El bokor (84 page)

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Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

Kennedy no supo responder. Mama Candau bajó la cabeza en asentimiento.

—Ifá me habló en sueños, me dijo que vendrían. ¿Quién de ustedes es el sacerdote?

Kennedy dio un paso al frente.

—Es usted muy joven para ser un iluminado, pero los caminos de Olodumare son extraños.

—No sé realmente si soy a quien espera.

—Ha respondido con la verdad, un enviado de Olodumare nunca presumirá de serlo. El hombre —dijo señalando a Neco— es de Ogun.

—Se refiere al Dios de la guerra —dijo Candau preocupada.

—No. Solo ha venido a protegernos.

—Shángó es quien nos protege —dijo el anciano señalando los truenos que iluminaban el cielo.

—Pido su piedad para Neco —dijo Kennedy— no ha querido ofenderlos con sus armas, solo procuraba que los hombres malos que nos siguen no nos impidieran llegar a aquí.

—No deben preocuparse por quienes los seguían, ahora están con Odúdúwá.

—¿A qué se refiere?

—Es el orishá de los secretos de la muerte.

—¿Los han matado? —Preguntó Sebastian con temor.

—¿Tiene miedo el Inle? —Preguntó el anciano.

—No, respondió Candau, solo desea ayudar cuanto antes a expulsar a Babaluaiyé de su cuerpo.

—No es a mí a quien debe sanar sino al maestro. ¿Posee los secretos para hacerlo?

—Es un doctor —dijo Kennedy.

—La medicina blanca no será suficiente.

—Solo déjenos ayudar para mostrarle que venimos de buena fe.

—El conoce los secretos de Osányin —dijo la vieja— curará al maestro con la naturaleza y las plantas.

—¿Y qué pedirá a cambio?

—Un favor.

—El maestro está pronto a reunirse con sus antepasados, si ustedes logran salvar su vida, será señal de que provienen de Olodumare.

—Lléveme cuanto antes al maestro.

El anciano hizo una señal y dos negros altos como palmeras custodiaron al doctor que tomó su mochila solicitando antes el permiso del anciano, luego caminó detrás de los dos hombres hasta una choza con techo de palmas donde estaba el enfermo. Para su sorpresa, el maestro no era un anciano, sino un hombre relativamente joven, quizá no mucho menos que Kennedy. Estaba ardiendo en fiebre y sus ojos lucían amarillentos, su piel daba cuenta de una profunda deshidratación y había restos de un vómito negro a su lado. No dudó en diagnosticar la fiebre amarilla en un estado avanzado. Sebastian buscó entre sus cosas algún suero oral y le dio de beber pausadamente ante los ojos curiosos de los negros.

—Necesito que traigan agua, es preciso bajarle la fiebre.

Los hombres se volvieron a ver sin entenderle. Sebastian hizo gestos de beber y uno de los hombres salió y volvió un par de minutos después con unas jícaras con agua recogida de la lluvia. Sebastian preparó unas compresas y las aplicó sobre el rostro del enfermo que apenas respondía.

—Candau —dijo Sebastian— vayan por ella.

Los hombres se miraron.

—Abita —dijo recordando como la habían llamado y uno de ellos salió de nuevo, regresando con mama Candau.

—Está muy mal —dijo Sebastian— será preciso que me ayude o no sobrevivirá.

—Si muere será una muy mala señal…

—Lo sé, nuestras vidas están ligadas a la de este sujeto.

—¿Puede hacer algo?

—Traigo conmigo algunas medicinas que pueden ayudar con la fiebre y algunos de los síntomas, pero no me atrevo a sacar jeringas delante de estos hombres, nos pidieron dejar todo aquello de metal afuera.

—Es usted un hombre inteligente.

—Quisiera saber qué debo hacer.

—Kennedy está haciendo lo suyo con el anciano, le explica lo que hacemos aquí y de alguna manera le deja saber que el sello no estará seguro si muere el maestro.

—Si muere ninguno de nosotros lo estará.

—Les ha dicho que soñó con Olodumare y que éste le dijo a través de Ifá que debía buscar el sello y llevarlo a Haití.

—¿Le han creido?

—No es al anciano a quien debe convencer —dijo señalando al enfermo.

—Puedo hacer algo al respecto —dijo el doctor. —En su estado febril puedo hablarle para que escuche la voz de Dios y éste le pida que nos entregue el sello.

—Es muy arriesgado, si llega a estar más consciente de lo que parece.

—¿Ve otro camino?

—No.

—Entonces ayúdeme y dígale a Kennedy lo que planeamos, luego vuelva para me sirva de asistente, necesitamos arrebatar a este hombre de las garras de la muerte.

Mama Candau habló con el sacerdote y Kennedy entendió a la perfección el plan de Sebastian, en su conversación con el anciano le dejó saber los sueños que de manera repetida tenía en las últimas noches. Mama Candau se encargó de darle algunos consejos que hablaban de Orishás y dioses a los que no era prudente desobedecer.

La lluvia arreciaba y solo los truenos iluminaban la noche. Llovió sin parar por dos semanas.

Una mañana el arcoíris salió en el cielo anunciando el fin de la tormenta. Sebastian salió de la choza y estiró las piernas mientras mama Candau seguía cuidando al hombre que parecía recuperarse ante la satisfacción de su gente.

—Sebastian, buenos días —dijo Kennedy que saboreaba una taza de café soluble al lado de un fogón que Gavilán había hecho con piedras y ramas secas.

—Veo que se adapta usted bien, padre Kennedy.

—¿Cómo está el maestro?

—Mucho mejor, ha respondido a los antibióticos. Además de la fiebre amarilla una infección en los riñones pudo haberlo matado.

—Mama me ha contado lo que ha debido hacer para ocultar las jeringas.

—No estaría bien que Inle no usara la naturaleza ¿no le parece?

—Tiene usted razón.

—¿Y a usted cómo le ha ido?

—Tenemos su confianza, al menos ya no nos creen enviados del dios de la guerra.

—Es un avance.

—Sin embargo se necesitará mucho más que eso para que nos dejen llevar el sello.

—He estado preparando al maestro, intentando dejarle escuchar cosas que no recordará si fue un sueño o un mandato de Olodumare.

—¿Drogas?

—No hable usted tan alto.

—¿Cree que dé resultado?

—Será preciso aplicar un poco al anciano para que no haya resistencia.

—De eso puedo encargarme yo.

—Padre ¿Qué hay de usted? ¿Cómo han estado sus dolores de cabeza?

—¿La verdad?

—Por supuesto.

—Bastante mal, doctor.

—Disociación.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo he estado observando.

—Debe ser el stress al que estoy sometido.

—Es mucho más que eso y lo sabe.

—Por ahora solo puedo rezar para que no empeore hasta terminar esta tarea.

—No debió haber venido.

—No es momento para arrepentirse.

—¿Ha probado la droga como le sugerí?

—Gavilán me ha conseguido algunas plantas, pero son alucinógenas, quizá por eso me ha visto extraño.

—¿Algo en particular en las alucinaciones?

—Lo mismo de siempre, la Mano de los Muertos, Nomoko, Aqueda…

—Tiene usted un espíritu atormentado.

—Es verdad.

—Cuidese de que no lo oigan hablando de la Mano de los Muertos, supongo que un sujeto como esos no debe ser bien visto por estos hombres.

—Sabio consejo.

—¿Cuándo cree que podamos estar listos?

—Con la evolución que está teniendo y las condiciones en las que estamos, diría que en un par de semanas estará en pie. ¿Cree que es tiempo suficiente para que haga lo suyo?

—Tendrá que serlo.

—¿Qué ha pasado con Neco?

—No confían en él, al parecer los hombres con armas de fuego son un tabú.

—En cierta forma me tranquiliza.

—Sé que no confías en el soldado.

—¿Qué hay de Gavilán?

—Es un hombre de JR.

—Eso no me consuela.

—Por ahora no podemos hacer más que confiar en ellos.

—Espero no se convierta en un problema si logramos salir de aquí con el sello.

—¿Queda algo de ese café?

—Por supuesto.

Pasaron otras dos semanas en la que el clima fue más benévolo y lograron además una simbiosis con aquellos hombres a los que empezaban a tener simpatía.

Sebastian salió con el rostro iluminado —buenas noticias— dijo con alegría. —La fiebre ha cedido por completo y la infección ha desaparecido sin dejar secuelas.

—¿Está consciente?

—Lo ha estado hace un momento. Me ha hablado en español, señal de que me reconoce.

—¿Crees que…?

—Eso espero. He sido constante en el mensaje.

—También yo he intentado serlo con el anciano. Mama Candau ha ayudado mucho en eso, conoce perfectamente las leyendas de esta gente. Ahora hasta Neco ha congeniado con ellos y les ha enseñado algunos trucos militares para sobrevivir en estas condiciones.

—Todo parece marchar bien.

—Lo sabremos cuando el maestro pueda hablarnos. Si no obtenemos el sello, al menos espero que nos dejen marchar en paz.

—Ni siquiera he podido saber dónde lo guardan.

—Es el secreto mejor guardado, pero ¿No haría usted lo mismo si diera con el Santo Grial?

—De seguro que sí.

—Son buenas personas.

—Ha aprendido a entenderlos ¿no es así? Me sorprende que aun haya en el mundo personas tan apegadas a sus principios y hasta me duele…

—No lo vea como un robo, padre, solo un préstamo y luego si así lo desea, hasta puede devolvérselos.

—Aun hay algo que no me explico.

—¿Qué sería?

—Que este sello estuvo en manos de los padres de mama Candau y de su padre, ¿Cómo hicieron…?

—Quizá estén claros en que no son los custodios permanentes del sello.

—Pero sería lo lógico, que esté en manos de estos hombres que están más apegados a las tradiciones.

—Recuerdas lo que dijo JR, el sello elije con quien desea estar.

—Puede ser, pero ¿Cree que desee estar con nosotros?

—Si es una buena causa…

—No dejo de pensar en Amanda y en las atrocidades que pensé de ella.

—No se mortifique. Conformese con saber que al menos ya no la considera un súcubo.

—Quisiera pensar que esos fantasmas ya no existen.

—Padre Kennedy, a veces me deja usted perplejo, no logro entender como un psiquiatra puede albergar tantas dudas acerca de algo que debería ser tan sencillo. No hay tal cosa como la posesión demoniaca, lo que vimos con Casas es un claro ejemplo de lo poderosa que puede ser la mente humana tratándose de fabricar ideas.

—Quizá tenga razón, ¿pero si no la tiene? ¿Qué pasaría con el alma de Amanda?

—¿Le ha pedido ella que le ayude con su alma?

—No.

—¿Y no es el libre alberdrío algo que pregona su iglesia?

—Si tan solo pudiera estar seguro de que esa es su voluntad, me refiero a la de Amanda.

—Y no la de la «cosa» que habita en ella. Comienza a hablar nuevamente como un médico brujo.

Kennedy resopló y hundió su cabeza entre sus manos.

—Vamos hombre, descanse usted. Si todo sale bien, esta misma noche puede que sea muy activa en lo que nos ha traido aquí.

—¿Para bien o para mal?

—Si estos hombres son de palabra nos deberán un favor y pienso usarlo ya sea marchándome de aquí con el maldito sello o sin él.

La noche llegó y con ella la plena conciencia del maestro que, aunque visiblemente recuperado, aun se veía débil y no estaba en condiciones de levantarse de la cama. Sin embargo, llamó a los visitantes a la choza en presencia del anciano.

—Gracias —dijo tomando la mano de Sebastian— ha sido usted un enviado de Inle y posee los secretos de Osanyín.

—Ha sido un placer atenderle.

—Estas personas deben ser respetadas.

—Han venido por algo más que respeto —dijo el anciano con gesto serio.

—Lo sé. Olodumare así me lo ha dicho.

Sebastian miró a Kennedy con una sonrisa.

—Buscan el sello de fuego como en otras ocasiones lo han buscado otros.

—No es nuestra intención…

—La vieja —cortó el hombre— acérquese. Está usted sellada.

—Así es maestro.

—¿Y para que desean el sello?

—Es preciso utilizarlo en la mujer que ama el sacerdote.

Kennedy enrojeció sin poder evitarlo.

—Es demasiado tarde.

—No lo es —dijo Kennedy ansioso.

—Sin embargo, Olodumare ha hablado.

—¿Dejará que nos lo llevemos?

—Pero una vez que haya terminado deberá traerlo de vuelta.

—Se lo prometo.

—Si no lo hace, Olodumare lo castigará.

—Le he dado mi promesa.

El hombre dijo unas cuantas oraciones en creole y en una lengua desconocida por todos y luego ordenó al anciano que trajera el sello. El hombre se retiró unos minutos y volvió con una pequeña bolsa color púrpura con bordes dorados. Con gran respeto abrió la bolsa y sacó de su interior un artefacto metálico. Contrario a lo que pensaba el sacerdote, no era de oro o algún metal valioso, no tenía incrustaciones de piedras, era simplemente una herramienta como con la que trabajaban los herreros.

—Es el sello —dijo mama Candau reclinándose.

—No es lo que esperaba —dijo Sebastian.

—Esperemos que sirva para lo que queremos —dijo el sacerdote tomándolo en sus manos. Mañana a primera hora nos marcharemos.

—Que Olodumare los acompañe —dijo el hombre levantando su mano.

Capítulo LXI

La Habana, Cuba, 1972

José Ramón los esperaba con ansias, el mecenas de aquella expedición que había tenido un éxito inesperado radiaba de júbilo cuando el todoterreno que los traía desde Yerba de Guinea llegó a La Habana y se estacionó justo frente a la catedral.

—Bienvenidos de nuevo a La Habana —dijo solemne inclinando la cabeza.

—José Ramón —dijo Kennedy que al igual que sus compañeros parecía haber perdido varios kilos de peso— lo tenemos.

—Lo sé, sabía que de alguna forma lo obtendrían. Pasemos, no estoy seguro de que la calle sea un sitio adecuado para que nos vean juntos.

—Los hombres que nos seguían fueron atrapados, cuando salíamos de la selva guiados por Gavilán los vimos en especies de jaulas hechas de caña de azúcar, parecían animales rabiosos cuando nos vieron pasar.

—Eran parte del peligro, mas no todo.

—¿A qué se refiere?

—Tengo razones para pensar de que uno de los que lo acompaña en el grupo es un Judas Iscariote.

—Gavilán y Neco se han quedado en Yerba de Guinea y ninguno de los dos hizo nada que se pueda considerar sospechoso.

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