Read El asesinato de los marqueses de Urbina Online
Authors: Mariano Sánchez Soler
Tags: #Intriga, #Policíaco
—Joder, Fierro: Brigada Paracaidista, División Acorazada, la Segunda Bis, los Comandos de Operaciones Especiales…, la élite del Ejército español. ¿Y estás al frente de una mierda de pub?
—Quisieron poner el mal que llevaba dentro al servicio del bien supremo y de la verdad. Mi padre me dijo: «Para que acabes en la cárcel es mejor que te metas en un cuartel y descargues tu mal fario por una causa justa».
—¿Una causa justa? Por eso, de repente, cambiaste el amor a la patria por una actividad más lucrativa. Vamos, como los pilotos militares que se pasan a Iberia.
—Descubrí que mis mandos eran malos y que yo era peor que todos ellos.
—No tienes ni idea de lo que es realmente el mal.
—¿Tú crees?
Fierro sacó un sobre y lo dejó caer con suavidad.
—Aquí tienes tu dinero.
Gúmer le agarró la mano y apretó sin miramientos.
—Me has subestimado. La gente como tú siempre peca de soberbia —dijo, sin dejar de mirarle a los ojos, mientras con la otra mano palpaba el contenido del sobre. Su sonrisa de triunfo se convirtió en mueca al preguntar—: ¿Qué es esto?
—Primero cuenta las trescientas mil pesetas —dijo Fierro, casi declamando—. Es el dinero que me pediste para que pueda seguir con mi pub.
—¿A qué juegas? —exclamó el Sheriff, visiblemente irritado, apretándole como si quisiera aplastar una nuez mientras con la otra mano enarbolaba una cinta de casete a pocos centímetros de su cara.
—Escúchalo —respondió Fierro, soportando el dolor sin pestañear—. Se os oye muy bien a ti y a tus dos esbirros de la Unidad. Alto y claro. A mí apenas se me distingue.
Con las venas cargadas de sangre, Gúmer arrojó la cinta sobre la mesa y la pequeña banderita española ondeó sobre su mástil diminuto.
—Ahora estamos solos, Gúmer. Sin micrófonos, sin matones… Mis socios me cubren y nuestro abogado aparecerá en menos que canta un gallo si…
Fierro reconoció aquella mirada. Ya la había visto antes en otros tipejos como aquel.
—Quizá podamos suavizar un poco el asunto —añadió, conciliador—. Quiero a tus dos macarras. Tengo que devolverles algunos regalos. Soy una mala persona.
Gúmer lo soltó bruscamente. Fierro comenzó a mover los dedos para recuperar la circulación. Estaba pálido.
—No te pases —dijo Gúmer, con voz sombría—. Te conozco muy bien. Estuviste a sueldo del Servicio de Documentación de la Defensa, operaciones antiterroristas, infiltrado, espionaje, eliminación de activistas… Montaste un comando del Batallón Vasco Español. Algunos atentados en el sur de Francia tienen tu sello: la bomba contra la librería Mugalde, de Hendaya… Dejaste de llamarte como te bautizaron… ¡Qué vulgar! A partir de entonces utilizaste un nombre de gaucho argentino.
—No sé de qué coño estás hablando.
—Ni el Proveedor tampoco —amenazó—. Él cree que eres un pelagatos repartidor de hostias.
—¿Qué quieres, Gúmer? —Fierro se sentía estúpido.
—Ametrallamientos, bombas…, la operación Reconquista en Montejurra… Eras el condimento de todas las salsas hasta que en 1976 organizaste con los italianos el secuestro de Pertur, el etarra ese que quería negociar la paz…, y se te murió. Dejaron de fiarse de ti.
—Ya basta.
—¿Cómo crees que sé todas estas cosas? No solo soy un jefe de Policía de pueblo. Tengo contactos. Muchos cabrones están en deuda conmigo. Les he lavado demasiados trapos sucios. ¿Y tú creías que ibas a tenerme comiendo en la palma de tu mano?
—Vale ya, Gúmer. ¿Cuál es el trato?
—El dinero no lo es todo. A mí me interesa el poder. Hace que me sienta realizado como ser humano. Quiero quitarme de encima al Proveedor.
Fierro se encogió de hombros.
—Me ayudarás. Le contarás a tu jefe que me tienes por los huevos con la grabación de los cojones. De vez en cuando darás al Proveedor informes incompletos sobre mis actividades, y me tendrás al tanto de todos sus movimientos. A cambio, ganarás más dinero que nunca, y por partida doble.
—Eso es imposible.
—En cuanto le meta el cuerno al Proveedor, podrás irte al infierno, si es lo que quieres.
—Estás muy seguro de que voy a trabajar para ti.
—Ah, se me olvidaba. —Gúmer desplegaba un énfasis teatral exasperante—: Yo no soy el único que ha preguntado por ti en el lugar correcto. Otros se han interesado por tu persona. Cuando me mostraron tu expediente, me dijeron: «Hombre, Sheriff, este tal Fierro está muy solicitado últimamente». «¿No me digas?», respondí con curiosidad. «¡No te puedes imaginar quién me ha pedido informes sobre el figura! ¡Ni más ni menos que el jefe de seguridad del Banco Interamericano!». Ese gordo bajito, además de trabajar para uno de los hombres más ricos de España, colabora con nosotros desde los tiempos de Carrero Blanco, antes de que tú llegaras, imbécil.
—No me sorprende.
—¿Y si el Proveedor descubriera que tiene a sus órdenes a un infiltrado de los servicios secretos, a un asesino del Ejército español? Piensa en ello por un momento. Si ayudo un poco al Gordo, al Proveedor o a la Policía que investiga el caso Urbina…, no les resultará difícil atar algunos cabos. Vas dejando un rastro más claro que las cagadas de un perro.
—La traición no es mi fuerte.
—¡Fierro, no me jodas! ¡En toda tu puta vida solo le has sido leal a la muerte!
La muerte cada vez ocupaba más espacio en los pensamientos de Daniel Espinosa, convicto y solitario en la celda número cuatro de la segunda planta de la prisión de Santoña. Sus cartas familiares, los mensajes a su abogado o las frases escritas en el reverso de postales coloristas de lugares exóticos estaban llenas de fatalismo. El recurso de casación ante el Tribunal Supremo no había dado ningún resultado a su favor. Habían confirmado la sentencia y solo le quedaba cumplir una larga condena.
En una carta a su viejo amigo O'Brien escribió: «Morir tampoco es algo que se deba hacer de cualquier forma. A mí me gustaría acabar tranquilamente. Llegar una noche, tomar una pildorita, quedarme dormidito y abandonar esta humanidad insoportable. Me gustaría morirme, pero no colgado de una reja por el pescuezo como si fuera un chorizo».
La idea no llegaba sola. Desde los primeros días en Santoña dispuso de dinero suficiente para pagarse algunos caprichos; tener una existencia cómoda y ser respetado por los conseguidores como un cliente de postín. Manejaba peculio suficiente para que las horas y los días no pesaran sobre él como losas de cemento. Pero cuando se tiene buena relación con determinados personajes del trullo la confianza puede ser peligrosa.
Un día, cuando Daniel se había desprestigiado ante la opinión pública vendiendo exclusivas inverosímiles de su crimen —incluida la versión verdadera—, alguien decidió que se había pasado de la raya, y al mediodía de un caluroso miércoles, en pleno verano de 1986, descubrieron su cadáver:
Colgado de la ventana aparece el cuerpo de un hombre, mirando al interior de la celda, y por consiguiente de espaldas a la calle. Viste chaqueta blanca de punto con vueltas en las mangas, pantalón y zapatillas azul claro con suelas de goma y cordones blancos; niqui de manga corta color rosa puesto del revés y un
slip
rojo. En su muñeca izquierda porta un reloj que da la hora perfectamente.
Las manos de Daniel Espinosa estaban extendidas y las yemas de sus dedos permanecían ligeramente apoyadas en el saliente de la pared. Las punteras de sus zapatillas rozaban las sábanas de la cama; su cuerpo colgaba ahorcado con una sábana atada al barrote horizontal. Si Dani se hubiera arrepentido durante el último momento (esos diez segundos en que un ahorcado se mantiene con vida) podría haberse salvado apoyando los dedos de sus pies, simplemente.
Pero no, había muerto. Sobre la colcha había dejado una nota manuscrita y fechada cinco días antes, como prueba de que se había suicidado: «Que se entreguen a Golondro todas mis pertenencias de la celda. Que no se haga la autopsia y que se me entierre sin celebraciones. Firmado: Daniel Espinosa Hontoria». En el reverso del papel podía leerse esta posdata: «Si es posible, dono mis ojos y mis riñones a quien los pudiera necesitar. Tal vez todavía sirvan».
En una auténtica ceremonia de la confusión, manipularon el cadáver sin ninguna precaución. A diferencia de cómo debe hacerse, nadie tomó fotografías en el momento en que descubrieron el cuerpo, de su posición y de los detalles. El juez José Antonio Alonso Suárez no lo consideró necesario. Lo descolgaron y lo colocaron sobre la cama. El forense de turno, tras comprobar que carecía de signos externos de violencia, dictaminó que «parece, en un principio, que la muerte ha podido producirse por asfixia, por ahorcamiento» y que había muerto aproximadamente sobre las doce y media, una hora antes de ser descubierto, cuando los demás presos estaban en el patio o en los talleres. Esta hipótesis marcó toda la autopsia. Una ambulancia trasladó el cadáver al depósito municipal de Santoña. Aquella misma tarde un solo forense efectuó la disección.
En cuanto retiraron el cuerpo y llevaron sus pertenencias al juzgado, en seis cajas, varios reclusos entraron en la celda y borraron cualquier huella de lo que había ocurrido allí. No precintaron el chabolo de Dani, que se convirtió en un lugar de peregrinación para los demás reclusos. Demasiada negligencia para que aquel no fuera un plan premeditado, una manera eficaz de evitar que se pudiera volver a investigar lo sucedido.
Dani sufría una depresión y se había suicidado: la teoría oficial era verosímil y sin fisuras. La reconstrucción oficial de las últimas horas de vida de Daniel Espinosa negaba su posible asesinato:
Tras el desayuno, un funcionario acompañó a Dani a su celda. Después cerró tras de sí las tres cancelas. Al contrario que sus compañeros, Espinosa no acudía a trabajar después de desayunar, sino que se iba a su celda, con permiso del director, por el estado de debilidad en que se encontraba. Lo dejaron solo, encerrado. Es muy improbable que existan copias de las dos llaves con las que se llega a la celda de Espinosa, porque son nuevas y fueron hechas hace dos años.
La autopsia describía su cuerpo con tintes sombríos:
Pelo castaño, ojos marrones entreabiertos, presenta alrededor del cuello un trozo de sábana con nudo corredizo que presiona el cuello. Al retirar dicho trozo de sábana se aprecian señales de fuerte presión alrededor del cuello, sobre todo en el lado izquierdo. La piel presenta un aspecto apergaminado.
Oficialmente, Daniel Espinosa, de treinta y cuatro años, se había suicidado, pero la sorpresa llegaría más tarde. Setenta días después de dictaminar la «asfixia por ahorcamiento», el Instituto de Toxicología de Madrid detectó la presencia de drogas en sus vísceras.
El pulmón muestra una serie de alteraciones que indican cierta cronicidad en la adicción a las drogas de abuso. Se detecta cianuro en las siguientes concentraciones, una vez lavado el estómago (no se cuantifica el cianuro, dado que este estómago es remitido vacío y, por lo tanto, la investigación se ha llevado a cabo sobre un segundo lavado), tras la investigación de drogas: riñón: 0,4 mg/kg; pulmón: 14 mg/kg; sangre… Las concentraciones de cianuro en sangre son poco significativas dadas las malas condiciones de conservación en que llegó la escasa cantidad que restaba para la investigación del cianuro y la gran volatilidad del tóxico.
Según esas conclusiones, el fallecido no se drogaba demasiado. La alta dosis de cianuro la había inhalado por vía aérea inmediatamente antes de morir. ¿Qué le había matado? ¿El ahorcamiento o el veneno? En un informe sobre la autopsia realizado a petición del padre de Dani, dos prestigiosos forenses, José Antonio García Andrade y Mariano Pérez Folguera, desvelaron:
Al no haber señales de violencia, la suspensión del cuerpo se hizo voluntariamente o sin conciencia de la víctima, lo que supone un suicidio complejo. El suicida utiliza dos sistemas mortales para asegurarse su propósito: el veneno y el ahorcamiento. En este caso, al perder la conciencia, cosa que sucede de inmediato tras tomar el veneno, aunque el fallecimiento tarda dos o tres minutos como máximo, deberían haberse presentado signos vitales de ahorcamiento, al quedar aún con vida pero inconsciente, suspendido del lazo y, al estar muy próximo a la pared y tener las convulsiones propias de una muerte por cianuro. Además, existe la posibilidad de que se golpeara las extremidades contra el muro, signos que no se describen. Es decir, al estar suspendido ya no tenía convulsiones. No hay signos de ahorcadura en la cabeza; ni la emisión de semen o la mordedura de la lengua que se aprecian en los cadáveres que tienen una muerte convulsiva.
Estaba muerto cuando le colgaron de la sábana, para lo que no ofreció resistencia. El hallazgo de cianuro en los pulmones era definitivo. La dosis es excesivamente elevada como para atribuirla a fenómenos cadavéricos de descomposición. La vía de entrada fue la aérea, en forma de inhalación, habitual en muchos toxicómanos. Una vez esnifado el polvo, creyendo que consumía una papelina de cocaína o heroína, ya no hay retorno y la muerte se produce de forma indefectible.
Los asesinos se habían tomado demasiadas molestias. ¿Quién o quiénes podían estar interesados en su muerte al cabo de tanto tiempo? Solo aquellos que temían sus revelaciones, por absurdas que pudieran parecer; quienes deseaban silenciar para siempre aquella voz molesta que mantenía el caso en las páginas de los periódicos y en los programas de la televisión. Echar tierra encima de una maldita vez: «El misterio Urbina, la conspiración, el cazador, el inductor…, Dani no tenía lo que hay que tener para cometer un crimen tan frío y profesional».
Si cazaban a José Luis Muriel, los otros grandes mentirosos del primer juicio volverían a testificar ante un tribunal de justicia: Alicia, ya casada con el Americano; Borja de la Fonte, con su título de marqués; el irascible Damián Fernández Ferreira; el tirador Manuel Espinosa… Todos ellos, en algún momento, habían sido señalados por Dani como supuestos autores materiales o como miembros del complot. Incluso citó a un tal Toni como autor espectral, pero no supo ofrecer ningún detalle que pudiera identificarlo.
Uno muerto, el otro desaparecido…
Desde que trascendió la noticia, Fierro supo que su suerte, o lo que quedaba de ella, había terminado. En manos de Gúmer, los negocios no le iban mal del todo, pero sabía que en cualquier momento el Proveedor, Barrachina o el propio Sheriff podían cortarle la cabeza sin pestañear. Había seguido la crónica del suicidio de Dani con el convencimiento de que se lo habían quitado de encima. Ahora tenía muy claro que aquella eliminación escondía muchas cosas y comprendió que había llegado su turno. El discurrir de los años borraría cualquier indicio de su paso por aquel torbellino. Solo quedaba él, y le obsesionaba la advertencia de Manuel Espinosa, lanzada a los cuatro vientos durante el entierro de su hijo: «En el caso Urbina morirá más gente».