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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (8 page)

—Nunca me hablaste de él.

—Porque es un mierda.

—Si tú lo dices… —Fierro ocultó su disgusto. Aquel personaje se le había escapado totalmente. No había contado con su existencia al organizar el crimen. ¿Y si hubiera dormido aquella noche en el chalé? Todo se hubiera venido abajo. O habría un muerto más.

—¡Acojonante, Toni! —exclamó Dani, eufórico—. El tío ese de tan mala baba apareció por la mañana vestido totalmente de luto antes de que nadie le dijera que habían muerto los marqueses. ¡Vaya cante!

—¿Cómo iba a saberlo…? Si nadie se lo dijo…

—¡Y lavó los cadáveres antes de que se los llevaran al depósito!

—¿Qué?

—¡Sí, sí! ¡Lavó los dos cadáveres!

—Baja la voz.

Aunque obedeció, Dani miró a su alrededor para comprobar que estaban solos.

—Dicen que los policías le dejaron hacerlo —prosiguió—. El muy cabrón quería que los difuntos marqueses estuvieran presentables. ¡Es genial!

—Estamos de suerte. —Fierro trataba de ocultar su inquietud.

—Al día siguiente, aquello parecía una verbena, Toni. Cuando llegué había más gente allí entrando y saliendo que en la cafetería Manila.

—¿Y cómo es posible que…?

—Bueno, si hubieras visto a Jacobo Castellar, el primo banquero… Se erigió en portavoz de la familia y daba órdenes en plan capitán general. ¡Si hubieras visto cómo se le cuadraban los de Homicidios, estarías todavía muriéndote de la risa!

Fierro notó un sabor amargo que subía hasta su garganta. El Gran Hombre había decidido actuar.

—¡Lo hemos hecho, joder! —repitió Dani, con la emoción de quien se ha encontrado a sí mismo—. ¿Te diste cuenta de cómo le salió el chorro de sangre?

—Sí. Yo también estaba allí. Recuerda.

—¡Parecía una fuentecilla!

Pidieron otros dos cubatas de Bacardí. Estaban secos por dentro.

Tras un sorbo largo y reparador, Fierro preguntó con frialdad:

—¿Escondisteis la pistola donde os dije?

—Claro que sí. Jose la tiró en el pantano, justo en el sitio que tú indicaste.

—Bien. Bebamos tranquilos.

Por un segundo, Fierro consideró la posibilidad de cargárselos para evitar que le descubrieran. Pero ¿qué podían decir aquellos dos imbéciles en caso de que les arrancaran una confesión? Absolutamente nada. Pensarían que Toni, el tercer asesino, era una invención que se habían sacado de la manga; ni siquiera creerían en su existencia… A no ser que Castellar o el perro Barrachina ayudaran a la bofia de algún modo.

Fierro trató de tomar las riendas.

—No debemos confiarnos —advirtió, con voz gélida—. Aunque la Policía pase de ti, deberías marcharte durante una temporada. Es agosto. Vete a la finca.

—Si lo hago, pueden pensar que me oculto…

—Nadie sospechará. Si alguien pregunta, que tus padres digan que estás de vacaciones. Así podrás descansar durante todo el mes y dejaremos que las aguas vuelvan a su cauce.

—Lo que tú digas, Toni —dijo, y le rozó, insinuante, el brazo desnudo.

—¿Cómo está nuestro amigo el Fotógrafo? —preguntó Fierro, preocupado.

—Como un manojo de nervios —respondió Dani, con cierta superioridad—. Quiere irse a Londres, pero no tiene ni un duro.

—Eso puede arreglarse. Yo le pago el viaje y los gastos. Que se dedique a hacer fotos. No podemos permitir que llame la atención.

—¿Y tú?

—Yo no cuento. —Fierro le clavó la mirada, sin dejar de rozarle la mano con las yemas de sus dedos—. Lo he hecho por ti, recuérdalo. Y nadie me relaciona con los marqueses. Estoy fuera.

Contento y libre, Dani se comprometió a cumplir todos sus consejos a rajatabla.

—No nos veremos hasta que pase todo, en diciembre quizá. Después te buscaré. Siempre me tendrás a tu lado —mintió Fierro, con dulzura. Metió la mano en el bolsillo delantero de su pantalón y entregó a Dani un pequeño fajo de billetes para que el Fotógrafo se marchara cuanto antes—. Ahora vete, querido —le dijo—. Yo saldré más tarde. Nadie debe vernos juntos a partir de ahora.

Y se despidieron con un abrazo cálido de complicidad. Antes de separarse, Dani le besó en el cuello.

—He vuelto a ser un hombre —le susurró al oído.

«Un hombre».

Al quedarse solo, mientras se le helaba la sonrisa, Fierro pensó que algo no funcionaba como debía. Un manto negro tapaba el horizonte. Su instinto le advertía. La investigación policial no daba ninguno de los resultados previstos. Las primeras cuarenta y ocho horas son fundamentales en los casos de homicidio. Lo sabía por experiencia. El tiempo siempre juega a favor de los criminales, nunca en contra. Y habían transcurrido siete días a la deriva, sin sospechosos ni detenciones. Con el paso de las horas, las huellas se borran, los testimonios se enfrían, las pruebas desaparecen, los indicios se pierden para siempre en el magma de la burocracia y de los atestados redactados con torpeza.

Fierro desconocía cómo había sido exactamente la breve declaración de Daniel Espinosa. De hecho, de haber estado allí se habría deprimido. Ante la Policía, Dani había relatado con timidez ensayada:

—Al principio, mi suegro no vio con buenos ojos nuestra boda, pero nuestras relaciones, mientras vivimos con ellos en su casa, eran normales, aunque un poco frías. Desde el primer momento, mi matrimonio con Alicia fue muy bien porque cada uno de nosotros hacía su vida. Éramos libres.

—¿Conocía usted las relaciones de su exmujer con David Connors? —le preguntó el jefe del Grupo IX, mientras otro agente tecleaba sus respuestas pulsando los dedos índice sobre una ruidosa máquina de escribir.

—Durante nuestro matrimonio, Alicia tenía con él una amistad profesional. Solo eso. Después es cierto que David fue quien más influyó en ella para que pidiera la separación matrimonial.

—¿Qué hizo usted el día 31 de julio?

—Pasé toda la tarde en casa de mi amigo José Luis Muriel. Estuve cenando con él y tomando copas con otra gente, hasta las dos y media de la madrugada del 1 de agosto. Entonces José Luis me llevó a mi casa.

Dos pájaros con pistola

—Ayer vinieron dos periodistas preguntando por Antonio Fierro, de una agencia llamada Pala… —titubeó—. No recuerdo ahora. Les dije que se habían equivocado. Que aquí vivía don Antonio Martínez Egea. Pero ellos insistieron, me enseñaron una foto suya y dijeron que volverían.

Los porteros de Madrid son peores que la pasma. Lo quieren saber todo y se adelantan a la realidad en cuanto los datos escasean.

—No me parecieron periodistas —añadió, con una sonrisa sardónica.

—¿Cómo son los periodistas, según usted?

De inmediato, el portero los describió con todo lujo de detalles.

—Si vuelven —ordenó Fierro—, dígales que no se preocupen; que yo hablaré con ellos. Sé dónde encontrarlos —mintió.

Le entregó las llaves y se marchó para no regresar, como si fuera un cohete borracho perseguido por un fantasma. Aquel iba a ser su último domicilio conocido, y allí se iba a perder el rastro del asesino Fierro. Después, tropezarían con la oscuridad total.

—Más allá hay monstruos —soltó. Luego exclamó, furioso—: ¡Maldito Barrachina! ¡Gordo de mierda!

Cuando alguien se dedica a este oficio, debe saber adelantarse a los acontecimientos. Paso corto, vista larga y mano dura. Si te sorprenden, se acabó. Y aquella visita tenía el estilo directo de Baltasar Barrachina.

Compró en un quiosco un ejemplar de la revista
Lib
, que acababan de poner a la venta. En la sección de contactos para «chicos», leyó el último mensaje de su cliente: «Paladín. Lo nuestro se acabó. Corazón roto». Cuando estaba a punto de tender la trampa final a Daniel Espinosa, Castellar parecía tener sus propios planes.

Abordó un taxi.

—A la calle Peligros, esquina Alcalá —ordenó, nervioso.

De repente, recordó la mirada de Castellar durante la rueda de prensa.

Entró en el número 1 de la calle Peligros. Era un rascacielos de oficinas, con la fachada gastada por el abandono. Tenía uno de esos ascensores terminales que parecen estar a punto de descolgarse. Subió a la quinta planta. La puerta de su cubículo cedió en cuanto la rozó con el reverso de su mano izquierda. Era un despacho diminuto con una sola ventana; un archivador, una mesa de escritorio y un teléfono con muchos botones. Lo más cercano al vacío.

Empuñó su automática del nueve largo y le quitó el seguro.

Al abrir la puerta de par en par supo que había llegado demasiado tarde. Enfundó el arma y se acercó despacio. En el suelo, con la boca abierta sobre la tarima, estaba Inma, o lo que quedaba de ella. Rota, con el cuerpo desnudo cubierto de laceraciones, heridas punzantes, quemaduras redondas como monedas y rayas de sangre.

Fierro se arrodilló ante la muchacha, cuya respiración se reducía a un silbido descompasado.

—Pequeña…

La tomó entre sus brazos con delicadeza, para no provocarle dolor. Lo que antes fueron unos labios divertidos se combaron para decirle algo, pero apenas susurraba un sonido incomprensible.

—Ellos…

Solo tenía veintitrés años y trabajaba para él desde los diecisiete; iba a la oficina dos veces por semana y contestaba al teléfono.

—Inma…

La chica lanzó un suspiro y dejó de respirar. Entonces Fierro notó el peso de su cuerpo y de su alma, un precipicio de dolor. Acababa de morir en sus brazos, como su madre cuando él tenía quince años y unos encapuchados asaltaron su casa buscando a su padre, para acabar con él. No lo encontraron, pero consiguieron matarlo a su manera. Criminales sin corazón, impunes, movidos por el odio.

Borró todas las huellas, desmontó el contestador automático y lo dispuso todo para largarse lejos. Pero antes, sin perder tiempo, debía demostrar que él todavía era quien manejaba la situación. Robó un coche discreto, de serie, y le cambió las placas de la matrícula; lo condujo por caminos polvorientos para ensuciar su carrocería y, a la mañana siguiente, se apostó frente a su antigua casa de bróker millonario.

Se había vestido con uno de esos trajes veraniegos que utilizan los empleados de banca. Su pistola palpitaba en la cintura pidiendo sangre. Al cabo de varias horas, mientras atardecía, los dos payasos entraron en el portal. Coincidían con la descripción facilitada por el chismoso. Ni siquiera se habían cambiado de ropa. Tenían toda la pinta de maderos que hacen por su cuenta un trabajito extra en horas libres, pero podían ser bichos de cualquier ralea. No todos se dedican a extorsionar en las discotecas; algunos le dan al gatillo con pasión y se sacan un sobresueldo mientras les embarga la nostalgia.

Los dos pájaros no tardaron en salir. Discutieron entre ellos durante un instante, montaron en un Renault amarillo que habían dejado aparcado en doble fila y se marcharon con la tranquilidad de quienes creen que no pueden ser acosados por nadie. Exceso de confianza, presas fáciles.

Fierro los siguió sin ninguna dificultad hasta que detuvieron su coche en el poblado de chabolas del barrio de Vicálvaro, a las afueras de Madrid. Parecía evidente que aquellos dos puercos habían decidido pasarse por aquel supermercado de la droga para cobrar su comisión. No era cuestión de malgastar la mañana.

Cuando los vio descender del Renault y adentrarse hacia los barrizales entre tugurios con tejados de uralita, salió del coche y caminó tras ellos, manteniendo una distancia prudencial. Tenían pinta de golfos sedentarios con tripa cervecera, vestidos con arrugadas americanas de lino, pero los bultos de sus armas bajo la ropa demostraban que eran peligrosos.

Mientras sus zapatos pisaban el barro, los llamó:

—¡Eh, creo que me estáis buscando!

Se dieron la vuelta lentamente y uno de ellos, con una sonrisa de matón de pueblo, exclamó:

—¡Vaya! ¡Era verdad que nos ibas a encontrar! ¡No creímos al portero, así que le dimos una manta de hostias!

Fue lo único que les permitió decir. Ni siquiera pudieron hacer un ademán para sacar sus armas. Fierro les escupió la muerte entre ceja y ceja. Cuando se agachó ante aquellos cuerpos abatidos, sus corazones de piedra todavía bombeaban sangre. Se quedó con sus carteras, sus llaves y el dinero. Con todo menos con las pistolas. Ya se las llevaría alguien para revenderlas en el mercado negro o darles uso. Otras huellas, otras pisadas… Desvalijó los cadáveres como lo haría un chorizo drogadicto; los dejó con los bolsillos del revés, les arrancó las cadenas de oro, los anillos y cualquier bisutería que llevaran encima. Los desvalijó como corresponde.

Miró a su alrededor. Pronto aparecerían los buitres.

Mientras se alejaba, leyó sus carnés. Eran detectives con licencia para oler braguetas, pero armados con pistolones de mampostería, que canalizaban su violencia con trabajos de aliño a cambio de dinero. En un lodazal tan repugnante como aquel, todos tendrían claro que los muertos habían sido víctimas de un ajuste de cuentas por asuntos de drogas. Caso archivado. Sin embargo, Jacobo Castellar sí que entendería el mensaje.

La fusión gélida

No podía dejar las cosas como estaban, no debía consentir que alguien creyera que había actuado sin tener previsto cada detalle. Todo su negocio y toda su profesionalidad se vendrían abajo en cuanto alguno de sus clientes creyera que, en un caso tan especial, había procedido como un pistolero aficionado. Un oficio como el suyo se basa en el prestigio, no se publica en los periódicos como un anuncio de coñac: va de boca en boca y siempre en función de los resultados.

A pesar del asesinato de Inma, del allanamiento de su oficina fantasma y del tiroteo con los dos puercos enviados por Castellar, Fierro estaba decidido a terminar lo que había empezado y a rematar la faena; a seguir como si tal cosa, cumplir todo el contrato y después cobrar. Pero ¿cómo conseguirlo cuando la mediocridad se cernía sobre una legión de idiotas con pistola reglamentaria? A los veinte días del asesinato de los marqueses, la Brigada Regional de Policía Judicial de Madrid todavía no había conseguido ningún dato válido para concretar «la posible implicación de unos supuestos profesionales del crimen».

Fierro veía pasar las semanas sin que la Policía diera en apariencia ni un palo al agua. En su afán ambulante, varios inspectores se desplazaron a Lorrio, donde los Urbina habían tenido su casa solariega y sus propiedades más emblemáticas. Elaboraron un informe que remitieron inmediatamente al juez de instrucción:

Al morir los padres de María Eugenia de Urbina, su marido, el marqués asesinado, se dio prisa por vender casi todas las propiedades y los más diversos enseres que había en el palacio. Como consideraba que las gentes del lugar criticarían tal actitud, Martín de la Fonte usaba a su administrador, Damián Fernández Ferreira, como intermediario. Todas las personas interrogadas, que han adquirido propiedades pertenecientes al marquesado, declararon que mantenían relación directa con Fernández Ferreira, quien gozaba de la plena confianza del fallecido. Como resultado de la venta de estas propiedades, Martín de la Fonte obtuvo la cantidad de 204 289 800 pesetas, al margen del dinero obtenido por la venta de enseres. Las propiedades se vendieron tan rápido porque solamente pertenecían a María Eugenia; pero, al hacerlo, el marqués los transformaba en gananciales, y evitaba así tener problemas con la herencia en caso de que la marquesa falleciera.

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