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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (10 page)

A pesar del tiempo transcurrido, seguía jugando en su contra que el «asunto Urbina» fuera todavía un «caso abierto» y carnaza para periodistas sin escrúpulos. Fierro no salía de su asombro. «Nadie quiere investigar en serio», maldijo.

A los cinco meses del doble asesinato, la Policía Judicial seguía teniendo una visión de los hechos llena de errores y desinterés, a pesar de las grandes presiones políticas. El Gobierno de Adolfo Suárez, inmerso en una espiral cainita, no estaba para pedir demasiados esfuerzos a sus agentes del orden. Los marqueses de Urbina podían ser del más alto abolengo, pero los inspectores ya tenían más que suficiente con tantos coches bomba y tanta trampa mortal. A Fierro le seguía fallando, como antaño, entender el contexto en el que se mueven los servidores de la ley.

Trató de ordenar sus ideas. Ahora que había regresado a Madrid, pensó que alguien tendría que poner a los investigadores sobre la pista de Daniel Espinosa y obligarlos a encontrar las malditas pruebas que él había sembrado con tanto esmero. Pero él estaba muerto, al menos oficialmente.

Contacto en Venus

Había buscado un agujero y se había metido en él. En pleno corredor del Henares, al noreste de la gran metrópoli, Coslada le pareció una ciudad discreta, adecuada para sus intenciones. Agazapado, con las garras afiladas y el corazón perdido, Fierro alquiló un piso en una colmena para salarios escuetos, y dejó pasar el tiempo en una soledad devastadora. Comía solo, bebía solo. Pensaba.

Cuando tuvo bien estudiado el terreno y comprendió que nadie notaba su presencia, comenzó a frecuentar algunos locales nocturnos, tranquilos y sin complicaciones, cuya clientela estaba compuesta básicamente por parejas de mediana edad y oficinistas abandonados en busca de un refugio. No le gustaban los bares de copas ni los reductos llenos de borrachos y gente sin amor, de fracasados acostumbrados al maleficio.

De todos los lugares tranquilos abiertos en la noche de Coslada, eligió el pub Venus, con sus mesas redondas de cristal y sus sillones de mimbre barnizado; una atmósfera espaciosa contenida entre cuatro paredes pintadas con un soportable tono rosa; envuelta en una música orquestal de bossa nova (Tom Jobim, Vinicius, María Creuza, Toquinho…) que cada noche era interrumpida por uno de los temas más siniestros de Pink Floyd:
Careful with that Axe, Eugene
(«Cuidado con ese hacha, Eugene»). El cambio melódico se producía, como una contraseña, cada vez que aquella mujer aparecía poco antes de la medianoche, le daba órdenes al camarero antes de dejarle marchar y se encargaba de todo hasta las tres de la madrugada, hora del cierre.

Al verla, Fierro calculó que ya había cumplido los treinta y cinco años, que su cabello rubio teñido ocultaba más de una cana y que, por sus ademanes enérgicos, era una mujer de armas tomar; un espécimen del sexo femenino que, con un poco de suerte, podía dar a cualquiera la oportunidad de reinventarse.

—¿Te relleno el vaso? —le preguntó, tras la barra.

—No, gracias. Ya es el segundo gin-tonic. Suficiente para mí.

—Eres un hombre prudente —respondió ella con desdén—. Hoy me siento generosa. Invita la casa.

—Entonces, ponme otro de Hendrick's, pero poco cargado.

La mujer le dedicó una leve sonrisa mientras Fierro, con el brazo extendido en el aire, sujetaba una copa tan vacía como su conciencia.

—Déjala sobre el mostrador, hombre —le ordenó, y comenzó a preparar el tercer gin-tonic en una copa distinta, que limpió lentamente con un paño mientras no le quitaba los ojos de encima.

Hielo, limón… Al remover la ginebra y la tónica con una cuchara larga, se soltó el último botón de su blusa y Fierro descubrió que aquellas dos montañas no necesitaban sujetador alguno para seguir erguidas, que sus pezones apuntaban hacia el cielo con una vitalidad casi adolescente.

Le acercó la copa.

—¿Eres nuevo por aquí? —preguntó con amabilidad.

—Esta semana es la tercera vez que vengo.

—Desde el lunes. Me he fijado en ti cada noche.

—¿Ah, sí?

—No buscas compañía, nunca hablas con nadie.

—Me gusta el silencio.

—Tienes algo especial.

—No me dores la píldora.

—¿Trabajas en Coslada?

—Todavía no.

Fierro acercó a su nariz aquel elixir amable, burbujeante, y se mojó los labios con el borde de la copa, sin beber todavía.

—¿A qué te dedicas? Si no es mucho preguntar —insistió ella, abrochándose el botón de la blusa, como si hubiera terminado el primer asalto.

—Tengo pocas habilidades.

—Vivirás de algo, ¿no?

—Me quedan algunos ahorros.

—Si buscas ocupación, yo puedo ayudarte.

—No me gusta madrugar.

—Ocupación nocturna, se entiende.

—La hostelería no es mi fuerte.

—¿Qué sabes hacer?

—He sido encofrador —mintió—. He estado en el ejército durante varios años, me licenciaron porque no les gustaba mi estilo… Y hubo un tiempo en que cobraba a morosos.

—¿Qué clase de morosos? —Fierro había despertado su interés.

—Gente que no cumple lo que dice.

—¿Y cómo los convencías?

—Con palabras. Son peores que los mamporros.

—¡Vaya!

—Si no había más remedio, les partía la cara. —Dio un sorbo profundo al nuevo gin-tonic y exclamó—: ¡Excelente!

—Gracias. Además de esta, tengo otras habilidades —dijo con picardía.

—No me importaría descubrirlas.

—Mucha prisa tienes. —Ella parecía satisfecha con su conquista.

—Ninguna. Solo soy un recién llegado que no conoce a nadie en esta ciudad.

—¡Y con esos músculos poco aprovechados!

—En el ejército era el rey de las flexiones.

—¿Y en la cama?

—Depende de la noche. Si quieres comprobarlo…

—Por qué no.

Fierro la miró sorprendido antes de que los dos rompieran a reír.

—Me llamo Jessica. Jessy para los amigos.

Cuando Fierro hizo el primer movimiento para estrechar la mano extendida de Jessy la puerta del Venus se abrió con brusquedad y entraron dos tipos como armarios, tambaleándose, malencarados, tropezando contra los taburetes que se cruzaban en su trayecto hacia la barra.

Apartaron a Fierro con un leve empujón.

A Jessy le cambió el semblante y escondió su mano derecha. Su mirada lo decía todo.

—¡Les pedí que no volvieran! —les gritó—. ¡Váyanse o llamo a la Policía!

—Llámanos —contestó uno de ellos, que mantenía el equilibrio de milagro—. Nosotros somos la Policía.

—No quiero broncas —insistió Jessy—. Mis clientes son gente de bien.

—Y nosotros de mal, ¡no te jode! —balbuceó el otro borracho—. ¡Dos
bourbons
, ya, mala pécora!

Fierro se arrimó al que tenía más cerca, tocó su hombro y le murmuró algo al oído. El energúmeno reaccionó con furia y trató de golpearle, pero un puñetazo certero en el costado lo dejó inmóvil, con las piernas arqueadas hasta quedar casi de rodillas.

—Será mejor que te lleves a tu compañero —ordenó al otro, mostrándole sus puños en guardia, como un boxeador a punto de ejecutar un gancho de izquierda—. Llévatelo, su madre está muy enferma.

Cuando el tipo quiso descargar sobre él toda su fuerza bruta, Fierro se dio la vuelta con agilidad de bailarín y le hundió el puño en la espalda, a la altura de las lumbares. Un ruido seco, como un junco quebrado. Fierro abrió y cerró la mano con dolor, había chocado contra algo muy duro. Bajo la chaqueta del borracho vio la culata de un 45.

Jessy dejó sobre el mostrador una barra forrada de cuero. Fierro la enarboló con la mano izquierda y comenzó a dar golpecitos amenazantes en la palma de la otra mano, como un guardia callejero de película muda.

—Ni lo pienses —advirtió—. Las dos manos delante, como si fueras un sonámbulo. Tu cabeza está en juego.

Obedeció.

—Si os dejo marchar —dijo Fierro señalando la culata del revólver—, no lo usarás contra mí, ¿verdad?

—Esta noche no. Quizá mañana cuando esté de servicio.

—Os acompaño a la puerta. Sin escándalo.

Fierro salió tras ellos y se mantuvo allí, desafiante, mientras se alejaban calle abajo. Cuando torcieron en la esquina y desaparecieron de su vista, esperó durante algunos minutos por si tenían la tentación de regresar. Después, entró en el Venus.

Los últimos clientes se marcharon tras pagar su cuenta.

—Vamos a cerrar —advirtió Jessy.

—Son las dos.

—Ya está bien por hoy. No vamos a dar tiempo a esos cabrones para que avisen a sus colegas y nos hagan una visita rutinaria.

—¿Rutinaria?

—Son dos borrachos de la Unidad. Tendremos problemas, pero te has portado como un tigre. Y los clientes ni se han dado cuenta del altercado. Conviene desaparecer por una temporada. Acompáñame a casa. Estoy muy nerviosa.

Fierro maldijo para sus adentros. Golpear y amedrentar a dos policías beodos no era la mejor manera de pasar desapercibido. Ahora podría sufrir las consecuencias, aunque confiaba en que, de tan borrachos, aquellos dos tipejos fueran incapaces de reconocerle.

—Tendremos que pedir ayuda al Proveedor —dijo Jessy, antes de bajar la persiana metálica—. Es el único que puede pararles. En Guadalajara estaremos a salvo de esta gentuza.

Él no entendía ni una palabra, solo sabía que Jessy iba a ponerle a prueba esa noche. O salía triunfante en la cama, o a partir de entonces podía partirle un rayo.

—No te lo había dicho. Puedes llamarme Juan.

Después, sintió el contacto de su piel cuando la tomó de la mano y acarició sus dedos, desde la palma hasta sus largas uñas esmaltadas de blanco.

Yo soy culpable…

A las trece horas del 8 de abril de 1981, Fierro recibió la gran noticia, pero él había cambiado. Transcurridos ocho meses desde la noche del crimen, su vida había dado un vuelco tan rápido como el país en el que vivía. Su mente era incapaz de borrar la imagen televisada de aquel pasmarote con tricornio, bigote recio y pistola reglamentaria en ristre. «¡Quieto todo el mundo!». Aquel fantoche logró lo que otros intentaban sin demasiado éxito: apuntalar la frágil democracia española y garantizar al mismo tiempo el futuro del rey, a pesar de que aquel guardia civil tan patriota, con su golpe de terror zafio, había tratado de conseguir el efecto contrario. Fierro parecía estar resignado a su destino, desmoralizado y sin fuerzas. Toda su vida se había deslizado a través de un sumidero en un tiempo récord.

Pero aquella mañana, Daniel Espinosa acababa de ser detenido por el asesinato de sus suegros. Un policía de Homicidios le había interrogado por su cuenta, tras recibir una información sobre las prácticas de tiro en la finca de Tiermes: «Se entrenó allí antes de matar a sus suegros». Más claro que el agua. El inspector, un tal Montero, acompañado por tres agentes uniformados, había requisado más de doscientos casquillos de bala en la finca, todos del 22. Algunos coincidían con los recogidos en el escenario del crimen. En un registro policial en casa de los Espinosa, habían descubierto varios croquis de pistolas dibujados por el padre de Dani. Una de ellas era el arma del doble asesinato.

Por la tarde, en la Brigada Regional de Policía Judicial, interrogaron al exyerno de los marqueses de Urbina durante horas y sin la presencia de un abogado. Los inspectores del Grupo de Homicidios, conscientes de que hasta entonces habían hecho el ridículo, se emplearon a fondo.

—Si no los has matado tú, entonces ha sido tu padre —le dijeron, y a través de un cristal le mostraron a su progenitor, esposado—. Vamos a acusarlo de asesinato.

Además, contaban con un último recurso para arrancarle la confesión.

—También vamos a detener a tu madre.

Aquello fue demasiado y Dani se vino abajo:

—Déjenlos en paz. Yo los maté.

Para que no se retractara, los policías le hicieron escribir en un papel: «Yo soy culpable de la muerte de mis suegros, los marqueses de Urbina».

Cuando llegó el criminalista Joaquín María Ribas, contratado por la familia, Daniel Espinosa ya había firmado la confesión manuscrita y uno de los inspectores aporreaba el acta de su declaración en una ruidosa Olivetti:

Que en la noche del 31 de julio al 1 de agosto del pasado año, tras haber estado tomando unas copas y cenando con unos amigos, uno de ellos, llamado José Luis Muriel Estepona, le llevó a casa en su coche a eso de las tres de la madrugada. Después de subir a su piso y recoger una pistola, un rollo de esparadrapo, un martillo, una linterna y un soplete de butano (arma e instrumentos que tenía en su casa desde el día anterior, ya preparados), cogió el coche de su padre y con él se trasladó a la zona de Somosaguas, donde se encuentra el chalet de sus suegros.

Que estacionó el coche en el descampado que hay en el margen derecho de la carretera que sube hasta el chalet, entró por la puerta de la verja que rodea la casa y, por la parte derecha de esta, se dirigió hasta la puerta de cristal que solía utilizar, cuando vivía en aquel lugar, para salir al jardín. Tras adherir unos esparadrapos al cristal, lo golpeó con el martillo, introdujo la mano derecha y abrió. Después pasó al recinto de la piscina. Encontró la puerta interior abierta y llegó hasta el salón contiguo. Para penetrar en el vestíbulo, donde está la escalera por la que se accede al piso superior, tuvo que abrir otra puerta de madera. Utilizando el soplete hizo en ella un agujero por el que pudo introducir la mano, para girar la llave puesta por la parte interior.

Que a continuación recorrió el camino hasta el dormitorio de su suegro, entró en la habitación y al tropezar en una silla se le escapó un tiro; inmediatamente disparó a su suegro en la cabeza a corta distancia y cuando trataba de huir, su suegra se despertó, encendió la luz y dijo: «¿Quién hay?», o algo parecido, y para evitar que le reconociera tuvo que darle muerte. Le disparó una primera vez cuando se encontraba sentada ya en la cama, y una segunda para asegurar su muerte.

Que tras ello, apagó la luz, salió corriendo, tomó el vehículo de su padre y se marchó a su domicilio. A la mañana siguiente se despertó temprano y se ausentó de casa para ir a un asunto del seguro de desempleo.

Dani afirmó que había utilizado guantes y silenciador, pero que no sabía dónde estaba el arma, y se negó a responder a cualquier pregunta sobre el paradero de la pistola.

—¿Qué hiciste con el soplete, el martillo, la linterna y demás efectos? ¿Cómo los conseguiste?

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