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Authors: Italo Calvino

El barón rampante (15 page)

Pero Gian dei Brughi tenía demasiada prisa, salió antes de oscurecer, por la casa aún había demasiada gente.

—¡Manos arriba! —Pero ya no era el de antes, era como si se viese desde fuera, se sentía un poco ridículo—. Manos arriba, he dicho... Todos los de la habitación, contra la pared... —Nada: no se lo creía ni él, lo hacía por hacer—. ¿Estáis todos? —No se había dado cuenta de que se había escapado una niña.

En cualquier caso, era un trabajo en el que no se podía perder ni un minuto. En cambio lo alargó, el recaudador se hacía el tonto, no encontraba la llave, Gian dei Brughi comprendía que ya no lo tomaban en serio, y en el fondo estaba contento de que así ocurriese.

Salió, por fin, con los brazos cargados de bolsas repletas de escudos. Corrió casi a ciegas al olivo fijado para reunirse.

—¡Aquí está todo lo que había! ¡Devolvedme
Clarisa!

Cuatro, siete, diez brazos se arrojaron sobre él, lo inmovilizaron de la espalda a los tobillos. Una cuadrilla de esbirros lo levantaba a pulso y lo ataba como a un jamón.

—¡A Clarisa la verás estando en chirona! —y lo condujeron a la cárcel.

La cárcel era una torre a orillas del mar. Un bosque de pinastros crecía allí cerca. Desde lo alto de uno de estos pinastros, Cósimo llegaba casi a la altura de la celda de Gian dei Brughi y veía su rostro tras las rejas.

Al bandido no le importaban nada ni los interrogatorios ni los procesos; cualquiera que fuese el resultado, lo iban a ahorcar igualmente; pero su preocupación eran esos días vacíos allí en la prisión, sin poder leer, y aquella novela dejada a medias. Cósimo consiguió obtener otro ejemplar de
Clarisa
y se lo llevó al pino.

—¿Dónde habías llegado?

—¡Cuando Clarisa escapaba de la casa de mala fama!

Cósimo hojeó un poco y luego:

—Ah, sí, aquí lo tengo. Pues... —y empezó a leer en voz alta, vuelto hacia la reja, a la que se veían agarradas las manos de Gian dei Brughi.

La instrucción de la causa se fue alargando; el bandido resistía las torturas; para hacerle confesar cada uno de sus innumerables delitos se requerían días y días. Pero siempre, antes y después de los interrogatorios, se quedaba escuchando a Cósimo que le leía. Cuando terminó
Clarisa,
viéndolo algo entristecido, Cósimo pensó que Richardson, a la postre, era un poco deprimente; y prefirió empezar a leerle una novela de Fielding, que con vicisitudes más movidas lo consolara un poco de la libertad perdida. Eran los días del proceso, y Gian dei Brughi sólo tenía en la cabeza los azares de Jonathan Wild.

Antes de que se acabara la novela, llegó el día de la ejecución. En la carreta, en compañía de un fraile, Gian dei Brughi llevó a término el último viaje como viviente. Las ahorcaduras en Ombrosa se ejecutaban en una alta encina en medio de la plaza. Alrededor todo el pueblo formaba un círculo.

Cuando tuvo la soga al cuello, Gian dei Brughi oyó un silbido entre las ramas. Alzó el rostro. Era Cósimo, con el libro cerrado.

—Dime cómo termina —dijo el condenado.

—Siento decírtelo, Gian —respondió Cósimo—, Jonatán termina colgado por el cuello.

—Gracias. ¡Que sea lo mismo para mí! ¡Adiós! —y dio un puntapié a la escalera, quedando estrangulado.

El gentío, cuando el cuerpo cesó de agitarse, se marchó. Cósimo se quedó hasta la noche, a horcajadas de la rama de la que colgaba el ahorcado. Cada vez que un cuervo se acercaba para morder los ojos o la nariz al cadáver, Cósimo lo ahuyentaba agitando el gorro.

XIII

Con el trato con el bandido, pues, Cósimo había adquirido una desmesurada pasión por la lectura y el estudio, que mantuvo luego durante toda su vida. La actitud habitual en que se lo encontraba ahora, era con un libro abierto en la mano, sentado a horcajadas de una rama cómoda, o bien apoyado en una horqueta como en un pupitre de escuela, con una hoja encima de una tablilla, el tintero en un hueco del árbol, escribiendo con una larga pluma de oca.

Ahora era él quien iba a buscar al abate Fauchelafleur para que le diese clase, para que le explicase Tácito y Ovidio y los cuerpos celestes y las leyes de la química, pero el viejo cura salvo un poco de gramática y algo de teología se ahogaba en un mar de dudas y de lagunas, y ante las preguntas del alumno abría los brazos y alzaba los ojos al cielo.


Monsieur l'Abbé,
¿cuántas mujeres se pueden tener en Persia?
Monsieur l'Abbé,
¿quién es el vicario de Saboya?
Monsieur l'Abbé,
¿me puede explicar el sistema de Linneo?


Alors... Maintenant... Voyons...
—empezaba el abate, luego se perdía, y ya no continuaba.

Pero Cósimo, que devoraba libros de todas clases, y la mitad de su tiempo se lo pasaba leyendo y la otra mitad cazando para pagar la cuenta del librero Orbecche, siempre tenía algo nuevo que contar. De Rousseau que paseaba herborizando por los bosques de Suiza, de Benjamín Franklin que atrapaba los rayos con las cometas, del barón de la Hontan que vivía feliz entre los indios de América.

El viejo Fauchelafleur prestaba oídos a estas disertaciones con atención maravillada, no sé si por verdadero interés o si solamente por el alivio de no tener que ser él quien enseñara; y asentía, e intervenía con:
«Non! Dites-le moi»,
cuando Cósimo se dirigía a él preguntando: «¿Y sabéis cómo es que...?», o bien con:
«Tiens! Mais c'est épatant!»,
cuando Cósimo le daba la respuesta, y a veces con unos:
«Mon Dieu!»,
que tanto podían ser de alegría por las nuevas grandezas de Dios que en ese momento se le revelaban, como de pesar por la omnipresencia del Mal que bajo cualquier apariencia dominaba sin salvación posible el mundo.

Yo era demasiado niño y Cósimo no tenía amigos más que entre las clases iletradas, por lo que su necesidad de comentar los descubrimientos que iba haciendo en los libros la desahogaba sepultando con preguntas y explicaciones al viejo preceptor. El abate, como sabéis, tenía una disposición sumisa y acomodaticia que procedía de una superior consciencia de la vanidad del todo; y Cósimo se aprovechaba de ello. De modo que la relación se invirtió: Cósimo hacía de maestro y Fauchelafleur de alumno. Y era tanta la autoridad que mi hermano había adquirido que conseguía arrastrar detrás de él al viejo tembloroso en sus peregrinaciones por los árboles. Le hizo pasar toda una tarde con las flacas piernas colgando de una rama de un castaño de Indias, en el jardín de los de Ondariva, contemplando las plantas raras, y la puesta de sol que se reflejaba en el estanque de los nenúfares, y discurriendo sobre las monarquías y las repúblicas, lo justo y lo verdadero de las distintas religiones, y los ritos chinos, el terremoto de Lisboa, la botella de Leiden, el sensismo.

Yo tenía que dar mi clase de griego y no se encontraba al preceptor. Se puso sobre aviso a toda la familia, se dio una batida por el campo para buscarlo, hasta fue sondeado el vivero temiendo que, distraído, hubiese caído allí y se hubiese ahogado. Volvió por la noche, quejándose de un lumbago que había cogido al estar sentado durante horas tan incómodo.

Pero no hay que olvidar que en el viejo jansenista este estado de pasiva aceptación de todo se alternaba con momentos de vuelta a su originaria pasión por el rigor espiritual. Y si, mientras estaba distraído y era más flexible, acogía sin resistencia cualquier idea nueva o licenciosa, como por ejemplo la igualdad de los hombres ante la ley, o la honestidad de los pueblos salvajes, o la influencia nefasta de las supersticiones, un cuarto de hora después, asaltado por un acceso de austeridad y de absolutividad, se identificaba con aquellas ideas aceptadas poco antes tan a la ligera y les aportaba toda su necesidad de coherencia y de severidad moral. Entonces en sus labios los deberes de los ciudadanos libres e iguales o las virtudes del hombre que sigue la religión natural se convertían en reglas de una disciplina despiadada, artículos de una fe fanática, y al margen de todo esto sólo veía un negro cuadro de corrupción, y los nuevos filósofos eran todos demasiado blandos y superficiales en la denuncia del mal, y el camino de la perfección, si es que era arduo, no admitía arreglos o términos medios.

Frente a estos repentinos sobresaltos del abate, Cósimo no se atrevía a pronunciar palabra, por temor a ser censurado por incoherente y poco riguroso, y el mundo pujante que trataba de suscitar en sus pensamientos se le ensombrecía como un marmóreo cementerio. Por suerte el abate se cansaba pronto de estas tensiones de la voluntad, y se quedaba allí aplatanado, como si el descarnar cada concepto para reducirlo a pura esencia lo dejase en poder de sombras disueltas e impalpables: parpadeaba, daba un suspiro, del suspiro pasaba al bostezo, y volvía a entrar en el nirvana.

Pero entre una y otra disposición de su ánimo, dedicaba ahora sus jornadas a seguir los estudios emprendidos por Cósimo, e iba y venía de los árboles en donde éste se hallaba a la tienda de Orbecche, para pedirle libros que tenían que encargarse a libreros de Amsterdam o París, y a recoger los recién llegados. Y así preparaba su desgracia. Porque el rumor de que en Ombrosa había un clérigo que estaba al corriente de todas las publicaciones más excomulgadas de Europa, llegó hasta el tribunal eclesiástico. Una tarde, los esbirros se presentaron a nuestra villa para inspeccionar la pequeña celda del abate. Entre sus breviarios encontraron las obras de Bayle, todavía con las hojas por cortar, pero eso bastó para que lo prendiesen allí mismo y se lo llevasen con ellos.

Fue una escena muy triste, en aquella tarde nublada, la recuerdo tal como la vi, asustado, desde la ventana de mi habitación, y dejé de estudiar la conjugación del aoristo, porque ya no habría más clase. El viejo padre Fauchelafleur se alejaba por la alameda entre aquellos valentones armados, y alzaba los ojos a los árboles, y en cierto momento pegó un brinco, como si quisiera correr hacia un olmo y trepar a él, pero le fallaron las piernas. Cósimo ese día estaba de caza en el bosque y no sabía nada; por lo que no se despidieron.

No pudimos hacer nada para ayudarlo. Nuestro padre se encerró en su habitación y no quería probar bocado porque tenía miedo de que lo envenenaran los jesuitas. El abate pasó el resto de sus días entre cárceles y conventos en continuos actos de abjuración, hasta que murió, sin haber comprendido, tras una vida entera dedicada a la fe, en qué creía, pero tratando de creer firmemente en ella hasta el final.

De cualquier forma, el arresto del abate no implicó ningún perjuicio a los progresos de la educación de Cósimo. De esa época data su correspondencia epistolar con los mayores filósofos y científicos de Europa, a quienes se dirigía para que le resolvieran problemas y objeciones, o incluso sólo por el placer de discutir con los espíritus mejores y al mismo tiempo ejercitarse en las lenguas extranjeras. Lástima que todos sus papeles, que él guardaba en cavidades de árboles que nadie más conocía, no se hayan encontrado nunca, y sin duda habrán acabado roídos por las ardillas o enmohecidos; se encontrarían cartas escritas de puño y letra por los sabios más famosos del siglo.

Para guardar los libros, Cósimo construyó en distintas ocasiones una especie de bibliotecas colgantes, resguardadas lo mejor posible de la lluvia y los roedores, pero las cambiaba continuamente de sitio, según los estudios y los gustos del momento, porque él consideraba los libros un poco como pájaros, y no quería verlos quietos o enjaulados, de lo contrario decía que entristecían. En la más sólida de estas estanterías aéreas alineaba los tomos de la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert a medida que le llegaban de un librero de Livorno. Y si en los últimos tiempos a fuerza de estar entre tanto libro se había quedado un poco con la cabeza en las nubes, cada vez menos interesado por el mundo que lo rodeaba, ahora en cambio, con la lectura de la Enciclopedia, ciertas bellísimas voces como
Abeille, Arbre, Bois, Jardin
le hacían volver a descubrir todas las cosas de alrededor como nuevas. Entre los libros que se hacía enviar, empezaron a figurar también manuales de artes y oficios, por ejemplo de arboricultura, y no veía la hora de experimentar los nuevos conocimientos.

A Cósimo siempre le había gustado observar a la gente que trabaja, pero hasta entonces su vida en los árboles, sus desplazamientos y su caza siempre habían respondido a estímulos aislados e injustificados, como si fuera un pajarillo. Ahora, en cambio, le asaltó la necesidad de hacer algo útil para su prójimo. Y también esto, si bien se mira, lo había aprendido con la compañía del bandido; el placer de ser útil, de desplegar un servicio indispensable para los demás.

Aprendió el arte de podar los árboles, y ofrecía su trabajo a los cultivadores de huertos, en invierno, cuando los árboles extienden irregulares laberintos de ramitas y parece que no deseen sino ser reducidos a formas más ordenadas para cubrirse de flores y hojas y frutos.

Cósimo podaba bien y pedía poco; de modo que no había pequeño propietario o arrendatario que no le pidiese que se pasara por sus tierras, y se le veía, en el aire cristalino de esas mañanas, erguido con las piernas abiertas en los bajos árboles desnudos, el cuello envuelto en una bufanda hasta las orejas, alzar las grandes tijeras y, ¡chac!, ¡chac!, cortar con seguridad ramitas secundarias y puntas. La misma habilidad aplicaba en los jardines, con los árboles de sombra y de adorno, armado con una sierra corta, y en los bosques, donde intentó sustituir el hacha de los leñadores, adecuada solamente para asestar golpes al pie de un tronco secular para derribarlo entero, por su ligera hacheta, que trabajaba sólo en las horcaduras y las copas. En suma, el amor por éste su elemento arbóreo también lo supo convertir en despiadado y doloroso, como es propio de todos los amores verdaderos, que hieren y cortan para hacer crecer y dar forma. Desde luego él cuidaba, al podar y talar, de servir no sólo el interés del propietario del árbol, sino también el suyo propio, de viandante que tiene necesidad de hacer más practicables sus caminos; por lo que se las arreglaba para que las ramas que le servían de puente entre un árbol y otro se salvaran siempre, y recibieran fuerza por la supresión de las demás. Así, esta naturaleza de Ombrosa que él ya había encontrado tan benigna, con su arte contribuía a convertirla en mucho más favorable para sí, amigo al mismo tiempo del prójimo, de la naturaleza y de sí mismo. Y las ventajas de este obrar prudente las disfrutó sobre todo en la edad más tardía, cuando la forma de los árboles suplía cada vez más su pérdida de fuerzas. Después, fue suficiente la llegada de generaciones con menos criterio, de una avidez imprudente, gente no amiga de nada, ni siquiera de sí misma, y ya todo ha cambiado, ningún Cósimo podrá jamás andar por los árboles.

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