«Lo mismo tendría que haberse preguntado el senador Butler.»
«Para saludar a sus votantes, Dave. Para intentar ser de utilidad.»
«Y érase que se era una vez una casita de chocolate…»
«Uf, Dave, que nos estamos descontrolando.»
«Bueno, se supone que en este programa podemos contar lo que queramos. Lo dice el contrato.» Dave era el tipo listo habitual, mejor que Howard Stern, claro.
«En serio. El alcalde Search ha pedido la ayuda de todos para detener al Asesino de la Viuda Negra —dijo Dave—. Y a continuación a Madonna, Amy Grant y Rod Stewart…»
Brazil se había detenido a media frase, paralizado, mientras la radio seguía sonando y la gente tenía que sortearlo. Packer acababa de entrar y avanzaba directo hacia él. El mundo de Brazil era Humpty Dumpty fuera de la pared,
cracks happening
en todas partes y a la vez. Pagó el desayuno y se volvió para encontrarse frente a frente con su ruina.
—¿Qué pasa? —preguntó antes de que su serio editor pudiera contárselo.
—Subamos ahora mismo —dijo Packer—. Tenemos un problema.
Brazil no corrió por la escalera mecánica ni habló con Packer, quien no tenía nada más que decir. Packer no quería tomar parte en aquello. No iba a meterle el pie en la boca. El gran Richard Panesa podía encargarse de ello. Por algo Knight-Ridder le pagaba tantos billetes a Panesa. En sus primeros años en la escuela, Brazil sólo había ido dos veces al despacho del director, y en ninguna de las dos ocasiones había hecho nada malo. La primera vez había metido el dedo en la jaula del hámster y éste lo había mordido. El segundo problema lo tuvo cuando metió el dedo en el agujero de la parte superior de su tablilla sujetapapeles y no pudo sacarlo.
El señor Kenny utilizó unos alicates para liberar al joven Brazil, que se sentía ridículo y estaba angustiado. La tablilla de formica azul con el mapa de Estados Unidos quedó destrozada. El señor Kenny la tiró a la basura mientras Brazil permanecía valientemente junto a él, negándose a llorar aunque sabía que su madre no podía comprarle otra. Brazil había preguntado humildemente si podía quedarse una hora cada día después de las clases, limpiando el polvo, para ahorrar dinero y comprarse una tablilla nueva. A todo el mundo le había parecido bien.
Brazil se preguntaba qué podría ofrecerle a Panesa a fin de compensar lo que hubiera hecho para causar semejante problema. Cuando entró en la intimidante oficina de cristal del editor, Panesa estaba sentado detrás de su escritorio de caoba, en un sillón de piel con un elegante traje italiano. Panesa no se puso en pie ni saludó directamente a Brazil, sino que siguió leyendo una prueba para el editorial de la edición dominical, que se cargaba al alcalde Search por su tópico aunque cierto comentario sobre su prevención a ir al centro por la noche.
—Podrías cerrar la puerta —le dijo Panesa afablemente a su joven periodista.
Brazil cerró la puerta y se sentó ante su jefe.
—Andy —dijo—, ¿ves mucha televisión?
—Apenas tengo tiempo. —Brazil estaba cada vez más confuso.
—Entonces tal vez no sepas que te están robando las primicias a diestro y siniestro.
—¿Qué quiere decir? —El dragón que había dentro de Brazil despertó.
Panesa vio fuego en sus ojos. Bien. La única manera de que aquel sensible y brillante joven talento pudiese durar en aquel mundo criminal era que fuese un luchador, como lo era Panesa. Panesa no iba a darle ni una pizca de consuelo. «Andy Brazil, bienvenido a la escuela del Infierno», pensó el editor mientras cogía un mando a distancia de su imponente escritorio. Pulsó un botón, y una pantalla se desenrolló desde el techo.
—Quiere decir que los cuatro o cinco últimos reportajes de importancia que has hecho han salido en televisión la noche antes de que aparecieran en la prensa. Casi siempre en el telenoticias de las once. —Pulsó otro botón y se puso en marcha un proyector colgado del techo—. Las emisoras de radio las han emitido después a primera hora de la mañana, antes de que nadie tuviese la oportunidad de ver lo que aparecía en primera plana de nuestro periódico.
Brazil se puso en pie como movido por un resorte, horrorizado y con aire asesino.
—¡No puede ser! Cuando salgo por ahí nunca veo a nadie —exclamó, con los brazos en jarras.
Panesa señaló el mando a distancia, pulsó otro botón, y al instante la cara de Webb se vio inmensa en la sala.
«… en una entrevista en exclusiva del Canal 3, dice que vuelve al escenario del accidente por la noche, muy tarde, y que se sienta en el coche y llora. La agente Johnson, que ha devuelto su placa esta mañana, declara que desearía haber muerto también…»
Panesa miró a Brazil. Brazil se había quedado mudo. Su furia hacia Webb se hacía tangible en un odio contra todos. El joven reportero policía tardó unos momentos en serenarse.
—¿Y esto ocurrió después de mi reportaje? —preguntó Brazil, aunque sabía que no habría sido así.
—Antes —respondió Panesa, que lo observaba atentamente—. La noche antes de que se publicara. Igual que todos los demás que han llegado a continuación. Después esta noticia sobre el alcalde. Sí, eso ha sido el remate definitivo… Sabemos que ha sido un lapsus por parte de Search; Webb no podría haberlo sabido a menos que hubiera pinchado el teléfono del despacho del alcalde.
—¡Eso no puede ser! —Brazil estaba muy furioso—. ¡No es culpa mía!
—Aquí no hablamos de culpa. —Panesa tenía una expresión muy severa—. Averigua qué ha pasado. ¡Nos han hecho mucho daño!
Panesa vio salir a Brazil en tromba. El editor tenía una reunión pero se quedó sentado tras su escritorio, hojeó informes y dictó a su secretaria mientras observaba a Brazil a través del cristal. Abría con rabia cajones del escritorio, hurgaba en la caja que había debajo de éstos y arrojaba blocs de notas y otros efectos personales a su cartera de mano. Salió de la sala de redacción como si no pensara volver nunca más. Panesa cogió el teléfono.
—Quiero hablar con Virginia West —dijo.
Cuando Axel vio salir a Brazil se preguntó con cierta suspicacia adonde demonios iría. Había oído hablar de Webb y también de las filtraciones, y no le extrañaba que Brazil hubiera perdido los estribos. Axel no podía imaginar que a él le ocurriera lo mismo, que alguien le robara brillantes ideas y análisis de sus críticas musicales. ¡Pobre chico!
Brenda Bond también se enteró del jaleo mientras trabajaba en su ordenador, que llevaba tres días sin funcionar porque el columnista de jardinería, el muy idiota, tenía debilidad por unas sorprendentes combinaciones de teclas que a veces no le permitían acceder a sus ficheros o que los traducían a signos pi. Cuando entró en el administrador del sistema, Brenda tuvo una extraña sensación. Le costaba concentrarse.
West se encontraba ante su escritorio, dedicada a preparar su cartera, cerrar la tapa de su café y envolver la galleta que no había tenido tiempo de comer. Cuando Panesa la llamó por teléfono, parecía preocupada y frenética.
—¿Y no tiene ni idea de adonde ha ido? —preguntó West.
—¿Tal vez a casa? —dijo Panesa al otro lado del hilo—. Vive con su madre.
West miró desesperada el reloj. Tenía que estar en la oficina de Hammer en un minuto y medio y a la jefa no se la podía hacer esperar, ni llegar tarde, ni dejar de presentarse, ni olvidar la cita. West cerró la cartera y se puso la radio en el cinturón. No sabía qué hacer.
—Haré lo que pueda —le prometió a Panesa—. Lamentablemente, esta mañana tengo que ir al juzgado. Yo creo que estará por ahí, desahogándose. Volverá en cuanto se tranquilice. Andy no es de los que abandonan.
—Espero que aciertes.
—Si cuando yo regrese todavía no ha aparecido, empezaré a buscarlo —aseguró West.
—Buena idea.
West esperaba que Johnny Martino se declarase culpable. Hammer no. Estaba de un humor de perros. El doctor Cabel le había hecho un favor, realmente. Había encendido unas pocas chispas de ira y cuanto más brillantes se hacían, más disipaban la neblina de depresión y de malestar. West nunca la había visto caminar tan deprisa, con un portafolios de cremallera bajo el brazo y las gafas de sol. Hammer y West caminaron bajo la espléndida mañana de sol hasta el edificio de los juzgados, construido de granito en 1987, y por tanto más viejo que casi todos los edificios de Charlotte. Hammer y West esperaron en la cola, como todo el mundo, para pasar por los rayos X.
—Deja de preocuparte. —West intentaba tranquilizar a su jefa mientras avanzaban detrás de algunas de las personas más pudientes de la ciudad—. Apelará.
Consultó su reloj.
—No estoy preocupada —dijo Hammer.
West sí lo estaba. En la lista de causas del día había más de cien casos. En realidad era mucho más problemático eso que el hecho de que Martino alegara culpabilidad en vez de correr riesgos ante un jurado que eran compañeros suyos… El agente Octavius Able miró a las dos mujeres que se acercaban y de repente se mostró muy despierto e interesado por su trabajo. West no había pasado por su aparato de rayos X desde que se había instalado en los viejos juzgados. Able tampoco había visto nunca en persona a Hammer ni había tenido un control total sobre ella. West vestía uniforme y rodeó el arco detector que, cada pocos segundos, hacía sonar avisadores, monedas, llaves, amuletos de la buena suerte o navajas de bolsillo, que se recogían en un recipiente. Hammer también rodeó el arco detector, dando por sentado que le correspondía tal privilegio por su posición.
—Perdón, señora —dijo el agente Able en voz alta para que todos lo oyeran—. ¡Señora! ¡Tiene que pasar por dentro!
—Es la jefa de policía —le dijo West en voz baja, y sabía perfectamente bien que no hacía falta decir más.
—Necesita una identificación —insistió el forzudo agente, mirando a Hammer.
La larga cola de pies impacientes se detuvo, y todas las miradas se clavaron en aquella dama elegante de rostro familiar. ¿Quién era? La habían visto en algún sitio, tal vez en televisión. ¿En las noticias, en un
magazine
? Fue entonces cuando Tinsley Owens, seis lugares más atrás en la fila, citado por conducción temeraria, cayó en la cuenta. Aquella dama con collares de perlas era la esposa de alguien famoso, tal vez de Billy Graham. Hammer se quedó perpleja; después rebuscó en el bolso e hizo que las alegres afirmaciones del agente Able no resultaran tan gratificantes. La mujer le sonrió mientras le mostraba la placa.
—Gracias por hacer su trabajo. —Al decirle aquello, el hombre tenía que sentirse hinchado de orgullo—. Por si acaso alguien dudaba de las medidas de seguridad de nuestros juzgados. —Se acercó para leer el nombre de su placa—. O. T. Able —repitió Hammer para que se le grabara en la memoria.
El agente se había quedado blanco. La jefa iba a presentar una queja contra él.
—Me limito a hacer mi trabajo —dijo él con un hilo de voz mientras la cola se hacía más larga, daba la vuelta al mundo y toda la raza humana presenciaba su destrucción.
—Por supuesto —convino Hammer—. Y voy a asegurarme de que el sheriff sepa lo mucho que debe valorarlo.
El agente supo que la jefa había hablado en serio y de repente se hizo más bajo, más delgado. El uniforme caqui le quedaba a la medida. Era un hombre atractivo y no se sentía tan viejo como aquella mañana, cuando estaba llenando el depósito en la gasolinera BP y un coche lleno de delincuentes juveniles le había dedicado una serie de insultos raciales. El agente Octavius Able se avergonzaba de sí mismo por darse importancia ante aquella jefa. Nunca había sido de ese modo, y no sabía lo que le había sucedido con el paso de los años.
Hammer y West firmaron la entrada en la oficina de secretaría del tribunal y marcaron la hora. Al llegar al segundo piso siguieron un largo pasillo lleno de gente que buscaba una cabina de teléfonos o el lavabo. Algunos dormitaban en los bancos de madera de arce o leían el
Observer
para comprobar si se mencionaban sus casos. Cuando West abrió la puerta del despacho 2107, se sintió más intranquila. La sala del tribunal estaba abarrotada de acusados que esperaban la condena y de policías que tenían la culpa. Hammer se abrió paso hasta la primera fila y tomó asiento al lado de abogados y policías. Melvin Pond, ayudante del fiscal del distrito vio de inmediato a las dos mujeres y se sintió nervioso. Estaba esperándolas. Aquélla era su oportunidad.
La jueza de la sala cuarta, Tyler Bovine, procedente del tribunal del distrito veinticinco, también estaba esperando, al igual que hacían los medios de comunicación desde lejos y desde cerca. Batman y Robin en mujer, pensó la jueza Bovine con profundo placer mientras abandonaba sus cuartos privados. Ya vería qué había de eso cuando presidiera la sesión con la larga toga negra que cubría su imponente cuerpo legal. West se sentía cada vez más preocupada por diversas razones. Estaba nerviosa por Brazil y no veía el momento de salir de allí para comprobar qué hacía. Tyler Bovine, como el resto de la grey judicial, era una magistrada ambulante. Residía al otro lado del río Catawba y despreciaba Charlotte y todo lo que tenía de bueno, incluidos sus habitantes. La jueza confiaba en que sólo era cuestión de tiempo que Charlotte anexionara el pueblo donde había nacido, Gastonia, y todo lo demás que Cornwallis no había podido capturar.
—Todos en pie para recibir a la jueza.
Todos los presentes hicieron lo indicado y la jueza Bovine sonrió para sí cuando entró en la sala y distinguió a Hammer y a West. La jueza sabía que se había corrido la voz entre la prensa de que no merecía la pena malgastar el tiempo allí, en esa primera jornada. Batman y Robin volverían el lunes siguiente. La jueza tomó asiento, se puso las gafas y adoptó un aire importante y divino. Pond, el ayudante del fiscal, contempló la lista de causas por juzgar como si fuera la primera vez que lo hacía aquella mañana. Sabía que tenía una batalla en sus manos pero estaba dispuesto a imponerse.
—El tribunal verá el caso del estado de Carolina del Norte contra Johnny Martino —dijo con una confianza que no sentía.
—No estoy preparada para ver el caso en este momento. —La juez Bovine tenía un tono de voz aburrido.
West dio un codazo a Hammer, quien estaba pensando en Seth y no estaba segura de qué haría si él moría.
No importaba lo mucho que se pelearan o que se volvieran locos el uno al otro, o que fueran una prueba irrefutable de que hombres y mujeres no podían ser espíritus afines o amigos. Hammer tenía una expresión trágica y Pond, el ayudante del fiscal, se lo tomó como un desprecio a su profesionalidad y prestigio. Había defraudado a aquella mujer heroica y hermosa cuyo marido había recibido un balazo y estaba en el hospital. La jefa Hammer no tenía ninguna necesidad de estar allí sentada con todos aquellos cretinos. La jueza Bovine también vio la expresión en la cara de Hammer y también la malinterpretó y aún se sintió más motivada. Hammer no había apoyado a Bovine en la última elección. Bovine vería lo importante que se había vuelto Hammer.