«Hola —empezaba el cuarto—. Soy Axel. Tengo entradas para Bruce Hornsby…»
West pulsó una tecla.
«¿Andy? Soy Packer. Llámame.»
Pulsó la tecla otra vez y escuchó su propia voz que pedía por él. Siguió pasando la cinta y oyó otras dos llamadas sin mensaje. West abrió la puerta del armario y creció su temor al no encontrar nada dentro. Como buena policía, registró los cajones y también los encontró vacíos. Brazil había dejado los libros y el ordenador, pero esto no hacía sino acrecentar su confusión y preocupación. Aquello era lo que Brazil más apreciaba. No lo abandonaría a menos que se embarcara en un éxodo autodestructivo, en un vuelo fatalista. West miró bajo la cama, levantó el colchón y exploró cada centímetro del espacio privado de Brazil. No encontró la pistola que le había prestado.
La jefa ayudante West patrulló la ciudad durante gran parte de la noche, enjugándose el sudor del rostro y conectando el aire acondicionado de vez en cuando, alternativamente acalorada y fría. En South College pasó despacio ante los transeúntes y se fijó en ellos uno por uno, como si esperase que alguno de ellos se transformara de pronto en Brazil. Reconoció a Veneno, la joven prostituta de la cinta de vídeo de Mungo, que recorría la acerca con su andar ondulante, fumando un cigarrillo y disfrutando de que la observaran. West pensó en Brazil, en su triste curiosidad por las gentes de mal vivir y por lo que les había sucedido para que terminaran así.
Tomar decisiones, se dijo West continuamente, y era cierto.
Pero envidiaba la frescura de Brazil, su inocente claridad de visión. Realmente el joven veía la vida con una profundidad igual a la de ella, aunque la de él era producto de la vulnerabilidad y no de la experiencia que a veces acosaba el sentido compasivo de West y envolvía sus sentimientos bajo numerosas capas de dureza. Llevaba mucho tiempo sufriendo este sentimiento patológico, y probablemente era irreversible. West aceptaba que, cuando alguien es expuesto a los peores elementos de la vida, llega a un punto de no retorno. A ella la habían golpeado y tiroteado, y ella había matado. Había cruzado una línea. Era una misionera, y los contornos tiernos y cálidos de la vida eran para otros.
En Tryon Street, un semáforo en rojo la obligó a detenerse cerca de Jake's, otro buen lugar para desayunos. Thelma podía hacer cualquier cosa con unos bistecs fritos y galletas, y el café era bueno. West miró al frente, a varios bloques de distancia, un poco más allá del First Union Bank con su gigantesca avispa pintada en uno de los costados del edificio. Reconoció la forma de caja del coche oscuro y las luces traseras de posición, con su brillo rojo. Todavía no estaba lo bastante cerca como para ver la matrícula y se dispuso a hacer algo al respecto.
Cuando el semáforo cambió a verde, West pisó el acelerador del potente motor del Ford hasta que su coche estuvo pegado al parachoques del viejo BMW. El corazón se le aceleró cuando reconoció el número de placa. Hizo sonar el claxon y gesticuló, pero Brazil continuó la marcha. West fue tras él y volvió a tocar el claxon; esta vez el sonido fue más sostenido, pero se hizo evidente que Brazil no tenía intención de darse por enterado aunque siguiera de cerca su parachoques cromado reluciente por toda la ciudad. Brazil sabía que estaba allí pero le tenía sin cuidado; cogió la lata de tamaño extra de Budweiser que tenía entre los muslos y echó otro trago. Acababa de quebrantar otra ley en las mismas narices de la jefa ayudante West y sabía que ella lo había visto, pero no le importaba un pimiento.
—¡Maldito cabrón! —exclamó West, haciéndole destellos con los faros.
Brazil aceleró. West observaba incrédula lo que estaba sucediendo. ¿Cómo se le podía ocurrir semejante estupidez?
—¡Oh, por el amor de Dios! —murmuró, y conectó la sirena.
Brazil había estado en persecuciones pero nunca en el coche que abría la marcha. Por lo general iba detrás, sentado en el asiento del copiloto del coche de West. Tomó otro trago de la cerveza que había comprado en la parada de camiones 76, justo en la salida de Sunset East. Necesitaba otra y decidió tomar la interestatal 77 por Trade Street y volver atrás por repuestos. Dejó la vacía en el asiento de atrás; otras latas rodaban y entrechocaban en el suelo del coche. El cuentakilómetros, estropeado, mantenía fielmente su creencia en que el BMW avanzaba a cincuenta kilómetros por hora.
En realidad iba a cien cuando se incorporó a la interestatal. West lo persiguió tenazmente mientras crecía su alarma. Si llamaba a otros coches patrulla, Brazil estaba acabado, sus días de voluntario podían darse por concluidos y sus auténticos problemas no habrían hecho más que empezar. Tampoco era una garantía que la presencia de más policías lo convenciera para detenerse. Brazil podía descontrolarse aún más. Podía sentirse desesperado, y West sabía cómo terminaría todo aquello. Había visto aquellos capítulos finales otras veces, por todas las carreteras: planchas de metal arrugadas, afiladas como navajas, cristales, aceite, sangre y bolsas negras con cuerpos destinados al depósito de cadáveres.
Fue aumentando la velocidad hasta alcanzar los ciento cincuenta kilómetros por hora; West permaneció detrás de él, con la sirena y las luces a toda potencia. En la bruma de los pensamientos de Brazil penetró la idea de que ella no había pedido ayuda por la radio. Él lo habría oído por su receptor, y a aquellas alturas ya habría aparecido algún coche de refuerzo. No sabía si aquello lo hacía sentirse mejor o peor. Quizás ella no lo tomaba en serio. Nadie lo tomaba en serio y nadie lo haría nunca más por culpa de Webb, de su juego sucio, de lo descorazonadora que resultaba la existencia y todo lo que había en ella.
Brazil salió disparado por la salida de Sunset Road East y empezó a aflojar la marcha. Se había acabado. En realidad necesitaba gasolina. Pero de todos modos, la persecución tenía sus límites. Tendría que detenerse. La depresión se adueñó aún más de él y lo aplastó en su asiento mientras aparcaba en el arcén del asfalto, a distancia de los camiones de dieciocho ruedas y de los taxis de cromados relucientes, brillantemente pintados. Apagó el motor y se inclinó hacia atrás en el asiento, con los ojos cerrados, mientras se acercaba el castigo. West no sería indulgente con él. De uniforme y con su arma, ella era por encima de todo una agente de la ley, y además una agente severa y nada tolerante. No importaba que fueran compañeros de patrulla, que hicieran prácticas de tiro juntos y que hablaran de muchas cosas.
—¡Andy! —West dio unos sonoros golpes con los nudillos en la ventanilla—. ¡Sal! —ordenó a aquel delincuente común.
Cuando salió del coche que Drew, su padre, tanto había querido, Brazil se sentía cansado. Se quitó la chaqueta de su padre y la arrojó al asiento trasero. El termómetro alcanzaba los veinticinco grados, y los mosquitos y polillas pululaban en torno a las bombillas de vapor de sodio. Brazil estaba empapado en sudor. Guardó las llaves en un bolsillo de los vaqueros ajustados que, según el parecer de Mungo, revelaban las inclinaciones delictivas de Brazil. West iluminó la parte de atrás del coche con su linterna y vio las latas de cerveza de tamaño extra sobre la alfombrilla del suelo. Contó once.
—¿Has bebido todo eso esta noche? —preguntó mientras él cerraba la puerta de su lado.
—No.
—¿Cuántas has bebido esta noche?
—No las he contado. —Sus ojos, duros y desafiantes, la miraban fijamente.
—¿Siempre huyes de las luces y sirenas de la policía? —inquirió, furiosa—. ¿O esta noche es especial por alguna razón?
Brazil abrió la puerta trasera del BMW y cogió una camiseta con gesto irritado. No hizo comentarios mientras se sacaba el polo empapado en sudor y se ponía la camisa. West no lo había visto nunca semidesnudo.
—Tendré que encerrarte —dijo ella en un tono no muy autoritario.
—Adelante —replicó él.
Randy y Jude Hammer habían llegado al aeropuerto internacional Charlotte-Douglas con tres cuartos de hora de diferencia. Su madre los había recibido abajo, en equipajes. Los tres tenían un aire sombrío y afectado mientras Hammer conducía de vuelta al centro médico sin dilación. Estaba muy contenta de ver a los chicos, y muchos viejos recuerdos se abrieron de nuevo y quedaron expuestos al aire y a la luz. Randy y Jude tenían la hermosa constitución de su madre y su misma dentadura blanca y bien alineada. También estaban dotados de su mirada penetrante y de una inteligencia asombrosa.
De Seth habían heredado sus motores de cuatro cilindros que los hacía moverse despacio, con poca dirección, poco reprise y poca potencia. Randy y Jude eran bastante felices con el mero hecho de existir y no tener que ir a ninguna parte con prisas. Obtenían gratificación y contento de sus sueños y de los clientes habituales de cualquier restaurante que los empleaba de un año para el siguiente. Eran felices con sus comprensivas parejas, que los amaban a pesar de todo. Randy estaba orgulloso de sus pequeños papeles en películas que nadie veía. Jude estaba encantado con cualquier bar de jazz donde él y sus amigos conseguían una actuación y tocaba la batería con pasión, tuviera un público de ochenta personas o sólo de diez.
Curiosamente no había sido su madre, que ascendía como un cohete, quien no podía vivir con los logros, bastante menos que admirables, que obtenían sus hijos en la vida. Era Seth quien estaba disgustado y avergonzado. El padre se había mostrado tan falto de comprensión y de paciencia que los hijos se habían distanciado mucho. Hammer, por supuesto, comprendía la dinámica psicológica. El odio que sentía Seth por sus hijos era el que se tenía a sí mismo. No era preciso ser muy agudo para deducirlo. Pero conocer la razón no había cambiado nada. Había sido necesaria una tragedia, una enfermedad grave, para que la familia se reuniese.
—¿Estás bien de ánimo, mamá? —Jude iba en el asiento trasero del coche privado de Hammer y le frotaba los hombros a su madre mientras ella conducía.
—Lo procuro.
Tragó saliva con dificultad mientras Randy la miraba con preocupación desde el asiento del copiloto.
—Pues yo no quiero verlo —dijo Randy, quien sostenía en brazos el ramo de flores que había comprado para su padre en el aeropuerto.
—Lo comprendo —asintió la madre, y cambió de carril con los ojos en el retrovisor. Había empezado a llover—. ¿Cómo están mis niños?
—Estupendamente —le informó Jude—. Benji aprende a tocar el saxo.
—Estoy impaciente por oírlo. ¿Y Owen?
—Todavía no tiene edad para instrumentos, pero está hecha una bailarina. En cuanto oye música se pone a bailar con Spring. —Jude se refería a la madre de la pequeña—. Te partirás de risa cuando la veas, mamá. Es para morirse.
Spring era la artista con la que había vivido Jude en Greenwich Village durante ocho años. Ninguno de los hijos de Hammer estaba casado. Cada uno tenía dos hijos y Hammer adoraba hasta el último cabello dorado de aquellas encantadoras cabecitas. Uno de sus temores más profundos, más sangrantes, era que estaban creciendo en ciudades lejanas y sólo tenían un contacto esporádico con su tan legendaria abuela. Hammer no quería ser alguien de quien un día pudieran hablar pero a quien no hubieran conocido nunca.
—Smith y Fen querían venir —dijo Randy, y tomó de la mano a su madre—. Todo va a salir bien, mamá.
Randy experimentó otra punzada de desprecio por su padre.
West no sabía qué hacer con su detenido. Brazil estaba tumbado en el asiento con los brazos cruzados, en una postura desafiante y sin el menor asomo de remordimiento. El reportero rehuía mirarla y se limitaba a observar por el parabrisas los insectos y murciélagos que revoloteaban bajo las luces. Vio camioneros con botas puntiagudas y pantalones vaqueros que se acercaban a sus potentes monturas y se apoyaban en las cabinas, con un pie en el estribo y las manos cerradas en torno a un cigarrillo, que encendían como el hombre de Marlboro.
—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Brazil a West.
Ella lo miró como si estuviera loco.
—Olvídalo.
—Quiero uno.
—No has fumado en tu vida, y no voy a ser la causa de que empieces ahora —respondió, y también a ella le apeteció uno.
—Tú no puedes saber si alguna vez he fumado, un cigarrillo o un porro o lo que sea —replicó él con el extraño tono de voz de la embriaguez—. Tú crees que sabes muchas cosas, pero no sabes una mierda. ¡Policías! Con esa mentalidad de callejuela estrecha y oscura que tienen todos.
—¿De veras? Yo creía que tú también eras un policía. ¿O también has dejado eso?
Él desvió la mirada por la ventanilla, con expresión de abatimiento.
West sintió lástima por él, pese a que estaba furiosa. Ojalá supiese qué era lo que andaba mal exactamente. Probó otra táctica y pinchó a Brazil, esta vez muy en serio.
—¿Qué cojones te ocurre? —preguntó.
Él no respondió.
—¿Pretendes arruinarte la vida? ¿Y si te hubiera visto otro agente, antes que yo? —No le faltaba razón para hacer tales preguntas—. ¿Tienes idea del problemazo en que te habrías metido?
—No me importa —respondió y se le quebró la voz.
—¡Claro que te importa! ¡Mírame!
Brazil desvió la mirada y sus ojos se llenaron de lágrimas mientras contemplaba las imágenes borrosas de la gente que entraba y salía de la parada de camiones, hombres y mujeres cuya vida era distinta de la suya y que jamás entenderían qué significaba ser quien era él. Miraban todo lo que era y lo despreciaban por gozar de privilegios y por estar mimado, porque no podrían comprender su realidad.
Bubba era un buen ejemplo de todo ello, y casualmente estaba aparcando su King Cap junto a los surtidores de carburante. Primero se fijó en el BMW, y a continuación en el coche de policía donde iba su enemiga. No podía dar crédito a su buena suerte. Entró a comprar Pabst Blue Ribbon y Red Man y añadió el último
Playboy.
Brazil luchaba por controlarse, y West podía mostrarse severa pero hasta cierto punto. El joven le importaba de una manera que resultaba difícil precisar y ésa era en parte la razón de que Brazil la inquietara y la confundiera tanto. Ella disfrutaba de él como un recluta precoz, lleno de talento, alguien a quien podía aconsejar y que le podía proporcionar el placer de ver cómo aprendía. No tenía ningún hermano y le habría gustado tener uno exactamente como Brazil, alguien joven, inteligente, sensible y amable. Era un amigo, aunque ella no le había dado muchas oportunidades. Y era un chico increíblemente apuesto que parecía no advertirlo.