El barón rampante (16 page)

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Authors: Italo Calvino

XIV

Si el número de los amigos de Cósimo crecía, también se había hecho enemigos. Los vagabundos del bosque, en efecto, tras la conversión de Gian dei Brughi a las buenas lecturas y su posterior caída, se habían quedado en la estacada. Una noche, mi hermano dormía en su odre colgado de un fresno, en el bosque, cuando lo despertó un ladrido del pachón. Abrió los ojos y había luz: llegaba de abajo, había fuego al mismo pie del árbol y las llamas ya lamían el tronco.

¡Un incendio en el bosque! ¿Quién lo había prendido? Cósimo estaba muy seguro de no haber golpeado siquiera el pedernal esa noche. ¡Por tanto era una fechoría de aquellos maleantes! Querían que ardiera el bosque para apoderarse de leña y al mismo tiempo inculpar de ello a Cósimo; y no sólo eso, sino quemarlo vivo.

En un principio, Cósimo no pensó en el peligro que lo amenazaba tan de cerca; pensó que aquel inmenso reino lleno de caminos y refugios sólo suyos podía ser destruido, y ése era todo su terror. Óptimo Máximo escapaba para no quemarse, volviéndose de vez en cuando para lanzar un ladrido desesperado: el fuego se estaba propagando al monte bajo.

Cósimo no se desalentó. Al fresno donde tenía entonces su refugio había transportado, como siempre hacía, muchas cosas; entre ellas, un barrilete lleno de horchata, para aplacar la sed estival. Trepó hasta el barrilete. Por las ramas del fresno huían las ardillas y los murciélagos alarmados, de los nidos se escapaban los pájaros. Agarró el barrilete y estaba a punto de sacar la estaquilla y mojar el tronco del fresno para salvarlo de las llamas, cuando pensó que el incendio se estaba ya propagando a la hierba, a las hojas secas, a los arbustos y pronto llegaría a todos los árboles de alrededor. Decidió correr el riesgo: «¡Que se queme el fresno! Si con esta horchata consigo mojar la tierra alrededor de donde las llamas todavía no han llegado, ¡detengo el incendio!» Y destapado el barrilete, con movimientos ondulantes y circulares dirigió el chorro al suelo, sobre las lenguas de fuego más externas, apagándolas. De modo que el fuego de los matorrales se encontró en medio de un círculo de hierbas y hojas mojadas y ya no pudo extenderse.

Desde lo alto del fresno, Cósimo saltó a un haya próxima. Lo había hecho con el tiempo justísimo: el tronco, quemado por la base, se desplomaba todo él una hoguera, repentinamente, entre los varios chillidos de las ardillas.

¿Se limitaría el incendio a aquel punto? Un vuelo de chispas y llamitas ya se propagaba en torno; desde luego la efímera barrera de hojas mojadas no le impediría propagarse.

—¡Fuego! ¡Fuego! —comenzó a gritar Cósimo con todas sus fuerzas—. ¡Fuegooo!

—¿Qué pasa? ¿Quién grita? —respondían unas voces. No lejos de aquel lugar había una carbonera, y una cuadrilla de bergamascos amigos suyos dormían en una caseta.

—¡Fuego! ¡Alarma!

Pronto toda la montaña resonó con los gritos. Los carboneros dispersos por el bosque se pasaban la voz, en su dialecto incomprensible. Y ya acudían de todas partes. El incendio fue dominado.

Este primer intento de incendio provocado y de atentado contra su vida habría debido prevenir a Cósimo para que se mantuviera lejos del bosque. En cambio empezó a preocuparse por cómo se podía proteger de los incendios. Era el verano de un año de sequía y calor. En los bosques de la costa, por el lado de Provenza, ardía desde hacía una semana un incendio desaforado. Por la noche se divisaban los altos resplandores en la montaña como restos de la puesta de sol. El aire estaba seco, plantas y zarzas, en aquel bochorno, eran una sola gran yesca. Parecía que los vientos propagasen las llamas hacia nuestras tierras, si es que antes no estallaba aquí otro incendio casual o provocado, uniéndose con aquél en una única hoguera a lo largo de toda la costa. Ombrosa vivía atónita ante el peligro, como una fortaleza con el tejado de paja asaltada por enemigos incendiarios. El cielo no parecía inmune a esta carga de fuego: cada noche estrellas fugaces recorrían en gran número el firmamento y esperábamos verlas caer sobre nosotros.

En aquellos días de terror generalizado, Cósimo hizo acopio de tonelillos y los izó llenos de agua a la copa de los árboles más altos y situados en lugares elevados. «No mucho, pero de algo se ha visto que pueden servir.» Descontento, estudiaba el régimen de los torrentes que atravesaban el bosque, medio secos como estaban, y de las fuentes que manaban sólo un hilo de agua. Fue a consultar al caballero abogado.

—¡Ah, sí! —exclamó Enea Silvio Carrega dándose una palmada en la frente—. ¡Estanques! ¡Diques! ¡Hay que hacer proyectos! —y estallaba en pequeños gritos y saltitos de entusiasmo a la vez que una miríada de ideas se agolpaba en su mente.

Cósimo lo puso a hacer cálculos y dibujos, y mientras tanto despertó el interés de los propietarios de los bosques privados, los arrendatarios de los bosques comunales, los leñadores, los carboneros. Todos juntos, bajo la dirección, del caballero abogado (o sea, el caballero abogado bajo todos ellos, obligado a dirigirlos y a no distraerse) y con Cósimo que inspeccionaba los trabajos desde lo alto, construyeron reservas de agua de manera que en cualquier lugar donde hubiera estallado un incendio se supiese a donde dirigirse con las bombas.

Pero no bastaba, era menester organizar una guardia de apagadores, unas cuadrillas que en caso de alarma enseguida supiesen disponerse en cadena para pasarse de mano en mano cubos de agua y frenar el incendio antes de que se propagase. Se organizó, pues, una especie de milicia que hacía turnos de guardia e inspecciones nocturnas. Los hombres eran reclutados por Cósimo entre los campesinos y los artesanos de Ombrosa. Enseguida, como sucede en toda asociación, nació un espíritu de cuerpo, una competencia entre las cuadrillas, y se sentían dispuestos a hacer grandes cosas. También Cósimo sintió una nueva fuerza y contentamiento: había descubierto una aptitud suya para asociar a la gente y ponerse a su cabeza; aptitud de la que, por suerte para él, nunca tuvo tentación de abusar, y que puso en práctica muy pocas veces en su vida, siempre con vistas a conseguir importantes resultados, y siempre reportando éxitos.

Comprendió esto: que las asociaciones hacen al hombre más fuerte y ponen de relieve las mejores dotes de cada persona, y dan una satisfacción que raramente se consigue permaneciendo por cuenta propia: ver cuánta gente honesta y esforzada y capaz hay, por la que vale la pena querer cosas buenas (mientras que viviendo por cuenta propia sucede más bien lo contrario: se ve la otra cara de la gente, aquella por la que es necesario tener siempre la mano en la espada).

O sea que éste de los incendios fue un buen verano: había un problema común que a todos les interesaba resolver, y cada cual lo anteponía a sus otros intereses personales, y los compensaba de todo la satisfacción de hallarse en avenencia y estimación con muchas otras óptimas personas.

Más adelante, Cósimo entendería que cuando ese problema común ya no existe, las asociaciones ya no son tan buenas como antes, y que es mejor ser un hombre solo que no un jefe. Pero entretanto, como era un jefe, se pasaba las noches solo en el bosque, de centinela, sobre un árbol como siempre había vivido.

Si alguna vez veía llamear un foco de incendio, había preparado en la copa del árbol una campanilla, que podía oírse desde lejos y dar la alarma. Con este sistema, tres o cuatro veces que estallaron incendios, consiguieron dominarlos a tiempo y salvar los bosques. Y como la provocación tenía que ver con ello, descubrieron a los culpables en los dos bandidos Ugasso y Bel-Loré, y los expulsaron del término municipal. A finales de agosto comenzaron los aguaceros; el peligro de los incendios había pasado.

En esa época sólo se oía hablar bien de mi hermano, en Ombrosa. Incluso a nuestra casa llegaban esas voces favorables, esos: «Pero, es tan bueno», «Pero, ciertas cosas las hace bien», con el tono de quien quiere hacer apreciaciones objetivas sobre personas de distinta religión, o de partido contrario, y quiere aparecer de mente tan abierta como para comprender incluso las ideas más alejadas de las suyas.

Las reacciones de la generala ante estas noticias eran bruscas y breves. «¿Tienen armas?», preguntaba, cuando le hablaban de la guardia contra los incendios creada por Cósimo, «¿hacen ejercicios?» porque ella ya pensaba en la constitución de una milicia armada que pudiese, en caso de guerra, tomar parte en operaciones militares.

Nuestro padre, en cambio, se quedaba escuchando en silencio, sacudiendo la cabeza, y no se sabía si era que cada noticia sobre aquel hijo le resultaba dolorosa o si, por el contrario, asentía, halagado en el fondo, no esperando otra cosa que poder confiar de nuevo en él. Debía de ser así, de este último modo, porque tras unos días montó a caballo y fue a buscarlo.

Donde se encontraron era un lugar abierto, con una fila de arbolitos alrededor. El barón dio vueltas con el caballo de arriba abajo dos o tres veces, sin mirar al hijo, aunque lo había visto. El muchacho, desde el último árbol, se acercó salto a salto a árboles cada vez más cercanos. Cuando estuvo delante de su padre se quitó el sombrero de paja (que en verano sustituía al gorro de gato salvaje) y dijo:

—Buenos días, señor padre.

—Buenos días, hijo.

—¿Estáis bien?

—De acuerdo con los años y los sinsabores.

—Me complace veros animoso.

—Lo mismo quiero decir de ti, Cósimo. He oído que te afanas por el provecho común.

—Me despierta interés la salvaguardia de los bosques donde vivo, señor padre.

—¿Sabes que una parte del bosque es de nuestra propiedad, heredada de tu pobre abuela Elisabetta que en paz descanse?

—Sí, señor padre. Por Belrío. Crecen allí treinta castaños, veintidós hayas, ocho pinos y un arce. Tengo copia de todos los mapas catastrales. Es precisamente como miembro de una familia propietaria de bosques que he querido unir en sociedad a todos los interesados en conservarlos.

—Ya —dijo el barón, acogiendo favorablemente la respuesta. Pero añadió—: Me dicen que es una asociación de panaderos, hortelanos y herreros.

—También, señor padre. De todas las profesiones, con tal que sean honestas.

—¿Tú sabes que podrías mandar en la nobleza vasalla con el título de duque?

—Sé que cuando tengo más ideas que los demás, doy a los demás estas ideas, si las aceptan; y esto es mandar.

«Y para mandar, hoy en día, ¿se estila vivir en los árboles?», tenía el barón en la punta de la lengua. Pero ¿de qué valía poner todavía en danza esa historia? Suspiró, absorto en sus pensamientos. Luego se desató el cinturón al que estaba colgada su espada.

—Tienes dieciocho años... Es hora de que se te considere un adulto... Yo ya no viviré mucho... —y sostenía la espada plana con las dos manos—. ¿Recuerdas que eres el barón de Rondó?

—Sí, señor padre, recuerdo mi nombre.

—¿Querrás ser digno del nombre y del título que llevas?

—Trataré de ser lo más digno que pueda del nombre de hombre, y lo seré también de cada atributo suyo.

—Ten esta espada, mi espada —se alzó sobre los estribos, Cósimo se bajó en su rama y el barón alcanzó a ceñírsela.

—Gracias, señor padre... Os prometo que haré buen uso de ella.

—Adiós, hijo mío —el barón volvió su caballo, dio un corto tirón a las riendas, se alejó cabalgando lentamente.

Cósimo se quedó un momento pensando si no debería saludarlo con la espada; después consideró que su padre se la había dado para que le sirviera de defensa, no para hacer movimientos de desfile, y la dejó en la vaina.

XV

Fue por esa época que, tratando al caballero abogado, Cósimo advirtió algo extraño en su actitud, o mejor dicho, distinto de la normal, fuera más o menos extraño. Como si su aire absorto ya no se debiera a distracción, sino a una idea fija que lo dominaba. Los momentos en que se mostraba locuaz eran ahora más frecuentes, y si antes, insociable como era, nunca ponía los pies en la ciudad, ahora en cambio estaba siempre en el puerto, en los corrillos o sentado en los muelles con los viejos patrones y marineros, comentando las llegadas y las salidas de los bajeles o las fechorías de los piratas.

A cierta distancia de nuestras costas todavía veíanse avanzar los veleros de los piratas de Berbería, fastidiando nuestro comercio. Era una piratería de poca importancia, ya no como en los tiempos en que al toparse con los piratas se acababa esclavo en Túnez o Argel o se perdían nariz y orejas. Ahora, cuando los mahometanos conseguían alcanzar una tartana de Ombrosa, se llevaban la carga: barriles de bacalao, quesos holandeses, balas de algodón, y basta. A veces los nuestros eran más rápidos, se les escapaban, disparaban un tiro de espingarda contra las arboladuras del velero; y los berberiscos respondían escupiendo, con feos ademanes y chillando.

En fin, era una piratería así por las buenas, que aún existía a causa de unos créditos que los pachás de aquellos países pretendían exigir de nuestros negociantes y armadores, ya que —según su parecer— no les habían servido bien unos suministros, o que incluso los habían estafado. Y de este modo trataban de saldar cuentas poco a poco a fuerza de robos, pero al mismo tiempo continuaban las transacciones comerciales, con continuas protestas y discusiones. No había pues interés, ni por una parte ni por otra, en hacerse desaires definitivos; y la navegación estaba llena de inseguridades y riesgos, que nunca, sin embargo, degeneraban en tragedias.

La historia que ahora referiré fue narrada por Cósimo en muchas versiones distintas: me atendré a la más rica en detalles y menos ilógica. Aunque es muy cierto que mi hermano, contando sus aventuras, añadía a su antojo, yo, a falta de otras fuentes, trato siempre de atenerme al pie de la letra a lo que él decía.

Así pues, una vez Cósimo, que al hacer guardia por los incendios había cogido la costumbre de despertarse de noche, vio una luz que bajaba por el valle. La siguió, silencioso por las ramas con sus pasos de gato, y vio a Enea Silvio Carrega que caminaba muy deprisa, con el fez y la cimarra, sosteniendo una linterna.

¿Qué haría dando vueltas a esas horas el caballero abogado, que solía acostarse con las gallinas? Cósimo lo siguió. Tenía cuidado de no hacer ruido, aun sabiendo que su tío, cuando caminaba tan fervorizado, estaba como sordo y veía sólo a un palmo de sus narices.

Por caminos y atajos el caballero abogado llegó hasta la orilla del mar, a un trozo de playa pedregosa, y se puso a agitar la linterna. No había luna, en el mar no se conseguía ver nada, salvo el movimiento de la espuma de las olas más próximas. Cósimo estaba sobre un pino, algo lejos de la orilla porque allí al final la vegetación raleaba y ya no era tan fácil llegar por las ramas a todas partes. El caso es que veía perfectamente al viejito con el alto fez en la costa desierta, que agitaba la linterna hacia la oscuridad del mar, y de aquella oscuridad le respondió de pronto otra luz de linterna, cercana, como si la hubiesen encendido entonces, y apareció muy veloz una pequeña embarcación con una vela cuadrada oscura y los remos, distinta de las barcas de aquí, y llegó a la orilla.

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