El Avispero (43 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

—Cuando diga su nombre póngase en pie, por favor. Maury Anthony —anunció Pond, el ayudante del fiscal.

Pond escrutó caras abatidas. Buscó personas arrellanadas en el asiento, enfadadas o medio dormidas. Maury Anthony y su defensor se pusieron en pie al fondo de la sala. Avanzaron hasta detenerse ante la mesa del ayudante del fiscal.

—Señor Anthony, ¿cómo se declara en relación al cargo de posesión de cocaína con intención de venta? —preguntó el ayudante del fiscal.

—Culpable —dijo el señor Anthony.

La jueza Bovine contempló al acusado, que no era distinto de cualquier otro.

—Señor Anthony, se da cuenta de que declarándose culpable pierde el derecho a apelar. —Era una afirmación más que una pregunta.

El señor Anthony miró a su defensor, que asintió. El señor Anthony volvió a dirigirse a la jueza.

—Sí, señor —dijo él.

Se oyeron algunas risas entre los que estaban despiertos y atentos. El señor Anthony advirtió su enorme equivocación y sonrió tímidamente.

—Lo siento, señorita. Ya no tengo la vista de antes.

Más risas.

La cara grande y chata de la jueza Bovine adoptó una expresión severa y adusta.

—Proceda la acusación —ordenó, y seguidamente dio un trago de agua de una botella Evian de dos litros.

El ayudante del fiscal miró por encima de sus notas. Echó un vistazo a Hammer y a West con la esperanza de que estuvieran atentas e impresionadas. Aquélla era su oportunidad para mostrar su elocuencia, por mucho que el caso fuera un hueso.

—Señoría —el ayudante del fiscal empezó como siempre hacía—, la noche del 22 de julio, a las once y media aproximadamente, el señor Anthony estaba bebiendo y alternando en un establecimiento de la calle Cuatro, cerca de Graham…

—El tribunal quiere saber la dirección exacta —le interrumpió la jueza Bovine.

—Bien, señoría, el problema es que no tiene.

—No tiene —dijo la jueza.

—Se trata de una zona donde se demolió un edificio en 1995, señoría.

—¿Cuál era la dirección del edificio demolido?

—No lo sé —dijo el ayudante del fiscal tras una pausa.

El señor Anthony sonrió. Su defensor parecía muy complacido de sí mismo.

A West empezaba a dolerle la cabeza. Hammer estaba aún más lejos en sus pensamientos. La jueza seguía bebiendo de la botella de agua.

—La proporcionará al tribunal —dijo la jueza mientras enroscaba el tapón.

—Sí, señoría. Lo que sucede es que la transacción no se produjo precisamente en la antigua dirección, sino bastante más allá, unos treinta metros más atrás y luego otros veinte, yo diría, en un ángulo de sesenta grados hacia el nordeste, desde el edificio de Independence Welfare que había allí, el que fue derruido, en un solar donde el señor Anthony había instalado una especie de campamento de vagabundos con el propósito de comprar, vender y fumar crack de cocaína y comer cangrejos con unos colegas esa noche. La del 22 de julio.

El ayudante del fiscal tenía pendientes de él, aunque fuera solo brevemente, a Hammer y a West, además de a la madre de Johnny Martino y a los presentes despiertos, a dos alguaciles y a un agente judicial de vigilancia. Todos lo miraban con una mezcla de curiosidad y de falta de comprensión.

—El tribunal exige una dirección —repitió la jueza.

Tomó otro trago de agua y sintió desprecio por su psiquiatra y por los maníaco depresivos en general. El litio no sólo requiere beber una bañera de agua cada día sino que causa una micción frecuente, lo cual según la jueza Bovine representaba un doble riesgo. La vejiga y los riñones eran una cafetera de filtro que la mujer podía sentir y medir mientras iba y venía del condado de Gaston en el coche y cuando se sentaba en el banco y cuando iba al cine y cuando volaba en aviones llenos y cuando hacía marcha en la pista y encontraba cerrado el vestuario.

Como era jueza de un tribunal superior podía hacer un receso cada quince, veinte o treinta minutos, o hasta después de comer si tenía mucha necesidad y así lo decidía. Podía hacerse traer un lavabo portátil, podía hacer lo que le viniera en gana
ipso facto.
Pero lo que nunca haría, ni una sola vez durante su vida en este planeta sería interrumpir un caso una vez empezado pues, por encima de cualquier otra cosa, la jueza era una dama de buena cuna que había crecido en una mansión de antes de la guerra y había estudiado en el Queens College. La jueza Bovine era severa pero nunca desconsiderada. No soportaba a la gente estúpida o sin clase, y nadie podía acusarla de no tener unos modales poco menos que impecables. Realmente no había nada más importante que los modales.

El ayudante del fiscal titubeó. Hammer volvía a estar ensimismada. West no conseguía sentirse cómoda. El asiento era de madera y le presionaba el cinturón del uniforme y la rabadilla. Sudaba y esperaba que sonara su busca. Brazil estaba perdiendo la calma. Era algo que West percibía aunque no estaba asegura de por qué ni de qué hacer al respecto.

—Señor Pond, haga el favor de continuar —dijo la jueza.

—Gracias, señoría. En esa citada noche del 22 de julio, el señor Anthony vendió crack a un agente de policía de Charlotte encubierto.

—¿Ese agente está en la sala? —La jueza estudió con ojos entrecerrados el mar de desgraciados que tenía ante el estrado.

Mungo se puso en pie. West miró alrededor; le dio un vuelco el corazón cuando vio quién había causado tal revuelo y expectación. «Oh, Dios, otra vez no.»

Los presentimientos de West se hicieron sombríos. Hammer recordó cuando Seth le llevó el desayuno a la cama y le dejó las llaves en la bandeja. El nuevo Triumph Spitfire era verde con madera nudosa y ella era entonces sargento con tiempo libre, y Seth el hijo rico de un promotor de urbanizaciones. En esa época salían lejos en coche y hacían picnics. Cuando volvía del trabajo, la música llenaba la casa. ¿Cuándo dejó Seth de escuchar a Beethoven, Mozart, Mahler y Bach y empezó a poner la tele? ¿Cuándo decidió Seth que quería morirse?

—El sujeto, el señor Anthony —estaba diciendo Mungo—, se hallaba sentado sobre una manta en el solar que el señor Pond acaba de describir. Se encontraba acompañado de otros dos sujetos, con quienes bebía Magnum 44 y Colt 45. Entre ellos tenían una docena de cangrejos al vapor en una bolsa de papel marrón.

—¿Una docena? —repitió la jueza Bovine—. ¿Los contó usted, detective Mungo?

—Ya casi no quedaban, señoría. Me informaron de que al principio había una docena. Cuando yo miré, me parece recordar que quedaban tres.

—Siga, siga.

La paciencia que la jueza tenía con aquellas tonterías de la escoria de la humanidad era inversamente proporcional a lo llena que tenía la vejiga cuando tomó otro trago de agua y pensó qué comería para almorzar.

—El sujeto, el señor Anthony, me propuso comprarle una piedra de cocaína en un frasco por quince dólares.

—¡Y una mierda! —fue el comentario del señor Anthony—. Lo que te ofrecí fue un cangrejo.

—Señor Anthony, si no guarda usted silencio lo penalizaré por desacato —le advirtió la jueza Bovine.

—¡Un cangrejo! La única vez que usé la palabra «crack» fue para hablar del ruido que hacían al abrirse.

—Señoría —dijo Mungo—, pregunté al sujeto qué había en el frasco y él me contestó clarísimamente que crack.

—No, señor. —El señor Anthony hizo ademán de acercarse al estrado, pero su abogado defensor lo retuvo tirándole de una manga que todavía llevaba la etiqueta cosida en ella.

—Ya lo creo que sí —dijo Mungo.

—No es verdad.

—Sí.

—Oh, oh.

—¡Orden! —exigió la jueza—. Señor Anthony, otra explosión como ésta…

—¡Déjeme contarle mi versión de una vez! —insistió el señor Anthony.

—Para eso tiene usted al abogado —replicó la jueza en tono severo. Empezaba a sentir la presión del agua y a perder la calma.

—¿Ah, sí? ¿Este capullo? —El señor Anthony lanzó una mirada iracunda a su defensor.

La sala estaba más interesada de lo que el ayudante del fiscal Pond había visto nunca. Iba a suceder algo y nadie quería perdérselo. La gente se daba con el codo y cruzaba silenciosas apuestas. Jake, en la tercera fila del lado del acusado, apostaba a que el señor Anthony terminaría con el culo entre rejas. Shontay, dos filas más atrás, apostaba por el detective encubierto que le recordaba un almiar envuelto en un traje de rayas finas muy arrugado. Por los comentarios que había oído, Shontay estaba convencido de que los policías siempre ganaban por equivocados que estuvieran. A Quik, en el fondo de la sala, le daba absolutamente igual y se dedicaba a chasquear el pulgar como si abriera una navaja. Tan pronto pudiera, el gilipollas responsable de su orden de detención iba a pagarlo. Denunciarlo de aquella manera… ¡Joder!

—Detective Mungo —la jueza Bovine ya tenía suficiente—. ¿Qué le indujo a registrar la bolsa de papel marrón del señor Anthony?

—Señoría —Mungo permaneció impasible—, ya lo he declarado. Le pregunté qué tenía en la bolsa y él me lo dijo.

—Él le dijo que tenía cangrejos y le sugirió que los abriese usted mismo —dijo la jueza, que ya no podía esperar un minuto más.

—Pues no sé. Me pareció oír «crack». —Mungo intentó ser ecuánime.

Cosas así le sucedían a Mungo con mucha frecuencia. Siempre le había resultado más fácil oír lo que quería y cuando uno era tan grande como él podía hacerlo. El acusado fue absuelto, y antes de que la jueza pudiera ordenar un receso para retirarse, el inquieto ayudante del fiscal convocó el siguiente, y el siguiente, y el siguiente, y la jueza no interrumpió porque era algo que no quería hacer. Ciudadanos detenidos por robos, hurtos de coches, violaciones y asesinatos y más camellos que clientes tenían pasaron por el tribunal con sus abogados defensores. El ayudante del fiscal estaba atento al constreñido lenguaje corporal de la jueza y a su semblante afligido. Pond estaba acostumbrado a las frecuentes visitas de la jueza a su despacho privado y sabía que su única esperanza era aprovecharse de su incomodidad. Cada vez que su señoría empezaba a levantarse del estrado, el ayudante del fiscal se apresuraba a presentar el siguiente caso. Tan pronto como pudo volvió a anunciar el de Johnny Martino con la esperanza de quebrantar a la jueza, de derrotarla y de someterla al tratamiento con agua hasta que no pudiera ingerir más. Su señoría vería el caso del estado de Carolina del Norte contra Johnny Martino para que Hammer y West pudieran volver a las autopistas de la vida y al hospital. El ayudante del fiscal rezaba para que Hammer lo tuviera en buen concepto cuando se presentara a fiscal de distrito, dentro de tres años.

—Johnny Martino —dijo Pond momentos más tarde, otra vez lo más rápido que pudo.

—Todavía no estoy preparada para ver el caso. —La jueza apenas podía hablar.

—Alex Brown —anunció el ayudante del fiscal.

—Aquí. —El señor Brown se puso en pie, al igual que su abogado.

—¿Cómo se declara del caso de heridas deliberadas?

—Empezó él —declaró el señor Brown—. ¿Y qué tenía que hacer yo, eh? Estoy en Church's comprando un cuarto de hígados de pollo y entonces él decide que quiere lo mismo que yo estoy comprando y sin pagar.

Hacía el rato suficiente que Hammer había vuelto a estar atenta como para que pudiera hacer una valoración del entorno y de quienes había en él. Aquello resultaba mucho más descorazonador de lo que había imaginado. No era extraño que sus agentes e inspectores en la calle se volvieran tan cínicos y estuvieran tan quemados. Había habido una época en que no sentía ninguna simpatía por gente como aquélla. Eran holgazanes, irresponsables, autodestructivos y egocéntricos que no aportaban nada a la sociedad y chupaban de todos los que les rodeaban. Pensó en Seth, en su dinero, su situación privilegiada y sus oportunidades. Pensó en el amor que ella y otros le habían dado. La jefa Hammer pensó en mucha gente que conocía, y que en realidad no era mejor que ninguno de los presentes en la sala.

West quería matar a la jueza Bovine. Obligar a una jefa de policía y a su jefa ayudante a asistir a todo aquello era un escándalo. La atención de West se desviaba constantemente hacia Brazil. Se preguntaba si habría vuelto al periódico, y sus presagios de mal agüero se hicieron más espeluznantes.

Si no salía pronto de aquella sala podía armar una escena. Su jefa, extrañamente, había vuelto al presente y parecía fascinada por todo lo que la rodeaba, como si pudiera quedarse allí sentada todo el día a darle vueltas a aquellos pensamientos íntimos que la habían hecho quien era y lo que era.

—Johnny Martino —probó de nuevo el ayudante del fiscal.

—No veré ese caso ahora —espetó la jueza mientras se ponía en pie con cuidado.

West pensó con rabia que aquel receso duraría al menos media hora. Hammer y ella tendrían que salir al pasillo a esperar. Magnífico. Habría sido perfecto si la madre de Johnny Martino lo hubiera permitido. Al igual que West, la señora Martino tenía más que suficiente. Sabía perfectamente lo que sucedía. Sabía que aquellas dos señoras de allí delante eran Batman y Robin, y que la jueza tenía que ir al lavabo. La señora Martino se levantó antes de que la jueza pudiera descender de su trono.

—A ver, espere un momento —dijo en voz alta la señora Martino mientras se abría paso entre la gente hasta llegar al estrado, envuelta en su bonito vestido y calzada con mocasines—. Llevo aquí sentada todo este rato viendo lo que ocurre.

—¡Señora…! —protestó su señoría, que ya estaba de pie y en plena crisis, al tiempo que un reportero de la emisora de radio New Country WTDR se colaba en el fondo de la sala.

—¡No me venga con «señora»! —La señora Martino la señaló con el dedo—. El chico que robó a todos esos inocentes es mi hijo, así que tengo el derecho a decir lo que me salga de las narices. Y también sé quiénes son esas mujeres. —Las señaló con un gesto de cabeza.

—Son las que se arriesgaron por ayudar a esa pobre gente cuando ese desgraciado de hijo mío subió a ese autobús con el arma que le había dado algún camello de por ahí. Bien, le diré algo más.

West, Hammer y el ayudante del fiscal Pond escucharon a la señora Martino con profundo interés. La jueza consideró que era mejor volver a sentarse y aguantar. La señora Martino llevaba esperando toda su vida aquel día ante el tribunal y empezó a deambular por la sala como un abogado penalista experimentado. Tim Nicks, un reportero de radio, lo anotaba todo; la sangre le cantaba y tocaba la batería en los oídos. Aquello era demasiado bueno para ser verdad.

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