El bosque de los corazones dormidos (20 page)

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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

Álvaro se presentó cinco minutos después. Paula había perdido el conocimiento y su pecho se movía agitadamente.

A continuación, puso una pasta marrón sobre las picaduras y abrió su boca obligándole a beber de un frasco amarillo. Paula tosió y mi tío sonrió aliviado. Después la llevó en brazos hasta su Land Rover.

—Hay que llevarla al hospital.

—¿Se pondrá bien?

Mi tío contempló mi cara inundada en lágrimas y mi expresión de absoluto terror antes de responder.

—Reza para que así sea.

Oro líquido

C
uando mi tío tomó las riendas de la situación y cargó a Paula en su coche para llevarla al hospital, me sumí en un estado de semiinconsciencia. El temor a perder de nuevo a un ser querido era tan desgarrador, que mis emociones se bloquearon, dejando que la razón actuara sola.

Seguí las indicaciones de Álvaro para atender el cuerpo ardiente y convulso de mi amiga en la parte trasera del Land Rover. Cinco horas más tarde, recibía con serenidad a sus padres, a pesar de sus rostros desencajados y de sus miradas de recelo. Esperé con paciencia alguna noticia de su estado toda la noche en el pasillo… Y, finalmente, doce horas después, regresaba a la Dehesa con la frustración de no haber visto a Paula antes de que se la llevaran en ambulancia a Barcelona.

Durante todo ese tiempo actué como una autómata para anestesiar el dolor insoportable que me producía la idea de perder a mi mejor amiga.

Mi tío desapareció nada más llegar al centro médico con Paula en sus brazos. Al salir, me explicó que mi amiga había sido trasladada a otro hospital a petición de sus padres.

Hicimos todo el camino de regreso en silencio.

Cuando llegamos a la Dehesa, sacó uno de sus botes de miel de la alacena y se sentó a mi lado en la mesa de roble. Le observé mientras untaba unas tostadas. Me ofreció una, pero yo la rechacé. Aunque no había probado bocado en las últimas horas, tenía el estómago cerrado.

—Tu amiga se pondrá bien —dijo mi tío al fin.

Aquella frase tuvo el mismo efecto que el chasquido de un hipnotizador. Me despertó al instante.

—Creo que te debo una disculpa —continuó mi tío.

—¿Una disculpa?

—Eres más lista de lo que había imaginado. Actuaste con rapidez lanzando aquel champú por la ventana. Me alegra saber que has aprendido algo desde que estás aquí y que puedes arreglártelas solita.

—No te preocupes. Si vuelvo a tener problemas, no te molestaré.

—Más te vale, niña.

Aunque pronunció esas palabras con su tono seco habitual, entendí que era su manera de decirme que estaba empezando a confiar en mí.

Le agradecí el cumplido llevándome a la boca una de sus tostadas con miel. Observé aquella sustancia viscosa, dorada y brillante sobre el pan, y recordé algo que solía decir mi madre.

—Oro líquido.

Los ojos de mi tío centellearon cuando pronuncié aquella expresión que tantas veces habría escuchado de los labios de mi madre al saborear su miel.

—Y milenario —añadió—. Los griegos ya conocían sus propiedades medicinales. La consideraban la bebida de la inmortalidad, el néctar de los dioses del Olimpo. Para ellos, simbolizaba sabiduría, un alimento reservado solo a los elegidos.

—Me alegro de ser la elegida —bromeé mientras me chupaba un dedo—. ¿Crees que un bocadito de esto me hará inmortal y más sabia?

—No, pero alargará tu vida… y la hará más dulce.

Cuando acabé mi rebanada, Álvaro me pidió que le acompañara al baño de arriba y le explicara de nuevo cómo había sucedido todo.

—Lo que no entiendo es cómo pudieron entrar las abejas en casa —dijo rascándose la frente.

—Paula abrió una rendija para evitar que se condesara el vapor mientras se duchaba.

—Sí, sí… pero las colmenas están a kilómetros de la Dehesa. ¿De dónde demonios salieron tantas abejas?

Mi tío abrió la ventana y se asomó. Al momento, la cerró alarmado y me miró con preocupación.

—Ahí abajo hay un panal enorme.

Me encogí de hombros sin entender nada.

—Clara, es imposible que llegara hasta aquí caminando solito…

A pesar del descubrimiento de mi tío y de su sospecha de que alguien merodeaba por la Dehesa con malas intenciones, esta vez no tuve que insistir para quedarme.

—No bajaré la guardia… —dije con seguridad—. Si hay un responsable, pagará por ello.

Mi tío esbozó una sonrisa fugaz antes de despedirse.

—Suerte, chica del bosque.

Mientras me dirigía a Colmenar en ciclomotor, pensé en las palabras de mi tío. Si alguien había puesto ese panal ahí para hacer daño a Paula, sin duda conocía su alergia. Y, que yo supiera, mi amiga solo lo había mencionado delante de Braulio. Necesitaba comprobar que seguía en Madrid para descartar su culpabilidad.

Rosa me esperaba como cada jueves para descargarme los apuntes de Ángela. Era mi oportunidad para preguntarle por su hijo y averiguar si seguía en la capital. Además, mi estancia en la Dehesa dependía de mi seguimiento del curso, y no estaba dispuesta a darle argumentos a mi profesora.

Dos horas más tarde, ya había leído mi correo, descargado las nuevas lecciones y resuelto un control online de literatura. Antes de acomodarme en la cama de Braulio, como hacía siempre, revisé por encima su cuarto buscando alguna pista que me mostrara algo de su vida o de su personalidad, pero no hallé nada especial. Era una habitación ordenada y algo cursi para tratarse de un chico de veinte años. Había peluches de animales sobre el edredón, una estantería repleta de libros —casi todos de botánica y veterinaria— y un mapa enorme de la sierra de pinares en la pared con varias chinchetas clavadas en distintos puntos.

Me acerqué para observarlo de cerca, pero, en ese momento, Rosa llamó a la puerta y me sobresalté.

—Acabo de hacer un pastel de nueces, ¿te apetece probarlo con un té?

Eran casi las cinco y estaba empezando a oscurecer, pero, desde que tenía ciclomotor, ya no me preocupaba llegar tarde a la Dehesa.

Estuvimos hablando del gran acontecimiento que tenía a Colmenar revolucionado. Paula y yo habíamos visto los carteles colgados por el pueblo antes del accidente. Anunciaban la inminente visita de un equipo de científicos norteamericanos de
National Geographic
. Estaban haciendo un estudio sobre los bosques del sur de Europa, y habían incluido la sierra de pinares en su reportaje.

—Braulio lleva en contacto con ellos desde hace meses.

—¿Por qué?

—Ay, maja, no sé. Mi hijo conoce bien estos bosques, los animales, la comarca… Supongo que vieron su web de Colmenar y contactaron con él —dijo sin ocultar su orgullo—. Le han ofrecido colaborar con ellos.

—¿Y dónde está ahora? ¿Todavía no ha vuelto de Madrid?

—Se ha tenido que quedar más días para esperar la llegada de los norteamericanos. Él mismo los traerá a Colmenar.

—¡Qué interesante! —fingí. Aquel asunto de los científicos no me importaba lo más mínimo.

Imaginaba que estarían un par de días pavoneándose por el pueblo para degustar gratis embutidos ibéricos y buen vino antes de continuar su periplo por España. Incluso de seguir Bosco en la cabaña del diablo, no me hubiera preocupado por él. Estaba convencida de que no se adentrarían más allá del río.

—¿Por qué no me explicas alguna historia de la cabaña del diablo?

Rosa soltó una carcajada.

—Igualita que tu madre.

—Sí, pero yo no me asusto.

—Pues debes de ser la única. Ahora hace muchos años que nadie ha vuelto a hablar de él… pero el viejo de la cabaña ha asustado a muchas generaciones de este pueblo. Mi propia abuela me explicaba que ya su abuela le contaba historias del ermitaño barbudo y que ella misma lo vio en una ocasión.

—¿Y qué hacía?

—La mayoría de las veces solo se aparecía por el bosque y sorprendía a algún que otro cazador o recolector de setas. Pero llegó a sacar su escopeta a los más osados… A aquellos que se acercaban a su cabaña.

—¿Alguien logró entrar alguna vez en su guarida?

—Eso dicen, pero quienes presumen de ello cuentan que la cabaña estaba vacía… Nadie se atreve a destruirla porque temen al espíritu de su esposa. —Hizo una pausa—. Todavía hoy se encuentran señales de brujería en los alrededores.

—¿Tú has visto algo de todo eso?

—Yo no, pero mi madre, que era muy curiosa y que en paz descanse, me explicó que una vez, siendo ella muy niña, se topó con el viejo en el bosque.

—E imagino que su descripción coincidía con la de todos los que habían tenido el honor de verlo.

—Sí, pero ella vio algo más… Vio al viejo de barbas blancas acompañado de otra figura, otro espíritu errante como él.

—¿Otro viejo barbudo?

—No, mi madre lo describió como un ser de gran belleza; «un joven de cabellos dorados y piel bronceada, con unos ojos tan azules como un cielo despejado».

Al oír aquello me quedé sin aliento y sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. Estaba claro que no podía ser Bosco porque me hablaba de unos ochenta años atrás. Pero aquella descripción…

—¿Le hicieron algo a tu madre?

—Según ella, ni siquiera la vieron. Estaba tan impresionada, que se quedó inmóvil detrás de un árbol.

—¿Tenía miedo de ellos?

—Estaba aterrada. Su madre le había explicado la historia de un niño de seis años que había desaparecido en el bosque durante días. Al encontrarlo, según mi abuela, el niño se negaba a explicar qué le había pasado… pero se le escapó que había estado con un hombre de barbas blancas.

La miré realmente impresionada.

—Mi abuela nunca mentía. Y mi madre tampoco… —dijo Rosa para enfatizar su historia.

—¿Alguien más ha visto a ese chico que describió tu madre?

—No, que yo sepa. Pero ¡quién sabe! La gente teme estos asuntos y prefiere ignorarlos. Es supersticiosa. Hay zonas del bosque en las que nadie se adentra.

Pero sí había alguien.

Una chica valiente.

Una colmenareña que sabía incluso más cosas de la cabaña del diablo que la propia Rosa, secretos que permanecían ocultos para el resto de los asustadizos mortales.

¿Cómo no lo había pensado antes? Berta tenía todas las respuestas.

Y yo quería conocerlas. Quería saber tanto como ella del joven de cabellos dorados.

Me dirigí al bar del pueblo donde Berta servía copas algunas tardes. El interior estaba recubierto de paneles de madera repletos de mensajes grabados a navaja o con bolígrafo. La única luz provenía de unas lámparas verdes que pendían del techo. El humo se condensaba en una especie de nube tóxica que me impedía ver con claridad. En la máquina de discos sonaba “Who Wants to Live Forever?” de Queen. Era algo así como el pub del pueblo. Me sorprendió ver a dos chicos con aspecto rebelde y camisetas heavy jugando una partida de dominó con tres ancianos ataviados con boina.

Me hice un sitio en la barra y me senté en un taburete giratorio de piel verde.

Berta llevaba una camiseta negra y unos vaqueros ceñidos que le sentaban de maravilla. Estaba radiante y sonreía sin parar mientras charlaba con un grupo de chicos del pueblo. Levanté un brazo para llamar su atención.

Al verme, se le borró la sonrisa de la cara.

Tardó varios minutos en acercarse hasta donde yo estaba.

—¿Qué quieres?

—Hablar contigo.

—No puedo. ¿No ves que estoy trabajando?

—Por favor…

Sus ojos me escrutaron unos segundos antes de ceder a mi súplica. Suspiré aliviada al comprobar que eran azules y no verdes. Por muy molesta que estuviera conmigo, aquello indicaba esperanza.

—Está bien, pero solo cinco minutos.

Con un gesto ágil, se apoyó en la barra y la saltó con los pies juntos. Salimos a la calle por la puerta trasera del local. No había nadie cerca que pudiera oírnos.

—Soy toda oídos.

—Conozco su secreto.

Los ojos de Berta se abrieron con asombro, pero disimuló su sorpresa con un tono condescendiente.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que sabes de Bosco?

Me sorprendió que no se molestara en negar que ella también le conocía. Aquello me molestó más que su aire de suficiencia, pues delataba que nos había espiado, o bien que Bosco le había hablado de mí.

—Sé que puede oler el miedo.

—Ya. Pues si eso es todo lo que sabes de él, es que no sabes nada. —Escupió aquellas palabras con desprecio.

—También sé que ha desaparecido…

—Y por eso llevaste allí a tu amiguita, para ver si te ayudaba a encontrarlo, ¿verdad? —Hizo una pausa—. Clara, ya has hecho bastante por él. Si de verdad le aprecias, si te importa algo, aunque solo sea un poquito… ¡déjale en paz! De lo contrario, solo conseguirás arruinarle la vida.

— Pero ¡él ya no está! ¿Cómo voy a arruinarle nada si se ha ido…? —Mi voz se quebró y no pude reprimir el llanto.

Berta me sonrió con resignación antes de darme una palmadita en la espalda. Después entró de nuevo en el local.

Dejé que el viento secara mis lágrimas mientras apretaba el acelerador y avanzaba veloz hacia la Dehesa. Me pregunté qué sentido tenía seguir en aquel lugar. Estaba sola. Completamente sola. Bosco se había ido para siempre y mis dos únicas amigas se habían alejado de mi vida. Paula, ingresada en un hospital; y Berta, furiosa conmigo por la huida de aquel ser tan especial que iluminaba su existencia. No la culpaba. Yo era la única responsable. De no ser por el revuelo que se había organizado con mi desaparición… Bosco no se habría sentido en peligro y seguiría en su casa. Todavía me costaba comprender cómo se las había arreglado para vaciar la cabaña en tan poco tiempo. Aunque Berta le hubiera ayudado, era imposible que hubieran cargado el pesado piano a través del bosque. ¿Dónde habrían trasladado todas sus cosas?

Después recordé la expresión de Berta al ver la flor de mi solapa en aquel viejo autocar. Me la había regalado Bosco cuando no era más que un fantasma para mí. «Esa flor solo crece en un lugar en el que nadie debería aventurarse», me había dicho ella. Ahora por fin comprendía a qué se refería con aquella advertencia.

Demasiado tarde…

Una vez más, odié mi propia suerte. Estaba maldita. Condenada a la soledad, era incapaz de retener ni un ápice de amor en mi vida. La gente a la que amaba desaparecía. Tal vez no era digna de ese sentimiento tan poderoso. Ni siquiera mi madre había querido estar a mi lado. Lo había demostrado suicidándose. Quizá el problema era yo. Y no merecía su amor. Ni el de nadie.

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