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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

El ascenso de Endymion (20 page)

Soñé con una conversación que Aenea y yo habíamos entablado unos meses antes. Era una fresca noche estival en el desierto y estábamos sentados en el vestíbulo del refugio, bebiendo té y mirando las estrellas. Habíamos estado hablando de Pax; a cada planteamiento negativo que hacía yo, Aenea respondía con algo positivo. Al fin me enfadé.

—Mira —dije—, hablas de Pax como si no hubiera intentado capturarte y matarte. Como si las naves de Pax no nos hubieran perseguido por todo el brazo en espiral y no nos hubieran derribado en Vector Renacimiento. Si no hubiera sido por ese teleyector...

—No Pax, sino algunos elementos de Pax —murmuró la niña—. Hombres y mujeres que seguían órdenes del Vaticano o de otra parte.

—Bien, pues sólo necesitan algunos elementos para dispararnos y matarnos... —Hice una pausa—. ¿Cómo que del Vaticano o de otra parte? ¿Crees que hay otros que dan las órdenes? ¿Aparte del Vaticano?

Aenea se encogió de hombros en un gesto irritante, una de las más desagradables de sus muy desagradables mañas de adolescente.

—¿Hay otros? —insistí, con tono más brusco del que solía usar con mi joven amiga.

—Siempre hay otros —dijo Aenea con calma—. Tenían razón al tratar de capturarme, Raul. O matarme.

En mi sueño, igual que en la realidad, dejé la taza de té en el piso de piedra del vestíbulo y miré a Aenea.

—¿Estás diciendo que deberían capturarnos y matarnos como animales...? ¿Que tienen ese derecho?

—Claro que no —dijo la niña, cruzándose de brazos mientras el té humeaba en el aire fresco—. Estoy diciendo que Pax tiene razón, desde su perspectiva, al usar medidas extraordinarias para tratar de detenerme.

Sacudí la cabeza.

—No te oí decir nada tan subversivo como para que enviaran escuadrones de naves estelares detrás de ti, pequeña. Lo más subversivo y herético que te oí decir es que el amor es la fuerza básica del universo, como la gravedad o el electromagnetismo. Pero eso es sólo...

—¿Cháchara?

—Una vaguedad.

Aenea sonrió y se acarició el pelo corto.

—Raul, amigo mío, lo que digo no les pone en peligro, sino lo que... lo que enseño al hacer... al tocar.

La miré. Casi había olvidado todos esos comentarios sobre La Que Enseña que su tío Martin Silenus había incluido en sus
Cantos
. Aenea debía ser la mesías que el viejo poeta había profetizado en su largo y confuso poema dos siglos antes, o eso me había dicho él. Hasta ahora no había visto que la niña tuviera pasta de mesías, a menos que contara su viaje a través de la Esfinge de las Tumbas de Tiempo y la obsesión de Pax por capturarla o matarla, una obsesión que me incluía, ya que yo había sido su custodio durante el accidentado viaje hasta Vieja Tierra.

—No te he oído enseñar muchas cosas que sean heréticas o peligrosas —insistí—. Ni te he visto hacer nada que represente una amenaza para Pax. —Señalé la noche, el desierto, los distantes e iluminados edificios de la Hermandad Taliesin, y ahora, en ese sueño de ultramorfina que era más recuerdo que sueño, me vi hacer ese gesto como si observara desde la oscuridad, desde fuera del refugio iluminado.

Aenea sacudió la cabeza y bebió su té.

—Tú no lo ves, Raul, pero ellos sí. Ya se han referido a mí como un virus. Tienen razón... eso es exactamente lo que yo podría ser para la Iglesia. Un virus, como la antigua cepa del HIV en Vieja Tierra o la muerte roja que arrasó el Confín después de la Caída... un virus que invade las células del organismo y reprograma el ADN... o que, al menos, infecta tantas células que el organismo se desmorona, falla... muere.

En mi sueño, flotaba sobre el refugio de lona y piedra como un halcón en la noche, aleteando entre las desconocidas estrellas de Vieja Tierra, viendo a la niña y al hombre sentados a la luz de la lámpara de queroseno como almas perdidas en un mundo perdido. Y eso éramos, precisamente.

Durante dos días floté entre el dolor y la conciencia como un esquife suelto en el mar flotaría entre chubascos y momentos de sol. Bebí gran cantidad de agua que las mujeres de azul me traían en copas de cristal. Iba hasta el retrete dando tumbos y orinaba por un filtro, tratando de atrapar la piedra que me causaba ese sufrimiento intermitente. Nada. Cada vez que regresaba a la cama esperaba que volviera el dolor. Y siempre volvía. Aun en ese momento, comprendí que esto no era el material propio de las aventuras heroicas.

Antes de que la doctora se marchara para viajar hasta donde se había estrellado el deslizador, me dieron a entender que el guardia de Pax y el cura local tenían unidades de comunicaciones y llamarían a la base si yo causaba problemas. La doctora Molina me hizo saber qué sucedería si el comandante de la flota tenía que sacar un deslizador de las maniobras para ir a buscar prematuramente a un prisionero; entretanto, me aconsejó que bebiera mucha agua y orinara cada vez que pudiera. Si la piedra no salía, me llevaría a la enfermería carcelaria de la base y la desintegraría con ondas sónicas. Le dejó cuatro inyecciones de ultramorfina a la mujer de azul y partió sin despedirse. El guardia —un lusiano maduro del doble de mi peso, con una pistola de dardos en su funda y una picana neuronal pórtate-bien en el cinturón— me miró con cara de pocos amigos y volvió a apostarse en la puerta del frente. Dejaré de llamar «la mujer de azul» a la dueña de casa. Durante esas primeras horas de sufrimiento ella sólo había sido eso para mí —aparte de mi salvadora— pero por la tarde del primer día supe que se llamaba Dem Ria, que su primera socia matrimonial era la otra mujer, Dem Loa, que el tercer miembro de su matrimonio tripartito era el hombre joven, Alem Mikail Dem Alem; que la chica adolescente de la casa se llamaba Ces Ambre y era hija de un trinomio anterior de Alem; que ese niño pálido y lampiño que aparentaba ocho años estándar se llamaba Bin Ria Dem Loa Alem y era hijo de este matrimonio, aunque nunca descubrí de cuál de ambas mujeres, y que se estaba muriendo de cáncer.

—Nuestro médico, que murió el mes pasado y no fue reemplazado, envió a Bin a nuestro hospital de Keroa Tambat el invierno pasado, pero sólo pudieron administrarle radiación y quimioterapia y esperar lo mejor —dijo Dem Ria, sentada junto a mi cama esa tarde. Dem Loa estaba cerca en otra silla. Yo había preguntado por el niño para que la conversación no se centrara en mis problemas. Las túnicas azules de las mujeres resplandecían mientras detrás de ellas un sol rojo como sangre se reflejaba en las paredes de adobe del interior. Cortinas de encaje dividían la luz y las sombras en complejos espacios negativos. Charlábamos durante las treguas que me daba el dolor. Sentía la espalda como si me hubieran aporreado, pero este malestar era tolerable en comparación con el dolor caliente que provocaba el movimiento de la piedra. La doctora había dicho que el dolor era una buena señal, pues significaba que la piedra se movía. Y el dolor parecía centrado en la parte inferior del abdomen. Pero la doctora también había dicho que la piedra podía tardar meses en pasar, siempre que su tamaño le permitiera pasar naturalmente. Explicó que muchas piedras debían ser pulverizadas o extraídas quirúrgicamente. Volví a pensar en la salud del niño.

—Radiación y quimioterapia —repetí, pronunciando las palabras con disgusto. Era como si Dem Ria hubiera dicho que el médico había recetado sanguijuelas y dosis de mercurio. La Hegemonía sabía cómo tratar el cáncer, pero gran parte del conocimiento y la tecnología genética se había perdido después de la Caída. Y lo que no se había perdido resultaba demasiado costoso para compartirlo con las masas después que desapareció la Red de Mundos: Pax Mercantilus transportaba productos y materia prima entre las estrellas, pero el proceso era lento, costoso y limitado. La medicina había retrocedido varios siglos. Mi propia madre había muerto de cáncer, rechazando la radiación y la quimioterapia cuando la clínica de los brezales le dio el diagnóstico.

¿Pero por qué curar una enfermedad fatal cuando uno podía recobrarse al morir y resucitar con el cruciforme? Durante la resurrección, la reestructuración del cuerpo «curaba» incluso algunas enfermedades de transmisión genética. Y la muerte, como la Iglesia repetía continuamente, era un sacramento, tanto como la resurrección. Se podía ofrecer como una plegaria. La persona común podía transformar el dolor y la desesperanza de la enfermedad y la muerte en la gloria del sacrificio redentor de Cristo. Siempre que la persona común llevara un cruciforme. Me aclaré la garganta.

—Bin no tiene... quiero decir... —Cuando el niño me había saludado de noche, su bata suelta mostraba un pecho pálido y sin cruz.

Dem Loa negó con la cabeza. La capucha azul de su túnica era de una tela transparente similar a la seda.

—Ninguno de nosotros ha aceptado la cruz todavía. Pero el padre Clifton ha tratado de convencernos.

Me limité a asentir. El dolor traspasó mi espalda y mi entrepierna como una corriente eléctrica.

Debería explicar qué significaban las túnicas de color que usaban los ciudadanos de Childe Lamond en el mundo de Vitus-Gray-Balianus B. Dem Ria me había contado en su melódico susurro que poco más de un siglo atrás la mayoría de las personas que vivían a orillas del río habían emigrado allí desde el cercano sistema estelar Lacaille 9352. Ese mundo, originalmente llamado Amargura de Sibiatu, había sido recolonizado por los fanáticos religiosos de Pax, que lo llamaron Gracia Inevitable e iniciaron una campaña de proselitismo entre las culturas aborígenes que sobrevivieron a la Caída. La cultura de Dem Ria —una cultura afable y filosófica que enfatizaba la cooperación— prefirió emigrar a convertirse. Veintisiete mil personas gastaron su fortuna y arriesgaron la vida para reconstruir una antigua nave semillera de la Hégira y transportar a todos —hombres, mujeres, niños, mascotas, ganado— en un viaje de cuarenta y nueve años de sueño frío hacia la Cercana Vitus-Gray-Balianus B, donde los habitantes de tiempos de la red de Mundos habían perecido después de la Caída.

La gente de Dem Ria se hacía llamar la Hélice del Espectro de Amoiete, por el holopoema sinfónico filosófico y épico de Halpul Amoiete. En su poema, Amoiete usaba los colores del espectro como metáfora de los valores humanos positivos y mostraba las yuxtaposiciones, interacciones, sinergias y colisiones helicoidales creadas por estos valores.
La Sinfonía de la Hélice del Espectro
de Amoiete estaba destinada a ser ejecutada, y la sinfonía, la poesía y el espectáculo holográfico representaban la interacción filosófica. Dem Ria y Dem Loa me explicaron que su cultura había tomado los significados de los colores de Amoiete: el blanco para la pureza de la honestidad intelectual y el amor físico; el rojo para la pasión del arte, la convicción política y el coraje físico; el azul para las revelaciones introspectivas de la música, la matemática, la terapia personal para ayudar a otros y el diseño de telas y texturas; el verde esmeralda para la consonancia con la naturaleza, el confort con la tecnología y la preservación de las formas de vida amenazadas; el ébano para la creación de misterios humanos, y así sucesivamente. Los matrimonios tripartitos, la no violencia y otras particularidades culturales derivaban del pensamiento de Amoiete y de la rica cultura cooperativa que la gente del Espectro había creado en Amargura de Sibiatu.

—¿Y el padre Clifton os está convenciendo de entrar en la Iglesia? —pregunté cuando el dolor me dio una tregua.

—Sí —dijo Dem Loa. Su tricónyuge, Alem Mikail Dem Alem, había entrado para sentarse en el alféizar de adobe. Escuchaba pero hablaba poco.

—¿Y qué opináis de eso? —pregunté, moviéndome un poco para distribuir el dolor de mi espalda. No había pedido ultramorfina en varias horas. Era muy consciente del deseo de pedirla ahora.

Dem Ria alzó la mano en un complejo movimiento que me recordó el gesto favorito de Aenea.

—Si todos aceptamos la cruz, el pequeño Bin Ria Dem Loa Alem tendrá derecho a tratamiento médico en la base de Bombasino. Aunque no curen el cáncer, Bin regresará a nosotros... después. —Bajó la mirada y ocultó sus expresivas manos en los pliegues de la túnica.

—No permiten que sólo Bin acepte la cruz —dije.

—Oh no —dijo Dem Loa—. Ellos sostienen que toda la familia debe convertirse. Comprendemos el porqué. Al padre Clifton lo entristece, pero tiene esperanzas de que aceptemos los sacramentos de Jesucristo antes que sea demasiado tarde para Bin.

—¿Y qué piensa la niña, Ces Ambre, de ser una cristiana renacida? —pregunté, comprendiendo que estas preguntas eran muy personales. Pero sentía curiosidad, y la dolorosa decisión que ellos afrontaban me ayudaba a olvidar mi dolor, muy real pero menos importante.

—A Ces Ambre le encanta la idea de unirse a la Iglesia y ser ciudadana plena de Pax —dijo Dem Loa, alzando el rostro bajo la cogulla azul—. Entonces se le permitiría asistir a la academia eclesiástica de Bombasino o Keroa Tambat, y cree que allí los jóvenes tienen mejores perspectivas matrimoniales.

Vacilé, pero al fin hablé.

—Pero el matrimonio tripartito no estaría... quiero decir, ¿Pax permitiría...?

—No —dijo Alem desde la ventana. Frunció el ceño y noté tristeza en sus ojos grises—. La Iglesia no permite matrimonios entre miembros del mismo sexo ni cónyuges múltiples. Nuestra familia sería destruida.

Noté que los tres se miraban un segundo, y el amor y la angustia que vi en esas miradas me acompañaría durante años.

Dem Ria suspiró.

—Pero esto es inevitable, de todos modos. Creo que el padre Clifton tiene razón. Debemos hacerlo ahora, por Bin, en vez de esperar a que sufra la muerte verdadera y lo perdamos para siempre... y después entrar en la Iglesia. Preferiría llevar a nuestro niño a misa los domingos y reír con él a la luz del sol que ir a la catedral a encender una vela en su memoria.

—¿Por qué es inevitable? —pregunté.

Dem Loa hizo de nuevo ese gesto grácil.

—La sociedad de la Hélice del Espectro depende de todos sus miembros... todos los pasos y componentes de la Hélice deben estar en su sitio para que haya un movimiento hacia el progreso humano y el bien moral. Cada vez más gente del Espectro abandona sus colores e ingresa en Pax. El centro no se sostendrá.

Dem Ria me tocó el antebrazo como para enfatizar sus palabras.

—Pax no nos obliga a nada —murmuró con su acento encantador, que subía y bajaba como el susurro del viento—. Respetamos el hecho de que reserven sus medicamentos y su milagro de la resurrección para quienes se les unen... —Hizo una pausa.

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