El barón rampante (22 page)

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Authors: Italo Calvino

Óptimo Máximo cogió el camino del bosque. Parecía tener en la mente una dirección muy concreta, porque aunque de vez en cuando se paraba, echaba meaditas, descansaba con la lengua fuera mirando a su dueño, pronto se sacudía y reanudaba el camino sin vacilaciones. Estaba dirigiéndose así hacia parajes poco frecuentados por Cósimo, o mejor, casi desconocidos, pues se trataba del coto de caza del duque Tolemaico. El duque Tolemaico era un viejo decrépito y sin duda no iba de caza desde quién sabe cuánto tiempo, pero en su coto ningún cazador podía poner el pie porque los monteros eran muchos y siempre vigilantes, y Cósimo, que ya había tenido unas palabras con ellos, prefería mantenerse alejado. Ahora Óptimo Máximo y Cósimo se adentraban por el coto del príncipe Tolemaico, pero ni uno ni otro pensaban en levantar la valiosa caza: el pachón trotaba siguiendo una secreta llamada y el barón era presa de una impaciente curiosidad por descubrir adónde iba el perro.

Así el pachón llegó a un lugar en que el bosque terminaba y había un prado. Dos leones de piedra sentados en pilastras sostenían un escudo. A partir de aquí quizá empezaba un parque, un jardín, una parte más privada de la finca de Tolemaico; pero no había más que aquellos dos leones de piedra, y más allá del prado, otro prado inmenso, de corta hierba verde, cuyo final sólo se veía en lontananza, un fondo de encinas negras. El cielo, detrás, tenía una leve pátina de nubes. No cantaba ni un pájaro.

Para Cósimo, aquel prado era una visión que lo atemorizaba. Habiendo vivido siempre en la espesa vegetación de Ombrosa, seguro de poder alcanzar cualquier lugar a través de sus caminos, al barón le bastaba tener delante una extensión despejada, imposible de recorrer, desnuda bajo el sol, para experimentar una sensación de vértigo.

Óptimo Máximo se lanzó por el prado y, como si se hubiese vuelto joven, corría a todo correr.

Desde el fresno donde estaba encaramado, Cósimo empezó a silbar, a llamarlo: «¡Aquí, vuelve aquí, Óptimo Máximo! ¿Adónde vas?», pero el perro no le obedecía, ni siquiera se volvía: corría por el prado, hasta que no se vio más que una coma lejana, su cola, y también ésta desapareció.

Cósimo en el fresno se retorcía las manos. A las fugas y ausencias del pachón ya estaba acostumbrado, pero ahora Óptimo Máximo desaparecía por ese prado impracticable, y su huida se fundía con la angustia experimentada poco antes, y la cargaba de una indeterminada espera, de un aguardar algo de más allá de aquel prado.

Estaba así cavilando y en esto que oye pasos bajo el fresno. Pasaba un montero, con las manos en los bolsillos, silbando. A decir verdad tenía un aire bastante desaliñado y distraído para ser uno de los terribles monteros de la finca, y sin embargo, las insignias del uniforme eran las del cuerpo ducal, y Cósimo se aplastó contra el tronco. Después, la preocupación por el perro tuvo preferencia; se dirigió al montero:

—¡Eh, vos, sargento! ¿Habéis visto por casualidad un perro pachón?

El montero alzó el rostro:

—¡Ah, sois vos! ¡El cazador que vuela con el perro que se arrastra! ¡No, no lo he visto al pachón! ¿Qué habéis cogido de bueno esta mañana?

Cósimo había reconocido a uno de sus más celosos adversarios y dijo:

—¡Qué va! Se me ha escapado el perro y he tenido que perseguirlo hasta aquí... Tengo el fusil descargado...

El montero rió:

—¡Oh, cargadlo si queréis, y disparad mientras tengáis ganas! ¡Total, ahora!

—Ahora, ¿qué?

—Ahora que el duque ha muerto, ¿quién queréis que todavía se interese por el coto?

—Ah, de modo que ha muerto, no lo sabía.

—Está muerto y enterrado desde hace tres meses. Y hay un pleito entre los herederos del primero y del segundo matrimonio y la viudita nueva.

—¿Tenía una tercera esposa?

—Con la que se casó cuando tenía ochenta años, un año antes de morir, ella una muchacha de veintiuno más o menos, os digo yo qué locuras, una esposa que no ha estado junto a él ni siquiera un día, y sólo ahora empieza a visitar sus posesiones, y no le gustan.

—¿Cómo? ¿No le gustan?

—¡Qué va! Se instala en un palacio, o en un feudo, llega allí con toda su corte, porque siempre lleva detrás un tropel de galanteadores, y después de tres días todo lo encuentra feo, triste, y se vuelve a marchar. Entonces aparecen los otros herederos, se arrojan sobre esa finca, alardean de derechos. Y ella: «Ah, pues sí, quedáosla.» Ahora ha llegado aquí, al pabellón de caza, pero ¿cuánto se quedará? Yo digo que poco.

—¿Y dónde está el pabellón de caza?

—Ahí detrás del prado, entre las encinas.

—Mi perro entonces ha ido allá...

—Habrá ido en busca de huesos... Perdonadme, pero me parece que vuestra señoría lo tiene un poco en ayunas —y estalló en carcajadas.

Cósimo no respondió, miraba el prado infranqueable, esperaba que el pachón regresase.

No regresó en todo el día. A la mañana siguiente Cósimo estaba de nuevo sobre el fresno, contemplando el prado, como si de la turbación que le provocaba no pudiese prescindir.

Reapareció el pachón, hacia la noche, un puntito en el prado que sólo el ojo tan agudo de Cósimo conseguía percibir, y fue avanzando, cada vez más visible.

—¡Óptimo Máximo! ¡Ven aquí! ¿Dónde has estado?

El perro se había detenido, meneaba la cola, miraba a su dueño, ladró, parecía incitarlo a ir, a seguirlo, pero se daba cuenta de la distancia que él no podía atravesar, se volvía hacia atrás, daba pasos inseguros, y, al final, se daba la vuelta.

—¡Óptimo Máximo! ¡Ven aquí! ¡Óptimo Máximo! Pero el pachón se alejaba, desaparecía en la lejanía, por el prado.

Más tarde pasaron dos monteros.

—¡Seguís ahí esperando el perro, señoría! Pero lo he visto en el pabellón, en buenas manos...

—¿Cómo?

—Pues, sí, la marquesa, o sea la duquesa viuda (la llamamos marquesa porque era marquesita de pequeña) le hacía muchas fiestas, como si siempre lo hubiese tenido consigo. Es un perro muy melindroso, ése, con perdón, señoría. Ahora ha encontrado un sitio blando y se queda en él...

Y los dos guardas se alejaban riéndose.

Óptimo Máximo no regresaba. Cósimo estaba todos los días en el fresno mirando el prado como si en él pudiese leer algo que desde hacía tiempo lo consumía: la misma idea de lejanía, de lo insaciable, de la espera que puede prolongarse más allá de la vida.

XXI

Un día, Cósimo miraba desde el fresno. Brilló el sol, un rayo corrió por el prado que de verde guisante se volvió verde esmeralda. Allá abajo en lo negro del bosque de encinas algunas frondas se movieron y apareció un caballo. El caballo llevaba en la silla un jinete, vestido de negro, con una capa, no: una falda; no era un jinete, era una amazona, corría a rienda suelta y era rubia.

A Cósimo empezó a latirle el corazón y tuvo la esperanza de que aquella amazona se acercaría hasta poderle ver bien el rostro, y que aquel rostro resultaría muy hermoso. Pero además de esta espera de que se acercase y de su belleza había una tercera espera, una tercera rama de esperanza que se trenzaba con las otras dos, y era el deseo de que esta cada vez más luminosa belleza respondiese a una necesidad de reconocer una impresión conocida y casi olvidada, un recuerdo del que ha quedado sólo una línea, un color, y se querría que volviera a emerger todo el resto, o mejor, encontrarlo en algo presente.

Y con este ánimo no veía la hora de que ella se acercase al borde del prado próximo a él, allí donde estaban las dos pilastras de los leones; pero esta espera empezó a hacerse dolorosa, porque había advertido que la amazona no cortaba el prado en línea recta hacia los leones, sino diagonalmente, por lo que pronto desaparecería de nuevo en el bosque.

Ya estaba a punto de perderla de vista, cuando ella volvió bruscamente el caballo y ahora cortaba el prado en otra diagonal, que la traería sin duda algo más cerca, pero que la haría desaparecer igualmente por la parte opuesta del prado.

En eso Cósimo advirtió con fastidio que del bosque habían salido al prado dos caballos marrones, montados por jinetes, pero trató de alejar de inmediato este pensamiento; decidió que aquellos jinetes no tenían ninguna importancia, bastaba con ver cómo se meneaban de aquí para allá detrás de ella; no, no había que tomarlos en cuenta, y sin embargo, tenía que admitir que lo fastidiaban.

Ve que la amazona, antes de desaparecer del prado, también esta vez daba vuelta al caballo, pero lo volvía hacia atrás, alejándose de Cósimo... Ahora el caballo giraba sobre sí mismo y galopaba hacia aquí, y el movimiento parecía hecho expresamente para desorientar a los dos jinetes de los meneos, que en efecto ya se alejaban galopando y todavía no habían comprendido que ella corría en dirección opuesta.

Ya todo estaba en su sitio: la amazona galopaba al sol, cada vez más bella y cada vez respondiendo mejor a aquella sed de recuerdo de Cósimo, y lo único alarmante era el continuo zigzag de su recorrido, que no permitía prever sus intenciones. Ni siquiera los dos jinetes entendían adónde estaba yendo, y trataban de seguir sus evoluciones acabando por recorrer mucho camino inútil, pero siempre con mucha buena voluntad y distinción.

Y cuando menos se lo esperaba Cósimo, la mujer a caballo había llegado al borde del prado próximo a él, ahora pasaba entre las dos pilastras de los leones, como si hubiesen sido puestos allí para rendirle honores, y se volvía hacia el prado y todo lo que había más allá del prado con un amplio gesto como de adiós, y galopaba hacia adelante, pasaba bajo el fresno, y Cósimo ahora le había visto bien el rostro y el cuerpo, erguida en la silla, el rostro de mujer altiva y al mismo tiempo de muchacha, la frente feliz de estar sobre aquellos ojos, los ojos felices de estar en aquel rostro, la nariz, la boca, la barbilla, el cuello, cada parte suya feliz con cualquier otra parte, y todo, todo, todo, recordaba a la muchachita vista a los doce años sobre el columpio, el primer día que pasó en el árbol: Sofonisba Viola Violante de Ondariva.

Este descubrimiento, esto es, el haber llevado este desde el primer momento inconfesado descubrimiento hasta el punto de poder proclamárselo a sí mismo, llenó a Cósimo como de una fiebre. Quiso soltar un reclamo, para que ella levantase la mirada al fresno y lo viese, pero de la garganta le salió sólo el grito de la chocha y ella no se volvió.

Ahora el caballo blanco galopaba entre los castaños, y los cascos golpeaban los erizos diseminados por el suelo abriéndolos y dejando ver la corteza leñosa y brillante del fruto. La amazona dirigía el caballo un trecho en una dirección y otro en otra, y Cósimo ora la imaginaba lejana e inalcanzable, ora saltando de árbol en árbol, la veía con sorpresa reaparecer entre la perspectiva de los troncos, y este modo de moverse inflamaba cada vez más el recuerdo que llameaba en la mente del barón. Quería hacerle llegar una llamada, una señal de su presencia, pero sólo le venía a los labios el silbido de la perdiz gris y ella no le prestaba oídos.

Los dos jinetes que la seguían parecían entender aún menos las intenciones y el recorrido, y seguían avanzando en direcciones equivocadas, enredándose en zarzales o enfangándose en pantanos, mientras ella corría segura e inasible. Daba incluso, de vez en cuando, una especie de órdenes o incitaciones a los jinetes, alzando el brazo con la fusta o arrancando la vaina de un algarrobo y lanzándola, como para decir que había que ir por allí. Los jinetes en seguida se lanzaban en aquella dirección, al galope por prados o lugares escarpados, pero ella se había vuelto hacia otro lado y ya no los miraba.

«¡Es ella! ¡Es ella!», pensaba Cósimo cada vez más inflamado de esperanza, y quería gritar su nombre pero de los labios sólo le salía un canto largo y triste como el del chorlito.

Ahora bien, ocurría que todos estos vaivenes y engaños a los jinetes y juegos se disponían en torno a una línea, que aunque irregular y ondulada no excluía una posible intención. Y adivinando esta intención, y no soportando ya la empresa imposible de seguirla, Cósimo se dijo: «Iré a un sitio al que si es ella vendrá. Es más, no puede estar aquí más que para ir a él.» Y saltando por sus caminos, fue hacia el viejo parque abandonado de los Ondariva.

En aquella sombra, en aquel aire lleno de aromas, en aquel lugar donde las hojas y la madera tenían otro color y otra sustancia, se sintió tan presa de los recuerdos de la infancia que casi olvidó a la amazona, o si no la olvidó se dijo que muy bien podía no ser ella, y total, esta espera y esperanza de ella era tan verdadera que casi parecía que estuviese allí.

Pero oyó un ruido. Eran los cascos del caballo blanco sobre la grava. Venía por el jardín, ya no a la carrera, como si la amazona quisiera mirar y reconocer minuciosamente cada cosa. De los atontados caballeros ya no se oía ningún indicio: les debía haber hecho perder del todo su rastro.

La vio: daba la vuelta al estanque, al pabellón, a las ánforas. Miraba las plantas que se habían vuelto enormes, con colgantes raíces aéreas, las magnolias convertidas en un bosque. Pero no lo veía a él, a él que trataba de llamarla con el arrullo de la upupa, con el trino de la alondra, con sonidos que se perdían en el denso gorjeo de los pájaros del jardín.

Había desmontado de la silla, iba a pie llevando el caballo de las riendas. Llegó a la villa, dejó el caballo, entró en el pórtico. Estalló en gritos: «¡Hortensia! ¡Cayetano! ¡Tarquino! ¡Hay que encalar esto, barnizar las persianas, colgar los tapices! ¡Y quiero aquí la mesa, allí las consolas, en medio la espineta, y hay que cambiar todos los cuadros de sitio!»

Cósimo se dio cuenta entonces de que aquella casa que a su mirada distraída le había parecido cerrada y deshabitada como siempre, estaba ahora, en cambio, abierta, llena de gente, de sirvientes que limpiaban, ordenaban, aireaban, ponían muebles en su sitio, sacudían alfombras. ¡Era Viola que regresaba, pues, Viola que volvía a establecerse en Ombrosa, que volvía a tomar posesión de la villa de la que se había marchado de niña! Y el agitado latido de gozo en el pecho de Cósimo no era, sin embargo, muy distinto de un estremecimiento de miedo, porque el haber regresado ella, el tenerla ante los ojos tan imprevisible y altiva, podía significar no tenerla nunca más, ni siquiera en el recuerdo, ni siquiera en ese secreto perfume de hojas y color de la luz a través del verde, podía significar que él se vería obligado a rehuirla y de este modo huir también del primer recuerdo de ella niña.

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