El barón rampante (18 page)

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Authors: Italo Calvino

Cósimo resbaló hasta la mitad del palo, para que lo ocultase la vela. El viejo, en cambio, comenzó a gritar en lengua franca que lo recogieran, que lo llevasen a la nave, y extendía los brazos. Fue oído, en efecto: dos jenízaros con turbante, en cuanto estuvo al alcance de la mano, lo agarraron por los hombros, lo levantaron ligero como era, y lo arrastraron a su barca. Aquella en la que estaba Cósimo, de rebote fue apartada, la vela cogió viento, y así mi hermano, que ya se veía muerto, se salvó de ser descubierto.

Alejándose con el viento, a Cósimo le llegaban de la lancha pirata voces como de un altercado. Una palabra, dicha por los moros, que sonó parecida a «¡Marrano!», y la voz del viejo que se oía repetir como un idiota: «¡Ah, Zaira!», no dejaban lugar a dudas sobre la acogida que le habían dispensado al caballero. Sin duda lo consideraban responsable de la emboscada de la gruta, de la pérdida del botín, de la muerte de los suyos; lo acusaban de haberlos traicionado... Se oyó un grito, una zambullida, después silencio; a Cósimo le vino el recuerdo, nítido como si lo oyera, de la voz de su padre cuando gritaba: «¡Enea Silvio! ¡Enea Silvio!», persiguiendo a su hermano natural por el campo; y escondió el rostro en la vela.

Volvió a subir a la verga, para ver adónde estaba yendo la barca. Algo flotaba en medio del mar como transportado por una corriente: un objeto, una especie de boya, pero una boya con cola... Le dio de lleno un rayo de luna, y vio que no era un objeto sino una cabeza, una cabeza con un fez con borla, y reconoció el rostro vuelto al revés del caballero abogado que miraba con su habitual aire asustado, la boca abierta, y de la barba para abajo todo el resto estaba en el agua y no se veía, y Cósimo gritó:

—¡Caballero! ¡Caballero! ¿Qué hacéis? ¿Por qué no subís? ¡Agarraos a la barca! ¡Ahora os ayudo a subir! ¡Caballero!

Pero su tío no respondía: flotaba, flotaba, mirando hacia arriba con aquel ojo aterrado que parecía que no viese nada. Y Cósimo dijo:

—¡Venga, Óptimo Máximo! ¡Tírate al agua! ¡Coge al caballero por el cogote! ¡Sálvalo! ¡Sálvalo!

El perro obediente se zambulló, trató de aferrar por el cogote al viejo, no lo consiguió, lo cogió por la barba.

—¡He dicho por el cogote, Óptimo Máximo! —insistió Cósimo, pero el perro levantó la cabeza por la barba y la empujó hasta el borde de la barca, y se vio que de cogote ya no había, no había ni cuerpo ni nada, había sólo una cabeza, la cabeza de Enea Silvio Carrega cortada de un golpe de cimitarra.

XVI

El final del caballero abogado fue contado por Cósimo al principio en una versión harto distinta. Cuando el viento llevó a la orilla a la barca con él encogido en la verga y Óptimo Máximo la siguió arrastrando la cabeza cortada, a la gente que había acudido a su llamada le contó —desde el árbol al que se había rápidamente trasladado con la ayuda de una cuerda— una historia bastante más simple: es decir, que el caballero había sido raptado por los piratas y después le habían dado muerte. Quizá era una versión dictada por el pensamiento de su padre, cuyo dolor sería tan grande con la noticia de la muerte del hermanastro y la visión de aquellos lastimosos restos, que Cósimo no se atrevió a apesadumbrarlo con la revelación de la felonía del caballero. Más aún, a continuación intentó, al oír hablar del abatimiento en que el barón había caído, construir para nuestro tío natural una gloria ficticia, inventando una lucha secreta y astuta para desbaratar a los piratas, a la que hacía tiempo que se dedicaba y que, descubierto, lo había llevado al suplicio. Pero era un relato contradictorio y lleno de lagunas, también porque había algo más que Cósimo quería esconder, o sea el desembarco de lo hurtado por los piratas a la gruta y la intervención de los carboneros. Y en efecto, si la cosa se hubiese llegado a saber, toda la población de Ombrosa habría subido al bosque para quitarles las mercancías a los bergamascos, tratándolos de ladrones.

Después de algunas semanas, cuando estuvo seguro de que los carboneros habían dado salida a todo, contó el asalto a la gruta. Y quien quiso subir para recuperar algo se quedó con las manos vacías. Los carboneros lo habían dividido todo en partes equitativas, el bacalao curado hoja a hoja, los salchichones, el queso, y con lo que sobró hicieron un gran banquete en el bosque que duró todo el día.

Nuestro padre había envejecido mucho y el dolor por la pérdida de Enea Silvio tenía extrañas consecuencias sobre su carácter. Así le entró la manía de que las obras del hermano natural no se perdiesen. Y por lo mismo quiso cuidarse de la cría de las abejas, y se entregó a ello con gran gravedad, aunque nunca hasta entonces había visto de cerca una colmena. Se dirigía a Cósimo para que le aconsejara, pues éste algo había aprendido; no es que le hiciese preguntas, pero conducía la conversación hacia la apicultura y se quedaba escuchando lo que Cósimo decía, y luego lo repetía como una orden a los campesinos, con tono irritado y suficiente, como si fueran cosas archisabidas. A las colmenas trataba de no acercarse mucho, por aquel miedo suyo a que le picasen las abejas, pero quería demostrar que lo sabía vencer, y quién sabe el esfuerzo que le costaba. Del mismo modo daba órdenes de excavar unos canales, para acabar un proyecto iniciado por el pobre Enea Silvio; y si lo hubiese conseguido habría sido todo un acontecimiento, porque el finado nunca había llevado a término ninguno.

Esta tardía pasión del barón por asuntos prácticos duró poco, desgraciadamente. Un día que, entre las colmenas y los canales, andaba ajetreado y nervioso, al hacer un movimiento brusco vio que se le echaban encima un par de abejas. Le entró miedo, empezó a agitar las manos, volcó una colmena, se alejó corriendo con una nube de abejas detrás. Al escapar a ciegas terminó en aquel canal que estaban intentando llenar de agua, y lo sacaron hecho una sopa.

Lo metieron en la cama. Entre la fiebre de las picaduras y la del resfriado del baño, tuvo para una semana; luego podía considerarse curado. Pero le entró un abatimiento que no quiso levantarse más.

Estaba siempre en la cama y había perdido todo apego a la vida. No había conseguido nada de lo que quería hacer: del ducado ya nadie hablaba, su primogénito seguía en los árboles incluso ahora que era un hombre, el hermanastro había muerto asesinado, la hija estaba casada lejos con gente aún más antipática que ella, yo todavía era demasiado pequeño como para estar junto a él, y su mujer demasiado decidida y autoritaria. Empezó a desvariar, a decir que los jesuitas ya habían ocupado su casa y no podía salir de la habitación, y así, lleno de amarguras y manías como siempre había vivido, le sobrevino la muerte.

Cósimo también siguió el entierro, pasando de un árbol a otro, pero no consiguió entrar en el cementerio, porque a los cipreses, de fronda tan espesa, no hay modo de trepar. Asistió al sepelio desde el otro lado de la tapia, y cuando todos nosotros echamos un puñado de tierra sobre el ataúd, él echó una ramita con hojas. Yo pensaba que de mi padre todos habíamos estado siempre distanciados, como Cósimo sobre los árboles.

Ahora el barón de Rondó era Cósimo. Su vida no cambió. Cuidaba, es cierto, de los intereses de nuestros bienes, pero siempre de modo intermitente. Cuando los administradores y arrendatarios lo buscaban no sabían nunca dónde encontrarlo; y cuando menos querían que los viese, lo tenían allí, sobre las ramas.

También para cuidar de estos negocios familiares, Cósimo, ahora, se dejaba ver con más frecuencia en la ciudad, se paraba en el gran nogal de la plaza o en los acebos, cerca del puerto. La gente le saludaba, le llamaba «Señor barón», y él tomaba actitudes un poco de viejo, como a veces les gusta a los jóvenes, y se estaba allí contándoles cosas a un corrillo de ombrosenses que se disponía al pie del árbol.

Seguía refiriendo, de manera distinta cada vez, el final de nuestro tío natural, y poco a poco fue desvelando la complicidad del caballero con los piratas, pero, para frenar la inmediata indignación de los ciudadanos, añadió la historia de Zaira, casi como si Carrega se la hubiese confiado antes de morir, y de este modo hasta los condujo a conmoverse con la triste suerte del viejo.

Creo que de inventar del principio al fin, Cósimo había llegado, por sucesivas aproximaciones, a una relación casi del todo veraz de los hechos. Le salió así dos o tres veces; luego, como los ombronenses nunca se cansaban de escuchar el relato y siempre se incorporaban nuevos oyentes y todos exigían nuevos detalles, se vio obligado a añadir, ampliar, exagerar, a introducir nuevos personajes y episodios, y así la historia se fue deformando y llegó a ser más inventada que al principio.

Al presente Cósimo tenía un público que escuchaba con la boca abierta todo lo que él decía. Le tomó afición a relatar, y su vida sobre los árboles, y la caza, y el bandido Gian dei Brughi, y el perro Óptimo Máximo se convirtieron en pretextos de relatos que no terminaban jamás. (Bastantes episodios de estas memorias de su vida están referidos tal cual él los narraba a instancias de su auditorio plebeyo, y lo digo para hacerme perdonar si todo esto que escribo no parece veraz y conforme a una armoniosa visión de la humanidad y de los hechos.)

Por ejemplo, uno de aquellos holgazanes le preguntaba :

—Pero ¿es cierto que nunca habéis puesto los pies fuera de los árboles, señor barón? Y Cósimo soltaba:

—Sí, una vez, pero por equivocación, subí a los cuernos de un ciervo. Creía que pasaba a un arce, y era un ciervo, huido del coto de caza real, que se estaba allí quieto. El ciervo siente mi peso en los cuernos y huye por el bosque. ¡Imaginaos qué mal paso! Yo allá arriba me sentía atravesado por todas partes, entre las puntas agudas de los cuernos, las espinas, las ramas del bosque que me golpeaban en el rostro... El ciervo se debatía, tratando de librarse de mí, yo me aferraba con fuerza...

Detenía el relato, y aquéllos entonces:

—¿Y cómo pudisteis salir airoso, señoría?

Y él, cada vez, se descolgaba con un final distinto:

—El ciervo corrió, corrió, alcanzó la tribu de los ciervos, que al verlo con un hombre en la cornamenta, en parte huían de él, en parte se le acercaban curiosos. Yo apunté el fusil que llevaba siempre en bandolera, y cada ciervo que veía lo derribaba. Maté cincuenta...

—¿Y cuándo se han visto cincuenta ciervos por aquí? —le preguntaba alguno de aquellos granujas.

—Ahora se ha perdido la especie. Porque aquellos cincuenta eran todos ciervos hembras, ¿comprendéis? Cada vez que mi ciervo intentaba acercarse a una hembra, yo disparaba y aquélla caía muerta. El ciervo no podía explicárselo, y estaba desesperado. Entonces... entonces decidió matarse, corrió hacia una roca alta y se tiró. Pero yo me agarré a un pino que sobresalía, ¡y aquí me tenéis!

O bien era una batalla que habían emprendido dos ciervos, a cornadas, y a cada golpe él saltaba de los cuernos de uno a los del otro, hasta que a un golpazo más fuerte se encontró lanzado sobre una encina...

En fin, le había entrado esa manía de quien cuenta historias y nunca sabe si son más hermosas las que le ocurrieron de verdad y que al evocarlas traen consigo todo un mar de horas pasadas, de sentimientos menudos, tedios, felicidades, incertidumbres, vanaglorias, náuseas de uno mismo, o bien las que se inventa, en las que se tiende a cortar más por lo sano, y todo aparece fácil, pero que después cuanto más se divaga más advierte uno que vuelve a hablar de las cosas que ha poseído o comprendido en la realidad, viviendo.

Cósimo aún estaba en la edad en que las ganas de contar dan ganas de vivir, y se cree que no se ha vivido lo suficiente para contarlo, y así se marchaba de caza, estaba fuera semanas, luego volvía a los árboles de la plaza sosteniendo por la cola garduñas, tejones y zorros, y contaba a los ombrosenses nuevas historias que de verdaderas, contándolas, se volvían inventadas, y de inventadas, verdaderas.

Pero en toda aquella manía había una insatisfacción más profunda, una carencia; en aquel buscar gente que lo escuchase había una búsqueda distinta. Cósimo no conocía todavía el amor, y toda experiencia, sin ésa, ¿qué es? ¿De qué sirve haber arriesgado la vida, cuando de la vida aún no conoces el sabor?

Las muchachas hortelanas o pescaderas pasaban por la plaza de Ombrosa, y las damiselas en carroza, y Cósimo desde el árbol echaba ojeadas sumarias y aún no había comprendido bien por qué en todas había algo que él buscaba y que no estaba enteramente en ninguna. Por la noche, cuando en las casas se encendían las luces y sobre las ramas Cósimo estaba solo, con los ojos amarillos de los búhos, le daba por soñar con el amor. Las parejas que se citaban detrás de los setos o entre los viñedos lo llenaban de admiración y envidia, y las seguía con la mirada perderse en la oscuridad, pero si se tumbaban al pie de su árbol se alejaba lleno de vergüenza.

Entonces, para vencer el pudor natural de sus ojos, se detenía a observar los amores de los animales. En primavera el mundo sobre los árboles era un mundo nupcial: las ardillas se amaban con movimientos y chillidos casi humanos, los pájaros se acoplaban batiendo las alas, hasta las lagartijas corrían unidas, con las colas apretadas en un nudo; y los puercoespines parecían haberse vuelto blandos para hacer más dulces sus abrazos. El perro Óptimo Máximo, nada intimidado por el hecho de ser el único perro pachón de Ombrosa, cortejaba grandes perras de pastor, o perras lobas, con petulante arrojo, fiándose de la natural simpatía que inspiraba. A veces regresaba maltrecho por los mordiscos; pero bastaba un amor afortunado para compensarlo de todas las derrotas.

También Cósimo, como Óptimo Máximo, era el único ejemplar de una especie. En sus sueños con los ojos abiertos, se veía amado por bellísimas muchachas; pero él ¿cómo encontraría el amor en los árboles? En el fantasear conseguía no imaginarse dónde sucederían aquellas cosas, si en la tierra o allá arriba donde ahora estaba: un lugar sin lugar, como un mundo al que se llega yendo hacia arriba, no hacia abajo. Sí: quizá existía un árbol tan alto que subiendo por él se tocaba otro mundo, la luna.

Mientras tanto, con este hábito de las charlas en la plaza, se sentía cada vez menos satisfecho de sí mismo. Y desde que, un día de mercado, un sujeto, llegado de la vecina ciudad de Olivabassa, dijo: «¡Oh, también vosotros tenéis vuestro español!», y a las preguntas de qué quería decir, respondió: «¡En Olivabassa hay toda una gavilla de españoles que viven en los árboles!», Cósimo ya no estuvo tranquilo hasta que emprendió a través de los árboles de los bosques el viaje hacia Olivabassa.

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