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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (18 page)

El ajuste

Fierro le arrebató la pistola de un manotazo, dejó caer en el suelo la pesada bolsa de deporte y le hundió el puño izquierdo en la cara. Un quejido, acompañado por un ruido de metales al chocar, rompió el silencio del dormitorio.

Ató a Barrachina en un sillón con un gran rollo de cinta adhesiva y miró los dos cadáveres durante unos segundos. Después resopló y comenzó a darle bofetadas hasta que el Gordo volvió en sí.

—Cabrón, te me has adelantado.

—¿Tú? Esos ojos… No, no me amordaces: necesito hablar.

Fierro tiró la cinta y empujó el sillón a pocos metros de la cama, para que el perro de Castellar quedara frente a los cadáveres de su mujer y de su hijo.

—Míralos, parecen dormidos.

Las lágrimas de Barrachina descendían lentamente y empapaban su bigote con fluidos amargos.

Cuando Fierro abrió la bolsa, la cremallera sonó como un chirrido amenazante. Sacó el soplete, lo enroscó a la pequeña bombona de gas y encendió la llama con un mechero de propaganda.

—No solo sirve para fundir cerraduras —dijo.

Barrachina le observaba sin pestañear. Después de tantos años, el Gordo seguía teniendo aquellos ojos glaciales capaces de hacer lo necesario para conseguir sus propósitos. Tras matar a su propia familia se había convertido en un pelele.

—Siempre sospeché que no estabas muerto —dijo Barrachina, sin inmutarse.

—Según cómo se mire.

—Lo que me extraña es que hayas tardado tanto en venir.

—Más de seis años.

—No pareces el mismo.

—La vida me ha maltratado por vuestra culpa.

—Me he llevado lo único que amaba, a mi mujer, a mi hijo… —balbuceó, al borde del llanto.

—Y yo te llevaré a ti —respondió Fierro mientras regulaba la llama del soplete; lo enarboló encendido, y añadió—: Vengo a cobrar tu deuda.

—Estoy preparado.

—Nadie lo está, créeme. Tampoco lo estaba Inma, ¿la recuerdas? Era mi secretaria, una buena chica, y la matasteis. No era necesario.

—El lobo debe borrar sus huellas después del ataque.

—¿Por eso a José Luis Muriel se lo ha tragado la tierra? —preguntó Fierro, acercándole el fuego a los párpados.

—Dicen que está escondido en Sudamérica. En Paraguay, tal vez.

—¿Y a Dani?

—Se suicidó en la cárcel hace un par de semanas.

—Lo sé. Cianuro con soga.

—Tomó muchas precauciones para morir: se envenenó primero y se ahorcó después.

Barrachina esbozó una mueca oscura, indefinida.

—En el talego lo convertisteis en nada.

—Estás muy puesto en el tema —dijo Barrachina con frialdad—. El imbécil no dejaba de hacer ruido. Y a don Jacobo el ruido le da dolor de cabeza.

—Estoy aquí por vuestras maquinaciones. Soy vuestro último eslabón. Tarde o temprano hubierais dado conmigo.

—No sé a qué te refieres —mintió.

—No te hagas el tonto, ya no te queda tiempo.

La llama comenzaba a quemar su mano izquierda y un suave olor a carne chamuscada se adueñaba del aire.

—Fierro… te han… dejado… la cara… como un mapa. —Ni siquiera pestañeó cuando añadió, amenazante—: Si vas a matarme…, no te cortes. Ya no tengo nada que perder.

—No hay prisa.

—Si quieres tu dinero, tendrás que pedírselo a Castellar… Es el amo del universo, el gran presidente. A mí me acaba de dejar en la ruina. Me ha rechazado unos pagarés… que él mismo firmó y ahora… No le importa nada ni nadie… Solo se quiere a sí mismo.

—¡No me digas!

—Lo cuento en la carta y en esos documentos —dijo señalando la pequeña mesa de madera labrada.

Fierro dejó el soplete en el suelo y tomó aquellos papeles. Barrachina no paraba de sudar. Le dedicó su peor sonrisa y leyó:

… la baja de la cotización en bolsa del Banco Urbina estaba lanzando al marqués a una desenfrenada y ruinosa operación financiera. En el cuaderno particional de la herencia no está consignado todo el capital familiar. Faltan los negocios extranjeros de Martín de la Fonte, quien, aunque no tenía un cargo ejecutivo en el Banco Urbina para España, sí lo tenía en las operaciones internacionales, para las que se trasladaba a Singapur, Buenos Aires, Londres, Bogotá, Panamá… La Sociedad Aseguradora Mundial de Panamá, cuyo capital social ascendía a un millón de dólares, tuvo a De la Fonte entre sus directores principales desde 1977, y se trasladaba a todas las juntas generales de accionistas.

Señoría, la pregunta es: ¿a quién beneficia el crimen? Daniel Espinosa no planificó su frío asesinato por una endeble venganza personal; fue un asunto de dinero y lo planeó don Jacobo Castellar de Urbina, presidente del Banco Interamericano, a través de un asesino profesional contratado en Londres. También controló en persona la investigación policial, que jamás indagó realmente en los intereses financieros. La Policía, en un informe que le remitió a usted, aseguró que los bancos Urbina e Interamericano jamás se fusionarían después de la muerte del marqués, pero lo hicieron. El puesto del marqués, que tenía el paquete principal de acciones del Banco Urbina tras haber vendido las fincas de su mujer en Lorrio, quedó vacante con su muerte, pero no lo ocuparon sus herederos.

El Banco Interamericano absorbió el Banco Urbina al comprar casi la totalidad de las acciones. Lo que, en un principio, iba a ser una fusión se convirtió después del crimen en una venta por derribo. El marqués se obstinó en poseer un elevado número de acciones en el Banco Urbina contra la opinión de todo el mundo, pues cualquiera podía prever la vertiginosa caída del valor de las acciones, tal como ocurrió. Para la familia supuso una verdadera ruina, pues llegó a perder más de mil millones de pesetas.

Fierro alzó la mirada.

—¡Con lo perro fiel que le has sido siempre, y ahora traicionas a tu jefe del alma!

—Le pago con la misma moneda.

—Demasiado tarde.

—Hoy en día la gente ya no respeta nada. Antes poníamos en un pedestal la virtud, el honor, la verdad y la ley… En nuestros días, la corrupción es la única ley. La corrupción está minando a este país. La virtud, el honor y la ley se han esfumado de nuestras vidas.

—Eres un moralista.

—¿Yo? Todo eso lo dijo Al Capone días antes de que lo metieran en prisión por no pagar sus impuestos —dijo, y lanzó una carcajada grotesca, sorprendido por su amarga ocurrencia, aunque lloraba de dolor y sus dientes crujían de manera mecánica.

—Quiero que me organices una cita con él —dijo Fierro—, pero sin trucos. Si lo haces, quizá te deje con vida.

—Mira a tu alrededor. Ya soy un hombre muerto.

—Es una pena que tu excelentísimo hijo de puta se salga otra vez con la suya mientras tú…

—Te ayudaré si me matas lentamente, con dolor.

—¿Y por qué no?

—En el primer cajón de mi mesa —dijo Barrachina— hay una tarjeta exclusiva con la que podrás entrar en la fortaleza.

—Llámale por teléfono —ordenó Fierro—. Dile que quieres verle, que tienes información sobre mí, que puedes ofrecerle mi cabeza en bandeja de plata a cambio de que te liquide los pagarés del demonio. Así te creerá.

—Tengo sed.

—Beberás luego.

Barrachina dictó el número privado de Castellar. Fierro le puso el auricular en la oreja y controló el diálogo entre aquel perro y su antiguo amo. Acababa de concertar un encuentro con Jacobo Castellar para aquella misma madrugada en su despacho del banco. El Gran Hombre respondió encantado:

—Quizá pueda arreglar lo tuyo, Barrachina. Tú sabes mejor que nadie lo importante que es para mí la fidelidad.

—Sí, claro.

Angustiado, el Gordo guardó silencio.

Fierro cortó la comunicación, salió del dormitorio y regresó con un vaso de agua cristalina.

—Bebe, te lo has ganado.

Barrachina dio el primer sorbo. Fierro apartó el vaso por un instante y vació en la garganta del Gordo un frasco entero de barbitúricos, pastilla a pastilla.

—Será una muerte lenta, a tu gusto —dijo Fierro—. Yo siempre cumplo mi palabra.

Barrachina ni siquiera trató de cerrar la boca. Aceptaba su destino.

—Acabemos ya.

Mientras agonizaba, el Gordo masculló:

—Estás matando a un muerto.

Cuando la Policía registrara el cadáver, iba a encontrar la pistola con la que asesinó a su familia, junto a su confesión manuscrita. El psiquiatra forense concluiría que Baltasar Barrachina había cometido un suicidio ampliado, que era otro enfermo depresivo que mataba a su familia para librarla de este mundo cruel y que después se suicidaba.

Fierro desató a aquel fardo agonizante y dejó que se desplomara. Puso la silla en su sitio, lo guardó todo en la bolsa de deporte y salió de allí repitiendo cada uno de sus movimientos anteriores, para no dejar huella.

Pasadas las cinco de la madrugada, conduciendo el coche del Gordo, Fierro entró en el garaje para altos ejecutivos de la sede central del Banco Interamericano-Urbina. El guardia de la puerta, metido en su garita de cristal, le miró de reojo sin demasiado interés; escuchaba en la radio una voz estridente que denunciaba árbitros comprados y federativos corruptos. Reconoció el vehículo y ni siquiera cambió de posición cuando Fierro metió la tarjeta en la ranura y alzó la mano en señal de saludo. Mientras se abría la barrera, permaneció con el cuerpo levemente erguido hacia delante para que aquel tipo no pudiera verle el rostro.

A pesar del sigilo y la lentitud de su marcha, las ruedas se deslizaban sobre suelo del cemento pulido de una manera ruidosa; era el eco de un gran espacio vacío. Aparcó en la plaza de Barrachina y salió del coche. Al quitarse la chaqueta, la chapa de vigilante brilló bajo los tubos fluorescentes, prendida en el pecho a un uniforme gris marengo con jarreteras azules y la pistola al cinto. Así vestía la guardia pretoriana de Castellar.

Una tras otra, franqueó las puertas de seguridad, ranura tras ranura. Al atravesar el gran vestíbulo neoclásico, hizo una señal desde la distancia al guardia que controlaba los monitores del circuito de vigilancia interior.

Sobre la mesa de control, un pequeño transistor hablaba de la ausencia de goles.

—Vaya noche —dijo el hombre, con amabilidad—. ¿Otra ronda?

—Órdenes de última hora —contestó Fierro, como una sombra desde la distancia.

Entró en el ascensor privado. La puerta reservada al presidente, blindada y discreta, cedió al marcar la contraseña en un panel de números cautelosos.

Cuando se abrió el ascensor en el último piso, surgió de repente un espacioso despacho con grandes vidrieras que mostraban la ciudad de Madrid a sus pies, todavía iluminada por los grandes rótulos de neón.

Allí, sentado en su trono, le esperaba Jacobo Castellar, con un whisky en la mano, que zarandeó suavemente al comprobar que Fierro le encañonaba.

—Demasiado desconfiado para ser un cadáver —bromeó, sin un atisbo de sorpresa—. Vale, vale, no te sulfures. Te sienta bien el gris.

—Siempre me han gustado los uniformes.

No había comprendido la gravedad del momento.

Fierro se acercó hasta él en silencio, sin dejar de apuntarle.

—Estamos solos, tranquilo —advirtió Castellar.

Fierro se relajó, se sentó al otro lado de la gran mesa y ordenó a Castellar que mantuviera sus manos a la vista. El Gran Hombre, con aire divertido, respondió agitando el vaso como si fuera un péndulo de reloj. Estaba en su terreno y parecía contento.

—Por fin cerraremos el negocio —dijo.

—Veo que te ha salido todo a pedir de boca.

—Conseguimos adaptarnos a los tiempos. La democracia exigía nuevos modos y la banca tenía pendiente su propia transición.

—Pamplinas.

—Ya no sirven los métodos de antaño; el
statu quo
, los bancos familiares… Hay que fusionarse y fortalecerse para competir. El Banco Urbina habría desaparecido si nosotros no hubiéramos tomado las riendas.

—A «vosotros» os molestaba el marqués.

—Tenía unas ideas absurdas. Desconocía por completo el negocio bancario. No era más que el consorte, el marido de la verdadera Urbina. Se enteró de la operación y trató de impedirla. Primero quiso convencer a los demás consejeros, pero cuando vio que estábamos decididos a dejarnos absorber, se lanzó a la desesperada. Empezó a vender propiedades y empresas familiares para convertirlas en dinero con el que comprar suficientes acciones y detener nuestra operación. Iba a dejarnos a todos en la ruina.

—Y entonces yo entré en escena.

—La solución final.

—Pero no te gustó mi manera de hacer las cosas.

—Era demasiado peligrosa. Podía implicar a los hijos, sobre todo a Borja, por su relación con Dani, o a Alicia, la esposa infiel. La familia continúa siendo muy importante para mí. Si le hubieras dado un toque «etarra» o de robo… Pero no, decidiste jugar fuerte, a tu manera, y me obligaste a complicarlo todo un poco más. Para colmo de males, mataste a mi prima María Eugenia. Ella no estaba en el trato. Era una buena mujer.

—Se despertó cuando no debía hacerlo. Dani la liquidó con mucho gusto.

—Se te fue la mano.

—Y tú decidiste lavar los cadáveres, borrar las huellas, contratar a dos sicarios para que me mataran.

—Fue idea de Barrachina. Yo te hubiera eliminado en tu refugio de Miami, directamente.

—Cuánta sinceridad.

—¿Qué hubieras hecho tú? Lo decidí cuando te presentaste disfrazado de periodista en la rueda de prensa. Aquello fue demasiado. Eras una amenaza.

—Como ahora.

—No, ahora no eres más que el chico bueno que viene a cobrar su parte. Y sabes que si no llegamos a un acuerdo, no saldrás entero de aquí. Estás en mi fortaleza porque yo te he dejado entrar. Y por el pobre Barrachina. ¡Qué le habrás hecho!

—Quiero lo que me debes, con los intereses de todos estos años.

—Lo tendrás.

—Y la seguridad de que no enviarás a nadie para matarme.

—Te doy mi palabra.

—No puedes dar lo que no tienes. Eres peor que yo.

—Te daré lo que pidas. Estoy construyendo un imperio. Los socialistas cuentan conmigo para que los ayude a sanear y modernizar la «gran banca», el último reducto del antiguo régimen, dicen. ¿Por qué estropearlo con minucias? Te daré tu dinero y me olvidaré de ti para siempre. ¿Cuánto quieres?

Era un cerdo tan repugnantemente feliz que daba náuseas.

—Lo quiero todo —dijo Fierro.

—¿Cómo? —exclamó, antes de soltar una carcajada sonora.

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