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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (14 page)

—¡Qué buenos son ustedes! —ironizó.

Montero aseguró que Dani había aportado un detalle significativo que se desconocía hasta ese momento:

—Nos dijo que, al entrar en el chalé, había usado esparadrapo para evitar que el cristal de la puerta de la piscina cayera al suelo al romperse.

El inspector hablaba a gran velocidad y gritando, ya que el presidente del tribunal, algo duro de oído, le había pedido que alzara la voz.

—El secretario del juzgado número 16 —prosiguió Montero— me dijo un día que, hace unos cuatro meses, se habían presentado seis personas diciendo que eran inspectores de policía y que le preguntaron sobre el paradero de los casquillos del caso Urbina. Eran suplantadores y quizá pudieron llevarse los casquillos en ese momento.

—¡Reitero mi petición de que el juicio se suspenda ante la inesperada revelación del inspector Montero! —dijo Ribas, dirigiéndose al tribunal—. ¿Qué ha podido pasar con las piezas de convicción?

—No es un hecho nuevo —intervino Zarzalejos—. Su petición es repetitiva. No hay razón suficiente para la suspensión.

—¡Protesto enérgicamente, señoría! —exclamó Ribas—. ¡No entiendo el interés del ministerio fiscal por seguir adelante con este juicio! ¡Por la responsabilidad de su función, el fiscal debería ser objetivo!

—Prosiga, letrado —ordenó Garray.

Y Ribas afiló sus preguntas, dando a sus palabras un tono burlón.

—Oiga…, ustedes, en la Policía…, han debido de investigar mucho, ¿verdad?

—Sí.

—Pero, extrañamente, el despacho que tenía Martín de la Fonte en el Banco Urbina permaneció cerrado durante seis meses tras el asesinato, esperando la visita de la Policía. Una visita que jamás llegó.

—¡Ya le he dicho que yo no estaba en el caso! —contestó Montero, exaltado.

—Era el despacho de la víctima. Ustedes…

—No sé nada de eso. Yo…

—No estaba en el caso.

—Modérese, señor letrado —intervino Garray—, ¿y cómo se hizo el informe sobre las actividades del difunto Martín de la Fonte con relación a la embajada estadounidense? —Ribas seguía su diatriba como si no hubiera escuchado al presidente del tribunal—. Se sabe que participó en una convención en El Paso y que era amigo personal del embajador Todman. Algunos dicen que trabajó para la CIA… ¿Cómo se hizo ese informe?

—¡El administrador de los Urbina escribió a la embajada!

—Tampoco comprobaron —contraatacó Ribas— si la mano de Espinosa cabía en el hueco de cuatro por seis centímetros de la puerta de la piscina, por donde entraron los asesinos. ¡Menuda irresponsabilidad!

—La Policía es seria y responsable…

—¿Dónde está la confesión manuscrita? —repitió Ribas.

—¡No lo sé!

—¿No sabe quién puede tenerla? ¿La Policía? ¿El arzobispado?

Garray interrumpió al abogado y cortó el interrogatorio.

Cuando Montero pasó a su lado, Fierro decidió abordarle. Aquella mosca cojonera estaba fuera de sus casillas por la manera en que Ribas había tratado de burlarse de él. El juez Garray anunció un receso de diez minutos. Fierro se levantó, sorteó a quienes buscaban la salida mientras echaban mano a la cajetilla de tabaco y siguió los pasos del policía. El inspector descendía por las escalinatas del palacio de Justicia, dispuesto a meterse en el bar Supremo, cuando Fierro se le adelantó.

—Disculpe. —Su acento era levemente impreciso.

Montero le miró con disgusto.

—Me llamo Antoine Doinel, soy corresponsal de France Press. Mi agencia me ha enviado a escribir sobre el juicio.

—Sí —titubeó—, me ha parecido verle en las primeras filas.

—Soy un periodista francés. Me gustaría hablar con usted sobre el caso. Si me concede una entrevista…

—Imposible.

—Será totalmente
off the record
. Quedará entre nosotros. Yo no le citaré bajo ningún concepto.

—He decidido no hacer declaraciones. Lo siento.

—No quiero declaraciones. Quiero conocer su visión del crimen. La verdad.

—¿La verdad? —El inspector estuvo a punto de lanzar una carcajada—. ¡La verdad!

—Compréndalo. Soy un periodista extranjero. Me faltan datos, no tengo fuentes. Pero lo que yo publique tendrá repercusión internacional.

—Quiere usted saber la verdad. ¡Qué bárbaro!

A Montero, de repente, le había cambiado el semblante.

—Quiero saber quién o quiénes mataron a los marqueses de Urbina.

—Y yo si hay vida en Marte.

—Necesito hechos, y usted es el único que puede dármelos de manera… —Fierro hizo una pausa como si buscara la palabra más adecuada— imparcial. Será extraoficial, insisto. Nadie sabrá que usted…

Montero titubeó.

—Bien… De acuerdo… Esta noche le espero a las diez en la cafetería Nebraska de la Gran Vía.

—Allí estaré, puntual.

—Quizá me arrepienta. No le aseguro que vaya.

—Le esperaré.

Fierro le estrechó la mano, le agradeció la deferencia y regresó al interior del palacio.

En el vestíbulo, Ribas desplegaba toda su capacidad histriónica ante los periodistas que le rodeaban.

—¡La parcialidad del tribunal es vergonzosa! —repetía, enfurecido.

—¿Cree que Daniel Espinosa está condenado antes del juicio?

—Yo no diría tanto. Pero les aseguro una cosa: si en España existiera el jurado popular, como en otros países democráticos, Daniel Espinosa sería absuelto por falta de pruebas.

En cuanto se reanudó la vista, Ribas presentó otra petición escrita para que el juicio fuera suspendido y se lanzó sobre los agentes de la Policía Nacional que habían participado en la búsqueda de los casquillos en la finca de Espinosa. Para Fierro aquellos testigos carecían de interés.

—¿Cómo recogieron ustedes los casquillos?

—Pues… con bolígrafos, palos, con las uñas… —relató el policía.

—Instrumentos de alta precisión, por lo que veo —le interrumpió Ribas, con una sonrisa burlona.

—Se está tomando a chufla la declaración del testigo —le increpó Garray—. Modérese, señor letrado.

—No, señoría; simplemente intento demostrar la poca fiabilidad de la diligencia practicada.

Cuando llamaron a Alicia de la Fonte a declarar, la sala revoloteó, inquieta. Los periodistas miraban hacia atrás, con los ojos fijos en la puerta por donde iba a entrar la exmujer de Espinosa. Fierro abrió de nuevo su bloc y jugueteó con el bolígrafo como si fuera el bastón de una
majorette
en pleno desfile.

La entrada de Alicia parecía una
première
cinematográfica sin alfombra roja. Vestía un traje de chaqueta azul claro y se mantenía seria como una esfinge. Se situó en el lado del fiscal y, mientras hablaba, como si buscara un apoyo para no caerse, colocó las yemas de los dedos de su mano derecha en la mesa de cristal donde se suelen poner las pruebas de convicción. Envejecida, con aquel gesto agrio, parecía muy distinta a la mujer que Fierro había visto años antes en el Club de Campo.

—A mi padre, mi boda con Dani le desagradaba tanto que incluso me amenazó con desheredarme. No le gustaba, porque decía que el hombre debe trabajar para mantener a su mujer y ha de ser capaz de sacar las castañas del fuego. Mi padre y Dani no se podían ni ver. En nuestras discusiones, que eran frecuentes, Dani culpaba a mis padres de nuestro fracaso.

—¿Cuándo se enteró Daniel Espinosa de que usted tenía relaciones amorosas con David Connors? —inquirió Ribas.

—No se lo pregunté —respondió Alicia, cortante.

—¿Es cierto, tal como afirma la Policía, que usted tiene otro amante, además de Connors? ¿Un estudiante llamado Ignacio Zabalza? —Ribas tiró a dar.

—No —contestó Alicia, malhumorada—. Ignacio es un amigo con el que salí algunas veces durante el año en que David estuvo en los Estados Unidos. ¡No es mi amante, además tampoco es estudiante! ¡Tiene cuarenta años y es químico!

—¡Pues vaya si andaba encaminada la investigación policial! —exclamó Ribas, irónico. Después recuperó el tono serio—: ¿Sabe usted si Daniel Espinosa intervino en la muerte de sus padres?

—Es imposible que yo sepa si intervino o no —respondió Alicia, distante.

A continuación llamaron a Borja de la Fonte, que avanzó por el pasillo central con paso inseguro, aturdido por ser el centro de todas las miradas. Al verle tan de cerca, Fierro se cubrió instintivamente la cara, pero se relajó de inmediato. Su rostro resultaba irreconocible incluso para sí mismo. Borja solo tenía ojos para Dani, que permanecía sentado en el banquillo, esposado y con la cabeza baja.

—¿Qué lazo le une al procesado Daniel Espinosa? —El fiscal Zarzalejos comenzó su ronda de preguntas.

—Amistad.

—Usted y Daniel Espinosa tenían una amistad… íntima, no digo que amorosa, pero sí íntima —insistió el fiscal.

—Así es.

—Y al ser amigo suyo, ¿sabe por qué su padre no podía ni ver a Daniel?

—Quizá porque Daniel no duraba mucho en ningún trabajo.

—¿Cree que su hermana se casó para liberarse de la familia?

—Probablemente se casó enamorada.

—La Policía afirma que usted y su hermana ofrecieron indicios de que Espinosa podría ser el asesino.

—No lo sé.

—Antes de la tragedia, su padre estaba muy nervioso. ¿Sabe por qué?

—Los últimos seis meses había estado enfermo, tenía herpes, y las acciones del banco caían en la bolsa.

—¡Se ha ido el sonido! —exclamó Garray—. ¡Hable usted más alto, hombre!

—No puedo —respondió Borja.

—¿Es que usted no ha hecho la mili o no ha ido a un campo de fútbol?

La tez rojiza de Borja de la Fonte se encendió como un semáforo. Era incapaz de alzar la voz.

—Sí…

La luz de la tarde comenzaba a escasear.

—En el agujero hecho en el cristal de la puerta de la piscina, ¿puede decir si cabía una mano normal? —preguntó Ribas.

—Una mano pequeña sí. Mi mano pudo entrar, lo comprobé con la Policía delante.

—¿Y tomaron nota de que su mano cabía?

—No.

—¿Sabe usted si Daniel Espinosa intervino en la muerte de sus padres?

—Evidentemente no lo sé. Ni sé de nadie que haya podido intervenir.

—¿Cree que Daniel podía tener un motivo serio para matar a su padre?

—Creo que no.

Al mirarle, Fierro pensó que Borja, tras heredar el título y la fortuna, había cambiado mucho; se había convertido en un sujeto pretencioso, acorde con su posición. Ya no era el gran amigo de Dani ni el Pobre de Somosaguas.

En el estrado, José Luis Muriel aceptó que tenía una amistad íntima y fraternal con Daniel Espinosa, y poca relación con Borja de la Fonte, aunque conocía por dentro la mansión de los Urbina. El Fotógrafo culpó al Americano de las desavenencias conyugales de Daniel, y volvió a reconstruir sus movimientos durante aquel 31 de julio de 1980. Su hermana Patricia podía corroborar su endeble coartada. Tuvo suerte y le dedicaron poco tiempo. La jornada había sido demasiado larga y todos estaban cansados. La Policía le había prestado muy poca atención y para el fiscal era tan solo otro amigo tonto de Daniel Espinosa. Cuando le dejaron marchar, Fierro suspiró aliviado. No se habían esforzado lo más mínimo.

La función de circo terminó con un payaso: el mayordomo Vicente Gil, que apareció con ademanes cadenciosos y chaqueta cruzada azul marino. «Vaya prenda», pensó Fierro. Trabajó en la casa de los Urbina desde enero de 1980 hasta febrero de 1981. Parecía tener incontinencia verbal. Era brusco, corpulento, con una gran papada bajo la barbilla, pero la suavidad de su voz levantaba sonrisas.

—Yo estaba en la entraña de la familia, señor fiscal. No se puede hacer una idea de la movida que había en el chalé. Quienes podían estar implicados en el crimen seguían viviendo allí. Creo que los asesinos eran varias personas. Dani dijo que había más gente, una mujer. En el asesinato de los marqueses ha habido, hay y habrá demasiadas cosas ocultas. En el chalé se escuchaban cosas que la Policía desconoce.

—¿Qué cosas? —preguntó Zarzalejos.

—Sobre los crímenes. Mire, señoría, Dani se arrugó porque se encontraron los casquillos. Entonces, cuando fue detenido, dio detalles. El propio Dani me contó pormenores en el chalé.

—¿Qué pormenores?

—Sí, del caso.

—¿Le dijo alguna vez Daniel Espinosa que él estaba implicado en la muerte de los marqueses?

—Un día se lo pregunté y me dijo: «No me va a ocurrir nada, no pasa nada, y además mi madre tiene un millón de pesetas para ayudarme». Creo que, por alguna razón, calla. Los asesinatos se han hecho por dinero, estoy seguro.

El fiscal estaba perdiendo la paciencia cuando preguntó:

—¿Puede asegurar que Espinosa mató a los marqueses?

—No, no puedo asegurarlo.

—Entonces, para responder usted usa la lógica, ciertas deducciones. ¿Tiene datos?

—No.

—¿Sabe si Dani y el señor marqués se trataban mal?

—En la mesa nunca se hablaban, eso sí que puedo decírselo. A mí no me hicieron ningún comentario. La gente de dinero esconde todos los trapos sucios a los criados.

—Tras los asesinatos, ¿usted siguió sirviendo en el chalé?

—Sí, señor, durante siete meses.

—Y estuvo al servicio de Borja de la Fonte. ¿Cómo trataba el marqués a sus hijos?

—El señorito Borja y la señorita Alicia vivían garrafal de mal. Llevaban los trajes rotos, viejos y no tenían ni un duro. ¿Usted sabe lo que es no poder bajar a las fiestas porque estaba toda la burguesía de Madrid y no tenían qué ponerse?

—Yo no voy a fiestas —repuso Zarzalejos, con fastidio.

Martingala

A las diez de la noche, la cafetería Nebraska era un hervidero de personas que se reunían en torno a un café o un sándwich, justo antes de entrar en alguno de los cines de la Gran Vía. Ese trasiego de gente que no miraba a los demás garantizaba el anonimato. La barra estaba repleta de clientes; los taburetes de escay, ocupados; y las mesas rectangulares, con superficie de mármol, llenas de personas vociferantes y agitadas por la prisa.

Fierro fue puntual, pidió un gin-tonic y se acodó en la barra. Al relajarse, comprobó que seguían doliéndole los golpes de aquellos energúmenos uniformados. Apretó los dientes y se armó de paciencia. Desconfiaba hasta de su sombra.

Montero apareció a los quince minutos. Se acercó hasta él, le hizo una seña con la cabeza para que le siguiera y le condujo hasta uno de los apartados más discretos, situado al fondo del espacioso local.

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