... Maldición, si tan sólo pudiera...

—¿Pero el hombre aún está vivo? —interrumpí, la voz cortante como la de un interrogador del Santo Oficio.

—Sí. —Ella se apoyó la mano en la mejilla. Le temblaban los dedos.

—¿Lo amas, pequeña?

—Te amo a ti, Raul.

Me aparté levemente, no conscientemente, pero no podía seguir en contacto físico con ella mientras entablábamos esta conversación.

—Hay otra cosa...

Esperé.

—Tuvimos... tendré... tuve un niño. —Me miró como si tratara de obligarme a comprender todo esto con su mirada. No funcionó.

—Un hijo —repetí estúpidamente. Mi querida amiga, mi amiga niña convertida en mujer y en amante, mi amada tenía un hijo—. ¿Qué edad tiene?

De nuevo ella pareció confundida, como si no supiera bien.

—El niño no está en un sitio donde yo pueda encontrarlo.

—Oh, pequeña —dije, olvidándome de todo salvo su dolor. La abracé mientras ella sollozaba—. Lo lamento tanto, pequeña. Lo lamento tanto.

Ella se apartó, enjugándose las lágrimas.

—No, Raul, no entiendes. Todo está bien. Esa parte está bien.

Me alejé de ella y la miré fijamente. Estaba demudada, sollozaba.

—Comprendo —mentí.

—Raul... —Su mano buscó la mía.

Le palmeé la mano pero me levanté, me vestí y cogí mi arnés y mi mochila.

—Raul...

—Regresaré antes del alba —dije, mirando hacia donde estaba Aenea pero sin mirarla a ella—. Sólo iré a caminar.

—Déjame ir contigo —dijo Aenea, levantándose envuelta en la sábana. Un relámpago estalló a sus espaldas. Se aproximaba otra tormenta.

—Regresaré antes del alba —dije, y salí antes de que ella pudiera vestirse o alcanzarme.

Llovía, una granizada fría. Las plataformas estaban resbaladizas, cubiertas de escarcha. Bajé por escalerillas y escaleras, guiándome por los relámpagos, sin detenerme hasta que bajé varios cientos de metros desde el saliente del este y me encaminé hacia la fisura donde había descendido con la nave. No quería ir allí.

A medio kilómetro del templo había cables fijos que subían a la cima del risco. El granizo azotaba la ladera, y las cuerdas rojas y negras estaban cubiertas de hielo. Sujeté ganchos en el cable y el arnés, saqué los elevadores de potencia de la mochila, los sujeté sin revisar las conexiones y empecé a escalar.

El viento arreció, azotándome y alejándome de la pared de roca. El granizo me pegaba en la cara y las manos. Seguí subiendo, a veces resbalando tres o cuatro metros cuando las grapas patinaban en la soga helada. A diez metros de la cima del risco, salí de las nubes como un nadador emergiendo del agua. Las estrellas aún ardían gélidamente, pero sinuosos nubarrones se amontonaban contra la pared norte del risco y crecían como una marea blanca.

Seguí subiendo hasta llegar a la zona relativamente llana donde estaban sujetos los cables fijos. Sólo entonces noté que no había atado el cable de seguridad.

—Maldición —mascullé, y me puse a caminar hacia el noreste por el borde de quince centímetros de ancho. La tormenta crecía hacia el norte. El descenso hacia el sur consistía en kilómetros de aire negro. Aquí había retazos de hielo y comenzaba a nevar.

Eché a trotar, corriendo hacia el este, saltando sobre fragmentos de hielo y fisuras. Todo me importaba un bledo.

Mientras yo me obsesionaba con mi propias cuitas, otras cosas sucedían en el universo humano. En Hyperion, cuando yo era niño, las noticias llegaban lentamente desde la Pax interestelar a nuestras casas rodantes de los brezales: un hecho importante en Pacem, Vector Renacimiento o cualquier sitio era una noticia vieja por la deuda temporal Hawking, con semanas adicionales de tránsito desde Puerto Romance u otra ciudad importante hasta nuestro rincón provinciano. Estaba acostumbrado a no prestar atención a los acontecimientos de otras partes. La demora en las noticias se había reducido cuando yo guiaba a los forasteros que cazaban en los marjales, pero todavía eran viejas y poco importantes para mí. Pax no me fascinaba, aunque sí el viaje a otros mundos. Luego hubo casi diez años de desconexión, durante nuestra estancia en Vieja Tierra y mi odisea con cinco años de deuda temporal. No estaba acostumbrado a pensar en los acontecimientos de otras partes salvo cuando me afectaban, como la obsesión de Pax por encontrarnos.

Pero esto cambiaría pronto.

Mientras esa noche en T'ien Shan, las Montañas del Cielo, yo corría como un idiota en el granizo y la niebla por el angosto risco, éstas eran algunas de las cosas que sucedían en otras partes:

En el encantador mundo de Alianza Maui, donde cuatro siglos atrás, con el cortejo de Siri y Merin, quizás hubiera comenzado la larga cadena de acontecimientos que me habían llevado adonde estaba, rugía la rebelión. Los rebeldes de las islas móviles seguían desde tiempo atrás la filosofía de Aenea, habían bebido el vino de su comunión, habían rechazado el cruciforme de Pax y libraban una guerra de sabotaje y resistencia mientras trataban de no dañar ni matar a los soldados de Pax que ocupaban su mundo. Para Pax, Alianza Maui presentaba problemas especiales porque era ante todo un mundo turístico. Miles de cristianos renacidos ricos viajaban allí por motor Hawking para disfrutar de los mares cálidos, las bellas playas de las islas del Archipiélago Ecuatorial y las migraciones de los delfines y las islas móviles.

También explotaba cientos de plataformas petroleras en ese mundo oceánico, alejadas de las zonas turísticas pero vulnerables al ataque de las islas móviles o los sumergibles rebeldes. Ahora muchos turistas de Pax rechazaban el cruciforme y seguían las enseñanzas de Aenea. Rechazaban la inmortalidad. El gobernador planetario, el arzobispo residente y los funcionarios del Vaticano que habían acudido a resolver la crisis no podían entenderlo.

Other books

Keeper of Keys by Bernice L. McFadden
Buchanan's Seige by Jonas Ward
Sol: Luna Lodge #1 by Stevens, Madison
The Elfin Ship by James P. Blaylock
Misery Happens by Tracey Martin
Round Robin by Jennifer Chiaverini