El barón rampante (28 page)

Read El barón rampante Online

Authors: Italo Calvino

Para explicar qué eran los «cuadernos de quejas», Cósimo dijo: «Probemos a hacer uno». Cogió un cuaderno de escuela y lo colgó del árbol con un cordel; cada uno iba allí y apuntaba las cosas que no marchaban. Surgían quejas de toda clase; sobre el precio del pescado los pescadores, y los viñadores sobre los diezmos, y los pastores sobre los límites de los pastos, y los leñadores sobre los bosques comunales, y luego todos los que tenían parientes en la cárcel, y los que habían conocido la tortura por algún delito, y los que la tenían tomada con los nobles por asuntos de mujeres: nunca se acababa. Cósimo pensó que aunque era un «cuaderno de quejas» no estaba bien que fuera tan triste, y se le ocurrió la idea de pedir a cada uno que escribiese la cosa que más le habría agradado. Y de nuevo cada uno iba para decir la suya, esta vez todo para bien: unos hablaban de la hogaza, otros del potaje; unos querían una rubia, otros dos morenas; a uno le habría gustado dormir todo el día, a otro ir a buscar setas todo el año; uno quería una carroza con cuatro caballos, otro se contentaba con una cabra; uno habría deseado volver a ver a su madre muerta, otro encontrarse con los dioses del Olimpo: en suma, todo cuanto hay de bueno en el mundo era escrito en el cuaderno, o, a veces, dibujado, porque muchos no sabían escribir, o incluso pintado a colores. También Cósimo escribió algo: un nombre: Viola. El nombre que desde hacía años escribía por todas partes.

Salió un buen cuaderno, y Cósimo lo tituló: «Cuaderno de quejas y contentos». Pero cuando estuvo lleno no había ninguna asamblea a la que mandarlo, por lo que se quedó allí, colgado del árbol con un cordel, y cuando llovió empezó a borrarse y empaparse, y aquella visión oprimía el corazón de la gente de Ombrosa por su miseria presente y los llenaba de deseos de revuelta.

En fin, existían también entre nosotros todas las causas de la Revolución francesa. Sólo que no estábamos en Francia, y no hubo Revolución. Vivíamos en un país donde se verifican siempre las causas y no los efectos.

En Ombrosa, no obstante, corrieron igualmente tiempos difíciles. El ejército republicano guerreaba contra los austrosardos allí a dos pasos. Massena en Collardente, Laharpe sobre el Nervia, Mouret a lo largo de la cornisa, con Napoleón que entonces era sólo general de artillería, de modo que aquellos estruendos que se oían llegar a Ombrosa con el viento ora sí, ora no, era precisamente él quien los provocaba.

En setiembre nos preparábamos para la vendimia. Y parecía que se preparaba algo secreto y terrible.

Los conciliábulos de puerta en puerta:

—¡La uva está madura!

—¡Está madura! ¡Ya!

—¡Más que madura! ¡Vamos a cogerla!

—¡Vamos a pisarla!

—¡Todos de acuerdo! ¿Tú dónde estarás?

—En la viña del otro lado del puente. ¿Y tú? ¿Y tú?

—En la del conde Piña.

—Yo en la viña del molino.

—¿Has visto cuántos esbirros? Parecen mirlos que hayan bajado a picotear los racimos.

—¡Pero este año no picotearán!

—¡Sí, hay muchos mirlos, pero aquí todos somos cazadores!

—En cambio hay quien no se deja ver. Hay quien se escapa.

—¿Cómo es que este año la vendimia ya no le gusta a tanta gente?

—Por aquí querían retrasarla. ¡Pero la uva ya está madura!

—¡Está madura!

Al día siguiente, sin embargo, la vendimia comenzó en silencio. Las viñas estaban atestadas de gente en cadena a lo largo de las hileras, pero no nacía ninguna canción. Alguna llamada suelta, gritos: «¿Estáis también vosotros? ¡Está madura!», un movimiento de cuadrillas, algo oscuro, quizá también en el cielo, que no estaba del todo cubierto pero un poco cargado, y si una voz iniciaba una canción se quedaba pronto a la mitad, sin que el coro la siguiera. Los arrieros llevaban los canastos llenos de uva a los lagares. Antes, normalmente, se hacían las partes para los nobles, el obispo y el gobierno; este año no, parecía que se olvidaran de ello.

Los recaudadores, llegados para recoger los diezmos, estaban nerviosos, se les veía indecisos. A medida que pasaba el tiempo, sin que sucediera nada, más sé sentía que debía suceder algo, y más sabían los esbirros que había que moverse pero menos lo que había que hacer.

Cósimo, con sus pasos de gato, había echado a andar por los emparrados. Con una tijera en la mano, cortaba un racimo aquí y otro allá, sin orden, tendiéndoselo luego a los vendimiadores y a las vendimiadoras de abajo, y a cada uno les decía algo en voz baja.

El jefe de los esbirros ya no podía más. Dijo:

—Bueno, entonces qué, veamos estos diezmos.

Apenas había terminado de decirlo y ya se había arrepentido. Por las viñas resonó un oscuro ruido entre el trueno y el silbido: era un vendimiador que soplaba en una concha de esas en forma de cuerno y que propagaba un toque de alarma por los valles. De cada collado respondieron toques iguales, los viñadores levantaron las conchas como trompas, y también Cósimo, desde lo alto del emparrado.

Por las hileras se propagó un canto; primero entrecortado, discorde, sin entenderse qué era. Luego las voces se entendieron, se entonaron, se volvieron airosas, y cantaron como si corriesen, y los hombres y las mujeres inmóviles y semiescondidos a lo largo de las hileras, y los palos, las vides, los racimos, todo parecía correr, y la uva vendimiarse por sí sola, arrojarse dentro de los lagares y pisarse, y el aire, las nubes, el sol, todo se convertía en mosto, y ya se empezaba a entender aquel canto, primero las notas de la música y luego algunas de las palabras, que decían:
«Ça ira! Ça ira! Ça ira!»,
y los jóvenes pisaban la uva con los pies descalzos y rojos,
«Ça ira!»,
y las muchachas metían las tijeras aguzadas como puñales en el verde espeso, hiriendo las retorcidas uniones de los racimos,
«Ça ira!»,
y los mosquitos en nubes invadían el aire sobre los montones de raspa preparadas para la prensa,
«Ça ira!»,
y fue entonces cuando los esbirros perdieron el control y: «¡Basta ya! ¡Silencio! ¡No más alboroto! ¡A quien cante le dispararemos!», y empezaron a descargar los fusiles al aire.

Les respondió un trueno de fusilería que parecían regimientos alineados en orden de batalla en las colinas. Todas las escopetas de caza de Ombrosa explotaban, y Cósimo, en lo alto de una alta higuera, tocaba a la carga con la concha a modo de trompa. Por todas las viñas hubo un movimiento de gente. Ya no se comprendía lo que era vendimia y lo que era refriega: hombres, uvas, mujeres, sarmientos, cuchillos, pámpanos,
scarasse,
fusiles, canastos, caballos, alambres, puños, coces de mulo, espinillas, tetas, y todo cantando:
«Ça ira!»

—¡Ahí tenéis los diezmos!

Al final los esbirros y los recaudadores fueron arrojados de cabeza en los lagares llenos de uva, con las piernas que quedaban fuera y pateando. Se marcharon sin haber recaudado nada, embadurnados de pies a cabeza de zumo de uvas, de granos pisados, de hollejos, de orujo, de raspas que se quedaban pegados a los fusiles, a las cartucheras, a los bigotes.

La vendimia prosiguió como una fiesta, convencidos todos de haber abolido los privilegios feudales. Mientras tanto nosotros los nobles e hidalgos nos habíamos atrincherado en los palacios, armados, dispuestos a vender cara la piel. (Yo, en realidad, me limité a no asomar la nariz más allá de la puerta, sobre todo para evitar que los demás nobles dijeran que estaba de acuerdo con aquel anticristo de mi hermano, reputado como el peor instigador, jacobino y clubista de toda la zona). Pero ese día, aunque se expulsó a los recaudadores y la tropa, a nadie se le tocó ni un pelo.

Estaban todos muy atareados preparando fiestas. Levantaron incluso el Árbol de la Libertad, para seguir la moda francesa; sólo que no sabían muy bien cómo eran, y además aquí árboles había tantos que no valía la pena ponerlos falsos. De modo que adornaron un árbol de verdad, un olmo, con flores, racimos de uva, guirnaldas, inscripciones:
«Vive la Grande Nation!»
Arriba de todo estaba mi hermano, con la escarapela tricolor sobre el gorro de piel de gato, y estaba disertando sobre Rousseau y Voltaire, de lo que no se oía ni una palabra, porque todo el pueblo allá abajo bailaba en corro cantando:
Ça ira!

La alegría duró poco. Vinieron tropas en abundancia: genovesas, para exigir los diezmos y garantizar la neutralidad del territorio, y austrosardas, porque se había extendido la voz de que los jacobinos de Ombrosa querían proclamar la anexión a la «Gran Nación Universal», o sea a la República francesa. Los revoltosos trataron de resistir, construyeron alguna barricada, cerraron las puertas de la ciudad... Pero qué, se necesitaba algo más. Las tropas entraron en la ciudad por todas partes, pusieron puestos de bloqueo en todos los caminos del campo, y los que tenían reputación de agitadores fueron encarcelados, salvo Cósimo —quién lo iba a pillar a ése—, y otros pocos.

El proceso a los revolucionarios se montó a toda prisa, pero los imputados consiguieron demostrar que ellos no tenían nada que ver y que los verdaderos cabecillas eran precisamente los que se habían escapado. Así que todos fueron puestos en libertad, ya que con las tropas que quedaban destacadas en Ombrosa no había que temer tumultos. Se quedó también una guarnición de austrosardos, para impedir posibles infiltraciones del enemigo, y al mando de ella estaba nuestro cuñado D'Estomac, el marido de Battista, emigrado de Francia con el séquito del conde de Provenza.

Me topé, pues, con mi hermana Battista, con qué placer, os lo dejo imaginar. Se me instaló en casa, con el marido oficial, los caballos, las tropas de ordenanza. Se pasaba las veladas contándonos las últimas ejecuciones capitales de París; es más, tenía una maqueta de una guillotina, con una cuchilla de verdad, y para explicar el final de todos sus amigos y parientes políticos decapitaba lagartijas, luciones, lombrices e incluso ratones. Así pasábamos las veladas. Yo envidiaba a Cósimo, que vivía sus días y sus noches en la maleza, escondido en quién sabe qué bosque.

XXVII

Sobre las hazañas llevadas a cabo por él en los bosques durante la guerra, Cósimo contó tantas cosas, y tan increíbles, que yo no me atrevo a avalar una u otra versión. Le dejo la palabra a él, recogiendo fielmente algunos de sus relatos:

En el bosque se aventuraban patrullas de exploradores de ambos ejércitos. Desde lo alto de las ramas, a cada paso que oía entre las matas, yo aguzaba el oído para saber si era de austrosardos o de franceses.

Un tenientillo austríaco, muy rubio, mandaba una patrulla de soldados perfectamente uniformados, con coleta y borlas, tricornio y polainas, bandas blancas cruzadas, fusil y bayoneta, y los hacía marchar de dos en dos, intentando mantener la alineación en aquellos abruptos senderos. Ignorante de cómo era el bosque, pero seguro de seguir punto por punto las órdenes recibidas, el oficialillo avanzaba según las líneas trazadas en el mapa, dándose continuamente topetazos con los troncos, haciendo resbalar a la tropa con los zapatos claveteados por piedras lisas o sacarse los ojos en los zarzales, pero consciente siempre de la supremacía de las armas imperiales.

Eran unos magníficos soldados. Yo estaba al acecho escondido en un pino. Tenía en la mano una piña de medio kilo y la dejé caer sobre la cabeza del último. El infante abrió los brazos, dobló las rodillas y cayó entre los helechos del monte bajo. Nadie se dio cuenta de ello; el pelotón continuó su marcha.

Los volví a alcanzar. Esta vez tiré un puercoespín hecho una bola al cuello de un cabo. El cabo agachó la cabeza y se desmayó. El teniente esta vez observó el hecho, envió a dos hombres a coger una camilla, y prosiguió.

La patrulla, como si lo hiciese expresamente, se metía en lo más enmarañado de todo el bosque. Y la esperaba siempre una nueva celada. Había recogido en un cartucho unas orugas peludas, azules, que cuando se las tocaba hinchaban la piel peor que una ortiga, y les dejé caer encima un centenar. El pelotón pasó, desapareció en la espesura, volvió a aparecer rascándose, con las manos y los rostros llenos de ampollitas rojas, y siguió adelante.

Maravillosa tropa y magnífico oficial. Todo, en el bosque, le era tan ajeno, que no distinguía lo que en él había de insólito, y proseguía con sus efectivos diezmados, pero siempre fieros e indomables. Recurrí entonces a una familia de gatos salvajes: los lanzaba por la cola, tras haberles dado unas vueltas en el aire, lo que les irritaba lo indecible. Hubo mucho ruido, felino en especial, luego silencio y tregua. Los austríacos curaban a los heridos. La patrulla, blanca con las vendas, reanudó su marcha.

«Aquí lo único es intentar hacerlos prisioneros», me dije, apresurándome a precederlos, esperando encontrar una patrulla francesa a la que advertir de la proximidad de los enemigos. Pero hacía tiempo que los franceses en aquel frente ya no daban señales de vida.

Mientras superaba unos parajes musgosos, vi moverse algo. Me detuve, agucé el oído. Se oía una especie de susurro de arroyo, que después fue definiéndose como un borboteo continuado, y ahora se podían distinguir palabras:
«Mais alors... cré-nom-de... foutez-moi-donc... tu m'emmer... quoi...
Aguzando los ojos en la penumbra vi que aquella suave vegetación estaba compuesta sobre todo por colbacs peludos y espesos bigotes y barbas. Era un pelotón de húsares franceses. Impregnados de humedad durante la campaña invernal, todo su pelo florecía en primavera de moho y musgo.

Mandaba la avanzada el teniente Agrippa Papillon, de Rouen, poeta, voluntario del Ejército republicano. Persuadido de la general bondad de la naturaleza, el teniente Papillon no quería que sus soldados se arrancasen las agujas de pino, los erizos de castaña, las ramitas, las hojas, los caracoles que se les pegaban encima al atravesar el bosque. Y la patrulla estaba ya fundiéndose tanto con la naturaleza circundante que se necesitaba un ojo tan experto como el mío para descubrirla.

Entre sus soldados acampados, el oficial-poeta, con sus largos cabellos ensortijados que le enmarcaban el flaco rostro bajo el sombrero de dos picos, declamaba a los bosques:

—¡Oh, floresta! ¡Oh, noche! ¡Heme aquí a vuestra merced! Una tierna rama de madreselva, enroscada al tobillo de estos valientes soldados, ¿podrá acaso detener el destino de Francia? ¡Oh, Valmy! ¡Cuán lejos estás!

Me adelanté:

—Pardon, citoyen.

—¿Qué? ¿Quién está ahí?

—Un patriota de estos bosques, ciudadano oficial.

Other books

Lusitania by Greg King
Discovery of Desire by Susanne Lord
Dead Man's Reach by D. B. Jackson
PolarBearS-express by Tianna Xander
The Mandarin Club by Gerald Felix Warburg
Possessed by Donald Spoto
Simply Irresistible by Rachel Gibson