El asesinato de los marqueses de Urbina (16 page)

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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

—¿Va a comprar el periódico, o qué? —dijo el quiosquero, con voz de pocos amigos—. Si quiere leerlo gratis, váyase a una biblioteca.

Fierro no le miró, sacó una moneda de cincuenta pesetas del bolsillo y se la dio sin hacer caso a sus malos modos.

—Eh, oiga, le sobran…

Comenzó a caminar sin levantar los ojos del papel, emocionado al comprobar el resultado de un trabajo bien hecho. Para la prensa, el caso Urbina era el crimen de moda; tenía nombre de banco, de título nobiliario, de avenida importante en Madrid. La gran aristocracia del dinero. Los ricos también mueren. Los necios se habían conjurado para que aquello pareciera un melodrama televisivo. Para los periodistas, todos eran sospechosos, todos habían nacido culpables. Los puntos oscuros eran de tal magnitud que comenzaron a publicarse libros y reportajes con las más descabelladas teorías. En la carrera del sensacionalismo barato, todos pensaban que a Dani le faltaban agallas para perpetrar y organizar fríamente un crimen como aquel. Todos creían en su inocencia. ¿Un jurado —de existir— le habría condenado a una pena más leve? Su abogado había demostrado sus dotes profesionales sembrando dudas sobre los manejos policiales y las pruebas, construyendo un relato verosímil en el que los supuestos asesinos formaban parte de una conspiración.

Por suerte para Fierro, el tribunal no le creyó. Aquellos hombres viejos ya tenían su sentencia decidida de antemano. Los cinco mariachis, con Garray de cantante solista, impusieron como demostración de culpabilidad que Daniel Espinosa Hontoria, de veintinueve años de edad, perteneciente a una familia acomodada y culta:

… comenzó a dirigir palabras ofensivas contra su suegro, como cerdo, rácano, cretino. Las relaciones se enfriaron hasta el punto de que no se dirigían la palabra. Cuando, con ocasión de la demanda de nulidad de matrimonio alentada y financiada por el suegro, el procesado se sintió manipulado, en una discusión con su esposa, el 28 de julio de 1980, llegó a formular amenazas tales como: «Te vas a acordar de mí, voy a hundir a tus padres; esta vez va en serio». Por esta causa, y probablemente por motivos no determinados, decidió darles muerte…

El confiado Dani no había confesado la verdad. ¡Fue tan estúpidamente digno! Lo negó todo, no facilitó ningún nombre y mantuvo el tipo como si estuviera convencido de que no le condenarían. ¡Qué ingenuo! Al final, la sentencia daba vergüenza ajena. El tribunal se aferró al móvil de la venganza como a un clavo ardiendo. Dani se acababa de comer la autoría de los asesinatos con demasiada tranquilidad. A no ser que tuviera un acuerdo secreto con alguien, aquel frágil bocazas había mostrado una fortaleza desconcertante.

En los tres años transcurridos, Fierro se había convertido en una sombra oscura. Todo le había ido de mal en peor. Él era el creador de un asesinato pulcro, y Castellar creía que no iba a pagar su precio completo, que podía aplastarlo como a una cucaracha. Su trabajo había sido excelente, y la sentencia inapelable concluía que el crimen había sido obra de Dani, «por sí solo o en unión de otros». Daniel Espinosa Hontoria y su amigo José Luis Muriel Estepona fueron «los otros», los comparsas, y Fierro el ejecutor.

Desde su trono financiero, Jacobo Castellar de Urbina podía sonreír tranquilo. Nada ni nadie le relacionaba con el crimen. Solo quedaba Fierro, pero había muerto años atrás, según investigaron sus esbirros, en la African Trust Company. El problema radicaba en que nadie había podido identificar aquellos despojos, y Namibia, acosada militarmente por Sudáfrica, era uno de los países más corruptos, pobres y violentos del mundo.

—Quiero su cadáver —había ordenado Castellar—. Quiero la prueba de que está muerto, que no quede duda alguna.

—No hay cuerpo, ni fotos, ni nada —respondió Barrachina—. Pero el certificado…

—Entonces sigamos alerta.

—Lo enterraron con cal viva, en una fosa común, en medio de la selva.

—¿Me oyes, Barrachina? Como si estuviera vivo.

—Han pasado tres años y no ha dado señales…

—Ese hijo de puta es como Jesucristo: es capaz de resucitar de entre los muertos.

A Barrachina le hizo gracia la comparación. A fin de cuentas, el Gran Hombre era el Pilatos que había mandado crucificar a Fierro, mientras que él era el centurión encargado de clavarlo en la cruz.

—Hubiera sido más cómodo pagarle lo que pedía —dijo Barrachina, con atrevimiento—. A esa clase de gente solo le importa el dinero.

—Y nos lo hubiera estado sacando sin cesar. Nos tendría en sus manos. Era…, es un chantajista que sabe demasiadas cosas, demasiados trabajos, demasiados…

—Nada que no pudiéramos pagar.

—¡Se acabó, Barrachina!

—Como quiera, don Jacobo…

—Toda prudencia es poca.

—Ya sabe que sus deseos son órdenes para mí —El Gordo hizo una reverencia.

—Si no hay cadáver, ese canalla sigue vivo —concluyó Castellar, masticando las sílabas—, y lo quiero claramente muerto.

Dos manzanas podridas en el mismo chabolo

Durante demasiado tiempo, Fierro había permanecido en una suerte de limbo. Quería salir de aquel ostracismo, volver a ser libre y cerrar el asunto sin dejar ningún cabo suelto. Después de la condena de Daniel, concluyó que era preciso silenciar al Fotógrafo cuanto antes. Tendría que borrarlo del mapa de manera discreta para que aquel pudiera ser un trabajo bien hecho, y después ya se encargaría del banquero y de su esbirro seboso. Pero ¿cómo hacerlo? Sus contactos en los bajos fondos de la periferia le ofrecían un buen abanico de posibilidades «casuales»: sirleros, butroneros, yonquis armados con navajas… Ese submundo estaba a su alcance, porque él era un hombre del Proveedor. Podían atacar, robar y rematar al Fotógrafo en su casa, tal vez unos intrusos que habían entrado a robar; podía ser atropellado al cruzar una calle por un conductor desaprensivo, podía caer entre las vías del metro o ser víctima de una sobredosis… Era cuestión de que alguien le siguiera y… Así de fácil, simplemente debía elegir el momento adecuado. El Fotógrafo continuaba siendo cliente asiduo del gimnasio de la calle Abascal; no había perdido su adicción al olor del linimento, al sudor musculado y a la ducha comunal entre hombres que se querían mucho a sí mismos. Estaba dándole los últimos retoques a su plan cuando, apenas dos meses después de que Dani fuera condenado, el inevitable inspector Montero, contra todo pronóstico, detuvo a José Luis Muriel. A los pocos días, se abrió un nuevo sumario y el caso dio un vuelco. El Fotógrafo fue procesado. Ahora sería imposible eliminarlo sin llamar la atención.

Cuando Fierro conoció, por los periódicos, el auto judicial que ponía a su antiguo compañero entre rejas, no pudo evitar sentir un escalofrío:

De las diligencias practicadas se deduce que, el 31 de julio de 1980, José Luis Muriel Estepona, amigo íntimo de Daniel Espinosa desde los años de colegio, comió y pasó la tarde con Daniel; se reunieron con un amigo común y los tres cenaron en un restaurante del paseo de Recoletos de la capital. Poco después se fueron a un pub de la calle de Lagasca, próximo a la calle de María de Molina. En tal establecimiento coincidieron con otro amigo común; se separaron de ellos pasadas las dos horas de la madrugada del día 1 de agosto. No consta que José Luis y Daniel bebieran demasiado aquella noche.

Ambos se dirigieron al chalé de los marqueses de Urbina en Somosaguas y, presumiblemente, entraron en él en connivencia con otras personas. A continuación mataron a los marqueses con un arma de fuego. José Luis quedó encargado de deshacerse de la bombona de gas, del soplete, del martillo y de la pistola utilizada. Para ello, salió en coche hacia el pantano de San Juan y por el camino fue arrojando los utensilios en diversos puntos próximos a la calzada. Una vez en el pantano, tiró al agua el arma del crimen, en un lugar que, meses después, al bajar el nivel del agua embalsada, dejó el arma al descubierto. Una familia que paseaba al borde del pantano la encontró en aquel lugar y la entregaron en el ayuntamiento de Pelayos de la Presa, de donde, según parece, ha desaparecido en circunstancias no aclaradas y que se están investigando para depurar responsabilidades. Al mismo tiempo, se está tratando de localizar y recuperar el arma, que, según los datos obrantes en el sumario, es una pistola marca Star modelo F, del calibre 22, con número de fabricación que comienza con los números «21». Tales datos coinciden con los de una pistola registrado desde hace bastantes años, en la Intervención de Armas de la Guardia Civil, a nombre de Manuel Espinosa, quien, según sus propias palabras, la vendió hace casi cuarenta años, aunque no recuerda a quién.

A partir de ese momento, encontrar nuevos indicios era como coser y cantar. La Policía comprobó que el Fotógrafo había ido a la Dirección General de Seguridad para preguntar si era verdad que habían detenido a Daniel. En cuanto le dijeron que estaba declarando, salió precipitadamente de España.

Con dinero prestado por un amigo no identificado, José Luis pagó un billete de avión a Londres vía Lisboa, por tratarse de la única combinación que se le ofrecía entonces para ir a la capital británica, donde permaneció durante el 10 de abril. Regresó a Madrid al día siguiente, en compañía de uno de sus hermanos, que se desplazó a Londres cuando supo que él estaba allí.

Para colmo de la desfachatez, en cuanto pasó a disposición judicial, el Fotógrafo fue encarcelado preventivamente en la prisión de Carabanchel. Durante meses, compartió celda, en la séptima galería, con su Dani del alma. Las dos manzanas podridas juntitas entre cuatro paredes, con más intimidad que cuando estaban libres en la calle. No era preciso ser un lince para comprender que alguien había arreglado aquella convivencia con el objetivo de conseguir que los dos presos se pusieran de acuerdo y limaran cualquier aspereza en la versión que debían dar de lo ocurrido.

El efecto fue demoledor. Recuperado del impacto que supuso su encarcelamiento, José Luis Muriel se desdijo de todo lo declarado hasta entonces. Entre otras lindezas, no podía recordar si Dani le había dicho que Borja estaba metido en «el asunto». Mientras leía la transcripción periodística publicada por
Interviú
, a Fierro le resultaba fácil «ver» al fiscal Zarzalejos al borde del sarcasmo.

—Durante los meses que, tan graciosamente, convive con Daniel Espinosa en la prisión, ¿ha llevado usted a cabo su particular investigación sobre qué sucedió de verdad durante la noche del 31 de julio al 1 de agosto de 1980? Con lo grande que es Carabanchel, y teniendo en cuenta que usted es un preso preventivo y que su amigo es un convicto, no me negará que han tenido ustedes suerte. ¡Una amistad tan íntima como la suya tan juntitos, tan…!

Y se imaginaba al Fotógrafo, con la mirada huidiza de los mentirosos, respondiendo:

—Nunca hablamos sobre la muerte de los marqueses de Urbina.

—Pero… ¡con tantas horas solos, en la intimidad!

—Mantuve conversaciones con Dani, es cierto, pero él jamás mencionó nada sobre la posible participación de personas concretas.

—¿Nada de nada?

—Dani solo me dijo que Borja y Alicia habían tomado parte en la muerte de sus padres. Sus palabras exactas fueron: «están implicados». Únicamente recuerdo que la noche del crimen, mientras le llevaba al chalé, Dani me dijo que Alicia le estaba esperando allí.

—¡Vaya! ¡Pues sí que le ha costado hacer memoria!

Fierro comprendió que su capacidad de sorpresa tenía un límite. Pero el gesto se le torció definitivamente seis meses tarde, cuando José Luis Muriel eligió su propio camino. Tras cumplir en Carabanchel el periodo máximo de prisión preventiva a la espera de juicio, el martes 29 de diciembre de 1985 se fugó de España con un pasaporte falso y con un apoyo logístico planeado al detalle. La lentitud del juez instructor, más preocupado por su carrera que por las diligencias del sumario, y el colapso en el funcionamiento de la Audiencia de Madrid, habían propiciado que el Fotógrafo acabara en paradero desconocido. Algunos creían que se bronceaba en una playa carioca. Quienes le conocían mejor decían que estaría en Filipinas, donde su familia tenía propiedades y ciertos contactos. Sin el cómplice de Dani, los verdaderos protagonistas del segundo juicio del caso Urbina iban a ser los fantasmas.

La única lealtad

Fierro abrió la puerta del cuartel. Los del turno de tarde acababan de irse y los de la noche ya habían comenzado su ronda. El retén tardaría al menos quince minutos en aparecer y la telefonista ocupaba su puesto sin demasiadas ganas de trabajar. Era el momento más discreto del día, nadie estaba donde debía estar y reinaba la calma.

Al entrar, preguntó por Gumersindo Gutiérrez. La chica de la recepción ni siquiera le miró. Señaló una escalera y, sin dejar de limarse las uñas, dijo con la monotonía de la costumbre:

—Primer piso. Segundo despacho de la derecha. En la puerta pone «comisario jefe». No tiene pérdida.

En aquel corto trayecto no se cruzó con nadie.

Mientras subía las escaleras, volvió a sentir, con rabia, aquel leve dolor en el costado. Llegaba dispuesto a pagar el peaje. Era la vieja historia del manso corderito balando su cobardía con sumisión ante las garras del lobo. Pero él no era un borrego ni estaba allí para bailarle el agua a un chulo de pueblo.

—Me alegro de verte —dijo Gúmer, satisfecho y parapetado al otro lado de su mesa de madera noble—. Eres como un libro abierto…

Y le ofreció una sonrisa triunfal.

—No estoy para bromas.

—Tus huellas, gilipollas. Tus huellas. Eres demasiado descuidado para ser de la peor calaña.

—Gúmer…

—Sé tu verdadero nombre, con el que naciste. Tus datos completos. Tengo hasta el estudio psicológico que te hicieron cuando ingresaste en los comandos. Me han dado incluso fotocopias.

Fierro trató de mantener la sangre fría sin demasiado éxito.

—Ya eras un poco malo en tu adolescencia, cuando ibas a la escuela —prosiguió Gúmer—. Te denunciaron varias veces por agresiones.

—Era un niño hiperactivo.

Los labios de Gúmer dibujaron una sonrisa maléfica cuando dijo:

—Después del asesinato de tu madre, te convertiste en un cabrón sin control. —Fierro se quedó paralizado—. Por eso tu padre te alistó voluntario a los diecisiete años.

—Mi padre me llevó a un psiquiatra —dijo recuperando la calma—. El muy imbécil le dijo: «Hay algo extraño en la personalidad de este chico, tiene algo que ver con la muerte». Y mi padre se lo tragó.

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