Read El asesinato de los marqueses de Urbina Online
Authors: Mariano Sánchez Soler
Tags: #Intriga, #Policíaco
Una sirena lanzadestellos, ruidosa y deslumbrante, le hizo asomarse al exterior mientras el pub se vaciaba con rapidez. Los clientes sabían que iba a tener problemas. Era mejor largarse. Ojos que no ven…
Abrió la puerta y, al sacar la cabeza, oyó un largo grito de dolor. Los dos gorilas municipales estaban golpeando a un desgraciado que tenían esposado a la espalda, con la cara contra la acera.
Fierro se mantuvo alerta sin soltar el pomo.
—¿Qué ha hecho? —se atrevió a preguntar.
—No le importa —respondió uno de los energúmenos sin mirarle.
—Soy el dueño del pub y…
—¡Métase
pa'dentro
! —ordenó el otro—. Y prepare los papeles, que va a tener una visita importante.
Aquel rostro le resultó familiar. Sin embargo, permaneció inmóvil mientras veía cómo pateaban en el costado al pobre hombre.
—¡Lárgate a tu país! —le gritaban, llevados por la ira.
Instintivamente, Fierro dio un paso adelante. Los otros reaccionaron enseguida.
—Estás obstruyendo a la autoridad —le dijo el más alto, mientras le apretaba el hombro con el dedo índice.
—Solo quiero saber…
Uno de los guardias le propinó un codazo en la boca del estómago, técnico y preciso, que le cortó el aliento y removió sus jugos gástricos hasta dejarle un regusto amargo en la garganta. No rechistó. Retrocedió un paso y entró de nuevo en el pub, ya vacío.
—Vete —ordenó al camarero, un chaval que trabajaba allí los fines de semana—. Esta noche cerramos.
Fierro respiró hondo y relajó los brazos con una pequeña sacudida de boxeador al subir al cuadrilátero. Abrió una botella de Hendrick's y comenzó a preparar dos gin-tonics muy cargados. Esperaba la entrada del comité de bienvenida, preparado para lo peor. Comprobó que la barra de hierro estaba en su sitio y se sintió desnudo sin su pistola.
Dio un sorbo al gin-tonic para humedecerse los labios y dejó el vaso de cuello alto junto al que había dispuesto para el Sheriff, con su limoncito y unas burbujas que iban perdiendo su fuerza. Si no entraba pronto, la bebida se desbravaría sin remedio. El silencio resultaba insoportable. Las paredes insonorizadas no dejaban escuchar nada de lo que sucedía en la calle. Lo peor era la incertidumbre.
Sacó los papeles del pub y los apiló sobre la barra, con una disposición rigurosa, permiso tras permiso, documento tras documento: apertura, aforo, ruidos, seguridad… Todo estaba en regla.
El guardia que le había golpeado minutos antes abrió paso a la comitiva. Tras él, enfundado en un traje gris hecho a medida, apareció Gumersindo Gutiérrez, el gran Gúmer en persona, con su rostro anodino y su metro sesenta de mala leche.
Mientras avanzaba hacia Fierro, se desabrochó la chaqueta para que su anfitrión viera bailar la pistola enfundada al cinto con una lengüeta metálica.
El otro gorila de uniforme cubría su espalda. Fierro giró la cabeza para no mirarlo de frente; acababa de reconocer sus facciones.
—Koala, echa el cerrojo. Pelas, repasa el papeleo, mientras este «señor» y yo departimos amigablemente —ordenó a sus hombres. Después miró a Fierro—. ¿Y tú quién coño eres?
—Soy el nuevo propietario del Venus.
—Los papeles parecen buenos, jefe —intervino el Pelas, con algunos documentos en las manos.
—Otro listo —apostilló Gúmer.
—Otro industrial —intervino el Koala, sin moverse de la puerta—. Yo a este le he visto en algún sitio, jefe.
A Fierro le pareció que aquellos bíceps de gimnasio estaban a punto de romper las jarreteras de su camisa reglamentaria.
El Koala removió el puño izquierdo sobre la palma de la otra mano y preguntó:
—¿Le damos ya?
—Un poco de paciencia —contestó el Sheriff, haciendo un gesto a sus subalternos para que esperasen—. Vamos a ver si nos aclaramos. Jessy no colaboraba lo suficiente. De alguna manera tenía que cobrar. Contigo será más difícil porque no me gustan los tíos, aunque tengo alguno en la Unidad al que le da lo mismo carne que pescado.
—Colaboraré.
—La primera paga será de trescientas mil pesetas por el traspaso. Luego ya veremos.
El Sheriff sabía cómo llevar a pique a todo aquel que no le rindiera vasallaje. Su método era de manual: controles de alcoholemia en las inmediaciones, cacheos sin ton ni son a los clientes, inspecciones injustificadas con el local abarrotado, multas por infracciones inexistentes… Ni Capone en sus buenos tiempos lo tenía mejor montado. Todo legal, discreto, sin pruebas, en silencio.
—Quiero que comprendas una cosa —dijo Gúmer mordiendo las palabras—. Yo no volveré más por aquí. Cuando yo te diga, vendrás a mi despacho a darme las gracias. Si este negocio sigue abierto, es por mí.
—Trescientas mil es mucho… —dijo Fierro, con voz clara.
—No sé qué hacer contigo.
—Yo sí, jefe —intervino el Koala, mientras se aproximaba—. Su cara me suena.
—Y a mí —dijo el Pelas a su lado, antes de coger a Fierro por la camisa y, en un solo movimiento, sacarle por encima de la barra como si fuera un pelele.
Cuando la tela se desgarró en sus zarpas, Fierro estaba derrumbándose de la primera patada que el Koala le había lanzado a la carrera, con sus botas Doc Martens. El Pelas lo puso en pie para que Gúmer le escupiera. Lo que ocurrió después, en su conjunto, es lo que llaman «una paliza técnica»: puñetazos certeros que apenas dejan huella y golpes asestados en «puntos de dolor». Aquellos dos amantes de las pesas sabían repartir estopa de una manera muy profesional. Incluso se quitaron las camisas militares para que no les salpicara el sudor o la sangre.
En aquella luminosa mañana, a finales de junio de 1983, la Audiencia Provincial de Madrid se convirtió en un circo de tres pistas. El juicio contra Daniel Espinosa comenzaba con retraso. La gente se agolpaba en la puerta mientras los guardias franqueaban la entrada al anfiteatro, uno a uno. Primero, los abogados con sus togas de cuervo; después los familiares de los cinco magistrados del tribunal; y luego la prensa. A Fierro le beneficiaba aquel tumulto. Su presencia se fundía en una agitación más propia del metro en la hora punta que de una sala engalanada para impartir justicia.
Las diez filas de bancos de madera barnizada estaban cubiertas por una masa de traseros inquietos, ansiosos por divertirse, remolones. Hubo mucha gente que se quedó fuera tras hacer una larga cola que se rompía cuanto más cerca estaba la puerta maciza, con sus grandes hojas de madera labrada. El amplio vestíbulo de la Audiencia vivía la agitación de los hormigueros cuando una bota infantil los aplasta. Los testigos, que esperaban ser llamados a declarar, se mezclaban con los familiares de Dani, con los entrometidos y con los periodistas. Aunque estaba prohibida tanta promiscuidad, al no ofrecerles un lugar aislado todos hablaban entre sí, se dejaban fotografiar, se impacientaban visiblemente como figurantes. Extraño espectáculo el de la justicia humana. Organizan, en un lugar palaciego, un ritual simbólico en el que todos los valores que dicen defender (la verdad, la dignidad, la inocencia…) giran alrededor de una ruleta controlada. La tramoya está dispuesta para castigar al estúpido, al descreído, al malvado primitivo, al tonto útil. Todo está preparado para que venza la mentira del rico, que tanto gusta a los cuervos con tablas de la ley. Al menos eso era lo que creía Fierro.
Durante el fin de semana, los periódicos habían anunciado que aquel era, sin duda, el juicio del siglo, y las moscas no tardaron en acudir a la mierda. Bastaba con echar un vistazo a la fauna de señoras mayores vestidas de luto, parados aburridos, cincuentonas abanicándose, quinceañeras repintadas, hombres con el rostro quemado por el sol…; trajes y zapatillas se apretaban en los incómodos bancos sin respaldo. Y allí estaba Fierro, con el corazón en un puño, falsamente acreditado como corresponsal de France Press, arrastrado en la marejada, con un aspecto físico irreconocible.
El presidente del tribunal, un juez maduro, gordo y con cara de pocos amigos llamado Bienvenido Garray, tocó la campanita y ordenó silencio con una voz ronca y que no dejaba lugar a las concesiones. A su derecha, el fiscal José Antonio Zarzalejos revisaba sus apuntes. Frente a él, arropado por sus dos ayudantes, el defensor de Dani, el criminalista Joaquín María Ribas Sen, catedrático de Derecho Penal, una eminencia. De ambos dependía la suerte de Espinosa.
—¡Que entre el acusado! —ordenó el juez Garray.
Daniel Espinosa Hontoria apareció, entre dos guardias, por una portezuela lateral camuflada en un bajorrelieve. Al verle tan de cerca, Fierro sintió cierta ternura. Allí estaba el mejor culpable que había podido fabricar en aquel zoológico de vagos con dinero. Vestía un impecable traje gris, iba bien peinado y estaba más flaco que cuando se conocieron. Veintisiete meses de prisión preventiva habían ajado su rostro.
Dani permaneció en pie frente a las cinco togas que marcarían su destino, siempre de espaldas a la sala. Miró de reojo. Estaba llena. Le mantuvieron esposado dada «la excepcionalidad del delincuente».
Fierro sacó su bloc de tapas negras, dispuesto a tomar notas como un plumilla más, cuando el defensor de Dani rompió el fuego.
—Que conste en acta la extraña desaparición de la única prueba material que existía contra mi cliente —dijo Ribas, antes de entregar un escrito al tribunal—. Alguien ha robado los doscientos quince casquillos de bala «supuestamente» encontrados en la finca de la familia Espinosa en Tiermes (Soria), los cuatro casquillos del calibre 22 hallados en la habitación de los marqueses asesinados y las tres balas de plomo extraídas de los cadáveres.
—Que conste en acta —repitió el juez—. Tiene la palabra el ministerio fiscal.
Con calma, dio comienzo al largo interrogatorio de Daniel Espinosa. Erguido y con voz segura, el acusado respondió a las preguntas del fiscal Zarzalejos, un hombre paciente, que ocultaba su rostro tras unas grandes gafas de concha de color negro. Se había encargado del caso desde el instante mismo del levantamiento de los cadáveres.
Dani relató su vida, desde la boda con Alicia, el 25 de junio de 1978, hasta el día en que se confesó autor de la muerte de sus suegros. Daba pena verle así, tan modosito, con su rostro de chico bueno.
—Cuando ustedes se casaron —dijo Zarzalejos—, los marqueses no los ayudaban mucho, parece ser.
—Alicia y yo no recibimos ninguna ayuda de mis suegros, aunque vivíamos con más lujo que cualquier matrimonio joven en esa situación.
—¿De dónde salía el dinero?
—De nuestro trabajo en Silvergold.
—Pero usted no trabajaba en nada cuando se casó —inquirió—, y ahora tampoco.
—¡Ahora… en la cárcel…! —exclamó Dani, con una sonrisa.
Estallaron las primeras risas.
—En muchas ocasiones ha culpado a su suegro de su fracaso matrimonial. —El fiscal cambió de tercio para reparar su desliz—. Lo dice Alicia y lo han declarado algunos de sus amigos.
—No influyó para nada. Nos separamos por desavenencias conyugales. La chispa fue una discusión.
—En marzo de 1980, usted y Alicia dejaron de vivir juntos, y en alguna disputa dialéctica con ella llamó al marqués «cerdo», «rácano» y «cretino».
—Son palabras que se dicen mucho. No es demasiado trascendente pronunciar esas palabras. Debí de usar ese vocabulario de manera circunstancial.
—¿No es trascendente?
—Durante mi noviazgo, mis suegros daban a Alicia y a Borja un trato nada apropiado entre padres e hijos. La violencia se desataba por las dos partes. Veía que el marqués era muy duro, muy drástico con sus hijos.
Fierro sonreía al ver que Dani negaba rotundamente cualquier mala relación con el marqués.
—Mi suegro no vio con malos ojos nuestra boda. Yo no me casé por dinero, el matrimonio se hizo con separación de bienes. David Connors,
el Americano
, fue quien trajo los problemas. Mi suegro respetaba mi vida.
Negó cualquier participación en el crimen.
—Me fui de copas con mi amigo José Luis Muriel después de cenar y dormí en casa de mis padres, desde las dos y media de la madrugada hasta la mañana siguiente. Mi hermano puede corroborarlo. Él me abrió la puerta.
—¡Lo que hizo usted al llegar a su casa —exclamó Zarzalejos, señalándole teatralmente con el dedo acusador— fue recoger la pistola, el soplete, el martillo y la cinta adhesiva para ir a Somosaguas y asesinar a los marqueses!
—Eso no es cierto —respondió Dani con tranquilidad—. Estuve durmiendo, y por la mañana me fui a la oficina de empleo.
Mantuvo el tipo como si nunca hubiera roto un plato.
—Tiene la palabra el letrado de la defensa —anunció el juez Garray.
El abogado Ribas entró a saco:
—La confesión de mi cliente fue prefabricada por la Policía. Cuando llegué a defender a Daniel Espinosa, él me dijo: «Esto no se puede tocar». ¡Y no se podía tocar porque había hecho un pacto con el inspector Cordero! ¡Hasta que no vio a su padre esposado entre dos policías, usted, Daniel Espinosa, no se declaró culpable! ¿No es así?
—Hice un arreglo con el inspector Cordero: si me declaraba culpable, dejarían a mi familia en paz.
Después relató el trato recibido por la Policía: las flexiones desnudo y a la vista de todos, las amenazas, insultos y coacciones…
—Menos palizas, todo.
Su relato era tan minucioso que el presidente del tribunal le increpó:
—¡No siga usted contándonos la comedia! ¡Cíñase a las preguntas!
—¡Si el señor presidente no deja expresarse libremente a mi defendido —intervino Ribas, airado—, tendré que abandonar la sala! ¡Señoría, lo que estamos tratando aquí no es una comedia, en todo caso es un drama!
—Señor letrado —respondió Garray, conciliador—, comedia y drama, da lo mismo: teatro. No había en mis palabras ningún ánimo peyorativo para su cliente. El acusado tiene absoluta libertad para manifestarse y este tribunal no está limitando el derecho de la defensa.
Ribas pidió la suspensión del juicio por falta de garantías procesales, por la desaparición de los casquillos y por aquella intervención del juez. Su petición fue desestimada.
Cuando se levantó la sesión hasta la tarde, Fierro recapituló. No había pasado prácticamente nada. Respiró, liberado, porque aquella declaración de Dani borraba su sombra de aquella sala gélida de paredes pintadas con pan de ángel.
Al salir, reconoció a José Luis Muriel, a cierta distancia, con su camisa blanca, su corbatita estrecha y aquellos pantalones vaqueros Levi Strauss ceñidos a sus piernas de espantapájaros. Tuvo la tentación de acercarse más, pero decidió no arriesgarse demasiado.