Authors: Italo Calvino
Ella callaba, inmóvil. Enseguida advertía Cósimo que se había desencadenado su ira: los ojos se le habían convertido de repente en hielo.
—¿Por qué, qué hay, Viola, qué he dicho? Ella estaba distante, como si no lo viese ni lo oyese, a cien millas de él, con el rostro marmóreo.
—Pero no, Viola, qué hay, por qué, oye...
Viola se levantaba y, ágil, sin necesidad de ayuda, se disponía a bajar del árbol.
Cósimo todavía no había comprendido cuál había sido su error, aún no había conseguido pensar en él, quizá prefería no pensar en él en absoluto, no entenderlo, para proclamar mejor su inocencia:
—Pero no, no me habrás entendido, Viola, oye... La seguía hasta la horcadura más baja:
—Viola, no te vayas, no así, Viola...
Ella ahora hablaba, pero al caballo, que había alcanzado y desataba; montaba en la silla y se alejaba.
Cósimo empezaba a desesperarse, a saltar de un árbol a otro.
—¡No, Viola, dime, Viola!
Ella ya había galopado lejos. Él por las ramas la perseguía:
—¡Te lo suplico, Viola, yo te amo! Pero ya no la veía. Se lanzaba sobre ramas inseguras, con saltos arriesgados.
—¡Viola! ¡Viola!
Cuando ya estaba seguro de haberla perdido, y no podía frenar los sollozos, hela aquí que volvía a pasar al trote, sin levantar la mirada.
—¡Mira, mira, Viola, qué hago!
Y empezaba a dar cabezadas contra un tronco, con la cabeza desnuda (que tenía, a decir verdad, durísima).
Ella ni siquiera lo miraba. Ya estaba lejos.
Cósimo esperaba que volviese, con zigzags entre los árboles.
—¡Viola! ¡Estoy desesperado!
Y se tiraba al vacío, cabeza abajo, sujetándose con las piernas a una rama y descargándose puñetazos en la cabeza y el rostro. O bien se ponía a romper ramas con una furia destructora, y un olmo frondoso en pocos instantes quedaba desnudo y desguarnecido como si hubiese pasado el pedrisco.
Nunca, sin embargo, amenazó con matarse, es más, no amenazó nunca nada, los chantajes del sentimiento no le iban. Aquello que le apetecía hacer lo hacía, y cuando ya lo estaba haciendo lo anunciaba, no antes.
En cierto momento, a doña Viola, la ira, tan imprevisiblemente como le había entrado, se le iba. De entre todas las locuras de Cósimo que parecía que no la hubiesen ni rozado, repentinamente una la inflamaba de piedad y amor.
—¡No, Cósimo, querido, espérame!
Y saltaba de la silla, y se precipitaba a trepar por un tronco, y los brazos de él, desde arriba, estaban dispuestos para levantarla.
El amor se reanudaba con una furia similar a la de la pelea. Era, en realidad, la misma cosa, pero Cósimo no entendía nada.
—¿Por qué me haces sufrir?
—Porque te amo.
Ahora era él quien se enfadaba.
—¡No, no me amas! Quien ama quiere la felicidad, no el dolor.
—Quien ama quiere sólo el amor, aun a costa del dolor.
—Me haces sufrir adrede, entonces.
—Sí, para ver si me amas.
La filosofía del barón se negaba a ir más allá.
—El dolor es un estado negativo del alma.
—El amor lo es todo.
—Contra el dolor ha de lucharse siempre,
—El amor no se niega a nada.
—Hay cosas que no admitiré nunca.
—Sí que las admites, porque me amas y sufres.
Del mismo modo que las desesperaciones, eran clamorosas en Cósimo las explosiones de alegría incontenible. A veces su felicidad llegaba a tal extremo que tenía que apartarse de la amante e ir saltando y gritando y proclamando las maravillas de su dama.
—
Yo quiero the most wonderful puellam de todo el mundo!
Aquellos que estaban sentados en los bancos de Ombrosa, desocupados y viejos marineros, ya se habían acostumbrado a estas rápidas apariciones suyas. De pronto se le descubría llegar a saltos por los acebos, y declamar:
Zu dir, zu dir, gunàika,
Vo cercando il mio ben,
En la isla de Jamaica,
Du soir jusqu'au matin!
O bien:
Il y a un pré where the grass grows toda de oro Take me away, take me away, che io ci moro!
Y desaparecía.
Su estudio de las lenguas clásicas y modernas, aunque no muy profundo, le permitía abandonarse a esta clamorosa predicación de sus sentimientos, y cuanto más agitado estaba su ánimo por una intensa emoción, más oscuro se hacía su lenguaje. Se recuerda una vez que, por el Santo Patrón, la gente de Ombrosa estaba congregada en la plaza y había la cucaña y las guirnaldas y el estandarte. El barón apareció en lo alto de un plátano y con uno de aquellos saltos de los que sólo su agilidad acrobática era capaz, saltó al palo de la cucaña, trepó hasta arriba, gritó:
«Qué viva die schöne Venus Posteriòr!»,
se dejó resbalar por el palo enjabonado hasta casi el suelo, se detuvo, volvió a subir raudo a lo alto, arrancó del trofeo un rosado y redondo queso, y con otro salto de los suyos voló de nuevo al plátano y escapó, dejando estupefactos a los ombrosenses.
Nada como estas exuberancias hacía tan feliz a la marquesa; y la impulsaban a restituírselas con manifestaciones de amor igualmente. Los de Ombrosa, cuando la veían galopar a rienda suelta, el rostro casi hundido en la crin blanca del caballo, sabían que corría a una cita con el barón. También al ir a caballo expresaba ella una fuerza amorosa, pero aquí Cósimo no podía seguirla; y la pasión ecuestre de ella, aunque él la admirara mucho, también era, sin embargo, para él un secreto motivo de celos y rencor, porque veía a Viola dominar un mundo más vasto que el suyo, y comprendía que nunca podría tenerla sólo para sí, encerrarla en los límites de su reino. La marquesa, por su parte, quizá sufría por no poder ser al mismo tiempo amante y amazona; la asaltaba a veces una confusa necesidad de que el amor de ella y Cósimo fuera amor a caballo, y correr por los árboles ya no le bastaba, habría querido correr por ellos al galope en la silla de su corcel.
Y en realidad el caballo, a fuerza de correr por aquel terreno de cuestas y pendientes, se había vuelto trepador como una corza, y Viola ahora lo lanzaba a la carrera contra ciertos árboles, por ejemplo viejos olivos de tronco torcido. El caballo llegaba a veces hasta la primera horqueta de ramas, y ella cogió la costumbre de atarlo ya no al suelo, sino allá sobre el olivo. Desmontaba y lo dejaba roer hojas y ramitas.
Así pues, cuando un chismoso, al pasar por el olivar y alzar los ojos curiosos, vio allá arriba al barón y la marquesa abrazados y luego fue a contarlo y añadió: «¡Y el caballo blanco estaba también él en lo alto de una rama!», lo tomaron por un fantasioso y nadie lo creyó. Por esa vez, incluso el secreto de los amantes quedó salvado.
El hecho que ahora he narrado prueba que los ombrosenses, así como habían sido pródigos en chismes sobre la anterior vida galante de mi hermano, ahora, ante esta pasión que se desencadenaba, puede decirse, sobre sus cabezas, mantenían una respetuosa reserva, como ante algo más grande que ellos. No es que no desaprobaran la conducta de la marquesa; pero más por sus aspectos externos, como aquel galopar desenfrenado («¿Quién sabe a donde irá presa de esa furia?», se decían, aun sabiendo perfectamente que iba a sus encuentros con Cósimo), o aquel mobiliario que ponía en lo alto de los árboles. Ya estaba en el ambiente el considerarlo todo como una moda de los nobles, una de tantas extravagancias («Todos sobre los árboles, ahora. Mujeres, hombres. ¿No tienen nada más que inventar?»); en fin, estaban llegando tiempos acaso más tolerantes, pero más hipócritas.
En los acebos de la plaza el barón se dejaba ver ahora con grandes intervalos, y era señal de que ella había partido. Porque Viola estaba a veces lejos durante meses, cuidando sus bienes diseminados por toda Europa, pero estas partidas correspondían siempre a momentos en que sus relaciones habían sufrido sacudidas y la marquesa se había ofendido con Cósimo por no entender éste lo que ella quería hacerle entender del amor. No es que Viola se marchase ofendida con él: siempre conseguían hacer las paces antes, pero en él quedaba la sospecha de que a aquel viaje se hubiese decidido por cansancio de él, porque no conseguía retenerla, quizá se estaba ya apartando de él, quizá una coyuntura durante el viaje o una pausa de reflexión la decidirían a no volver. De modo que mi hermano vivía angustiado. Por una parte trataba de reanudar su vida habitual de antes de encontrarla, ir de nuevo a cazar o a pescar, y continuar los trabajos agrícolas, sus estudios, las valentonadas en la plaza, como si nunca hubiese hecho otra cosa (persistía en él el testarudo orgullo juvenil de quien no quiere admitir que sufre influencias ajenas), y al mismo tiempo se complacía de todo cuanto aquel amor le daba, de alacridad, de fiereza; pero por otra parte se daba cuenta de que muchas cosas ya no le importaban, que sin Viola la vida bien poco sabor tenía, que sus pensamientos corrían siempre hacia ella. Cuanto más trataba, fuera del torbellino de la presencia de Viola, de volver a dominar las pasiones y los placeres en una sabia economía del alma, más sentía el vacío dejado por ella o la fiebre de esperarla. En suma, su enamoramiento era justamente como Viola lo quería, no como él pretendía que fuese; era siempre la mujer quien triunfaba, incluso si estaba lejos, y Cósimo, a pesar suyo, terminaba por disfrutar con ello.
Repentinamente, la marquesa regresaba. En los árboles volvía a empezar la estación de los amores, pero también la de los celos. ¿Dónde había estado Viola? ¿Qué había hecho? Cósimo ansiaba saberlo, pero al mismo tiempo tenía miedo del modo en que ella respondía a sus averiguaciones, siempre con alusiones, y cada alusión encontraba la manera de insinuar un motivo de sospecha para Cósimo, y él comprendía que lo hacía para atormentarlo, y sin embargo todo podía ser verdad, y con este incierto estado de ánimo tanto enmascaraba sus celos como los dejaba prorrumpir violentamente y Viola respondía de forma siempre distinta e imprevisible a sus reacciones, o bien le parecía más ligada a él que nunca, o bien no conseguía volver a inflamarla.
Cuál era en realidad la vida de la marquesa en sus viajes, nosotros en Ombrosa no podíamos saberlo, alejados como estábamos de las capitales y sus habladurías. Pero por entonces yo realicé mi segundo viaje a París, con motivo de unos contratos (un suministro de limones, porque ahora también muchos nobles se ponían a comerciar, y yo entre los primeros).
Una noche, en uno de los más ilustres salones parisinos, me encontré a doña Viola. Llevaba un peinado tan suntuoso y un vestido tan resplandeciente que si no vacilé en reconocerla, al contrario, me estremecí en cuanto la vi, fue porque era precisamente una mujer que no podía ser confundida con ninguna. Me saludó con indiferencia, pero pronto encontró el modo de apartarse conmigo y de preguntarme, sin esperar respuesta entre una y otra pregunta: «¿Tenéis noticias de vuestro hermano? ¿Estaréis pronto de regreso? Tened, dadle esto de mi parte.» Y sacándose del seno un pañuelo de seda me lo metió en la mano. Luego enseguida se dejó rodear por la corte de admiradores que llevaba detrás.
—¿Conocéis a la marquesa? —me preguntó en voz baja un amigo parisino.
—Sólo de pasada —respondí, y era cierto: durante sus estancias en Ombrosa, doña Viola, contagiada por la esquivez de Cósimo, no se ocupaba de frecuentar a la nobleza de la vecindad.
—Raras veces tanta belleza va acompañada por tanta intranquilidad —dijo mi amigo—. Los chismosos pretenden que en París pasa de un amante a otro, en un carrusel tan continuo que no permite a ninguno llamarla suya y llamarse privilegiado. Pero de vez en cuando desaparece durante meses y meses y dicen que se retira a un convento, a macerarse en penitencias.
Yo retuve a duras penas la risa, al ver cómo las estancias de la marquesa en los árboles de Ombrosa eran tenidas por los parisinos por períodos de penitencia; pero al mismo tiempo aquellos chismes me turbaron, haciéndome prever tiempos de tristeza para mi hermano.
Para prevenirlo de desagradables sorpresas, quise ponerlo sobre aviso, y en cuanto regresé a Ombrosa fui a buscarlo. Me interrogó ampliamente sobre el viaje, sobre las novedades de Francia, pero no conseguí darle ninguna noticia política o literaria de la que ya no estuviese informado.
Por último, saqué del bolsillo el pañuelo de doña Viola.
—En París, en un salón, me encontré a una dama que te conoce, y me dio esto para ti, con sus recuerdos.
Bajó a toda prisa el cestito que colgaba de la cuerda, subió el pañuelo de seda y se lo llevó a la cara como para aspirar su perfume.
—Ah, ¿la has visto? ¿Y cómo estaba? Dime, ¿cómo estaba?
—Muy bella y brillante —respondí lentamente—, pero se dice que este perfume es aspirado por muchas narices...
Se metió el pañuelo en el pecho como si temiese que se lo pudiesen arrebatar. Se volvió hacia mí, ruborizado:
—¿Y no tenías una espada para hacer tragar tales mentiras a quien te las dijo?
Tuve que confesar que ni siquiera se me había pasado por la cabeza.
Se quedó un rato callado. Después se encogió de hombros.
—Todo mentiras. Yo sólo sé que sólo es mía —y escapó por las ramas sin despedirse. Reconocí su forma habitual de rechazar cualquier cosa que le obligase a salir de su mundo.
Desde entonces no se le vio más que triste e impaciente, saltando aquí y allá, sin hacer nada. Si de vez en cuando lo oía silbar compitiendo con los mirlos, su trino era cada vez más nervioso y oscuro.
La marquesa llegó. Como siempre, los celos de él la pusieron contenta; en parte los incitó, en parte los tomó a broma. Y así volvieron los hermosos días de amor y mi hermano era feliz.
Pero la marquesa ahora no perdía la menor ocasión para acusar a Cósimo de tener del amor una idea muy estrecha.
—¿Qué quieres decir? ¿Que soy celoso?
—Haces bien en estar celoso. Pero tú pretendes someter los celos a la razón.
—Claro: así los hago más eficaces.
—Tú razonas demasiado. ¿Por qué se razona con el amor?
—Para amarte más. Cualquier cosa, si se hace razonando, aumenta su poder.
—Vives en los árboles y tienes la mentalidad de un notario con gota.
—Las empresas más osadas se viven con el alma más sencilla.
Continuaba hablando sentenciosamente, hasta que ella huía; entonces él la seguía, se desesperaba, se arrancaba los cabellos.
Por esos días, una nave almirante inglesa echó el ancla en nuestra rada. El almirante dio una fiesta a los notables de Ombrosa y a los oficiales de otras naves de tránsito; la marquesa fue a la fiesta; desde esa noche Cósimo volvió a probar las penas de los celos. Dos oficiales de dos naves distintas se prendaron de doña Viola y se les veía continuamente en la orilla, cortejando a la dama y tratando de superarse en sus atenciones. Uno era teniente de navío de la flota inglesa; el otro era también teniente de navío, pero de la flota napolitana. Tras alquilar dos caballos, los tenientes iban y venían bajo las terrazas de la marquesa y cuando se encontraban, el napolitano le echaba al inglés una ojeada como para reducirlo a cenizas, mientras que entre los párpados entornados el inglés lo asaeteaba con una mirada como la punta de una espada.